30

GLOUCESTERSHIRE, INGLATERRA

ELIZA CONTEMPLÓ EL cielo inmenso sobre la colina boscosa que había detrás de la casa de su madre. La casita de Anna Fraser era una vivienda cuadrada, rodeada de muros de piedra seca desmoronados. Situada en una estrecha encrucijada, la piedra caliza de la que estaba hecha brillaba como mantequilla a la luz de la tarde. La mirada de Eliza siguió el camino flanqueado de hayas que bajaba hasta el valle y conducía hasta la avenida de acceso a la casa de James Langton. Todo era verde y daba una impresión de belleza y frescor, aunque el propio Brook Park, una casa sombría y coronada por torreones, estaba algo venido a menos. Aunque Eliza veía el remate de la torre del reloj, que se levantaba sobre los viejos establos, un grupo de oscuros abetos ocultaba la casa en sí. Echando un último vistazo al cielo, cogió la maleta, buscó la llave de repuesto, que su madre guardaba debajo de una piedra, junto a las hortensias, y abrió la destartalada puerta trasera.

En el interior reinaba el silencio.

Entró en la cocina, donde los platos estaban descuidadamente amontonados, había sartenes incrustadas de suciedad sobre la hornilla de gas y la papelera rebosaba de basura. ¿Su madre estaría aquí o seguiría en el hospital? Entró a la sala de estar y también se la encontró hecha un desastre. ¿Se habrían llevado a Anna urgentemente al hospital y dejado la casa tal como estaba? Empezó a ordenar un poco, pensando ir en taxi al hospital algo más tarde, pero entonces oyó que una voz débil decía:

—Hola. ¿Quién anda ahí?

Su madre debía de estar arriba. Sin saber en qué estado se la encontraría, Eliza subió con cuidado las escaleras y cruzó de puntillas el rellano hasta llegar al dormitorio de su madre. La puerta estaba entreabierta. La empujó y entró en la fría y oscura habitación.

Distinguió la silueta de su madre tumbada en la cama, completamente vestida pero muy pálida.

—Volví a casa del hospital ayer —explicó, con un hilillo de voz. Eliza se le acercó y le cogió la mano izquierda.

—¿Qué te han dicho los médicos?

—Oh, ya sabes. Esto y aquello.

Acarició la mano de su madre y notó que le temblaba. Le habló en voz baja:

—No lo sé, mamá. Tienes que decírmelo.

—Estoy muy cansada, cariño, muy cansada. Llama al médico. Él te lo dirá. Ya hablaremos más tarde.

Anna hablaba con una voz tan débil como parecía estarlo ella misma. Cerró los ojos y Eliza volvió a colocarle con cuidado la mano junto al costado. Era como si su madre estuviese atrapada dentro de su frágil cuerpo y Eliza no pudiese llegar hasta ella.

Abrió una ventana, bajó las escaleras y encontró el número de teléfono del médico de familia en una pequeña agenda que había sobre la mesita del vestíbulo. Preguntándose si Anna ni siquiera sabría lo que le pasaba, llamó en seguida a la consulta del médico. Cuando la llamada terminó, se sentó en el suelo, con la cabeza entre las manos. El ingreso de Anna en el hospital había revelado que padecía un cáncer incurable y no había nada que los médicos pudieran hacer. El infarto cerebral había sido leve; lo que la estaba matando era el cáncer.

—Espero que se quede en casa con ella —le dijo el médico—. Queríamos dejarla ingresada en el hospital, pero insistió en volver a casa. No le queda mucho tiempo.

AL DÍA SIGUIENTE, mientras su madre dormía, Eliza intentó mitigar su dolor dando un paseo. Mientras caminaba, pensó en su madre y, después, en Jay y rezó por que se recuperase del todo de sus heridas. Perderlos a los dos sería demasiado.

Siguió el camino, que discurría entre setos que habían podado casi hasta la raíz para que creciesen con más fuerza. Se fijó en que los frondosos valles y hondonadas de la campiña de los Cotswolds mostraban su mejor cara y lucían sus innumerables tonos de verde. En los terraplenes más altos, sobre las márgenes cubiertas de hierba, las ovejas pastaban en el mosaico de pequeños campos verdes, y en lo alto, en el cielo, con su mezcla de azul, gris y blanco, relucían las gotas de humedad iluminadas por el sol. Siguió andando hasta el bosque que coronaba la colina que había detrás de la casa grande, donde los imponentes árboles marchaban frente al horizonte con sombrío porte militar. Tras atravesarlo, bajó por la otra cara de la loma hasta llegar al viejo bosque de campanillas, donde de niña le gustaba rodar sobre el precioso mar azul bajo el verde dosel de ramas y donde, a finales de año, reinaba el olor a ajo silvestre.

Cuando se cansaba y empezaban a dolerle los pies y las piernas por el esfuerzo, se sentaba en un tronco e intentaba imaginarse un futuro con Clifford. No había renunciado a la esperanza de hacer grandes cosas con la fotografía. De dar voz a los que no la tenían. Eso era lo más importante. Con un ánimo más positivo, se alegró al recordar cómo la cámara la ayudaba a olvidarse de todo lo demás. Decidió pasear hasta el valle que había al otro lado de Cleeve Hill y tomar algunas fotos, o seguir el oscuro camino bordeado de árboles que llevaba hasta Winchcombe, o tal vez incluso subir a Belas Knap, el antiquísimo túmulo que la había fascinado desde niña.

De día, los paseos le calmaban la mente; durante las horas de luz, podía enfrentarse al presente.

Cuando mayo se convirtió en junio, comprobó con alivio que Anna había dejado de beber y parecía lo suficientemente recuperada como para salir a sentarse en el jardín. Un día, mientras descansaban al sol, con solo una ligera brisa que hacía necesario llevar rebeca, preguntó a Anna por su estancia en el hospital.

Su madre soltó una carcajada.

—Estuvo bastante bien.

Había hablado a la ligera, como quien describe una breve visita a Weston-super-Mare.

Eliza, decidida a sonsacarle la verdad, tocó la manga de su madre, como diciendo «venga, mamá, cuéntame».

—Te rehabilitaron, ¿verdad?

—Supongo. No he bebido ni una gota de alcohol desde que volviste a casa.

Ojalá lo hubiera conseguido mucho antes, pensó Eliza en el silencio que siguió. Pero ahora que su madre estaba más alerta y por fin empezaba a enfrentarse a la verdad, había una posibilidad, por pequeña que fuese, de cambiar las cosas.

—Me alegro de que estés un poco mejor —dijo Eliza—. Me alegro mucho.

—Esta casa es de lo más solitaria. Me sentía sola.

—Ahora estoy aquí.

No dijeron nada más, pero Eliza miró a su madre, tan frágil, y se le encogió el corazón.

ELIZA CUIDABA SOLÍCITAMENTE de su madre enferma y pronto la ocupación preferida de Anna pasó a ser sentarse con Eliza a recordar los viejos tiempos.

—¿Te acuerdas de lo maravillosos que fueron los primeros años que pasamos en Delhi? —dijo Anna un día al caer la tarde, cuando las sombras empezaban a alargarse.

Eliza pensó en ello. Recordaba a los monos, que parecían estar en todas partes, trepando por las tapias del jardín y subiéndose a los árboles; a veces hasta entraban en la cocina para robar comida. Le encantaban los monos.

—¿Y del jardín? —continuó Anna.

—¿De todas las flores de colores?

—Sí, de las flores.

Eliza miró a Anna y vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Qué buenos tiempos pasamos en la India, mamá. Era perfecto. ¿Te acuerdas de las tiendas de Chandni Chowk?

Anna sonrió.

—Vendían de todo.

—Sí. Hasta aceite de serpiente, como decía papá.

—Eso decía.

Y ASÍ, FUERON pasando los días; pero por la noche, la idea de haber perdido a Jay no la dejaba descansar. Y cuando conseguía conciliar el sueño, la despertaban las pesadillas, en las que lo veía cubierto de polvo negro de pies a cabeza tras una explosión; a veces muerto y a veces todavía con vida. Por la noche escribía cartas. Era lo único que podía hacer sin despertar a su madre, y le escribió muchas, muchísimas cartas a Jay, que por la mañana rompía en pedazos y quemaba en la vieja estufa de madera. Cuando su madre se quejaba del mal olor, le decía: «Solo es la estufa; la estufa, que se está haciendo vieja». Tenía que hacer algo para librarse del dolor, tenía que dar con una forma de escapar de sus propios pensamientos, pero seguía dándole vueltas a las mismas preguntas. ¿Qué pasaría cuando se casara con Clifford? ¿Y si no podía evitar encogerse instintivamente ante sus avances?

Y seguía teniendo el corazón encogido en el pecho.

Pero el sinuoso paisaje de colinas y valles de Gloucestershire estaba precioso, como siempre en esa época del año. Los setos rebosaban vida y los árboles tenían un aspecto fresco y verde. El cielo azul era un consuelo para Eliza, y también lo eran el aire ligeramente húmedo y el sol suave, tan distintos del calor abrasador y el aire seco de Rajpután, que quemaba la piel. Mientras su madre dormía, se decía una y otra vez que era lo mejor y que se quedaría con Anna el tiempo que fuese necesario.

Aunque pasaban los días, aburridos e indiferentes, las palabras de Jay no dejaban de repetirse en su cabeza. «Te quiero, Eliza». Se dijo que lo superaría. Haría bonitas fotografías y su arte la ayudaría a sanar. Tras la lente de la cámara, estaría a salvo. Así, miraría a un mundo incapaz de devolverle la mirada. Decidió, como había decidido cuando era niña, que el dolor se soportaba mejor reprimiéndolo y dejándolo intacto, controlado. Aunque tal vez nunca volviese a experimentar la verdadera felicidad, siempre le quedarían sus recuerdos.

Anna no comía apenas nada, pero cuando Eliza le sugirió que la acompañara a dar uno de sus paseos por el campo, su madre hizo un gesto de asentimiento y sugirió organizar un pícnic. Salieron de la casa por una puerta situada al fondo del pequeño jardín, que conducía a un sendero de adoquines y bordeaba uno de los manzanales de James Langton. De pequeña, uno de los pasatiempos favoritos de Eliza era subir a los nudosos manzanos y sentarse en las ramas a comer la fruta robada. Era una especie de placer secreto que llegó a su fin cuando James la descubrió un día y le ordenó que bajase inmediatamente. No le gustaba que los niños se subieran a sus preciosos manzanos. Con el corazón desbocado, Eliza quiso bajar con demasiada rapidez y, aunque estaba acostumbrada a trepar a los árboles, se le quedó atrapado el pie tras una rama y se cayó del manzano. No se rompió nada, pero se torció un tobillo y tuvo que escuchar varias reprimendas sobre lo mal que estaba que las niñas se subieran a los árboles.

Ahora, tras recorrer unos pocos cientos de metros, las dos se desviaron hacia el manzanar y, tras desplegar una vieja manta de cuadros escoceses para que Anna se sentara, Eliza abrió la tapa de la pequeña cesta de pícnic.

—¿Cuándo la has comprado? —le preguntó a su madre.

—Hace años que la tengo.

—Pero no la usamos nunca.

—Una sola vez.

—Bueno, por lo menos la estamos usando ahora.

Eliza se tragó el dolor al pensar que seguramente sería la última vez. Entonces recordó el otro pícnic. El que habían hecho con James Langton. Alzó la vista al cielo, donde unos pocos pájaros perezosos revoloteaban con desgana de árbol en árbol. El mundo entero parecía haberse detenido, y Eliza se quitó la rebeca.

—Hace calor, ¿verdad? —dijo.

Su madre tenía la cabeza inclinada.

—¿Mamá?

Anna levantó la vista.

—Lo siento.

—¿Por qué, mamá?

Anna hizo un gesto con la mano.

—No sé. Por los pícnics que no tuvimos. Por todo.

—Pero he sobrevivido, ¿verdad?

Anna sonrió, como si acabara de ocurrírsele algo y se muriese de ganas de compartirlo con su hija.

—Súbete a un árbol. Venga, súbete a un árbol. —Miró a su alrededor, ilusionada—. Ese mismo. Súbete a ese.

Encantada al ver la alegría repentina de su madre, Eliza se puso en pie.

—¿A este?

Anna asintió con la cabeza.

—No sé si recuerdo cómo se hacía —dijo Eliza, calculando la altura de la caída si algo salía mal.

—Nunca me explicaba por qué siempre tenías las rodillas magulladas.

—¿Hasta que James me encontró subida al manzano?

Anna asintió con la cabeza.

—Bueno. Allá vamos.

Eliza encontró fácilmente un punto de apoyo y en cuestión de segundos ya estaba encaramada a su antigua rama favorita. Comprobó si tenía fuerza suficiente para soportar su peso de adulta y decidió que sí. Avanzó con cuidado por la rama y se sentó a horcajadas, con las piernas colgando.

La risa de su madre llegó hasta la copa del árbol.

—Cuando estaba aquí arriba, cantaba —dijo Eliza.

—¿Qué?

—Canciones de mi niñez.

Empezó a cantar I Do Like to Be Beside the Sea y poco después su madre se unió a ella. Las dos cantaron a pleno pulmón y acabaron riendo a carcajadas; Anna, con una punzada en el costado.

Eliza bajó del manzano a toda prisa.

—¿Estás bien?

Anna asintió.

—¿Qué ha pasado con él?

—¿Con James?

De repente se quedó en silencio y miró a Eliza, como decidiendo cuánto debía decir.

—Se ha marchado con su nueva esposa.

—Bueno, no estropeemos un día precioso pensando en él. A comer.

Su madre juntó las manos en una palmada.

—Espero que tengamos refresco de jengibre. Me encanta el refresco de jengibre.

—No lo sabía.

—Hay muchas cosas que no sabes. Montones de cosas.

ELIZA SE ALEGRÓ al ver que, durante los dos días que siguieron, su relación con su madre continuó en la misma línea. Eliza nunca había visto a Anna tan feliz. Era como si sus palabras fueran imparables, como un torrente de agua que salía con fuerza de una tubería que antes estaba atascada. Y entonces el cartero llamó a la puerta. Anna no recibía mucho correo. De hecho, no habían recibido nada desde que Eliza había llegado a casa, pero en cuanto el cartero le entregó la carta, se fijó en que el sello era de la India. Había estado preguntándose si Clifford le escribiría y vivía aterrorizada ante la idea de recibir una carta de él. Por ahora, se decía, «ojos que no ven, corazón que no siente». Esperó contra todo pronóstico que contuviese noticias de Jay.

En aquel momento, oyó la voz aguda de su madre.

—¿Hay alguna carta para mí?

El sobre estaba dirigido a Anna, así que Eliza se lo dio en cuanto esta apareció en el pequeño recibidor. Por un momento se había planteado abrirlo primero y decirle que no se había fijado en que era para Anna.

Su madre cogió el sobre y subió a su dormitorio, dejando perpleja a Eliza. No había reconocido la letra, pero la carta debía de ser de Clifford. ¿Quién más iba a conocer la dirección de su madre? Aunque, ¿por qué escribirle a Anna y no a ella?

Cuando vio que su madre no volvía a bajar, Eliza pensó que debía de haber decidido echarse una siesta y se dispuso a hacer la limpieza de primavera del antiguo desván, donde Anna había acumulado toda clase de trastos inútiles. A Eliza no le molestó el polvo ni el aroma a sándalo, aunque le pareció más penetrante que nunca. Esperaba que los olores de su niñez fueran más fuertes, igual que de niña los colores le parecían más vivos, pero, aun así, el desván le recordó uno de aquellos solitarios días de verano en los que subía corriendo las escaleras para esconderse bajo un guardapolvo mientras su madre salía a beber. Después de un rato, se ponía de puntillas para mirar por la diminuta buhardilla y observar el exterior. Los campos que se extendían frente a la casa le parecían enormes, y estaban habitados por robustos campesinos que se frotaban la parte baja de la espalda al enderezarse.

Echó un vistazo por la ventana (ahora los campos eran pequeñas parcelas rectangulares) y, tras arrojar a un lado unos rollos de papel pintado, movió algunas de las cajas. Al fondo del desván, un anticuado baúl de cuero dormitaba contra la pared. Estaba tachonado con clavos de metal y dos cintas de lona envolvían la parte central. Eliza se puso en cuclillas para desabrochar las hebillas y giró la llave en la cerradura. La tapa no era tan pesada como parecía.

No sabía qué había esperado, excepto tal vez que el baúl estuviese lleno; pero, aunque le sorprendió ver un frasquito de aceite de sándalo en el fondo del arcón, al menos dio con la fuente del olor. Dentro del baúl había una maleta. La sacó, cogió el frasco y se lo llevó a la nariz. El perfume, que le recordó a la piel de Jay, la envolvió, como si de pronto estuviese allí, rodeándola con los brazos. Se apresuró a soltar el frasco. Se había dicho a sí misma que seguiría con su vida, que superaría la pérdida de Jay y aprendería a vivir sin él, que su historia estaba acabada; pero no podía borrar tan fácilmente sus sentimientos. Por lo menos, mientras estuviese en Inglaterra con su madre, no tendría que enfrentarse a la realidad de su inminente matrimonio. Y aunque había hecho todo lo posible por no pensar en Jay, cuando descubrió que este pedacito de la India llevaba todos esos años dentro de un baúl, fue como si una mano oculta la hubiese llevado de regreso a Juraipur. Todo ocurría por una razón. Toda su historia no podía acabar en nada.

La etiqueta que ocupaba la parte delantera de la maleta mostraba un granuloso dibujo de un espléndido edificio y un nombre: «Hotel Imperial, Delhi». Dentro había un objeto rectangular envuelto en papel blanco y atado con un cordel. Eliza desató la cuerda, rasgó el papel y sacó el objeto. Era una fotografía enmarcada de dos personas con una niña pequeña, algo desvaída y cubierta de manchas. Le dio la vuelta y vio el nombre de un estudio de fotografía de Delhi.

Más tarde fue a la habitación de Anna. Quería preguntarle por las personas que aparecían en la foto. Pero se le cayó el alma a los pies cuando abrió la puerta y se dio cuenta de que el dormitorio apestaba a ginebra. Se acercó a Anna. Acarició el pelo moreno de su madre, que empezaba a clarear, tan distinto de la abundante melena de Eliza, y se lo apartó de la frente húmeda. La invadió una tristeza insoportable. Ya no juzgaba a su madre, sino que sentía lástima por ella. Miró a su alrededor para ver qué había hecho con la carta, pensando que las noticias que contenía debían de haberle disgustado, y pronto la encontró en la papelera, rota en dos pedazos. La reconstruyó y leyó que Clifford había informado a Anna de su compromiso con Eliza. Esperaba que incluyese noticias de la explosión en Delhi. No era probable que Clifford fuera a decirle a Anna lo que le había pasado a Jay, pero podría haber mencionado si las fotografías y placas de Eliza estaban a salvo o no.

A última hora de la tarde, cuando las sombras empezaban a alargarse en el exterior, Eliza estaba pensando en empezar a preparar la cena cuando oyó la respiración siseante de su madre.

—Te vas. —Era una afirmación, no una pregunta, y la pronunció arrastrando las palabras.

—Todavía no, mamá. No hasta…

Su madre la interrumpió.

—Claro que te vas. Siempre haces lo mismo.

—Y tú lo que haces es beber. ¿Por qué? ¿Por qué ahora? Creí que eras más feliz.

Esperó una respuesta, pero su madre soltó un resoplido y apartó la mirada.

—¿Mamá?

—No he sido feliz desde que tenías cinco años.

—Pero eso no es culpa mía —dijo Eliza, temiendo que fuera a venirle otra vez con las viejas recriminaciones.

—¿Has leído la carta?

Eliza asintió con la cabeza.

—Pensaba contarte lo de la boda.

Anna frunció los labios antes de responder.

—Y, sin embargo, he tenido que enterarme por Clifford.

—Lo siento. De verdad.

Le tendió una mano, pero cuando su madre no la cogió, la dejó caer.

Anna tosió débilmente y empezó a hablar.

—Tú solo tenías cinco años cuando me enteré de lo de tu padre.

—¿De lo del juego?

—De lo de la puta.

—Dijiste que había algo más. En tu carta. ¿Qué más, mamá?

Anna negó con la cabeza y cerró los ojos. No volvió a abrirlos y Eliza pensó que se había quedado dormida. Ya había oscurecido y empezaba a hacer frío, así que buscó una manta con la que abrigarse y bajó a la planta baja.

PASARON DOS DÍAS, en los que Anna no estuvo lo bastante recuperada como para bajar las escaleras. Eliza cuidaba de su madre; se preocupaba por ella de día y, de noche, dejaba abiertas las puertas de ambos dormitorios por si Anna la necesitaba. Y entonces una noche oyó que la llamaba a gritos. Agarró la bata y fue a toda prisa al dormitorio de su madre.

Encendió la lámpara de la mesita de noche a tiempo para ver cómo Anna negaba con la cabeza, lentamente y con suma tristeza.

—Tengo una pequeña cuenta corriente en la oficina de correos de Cheltenham. Una suma insignificante, pero será tuya.

—No te preocupes por eso ahora, mamá.

Eliza se tragó el nudo en la garganta y vio cómo Anna abría los ojos, decía algo y volvía a cerrarlos. Murmuró algo más, pero era imposible seguir sus palabras. Le volvió el terrible recuerdo de todas las otras veces en que había bebido. Respiró hondo. Esto era distinto. La habitación estaba en completo silencio, excepto por la pesada respiración de Anna, y durante un rato ninguna de las dos dijo nada. Entonces Anna soltó un gemido, frunció el ceño y agitó las manos.

—¿Puedo traerte algo, mamá?

Anna le dedicó una sonrisa torcida, y cuando habló, su voz era imperceptible, más aire que sonido. Eliza intentó tranquilizarla, pero su madre tenía la mirada perdida y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Hice algo malo.

—Por favor, no te alteres. ¿Qué importa eso ahora…?

—Importa.

Hizo una pausa y las lágrimas empezaron a correrle por las mejillas.

Eliza no la entendía y no sabía qué decir.

Anna se secó las lágrimas y le dio un par de palmaditas en la mano, pero entonces empezó a toser y no pudo hablar durante unos minutos. Cuando retomó la palabra, lo hizo con rabia en la mirada y con la cara completamente cambiada. A Eliza le dio un vuelco el corazón al ver este vestigio de la antigua ira de Anna, pero pasó en un momento y solo quedaron sus ojos hundidos y su piel fina como el papel. Cada vez le resultaba más difícil recordarla como era antes.

Anna le cogió la mano y trató de sonreír, pero tenía los ojos rojos y bañados de lágrimas.

—Por favor. Para mí ya es tarde, pero si tú…

Se hizo un breve silencio durante el cual Eliza intentó averiguar qué quería decir.

Anna empezó a toser otra vez y Eliza le acercó un vaso de agua a los labios. Bebió un sorbo y emitió un sonido ahogado, que no llegaba a ser un grito; más bien el gemido de un animal asustado. Después volvió a hablar.

—Quizá puedas arreglarlo.

—No te entiendo.

Anna respiró hondo, consiguió no toser y habló con voz apremiante y entrecortada.

—Quiero que encuentres a tu hermana.

Eliza se quedó literalmente boquiabierta. ¿A su hermana? No tenía hermanas. En todos sus recuerdos de infancia, solo estaban ellas dos. No podía estar hablando en serio… Miró a Anna, que acababa de quedarse dormida y cuya respiración era muy débil. Eliza la observó unos minutos y bajó silenciosamente las escaleras.

MÁS TARDE ELIZA bajó del desván el frasquito de aceite esencial para perfumar la habitación, pero no consiguió enmascarar el olor a enfermedad, que impregnaba el aire.

Y cuando su madre olió el aceite, se echó a llorar, así que Eliza lo sacó al cobertizo del jardín, donde no molestase a nadie.

Le preguntó por la hermana que había mencionado, pero Anna parecía haberlo olvidado por completo, y Eliza no pudo hacer más que observar a su madre, que la miraba como si no supiese quién era. Entonces, de pronto, susurró:

—Tu hermanastra. Me la encontré en casa una vez, sucia y descuidada, la pobre.

Después de eso, la debilidad no la dejó decir nada más y Eliza esperó, con su mano entre las suyas, viendo cómo se borraba la vida de su madre.

Entonces, sin previo aviso, mientras Eliza estaba fuera del dormitorio preparándose una taza de té, el corazón de Anna dejó de latir. Solo tenía sesenta años. Eliza ahogó un gemido y la cogió de la mano. Y entre sollozos, cantó una de las canciones preferidas de su niñez a su madre muerta. Después lloró como nunca había llorado antes. Se habían reconciliado demasiado tarde y ahora no había vuelta atrás.