8

AQUELLA NOCHE ELIZA soñó con Oliver y, al despertar, cantidad de viejos sentimientos y recuerdos ya olvidados le llegaron repentinamente de lo más profundo del corazón. No podía dejar de pensar en el día en que se conocieron. Se le había caído la pila de libros que llevaba cuando Eliza se tropezó con él en una librería, o, mejor dicho, cuando se chocó con él por ir caminando hacia atrás sin mirar. Cuando se agachó para ayudarle a recogerlos, vio que eran todos libros de arte, incluidos los catálogos de varias exposiciones en Londres y París. Se quedó allí en cuclillas, mirando las fotografías, y Oliver se sentó a su lado. Al principio solo fue capaz de asentir en silencio, pero después de hablar del tiempo durante un rato, los dos empezaron a reír. Qué gracia, estar sentada en el suelo con un completo desconocido. Y entonces él la ayudó a levantarse y la invitó a acompañarlo al salón de té que había al lado de la librería.

Pero los buenos tiempos no duraron mucho, y pensó en el día en que tuvieron una violenta pelea. Lo único que había dicho era que quería ser fotógrafa. Oliver se puso furioso, cerró la puerta de un portazo y salió a la calle sin entender la motivación de Eliza. Ella sintió miedo, como si le hubiesen propinado un fuerte puñetazo en la boca del estómago, y su miedo resultó estar justificado: Oliver no vio el autobús que lo mató y Eliza tuvo que aprender a tragarse el desgarrador sentimiento de culpa por lo ocurrido.

Alguien llamó a la puerta, interrumpiendo sus recuerdos, y al abrirla le sorprendió ver al diván, Chatur, esperándola. No le sonrió, sino que, con una mirada de desprecio, le tendió una hoja de papel que sostenía entre las yemas de los dedos.

—He traído una lista de las personas a las que debe fotografiar y en qué orden. Como verá, me he tomado la libertad de sugerirle los lugares más adecuados.

—Ya veo.

Chatur le dedicó una sonrisa helada.

—Estoy seguro de que mis obligaciones me permitirán estar presente en algunas ocasiones, pero, si no estoy disponible, le acompañará uno de los guardias.

Molesta por la intromisión, Eliza frunció el ceño.

—Me gusta elegir personalmente a mis modelos. Además, creí que iba a tener libre acceso al palacio.

—Hasta cierto punto, señorita Fraser. Hasta cierto punto. Bueno, espero que la lista le resulte útil. Y ahora, tengo a algunos guardias esperando a que los fotografíe. Los encontrará en el patio más cercano.

Mientras el diván hacía una reverencia y se giraba, dispuesto a irse, Eliza pensó en lo que le había dicho Laxmi. Habían quedado en que se le permitiría hacer lo que quisiera, sin seguir las órdenes de nadie. Simplemente, ignoraría la lista de Chatur.

En el patio, los tres guardias esperaban formando una rígida fila y no hicieron caso de lo que les decía. Estaba devanándose los sesos, intentando averiguar cómo conseguir una imagen más informal, cuando apareció Dev y se la quedó mirando. Se fijó en su pelo, más corto que el de Jay, y en sus ojos, mucho más oscuros. Con una nariz más grande que la del príncipe, su rostro tenía una expresión mucho más hostil. El joven le provocaba una sensación un tanto extraña, como si se mantuviese en equilibrio sobre la cuerda floja, aunque la sonrisa que tenía fija en la cara no delataba nada. Al principio la miró con desconfianza, pero pronto, una vez entendió la situación, pareció cambiar de actitud.

—¿Necesitas ayuda? —dijo.

—Pues no, aunque no consigo que se relajen. Me gustaría pillarlos con la guardia baja.

Dev miró a los guardias, pensativo. Después sonrió.

—Tengo justo lo que necesitas.

Sacó una especie de tela de la bolsa que llevaba, la dejó en el suelo y sacó un pequeño morral. Al verlo, los guardias se le acercaron rápidamente. Dev dijo unas palabras y ellos asintieron, sin siquiera mirar a Eliza.

—Es un juego —explicó Dev—. Lo llamamos challas.

Desplegó un gran cuadrado de lona cubierto de seda y decorado con casillas y dibujos. Se puso en cuclillas y los hombres lo imitaron. Sacó varias fichas y conchas de caurí del morral. Eliza pensó que el tablero era precioso.

—Sabes lo que te haces, ¿verdad? —dijo.

Dev estaba de espaldas a ella, pero lo vio asentir con la cabeza y después pareció olvidar por completo su presencia. Había sido muy astuto por su parte, porque ahora podría hacer la clase de fotografías que de verdad quería. Pero no sabía qué pensar de Dev. Al llegar, casi parecía desconfiar de ella pero poco después se había mostrado de lo más servicial. ¿Por qué sería?

Aprovechando una breve pausa en el juego, se levantó y se acercó a Eliza.

—Se juega al challas desde hace siglos. Antes se utilizaba para enseñar tácticas de guerra y estrategia a los jóvenes.

—Parece que se te dan bien. Las tácticas, quiero decir.

Dev se encogió de hombros.

—¿Qué haces por aquí hoy?

—He venido a cazar con los halcones de Jay. Por favor, no le compliques todavía más la vida, señorita Fraser. No tiene las cosas fáciles en palacio, y no creo que pasar tiempo contigo vaya a mejorar su de por sí problemática relación con Chatur.

—¿Chatur de verdad es tan poderoso?

Dev hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Me temo que sí. Pero, cambiando de tema, Jay me ha dicho que, de pequeña, viviste en la India.

—Viví en Delhi cuando era niña, pero tras la muerte de mi padre volvimos a Inglaterra.

Dev, con la mirada fija en sus pies, dio una patada a las piedrecitas del suelo y no dijo nada.

—Bueno, gracias por tu ayuda —dijo Eliza—. Te lo agradezco. —Y se volvió para recoger sus cosas.

AL DÍA SIGUIENTE volvió a quedarse a solas con Jayant. Esta vez subió al sidecar descubierto que estaba acoplado a una motocicleta. No sabía que Jay iba a acompañarla a la aldea, pero por lo visto se había ofrecido a ir con ella, para sorpresa y alegría de Eliza. Hoy llevaba una larga túnica al estilo indio con pantalones europeos, ambos de color gris marengo, y en su piel percibió un sutil aroma a sándalo, como el que llevaba Laxmi, aunque con un toque de cedro y, quizás, de lima.

—Me gusta la moto —dijo Eliza.

—Antes tenía una Brough Superior de 1925, pero me la robaron a principios de año. Esta es una Harley-Davidson.

Avanzaron rápidamente, mientras las ruedas de la moto levantaban nubes de polvo, pero Eliza se concentró en el camino que tenían delante y, cuando se le pasó la extraña sensación de timidez que la invadía al estar cerca de Jay, decidió aprovechar esta oportunidad de conocer mejor al príncipe. Había muchas cosas que aún no sabía de él y de su mundo. A veces parecía sumido en una especie de oscuridad, pero al mismo tiempo estaba lleno alegría y de vitalidad, aunque también tuviese carácter. Sin duda, tenía carácter.

—No irás a decirme que va a ser otro viaje de varios días, ¿verdad? —gritó, levantando la cara hacia la motocicleta.

Jay rio.

—No queda tan lejos, estaremos de vuelta antes de la hora del té. Pero hay mucho que ver. Es la aldea perfecta. Podrás ver cómo es la vida en el campo y, con un poco de suerte, retratar alguna que otra cara interesante. Además, es donde nació Indi.

Mientras recorrían las llanuras de Rajpután, descubrió que el aire era sorprendentemente húmedo. Eliza vio cabras pastando en mitad del camino y pasaron junto a rebaños de camellos y de búfalos. Se dio cuenta de lo rápido que se estaba aclimatando a este nuevo mundo. Le encantaba el olor a arena del desierto y el viento que le alborotaba el pelo. Era como si la brisa la llenase de todo aquello que le había faltado durante tanto tiempo.

—Aquí la vida sigue siendo sencilla, como desde hace siglos —gritó Jay, por encima del ruido del motor—. Los artesanos tejen alfombras de pelo de camello, como han hecho siempre, y fabrican cántaros de agua con la arcilla de la zona. Me gusta venir a observar los pájaros.

—¿Eres ornitólogo aficionado?

—Yo no diría tanto, pero somos punto de paso para muchas especies migratorias. Si estás atenta, verás periquitos y pavos reales.

Mientras Jay hablaba, Eliza no dejaba de pensar y de apreciar un nuevo entusiasmo por la vida que no había experimentado nunca. Cada vez que se veían, el príncipe la sorprendía con algo nuevo.

—Si nos acercamos al lago Olvi, podrás ver aves acuáticas, garzas, martines pescadores, somormujos y aves zancudas. A veces hay grullas damiselas.

—Para —dijo, entre risas—. Entre la arena y el calor, no puedo pensar con claridad. Es demasiado para asimilarlo y apenas te oigo con el ruido de la moto.

En aquel momento, Eliza vio a un animal que no había visto nunca y Jay detuvo el motor.

—Es una chinkara, una gacela asiática, aunque por aquí se ven más antílopes negros. —Jay pareció perder el hilo e hizo una pausa, como si estuviese pensando en algo—. Si bien es cierto que la vida diaria no ha cambiado en muchos aspectos, quiero que entiendas que para nosotros, los gobernantes, las cosas ya no son como antes. Los británicos nos han suplantado en el poder e instaurado su propio sistema de dominio indirecto.

Eliza frunció el ceño, pero el tema le interesaba lo suficiente como para hacerle una pregunta.

—Lo que no entiendo es por qué los príncipes firmaron los tratados con los británicos. ¿Por qué cedieron tanto?

—Originariamente, los rajputs no provenían de esta región, así que tuvieron que conquistar las tierras, que pasaron a ser suyas. Todo giraba en torno al parentesco, al clan y a la conquista de territorios. Los distintos clanes estaban en guerra continua, en un intento de adquirir todavía más tierras y riquezas. Nuestro poderío militar aumentó gracias a los matrimonios de conveniencia entre los distintos clanes.

—En Inglaterra es igual: los aristócratas solo se casan entre sí. ¡Así les salen los niños, con las barbillas poco pronunciadas!

Jay se echó a reír.

—Los británicos se ofrecieron a salvaguardar nuestros territorios, pero a cambio tuvimos que subordinarnos a ellos.

—Me extraña que aceptarais.

—Supongo que estábamos hartos de luchar entre nosotros y de pagar el precio de la guerra. Los británicos tenían miedo de que los estados principescos se sublevasen, así que nos mantenían aislados unos de otros. Las cosas han mejorado un poco, ahora que están más abiertos a tener una relación de cooperación.

—Somos muy distintos, ¿verdad? —dijo—. Me refiero a los británicos y los rajputs.

—Completamente distintos, aunque a los británicos les gusta la idea de la nobleza. Pero a algunos nos cuesta asimilar las diferencias. Algunos de los hombres que se educan en Inglaterra pierden el norte al volver a la India y, al no tener un objetivo claro, se dan a la bebida.

—¿A ti también te cuesta?

—Tengo un pie en cada mundo, pero ninguno de los dos es mi verdadero lugar —dijo, entre risas—. Mi hermano se contenta con ser un príncipe de opereta. Yo no.

Permanecieron en silencio unos instantes, mientras Eliza reflexionaba sobre lo dicho y Jay encendía un cigarrillo. Bajó del sidecar para estirar las piernas y lo miró, fumando a horcajadas sobre la moto. El viento le había alborotado el pelo y tenía la mano izquierda manchada de aceite. Se la frotó descuidadamente en los pantalones y le sonrió. Era un hombre complejo y, aunque había hablado de su vida un tanto a la ligera, Eliza no creyó que de verdad fuese feliz viviendo sin rumbo. Aunque exudaba soltura y encanto, intuyó que escondía algo más.

—Pero tú tampoco eres feliz —Jay interrumpió sus pensamientos, como si le hubiese leído la mente.

—No sé a qué te refieres —dijo, irritada de repente. Era un tema demasiado delicado. Además, ahora que el aire había perdido la humedad y la frescura de antes, el calor, que empezaba a apretar, la puso susceptible.

—Intentas aparentar indiferencia, pero empiezo a no creérmelo.

—Vaya, no te andas con rodeos —dijo Eliza, esforzándose por no parecer ofendida—. Y te gusta meterte donde no te llaman.

Se hizo una breve pausa.

—Ya te lo he dicho: no soy británico.

—¡Eso está claro!

—Los británicos creen que nos han llevado por el buen camino —continuó—, pero, simplemente, algunas de las viejas costumbres han pasado a la clandestinidad.

—¿A qué te refieres?

—Estoy pensando en Indi. Y en lo que estuvo a punto de pasarle.

Eliza frunció el ceño.

—Vino al castillo porque hace mucho tiempo su abuela me salvó la vida. Mi madre le dio a su abuela un retrato en miniatura en señal de agradecimiento y le dijo que si alguna vez necesitaba ayuda, llevase la miniatura al castillo y preguntase por la maharaní.

—¿Y qué pasó?

—Que Indi aprendió a copiarla.

—¿Con ayuda de un thakur?

—Sí.

—Pero ¿qué es lo que estuvo a punto de pasarle?

—Te lo contaré después. Pero ahora tenemos que irnos.

—Mira, antes de irnos, no sé si debería decírtelo, pero Devdan me advirtió de que no pasase tiempo contigo porque podría causarme problemas con Chatur.

—¿Eso te dijo?

—El caso es que vi algo durante el partido de polo en el que te lesionaste. No te lo dije antes porque pensé que serían imaginaciones mías, pero vi que Chatur y otro hombre se reían de tu caída. Me pregunto si…

Jay la interrumpió.

—Te preguntas si Chatur anda detrás del accidente. ¿Es eso lo que crees?

—Supuse que solo era una broma, pero ¿crees que podría ser algo serio?

Jay frunció el ceño y pareció pensar en lo que acababa de decirle. Al poco, murmuró:

—Chatur es una amenaza, pero mi hermano no se da cuenta. No se detendrá ante nada. Ya se lo he advertido a Anish.

—¿Cómo que no se detendrá ante nada? ¿Qué es lo que pretende?

—Controlar a mi hermano y hacerse con el poder.

Eliza suspiró. Todo esto le venía grande.

Jay volvió a arrancar la motocicleta y siguieron adelante durante un rato. Ninguno de los dos hizo intento de hablar hasta que Jay se detuvo en una aldea donde una fina capa de polvo cubría las casas de adobe. Contenta de poder estirar las piernas, Eliza bajó del sidecar y miró a su alrededor. Casi parecía que las casas hubiesen brotado de la tierra como árboles o arbustos, y la sencilla belleza de las líneas curvadas de las construcciones despertó su curiosidad de fotógrafa. Esta vez, solo usaría la Rolleiflex.

—El garh o fortaleza es la casa solariega del terrateniente de esta zona —explicó Jay—. Antes que nada, te lo presentaré.

—¿Y a los aldeanos también?

—Sí, sí, pero debemos presentarnos ante el thakur primero. Le interesa el arte; de hecho, tiene cierto talento como artista. Es el noble que tomó a Indi bajo su protección. Tenemos mucho que agradecerle.

Mientras paseaban por la aldea, Eliza sonrió al ver la armoniosa mezcla de artesanos absortos en sus oficios, mujeres que caminaban como reinas para ir a buscar agua al pozo, niños que corrían y gritaban por las calles y hasta animales pastando. Había perros dormitando por todas partes y todas las personas con las que se encontraron parecían amables. A pesar de los comentarios personales que Jay había hecho antes, sintió una inmensa gratitud por que la hubiese llevado a la aldea, y lo siguió mientras recorría con soltura las calles a grandes zancadas.

—La familia del thakur pertenece al mismo clan que nosotros —explicó—. Y mi hermano Anish es el jefe del clan. Mira, ahí está el fuerte.

Eliza contempló una fortaleza dorada, pequeña pero muy bonita. Tras atravesar un arco de piedra, un criado los guio hasta un jardín interior, donde el thakur estaba pintando frente a un caballete. Era otro de esos hombres altos de aspecto digno a los que Eliza estaba empezando a acostumbrarse a conocer, solo que el noble tenía el bigote salpicado de canas y era evidente que era mucho mayor que Jay. Se levantó del asiento, se secó las manos con un paño y se les acercó con los brazos abiertos.

—Bienvenidos, bienvenidos —los recibió—. Jayant, qué alegría verte a ti y a tu bella acompañante. ¿Qué puedo ofreceros?

—Una bebida fría para los dos —dijo Jay—. ¿Te parece bien, Eliza?

Ella asintió y juntó las palmas de la mano a modo de saludo.

—Por favor, tomad asiento. —Mientras se acomodaban, el thakur siguió hablando—. La fortaleza se construyó hace unos doscientos años y fue un regalo del maharajá como recompensa a la valentía de mi antepasado. A cambio de las tierras, él se comprometió a mantener ocho monturas para la caballería del maharajá y a luchar en las batallas que se produjesen. Por suerte, yo ya no tengo que cumplir este acuerdo.

Eliza sonrió.

—Esperaba poder tomar algunas fotografías de los aldeanos. ¿Cree que les importará?

—Ningún problema. Creo que la fotografía es el nuevo arte.

—Espero que no sustituya a la pintura, sino que coexista con ella.

—Estoy de acuerdo. Jayant me ha dicho que habla nuestro idioma.

—Un poco.

—Peca de modestia.

—¿Cómo está Indira? —le preguntó el thakur a Jay. Aunque sonreía, no pudo disimular una mirada tensa—. Rara vez nos visita.

—Y sé que entiende por qué.

El noble pareció apenado.

—Sí, aunque echo de menos su presencia y su alegría. Pero no demos más vueltas al pasado.

Eliza quiso saber más, pero, por la expresión en el rostro de ambos, entendió que sería mejor no preguntar. Cuando se levantaron, Jay y el thakur se alejaron un momento, de forma que no pudo oír lo que decían.

Entonces el thakur los llevó hasta la salida del fuerte.

—En tiempos, la fortaleza estaba rodeada de muros de adobe. Mi abuelo construyó estas murallas de piedra, pero la mayor parte del garh sigue tal y como era en un principio. Ampliaron la puerta para que pudiese pasar un hombre sentado en un howdah, a lomos de un elefante.

—Es espléndida —dijo Eliza.

El thakur asintió.

—Antes de hacer las fotografías, ¿le gustaría conocer a la abuela de Indira?

—Me encantaría.

—La llevaré hasta allí y después la dejaré trabajar.

Una vez en la aldea, se detuvieron frente a una choza sencilla con un pequeño patio y un escuálido rosal. El thakur llamó en voz alta y una mujer mayor de aspecto impecable, con el pelo cano, salió de la choza, como si estuviera esperándolos. Los miró sin sonreír y se cubrió el cabello con un pañuelo.

—No habla inglés. ¿Crees que la entenderás? —le preguntó Jay.

—Si no la entiendo, te lo diré.

Eliza se concentró mientras Jay y el thakur hablaban con la mujer. Ante todo, quería oír que Indira estaba bien y feliz y pareció satisfecha con sus respuestas, que la hicieron relajarse visiblemente. Pero cuando Eliza oyó mencionar su propio nombre, la mujer la miró fijamente y pidió a Jay que repitiera lo que acababa de decir.

—Eliza Fraser —dijo.

La expresión de la mujer se volvió hostil y retrocedió varios pasos rápidamente. Entonces, tan repentinamente como había aparecido, volvió a meterse en la choza, dando por terminada la conversación. Jay y el thakur intercambiaron miradas.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, incómoda y desconcertada.

—No es nada por lo que debas preocuparte —la tranquilizó Jay.

Eliza aceptó lo que le decía sin hacer comentarios, pero pensó que tenía que haber algo más. El thakur intervino para limar asperezas.

—Me gustaría hablarle de las rentas. Como ocurre desde tiempos inmemoriales, la mayor parte proviene de las tierras. Los campesinos cultivan los campos para mí y, a cambio, reciben parte de la cosecha. A los pastores se les permite que sus animales pasten en las tierras a cambio de parte de sus rebaños.

—Mi amigo Devdan tendría algo que decir al respecto —dijo Jay, con una sonrisa.

El thakur levantó las manos, aparentemente alarmado.

—Recuerda que conozco a tu amigo. Es un agitador, ¿verdad? Un joven peligroso. Un badmash.

—En realidad, no es mal tipo. Solo un poco bocazas.

—Bueno, yo me andaría con ojo. Pero ahora debo decirles adiós. Encantado de conocerla, señorita Fraser.

Y, dicho esto, volvió a llevarse a Jay a un lado para decirle unas cuantas palabras en privado.

Después, Jay y Eliza caminaron por las afueras de la aldea. El príncipe estaba más callado que antes y Eliza no sabía por qué, aunque no pudo evitar pensar que tenía algo que ver con ella, y la idea hizo que un escalofrío de alarma le erizase los vellos de la nuca. Pero, como estaba tan ocupada (un carrete solo permitía hacer seis fotografías, así que cada pocos minutos Eliza tenía que meterse en un lugar oscuro a cambiar el carrete, mientras lo protegía con la bolsa), no le preguntó qué le pasaba. Luego, a medida que se adentraban en las estrechas callejuelas y vio la forma tan rudimentaria en que vivía la gente en esta llanura estéril, la horrorizó la extrema pobreza. ¿Cómo podían permitir que los habitantes del castillo nadaran en la abundancia mientras estas personas languidecían en plena miseria? En los callejones, algunos de los niños estaban completamente desnudos, y Eliza tuvo que ir con cuidado para evitar pisar el reguero de agua sucia que corría por una zanja en mitad de la calle. Aquí la gente estaba más delgada y llevaba grabada la miseria en las arrugas del rostro. Al ver la diferencia entre esta parte del pueblo y la que habían visitado antes, se quedó en silencio. Aunque no tenía nada de romántico, hizo fotos de cada detalle: de los pobres, los abandonados y los aparentemente olvidados. Y se le pasó por la cabeza que, al retratar la lamentable situación de los pobres, tal vez encontrase la forma de dar voz a los que no la tenían.

Cuando volvió a subir al sidecar, Jay le preguntó si le apetecía ir a un bazar a pocos kilómetros de distancia, donde podría comprar telas decoradas con dibujos impresos con bloques de madera tallada a mano. Además, él tenía asuntos de los que ocuparse en la zona.

—Es un pueblo remoto y poco visitado. Si quieres conocer la auténtica Rajpután, no tendrás una oportunidad mejor.

Era una sugerencia de lo más amable, aunque Jay habló con voz solemne y en un tono cortante que Eliza no había percibido hasta entonces. Mientras recorrían el camino más accidentado con el que se habían topado hasta el momento, Eliza pensó en la abuela de Indi y decidió pedirle a Jay que le hablase de la chica.

Jay detuvo la motocicleta por un momento, como si estuviese decidiendo qué camino seguir.

—Antes dijiste que algunas de las viejas costumbres han pasado a la clandestinidad y mencionaste a Indi. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —Esperaba que ahora estuviese dispuesto a explicárselo.

Jay suspiró.

—Ya habrás notado que Indi es diferente. Tiene la piel algo más clara que el resto de nosotros y no sabe quién es su padre. Y para colmo de males, su madre la abandonó. Aunque desciende de una larga estirpe de guerreros rajput, al menos por parte de madre, sufre la deshonra de haber perdido a sus padres. Los lazos de sangre lo son todo para nosotros.

—Pobrecilla —dijo Eliza, consciente de lo duro que era crecer sin un padre. Al no tener ni padre ni madre, Indi debía de sentirse completamente perdida y vivir con una terrible sensación de aislamiento. No era de extrañar que estuviese tan unida emocionalmente a Jay.

Se habían quedado en silencio y, cuando Eliza miró a Jay, este se giró para devolverle la mirada.

—¿Qué? —dijo.

—¿Tan ciego estás que no te das cuenta de que está enamorada de ti?

Jay la miró desconcertado, frunció el ceño y habló casi como si Eliza no estuviese allí.

—Tonterías. Indi es como una hermana para mí.

Eliza resopló discretamente y por un momento se hizo un incómodo silencio.

—Consiguió destacar de entre el resto de aldeanos gracias al interés del thakur, y si no hubiera sido por la protección de su abuela, la habrían señalado como dakan.

—¿Qué quiere decir?

Jay la miró, como intentando evaluar su reacción.

—Una mujer sospechosa de brujería.

—¿Hoy día?

Asintió lentamente con la cabeza.

—Cuando otra mujer a la que consideraban dakan fue hallada muerta con un hacha clavada en la espalda, la abuela de Indi reaccionó rápidamente y la envió al castillo con la miniatura original y algunas de sus propias pinturas. Indi le dijo a Laxmi que no tenía un lugar seguro en el que vivir, y como estaba en deuda con su abuela, mi madre tuvo que acogerla. A las brujas les clavan un hacha en la espalda.

Un escalofrío de alarma recorrió el cuerpo de Eliza.

—¿Quieres decir que podían haberla matado a ella también? Así que a eso te referías cuando dijiste que te preocupaba lo que estuvo a punto de pasarle…

—Indi tiene talento y es muy guapa. Otras mujeres estarían celosas.

Al recordar la belleza de Indi, Eliza estuvo de acuerdo.

—¿Qué pasó cuando llegó al castillo?

—Empezó trabajando de criada, pero cuando descubrimos su talento, mi madre le encomendó la tarea de pintar a todos los miembros de la familia real. Se convirtió en los ojos y los oídos de mi madre. Recuerda que, por entonces, Laxmi era maharaní. No sé muy bien cómo lo hace, pero Indi sigue teniendo un oído especial para las intrigas, chismorreos y conspiraciones que se cuecen en el castillo.

—Laxmi debió de ser una reina maravillosa.

—Lo fue. Y una madre maravillosa… aunque, a veces, demasiado maravillosa.

La última parte de la frase la dijo casi como en un aparte, y Eliza no pudo evitar comparar a Laxmi, que parecía desvivirse por sus hijos, con el desinterés de Anna. Hasta el momento, Eliza no había pensado mucho en la maternidad y no tenía gran concepto de ella.

Jay parecía distraído, como si sopesase los dos caminos que tenía por delante y se preguntase cuál debía tomar. Pronto retomó el comentario anterior de Eliza.

—Aunque, por supuesto, los británicos prohibieron utilizar las palabras «rey» y «reina». Así que mi padre se vio obligado a convertirse en «jefe». Y nos prohibieron llevar corona, que quedó reservada a la realeza británica.

Eliza hizo una mueca.

—La verdad es que casi tiene gracia, pero no puedo evitar sentirme culpable.

Jay le dedicó una mirada franca.

—No tienes por qué. Nosotros también hicimos muchas cosas mal. Si no fuera porque un hijo suyo ha subido al trono, mi madre, al ser viuda, no disfrutaría del estatus privilegiado que tiene.

—Ya veo.

—Será mejor que sigamos adelante. —Volvió a subirse a la motocicleta—. Creo que es por aquí.

Después de recorrer unas millas, apagó el motor y se detuvieron.

—No te alejes, por favor —dijo, apoyando la moto contra un árbol. Aunque se esforzó por caminar con aire despreocupado, Eliza intuyó que pasaba algo por lo tensos que tenía los hombros y la expresión inquieta de su rostro. Se acercó a un lugareño y hablaron animadamente, Jay levantando la voz, y el hombre, negando con la cabeza.

Eliza oyó un extraño balido ahogado y, al mirar por un callejón que salía hacia un lado, vio a una cabra viva colgada por las patas traseras. Se estremeció cuando uno de los aldeanos desenfundó una espada y decapitó al animal de un tajo.

Jay se volvió hacia ella.

—Rápido, vuelve al sidecar.

—Pero acabo de ver a un...

—No hables, tenemos que darnos prisa. —Le puso una mano sobre la espalda y casi le dio un empujón.

—¿Qué pasa?

Mientras arrancaba la motocicleta, Jay se giró hacia ella, con una expresión de profunda angustia en la cara.

—Te dije que las antiguas costumbres habían pasado a la clandestinidad.

—Sí.

—Está a punto de suceder algo terrible.