10
ELIZA ABRIÓ LOS ojos y descubrió una mañana dorada, con un aire tan dulce y fresco que casi consiguió convencerse de que lo ocurrido el día anterior no había sido verdad, sino solo una pesadilla disipada por la luz del sol. Si no hubiese sido por el olor. Cansada, se había metido en la cama vestida la noche anterior y ahora se arrancó con repugnancia la ropa, que todavía estaba impregnada del olor a sacrificio humano, y encontró una bata en un armario alto de madera oscura. Se envolvió en el batín y bajó a la terraza, en busca de Jay.
En el jardín, el día era tan apacible que no se movía ni una hoja, pero aun así, percibió el olor de las hierbas aromáticas que manaba de los arriates y un perfume a jazmín y a madreselva impregnaba el aire. Vio que la galería arqueada que flanqueaba la terraza era de color arena y que la piedra relucía al sol de la mañana. La noche anterior no había podido distinguir el color.
—Ojalá la vida fuera siempre así —dijo, al ver llegar a Jay detrás del mayordomo, que llevaba una bandeja con un juego de café.
—¿Cómo?
—Pacífica.
Jay alzó la vista al cielo, como buscando una respuesta, y se volvió hacia Eliza.
—Aquí es donde está mi corazón —dijo, con los ojos relucientes de emoción—. Es aquí donde vengo cuando el mundo se vuelve insoportable. Y, casualmente, es donde nací.
—¿La habitación en la que duermo era la de tu madre?
Se miraron y él asintió con la cabeza.
—Todos tenemos el corazón roto. Tú, yo e Indi. Es lo que nos une.
Jay parecía absorto en sus pensamientos y Eliza consideró que tenía razón. La barba incipiente empezaba a asomarle en el mentón, todavía llevaba la ropa de ayer y olía a tierra, arena y humo. Aunque se había limpiado las manchas negras de la cara, en cierto modo parecía perdido.
—¿Necesitas ropa limpia? —preguntó—. Yo la necesito urgentemente.
Eliza asintió.
—Eso puedo arreglarlo.
—Y tengo que lavarme el pelo.
A diferencia de Clifford, Eliza empezaba a pensar que los británicos no habían sabido entender las costumbres de las razas nativas de la India. Pero hasta ahora había pensado que los británicos tenían la razón de su parte. Y sin embargo, si hacían oídos sordos a horrores como el satí, eso también los convertía en culpables. No cabía duda de que habían actuado con excesiva severidad a la hora de aplastar las rebeliones, y, bien pensado, ¿qué derecho tenían a estar allí? Lo ocurrido ayer le había calado hondo. La misoginia tenía muchas caras en las distintas partes del mundo, pero nadie merecía que lo quemaran vivo, que lo cocinaran como si fuese un pedazo de carne. Nadie.
Contempló el hermoso jardín descuidado y la invadieron su calma y su serenidad. Era un lugar salvaje y maravilloso, con caminos despejados y exuberantes plantas florales (rosales trepadores, jazmines y muchas especies que ni siquiera conocía) que caían en cascadas. Aunque no era difícil ver cómo podría ser todavía más magnífico; por ejemplo, abriendo huecos para que se apreciase mejor la vista en algunos lugares. Era evidente que aquí también había agua, y puede que la pendiente que describía la tierra tuviese algo que ver con ello.
Se decidió a preguntar.
—Parte del agua procede de la lluvia, que recogemos en pequeños depósitos. Durante las lluvias, se forman pequeños ríos o nallahs y tenemos pozos. Pero queda mucho por hacer: tenemos que construir presas, aljibes y cisternas. Básicamente, necesitamos un sistema de riego, pero no sé muy bien qué hacer.
—¿No quieres mejorar la vida de la gente?
Jay frunció el ceño, pero era evidente que esta última idea le había llegado hondo.
Eliza siguió pensando en el agua. Tal vez no pudiese hacer nada por mejorar el trato dado a las mujeres, pero pensar en otras formas de ayudar a la gente contribuía a que se sintiese mejor.
—Tiene que haber una manera de ayudar.
—Hago todo lo que puedo, solo doy trabajo a los hombres de la zona y dejo que saquen agua del pozo de nuestro patio, pero reformar el sistema de impuestos para que sea más justo depende de mi hermano, y se niega.
—Pero ¿y la idea del riego?
—Bueno, como te he dicho...
Eliza lo interrumpió.
—Podrías construir algún tipo de sistema —dijo.
—Ya lo he estudiado.
—Quiero decir aquí, en tus propias tierras. Es el lugar perfecto. Allí, donde hay una pendiente, podrías excavar un embalse, y quizá otros algo más allá.
—Debes de pensar que me sale el dinero por las orejas. La motocicleta es mía, Eliza, pero el coche es de mi madre. Tengo este bonito aunque viejo palacio que apenas puedo permitirme restaurar y una asignación bastante generosa, pero jamás conseguiría estirarla lo suficiente como para financiar un proyecto de irrigación.
—Entonces recauda dinero. Querer es poder. —Hizo una breve pausa, pero no podía dejar de hablar—. ¿Es que no ves la pobreza del pueblo?
—Por supuesto.
—No, Jay. No lo creo. Ves lo que quieres ver, pero voy a revelar las fotografías de ayer y voy a hacer que las mires con los ojos bien abiertos. No podrás ignorar los problemas tan fácilmente cuando veas las cosas en blanco y negro. Es hora de actuar. Haz algo.
—Hablas como mi amigo Devdan.
—Bueno, si su objetivo es luchar contra las desigualdades de su país, estoy con él. Aquí tienes agua. Así que empieza por aquí.
—¿Y el dinero?
—Recáudalo. Te ayudaré en todo lo que pueda.
Eliza agradeció estar en el palacio de Jay, que era un retiro especial, un oasis tanto para la mente como para el alma. A pesar de lo que había presenciado, tenía la impresión de haber dado un paso hacia una meta que creía haber perdido y que había cambiado su forma de pensar. No habría sabido decir lo que era. Una sensación de pertenencia, tal vez. Aunque fuese extraño decirlo después de haber visto algo que solo podía hacerla sentir como forastera.
Después de desayunar una especie de pastel con un requesón lechoso y miel, volvió a su habitación, donde encontró un conjunto de ropa al estilo indio sobre la cama, y en el pequeño lavamanos, una palangana y una jarra de agua tibia. Se lavó el pelo hasta librarse por completo del olor, pero no pudo evitar que los ojos se le llenasen de lágrimas al pensar en la joven. Ella nunca volvería a lavarse el pelo, a tener hijos ni vida. Se dejó el cabello aún mojado suelto, se vistió y encontró a Jay sentado en una habitación de la planta baja, con pocos muebles pero luminosa y bien ventilada, cuyas paredes de color claro brillaban como cáscaras de huevo pulidas.
Al verla, sonrió y se levantó.
—Tienes un pelo precioso.
—¿Te refieres a esto? —Levantó uno de los mechones mojados.
Jay se echó a reír.
—Cuando está seco. Es una mezcla de muchos colores distintos. A veces brilla como el oro, y a veces, como el fuego.
—Así que no es el pelaje de un camello, después de todo.
—Fue un comentario de lo más grosero. Perdóname.
La miró a los ojos y, por un momento, Eliza sintió que podría perdonarle cualquier cosa.
—Creí que eras otra británica que venía a mirarnos boquiabiertos a los pintorescos nativos.
—Nunca he sido así.
Echaron a andar mientras hablaban. Primero la llevó al precioso pórtico con columnas que le había descrito una vez. En realidad, era más bien una logia o un porche grande, como le había dicho, que arrancaba en la terraza y recorría uno de los lados del jardín. Los arcos eran apuntados y las pechinas estaban decoradas con flores y hojas delicadamente talladas, algunas de las cuales estaban rotas. La piedra era de un tono dorado claro.
—Tenemos abundantes arenisca, pizarra, mármol y otros materiales aquí, en Rajpután. Gran parte del mármol para el Taj de Agra se extrajo de las canteras de Makrana. Pero también tenemos piedra caliza de Jaisalmer y algo de piedra rojiza, que se usó para construir el Fuerte rojo de Delhi. ¿Lo has visto?
—Sí, y me gustaría volver a Delhi. Como sabes, viví allí con mi familia. De hecho, seguramente tenga que ir en algún momento a recoger las copias de mis fotografías de la imprenta.
—Bueno, pues procura alojarte en el Imperial. Es lo que hacen todos los británicos.
Asintió con la cabeza y atravesaron un ancho portal que conducía a una imponente habitación de doble altura, en la que la luz entraba a raudales por ventanas que estaban ocultas a la vista.
—Están encima de los arcos —explicó Jay, al ver que las buscaba.
La luz iluminaba la mitad superior de la sala como si el sol se hubiese inventado justo con ese objetivo, y la altura era tan descomunal que sus voces parecieron transformarse al elevarse hacia el techo.
—Es una sala de recepciones, pero mira el suelo.
Eliza miró hacia abajo y vio que el suelo de mármol estaba desgastado y empezaba a desmoronarse en algunos puntos.
Jay se quedó quieto un momento.
—¿Quieres hablar de lo que le pasó a tu padre?
Eliza cerró los ojos durante uno o dos segundos y, cuando los abrió, vio que Jay la miraba con tanta bondad que tuvo que parpadear para contener las lágrimas.
—Ocurrió el 12 de diciembre de 1912. Nunca olvidaré esa fecha, porque iba a lomos de un elefante, justo por detrás del virrey, que estaba a la cabeza del desfile. Mi madre y yo estábamos orgullosísimas de él. La sede del gobierno británico iba a trasladarse de Calcuta a Delhi y aquel día el virrey hizo su entrada triunfal en la ciudad.
Jay la miraba atentamente, con los ojos ensombrecidos.
—Sigue.
Eliza se preparó para contarle lo ocurrido sin perder los nervios.
—Alguien lanzó una bomba. Mi madre y yo estábamos asomadas al balcón y lo vimos todo. Vi cómo mi padre se desplomaba en la silla y cuando bajé corriendo a la calle me enteré de que la bomba lo había matado. —Hizo una pausa y Jay le tendió una mano—. Fue culpa mía. Le pedí que se parase a saludarme. Si no se hubiera detenido… En fin, corrí hasta él y lo abracé con todas mis fuerzas. Le dije que lo quería. Y durante muchos años me obligué a creer que me había oído. Alguien me ayudó a levantarme, pero mi vestido blanco nuevo estaba teñido del rojo de su sangre.
—Eliza, puede que la pregunta te parezca extraña, pero ¿crees en el destino?
—No sé si entiendo muy bien lo que significa —dijo.
—Nosotros creemos que uno puede cambiar su propio destino, pero que hay cosas que están escritas. Que están destinadas a pasar; no hay otra opción.
—¿Qué clase de cosas?
Jay pareció sopesar si debía decirle algo importante, pero decidió no hacerlo. Se limitó a sonreír y a hacer un gesto con la mano, como indicando que no se lo tomase demasiado en serio.
—Supongo que cada uno lo interpreta a su manera. Solo me preguntaba cómo lo interpretarías tú.
DESPUÉS DEL DESAYUNO, Jay la condujo a través del jardín hasta los establos, situados en la parte trasera del palacio. A Eliza empezaba a extrañarle que no hubieran vuelto al castillo y decidió preguntarle cuándo lo harían.
—¿Sabes montar a caballo? —Jay le contestó con otra pregunta, con la cara vuelta hacia el sol.
—Estoy un poco oxidada.
La miró y sonrió.
—Había pensado que podríamos hacer una pequeña excursión fuera de las rutas marcadas.
Un mozo de cuadra lo saludó y Jay le devolvió afectuosamente el saludo. Mientras el muchacho sacaba dos caballos de la cuadra, Eliza no pudo dejar de preocuparse por el destino ni de pensar por qué le habría preguntado por sus creencias. Decidió preguntárselo más tarde.
—Son caballos del desierto —dijo Jay, ajeno a sus pensamientos.
Eliza admiró las magníficas cabezas que se levantaban sobre los gruesos cuellos arqueados y las hermosas orejas curvadas terminadas en punta, pero lo que más le llamó la atención fueron las largas pestañas y los amplios ollares, que no dejaban de resoplar.
—El caballo del desierto desciende del caballo árabe.
—Espera, ¿no podríamos ir de excursión otro día? Tengo que volver al castillo para revelar el carrete antes de que se deteriore. ¿Te importa?
—Solo daremos un paseo corto. No te preocupes, el tuyo es muy dócil.
Se sentía dividida entre el deseo de pasar más tiempo con él y la preocupación por sus habilidades como amazona.
—No haré más que retrasarte.
Cuando le respondió con solo una sonrisa, se dio cuenta de que negarse no iba a servir de nada y asintió con nerviosismo para demostrar su aceptación. La última vez que había montado a caballo fue de adolescente, pero empezaba a darse cuenta de que Jay era alguien en el que podía confiar en este mundo extraño, y no pudo resistirse a la oportunidad de pasar algo más de tiempo en su compañía.
—¿Probamos a pelo? Si no lo has experimentado nunca, te parecerá una verdadera maravilla. Te ayudará a superar el terrible recuerdo de lo que pasó ayer.
Aunque no lo dijo, Eliza pensó que nada podría borrar ese recuerdo, nunca.
—Así se crea un vínculo mucho mayor con el animal. ¿Te apetece probarlo? No podrás montar de costado.
Eliza lo miró, pero no dijo nada. Jay interpretó su silencio como aceptación y la ayudó a subir al caballo, desde el que lo observó con el corazón acelerado.
—Mírame —dijo, subiendo a su caballo—. Tienes que sentarte un poco más hacia delante y dejar que las piernas caigan relajadas sobre el lomo. Y no le aprietes los costados con las piernas ni los talones cuando quieras frenar o parar. No te pongas nerviosa.
Pero a Eliza no le apetecía poner su vida en manos del animal.
—No te pasará nada. Confía en el caballo. Si no te fías, sentirá tu miedo. Relájate y disfruta del paseo.
Antes de echar a andar, miró a Jay.
—¿Qué querías decir cuando me hablaste del destino?
Se encogió de hombros.
—Aquí pensamos mucho en el destino.
Eliza no quedó satisfecha con su respuesta y, al ver que apartaba la mirada, no se creyó del todo que fuera por eso por lo que había sacado el tema. Había algo que evitaba decirle.
Comenzaron con cuidado, y aunque no iban a un ritmo muy rápido, a Eliza empezaron a sudarle las palmas de las manos y la frente. Pasaron junto a varias aldeas asoladas por la pobreza y comprobó la miseria que rodeaba a la gente, que a duras penas se ganaba la vida en este paisaje reseco. Volvió a pensar en cómo el agua podría cambiar las vidas de estas personas. Luego, poco a poco, a medida que fueron dejando atrás las aldeas y el viento le alborotó el pelo, empezó a disfrutar de la experiencia de montar a caballo por el terreno accidentado pero mágico de Rajpután. Hasta comenzó a sentir un vínculo más estrecho con su montura.
Jay cumplió con su palabra. El paseo fue corto, y poco después estaba de vuelta en el sidecar.
—¿Te ha gustado? —le preguntó, antes de acelerar la motocicleta.
—¿Sabes qué? Me he sorprendido a mí misma.
Y era cierto. Aunque los gritos de la mujer seguían resonándole en la cabeza, después del paseo estaba algo menos tensa.
Jay rio y Eliza lo miró.
—Deberías haberte visto la cara —dijo—. Toda colorada, como un tomate. Me entraron ganas de llevarte a mi reino secreto y hacerte prisionera.
—¿Así que tienes un reino secreto? —contestó, y apartó rápidamente la vista, aunque no le apetecía plantearse si lo hizo por vergüenza o porque volvía a acelerársele el corazón.