33
UDAIPUR
EL CALOR PLOMIZO era implacable, pero ahora, de camino a Udaipur, estaba claro que la lluvia era inminente y la tormenta se acercaba, ganando fuerza. La tarde estaba nublada y, por primera vez desde su llegada a la India en noviembre, Eliza vio cómo el cielo tormentoso se llenaba de movimiento y las nubes oscuras se agolpaban y arremolinaban. Era emocionante. Nuevo. Distinto. Pensó que ojalá tuviese su cámara para captar las nubes negras, extrañamente iluminadas, que se deslizaban sobre la lejana cordillera de Aravalli. Y, al oír el retumbar de un violento trueno, sintió que se le electrizaba la sangre, agarrada a Jay mientras conducían en dirección a las lluvias a lomos de su motocicleta.
—¿Y si empieza a llover antes de que lleguemos? —gritó.
—¡Nos mojaremos!
Rio y, delirante de alegría por volver a estar tan cerca de él, aspiró su aroma a sándalo y a limas. Habían pasado muchas cosas antes de las lluvias, y un nuevo capítulo estaba a punto de abrirse ante ellos, justo cuando el cielo estaba a punto de abrirse para descargar un aguacero.
Cuando se acercaron a Udaipur, Eliza apenas podía contener las ganas. Estaba deseando ver la romántica ciudad de los lagos, rodeada por la cordillera de Aravalli, que se extendía en todas las direcciones, y por fin había llegado el momento. Las ráfagas de viento abrasador agitaban las matas de hierba, y aunque se moría por ponerse a saltar y a aplaudir como una niña, sabía que tenía que agarrarse a Jay. Después de un tiempo, llegaron a una fortaleza que parecía surgir de la cima de un monte, como muchos de los fuertes que había visto en la India. Jay detuvo la motocicleta, se apeó y la ayudó a bajarse. Mientras recobraba el equilibrio, Eliza admiró los arcos, torreones y cúpulas del castillo.
—Es el único sitio desde el que se puede ver el monzón —explicó Jay.
Eliza miró hacia abajo y apenas pudo contener su asombro al ver el reflejo del palacio, que parecía flotar sobre el espejo del lago. Era un lugar encantado e increíblemente romántico.
—¿De verdad has estado en el castillo del lago? —preguntó, como si fuese imposible que alguien pudiera entrar en lo que, más que un palacio de verdad, parecía un espejismo.
Jay enarcó las cejas, como diciendo: «Por supuesto, ¿qué esperabas?».
Después de contemplar la arrebatadora vista de la ciudad y sus alrededores, llevaron el escaso equipaje al interior de la fortaleza, donde un criado los guio hasta un pabellón cubierto con enormes arcos y columnas, detrás del cual estaba el palacio.
—Lo veremos desde aquí —anunció Jay, mientras comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia.
—¿Ya está empezando? —preguntó Eliza, extendiendo las manos para atrapar las primeras gotas.
—Eso parece.
Las ondulantes nubes se habían vuelto de un morado intenso y sorprendente. De pronto, un relámpago iluminó por completo el cielo. Sobresaltada, Eliza le dio la mano a Jay.
—Magnífico, ¿verdad? —dijo.
—Apenas puedo creer que exista un sitio así.
Jay rio y le apretó la mano. Eliza se apoyó contra su pecho y sintió latir su corazón contra su espalda.
—La ciudad está rodeada de bosques, lagos y, como ves, la cordillera. Cuando deje de llover, te enseñaré las calles y los callejones de la ciudad vieja.
—El palacio del lago parece sacado de un cuento de hadas.
—Es el Palacio Real de Verano.
—¿Podremos ir a nadar? ¿Después de las lluvias?
—Si no te molesta que haya algún que otro cocodrilo.
Por un momento, solo cayeron unas pocas gotas de lluvia, pero entonces oyeron un trueno ensordecedor, tan fuerte que pareció que el mundo temblaba de miedo. Y entonces empezó el aguacero. Un impenetrable muro de lluvia cayó sobre la ciudad, a sus pies, estrellándose contra el lago, y por todas partes la tierra seca empezó a emitir un increíble aroma y exhaló toda la dulzura que llevaba mucho tiempo guardándose. Oyó que Jay le decía algo, pero no pudo distinguir sus palabras por encima del estruendo.
Se quedaron allí, observándolo, una hora más. La lluvia seguía cayendo como si la tormenta fuese a consumir toda el agua del mundo y el cielo quedaba iluminado una y otra vez por los relámpagos. Pronto el aire se tiñó de blanco y la espesa cortina de lluvia ocultó por completo la ciudad, el lago y el palacio. Cuando cesaron los truenos, Jay la giró hacia él. Ahora que empezaba a anochecer, apenas distinguía su cara a través de la lluvia, pero vio sus ojos brillantes.
—¿Estás lista? —preguntó—. Solo está dando una tregua.
—Sí. Vámonos.
Mientras la conducía de vuelta a la fortaleza, Eliza le preguntó dónde estaba el dueño y si le importaba que estuvieran allí.
—Es un viejo amigo, y no te preocupes, está todo organizado.
—¿Sabías que iba a venir?
—Lo esperaba.
Una vez en su habitación, Eliza vio una enorme cama con dosel, con las cortinas descorridas.
—¿Quieres cerrarlas? —le preguntó Jay.
Eliza sacudió la cabeza y se acercó a los amplios ventanales.
—Dejemos descorridas también estas cortinas —dijo.
—Y las ventanas abiertas para poder oír…
Ella rio.
—Eres todo un romántico, Jayant Singh Rathore.
—¿Y eso es malo?
Eliza corrió hacia él y le rodeó el cuello con los brazos. Jay la apartó del ventanal y la guio hacia la cama. Cuando Eliza se recostó sobre los almohadones, le levantó la falda y le bajó con cuidado las medias, acariciándole las piernas con los dedos.
—¿Son de seda? —dijo.
—Es mi único par. Me las ha regalado Dottie.
Pero no pudo contener la risa; como si llevase mucho tiempo reprimiendo la alegría que invadía todo su ser y ahora no tuviese más remedio que salirle a carcajadas, apoderándose de ella y haciéndola temblar y estremecerse. Jay también rio y poco después Eliza empezó a reír y llorar al mismo tiempo, mientras él le secaba las lágrimas. Cuando por fin se serenó, Jay terminó de desnudarla y la miró.
—Qué piel tan pálida —dijo—, como la porcelana.
Embriagada por el hechizo de la noche, Eliza se sintió liberada, no sabía de qué; pero era una sensación maravillosa y algo que nunca había experimentado antes.
—Ahora me toca a mí desnudarte —dijo ella.
—Primero quiero tocarte.
Eliza cerró los ojos mientras las yemas de sus dedos se deslizaban con suma delicadeza por su piel, empezando por los dedos de los pies y terminando con los párpados. Era una sensación tan exquisita que se perdió por completo en ella. Jay tenía algo de eterno, como la tierra de la que venía, y cuando estaba con él, así, su mundo la atraía como un imán, como si ella también formase parte de ese universo de momentos eternos y atemporales.
Cuando terminó de desnudarlo, hicieron el amor. Fue largo y muy lento y Eliza perdió por completo la noción del tiempo. Fuera estalló un trueno, que pareció hacerse eco de su acelerado corazón, y cuando todo terminó, se tumbó junto a Jay, los dos pegajosos de sudor. Se preguntó si debía decir algo, pero sintió un amor tan intenso por él que no se atrevió a hablar por miedo a estropear aquel vertiginoso momento.
Aquella noche harían el amor más de una vez. Mientras la tormenta arreciaba afuera y el viento amenazaba con hacer penetrar la lluvia por los bordes de los marcos de las ventanas, su deseo se volvió urgente y, con el sabor a él en la lengua, Eliza decidió que estos eran los momentos más emocionantes y más hermosos de toda su vida. Era imposible que nadie oyese los sonidos que articulaban desde el exterior, consumido como estaba por el monzón; y aunque el mundo hubiera tenido los oídos puestos en ellos, no le habría importado. Pensó en los habitantes de la ciudad, a los pies de la colina. Se los imaginó sonriendo de alivio y de placer por que hubiesen llegado las lluvias y se preguntó cuántos bebés se concebirían aquella noche.
AL DÍA SIGUIENTE, durante una tregua más prolongada, Jay la llevó a la ciudad vieja. Le sorprendió ver lo mucho que había subido el nivel del agua mientras caminaban por la orilla oriental del lago Pichola, rodeado de palacios, templos, ghats o escaleras que conducían hasta el agua y los suaves tonos ocre y violeta de la cordillera de Aravalli, cubierta de árboles.
Pero no solo era el lago. Ríos de lluvia fluían por los estrechos barrancos y las calles que conducían al lago; todo estaba húmedo y relucía al sol de la mañana. Jay le explicó que muchos describían la ciudad como la Venecia del Este y que sus lagos, por lo general en calma, estaban rodeados de preciosos jardines.
—Durante la estación del monzón está magnífica, cuando se llenan los cinco lagos principales de Udaipur. Como ves, los palacios también han quedado relucientes.
—Tiene que ser el lugar más romántico de toda la India.
Jay rio y la cogió de la mano.
—Entonces, estamos en el sitio perfecto.
—¿No pasa nada por que andemos juntos en público?
—¿Desde cuándo te preocupa lo que piense la gente?
—Quiero decir… aquí es distinto. No deberías hacerlo, ¿verdad?
—No creo que a nadie le importe. Al llegar las lluvias, una especie de locura se apodera de la gente. Se les mete en la sangre y se olvidan de las restricciones habituales.
—Me alegro de que haya refrescado.
Jay pareció abarcar lo que les rodeaba con un gesto del brazo derecho.
—Mírala. El rey rajput maharajá Udai Singh II fundó esta ciudad en 1559.
—Es una maravilla, pero ¿ya ha terminado? —preguntó—. ¿Ya han pasado las lluvias?
Jay la miró, sorprendido.
—Desde luego, espero que no. Necesitamos mucha más agua. Lo que ha caído hasta ahora bastará para resucitar la vegetación de las montañas, pero aún tenemos que llenar el embalse que hemos construido, en casa.
—Vaya, casi lo olvidaba.
Jay tenía razón. Las lluvias monzónicas volvieron a caer al final del día y aquella segunda tarde se dio cuenta de lo mucho que la abundancia de agua parecía aliviar y tranquilizar a Jay. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo preocupado que estaba por que las lluvias no llegasen aquel año? Acostumbrada como estaba a los chubascos constantes de Inglaterra, era fácil olvidar que aquí la lluvia podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Disfrutaron de otra noche maravillosa juntos. Gran parte de ella la pasaron hablando a oscuras, como hacen los enamorados en la primera fase de un romance. Fue muy distinto al tiempo que habían pasado juntos por última vez, en el palacio de Jay. Esta vez se abrieron el uno al otro con más sinceridad que nunca. Jay le habló de su infancia en Inglaterra, de cómo había llorado sobre la almohada por las noches, de cuánto había odiado la insípida comida inglesa y del terrible esnobismo británico. Y le contó lo tristes que se pusieron todos cuando Laxmi perdió a su hija, su hermana pequeña.
—Creo que por eso le cogimos tanto cariño a Indi, aunque sabíamos que nunca podría ocupar el lugar de mi hermana. Fue muy difícil para Laxmi. Un hijo es parte de uno mismo. ¿Qué hacer cuando pierdes una parte de ti?
—Me pregunto si mi madre habrá sentido alguna vez lo que describes —dijo Eliza.
Le dijo que no creía que su madre la hubiese querido nunca. Y le confesó que no había disfrutado de un solo momento de intimidad con Oliver y que temía irse a la cama por las noches. Cuando Oliver se quedaba dormido, solía bajar a la sala de estar, donde se pasaba la mayor parte de la noche en vela, y dormía de día, cuando él estaba fuera. Llorando, le dijo que no sabía que el amor podía ser tan distinto, y, envuelta en el constante murmullo de la lluvia, por fin se quedó dormida.
A la mañana siguiente alguien los interrumpió muy temprano, aporreando la puerta de su dormitorio.
Jay se levantó de la cama, cogió una bata y fue a abrir, mientras Eliza se tapaba la cabeza con la sábana. Nunca había estado tan feliz, pero una cosa era que los criados supiesen de su relación y otra muy distinta que uno de ellos la viese desnuda en la cama de Jay. Oyó que cerraban la puerta y, en seguida, los pasos de Jay. Sorprendida por que no volviese a la cama, tiró de la sábana y lo vio de pie, muy rígido, frente a la ventana, contemplando la vista en silencio.
—¿Qué pasa? —dijo, con un nudo en el estómago y sin poder disimular la preocupación.
Jay se volvió hacia ella y le tendió una hoja de papel.
—Toma —dijo, con voz inexpresiva—. Léelo.
Eliza se bajó de la cama y se acercó a él. Cogió el papel que le ofrecía y lo leyó, sin apenas entender lo que significaría para ellos.
—Lo siento mucho —dijo.
—Tengo que irme.
La miró con tanta tristeza que no pudo reprimir un escalofrío.
—¿Ahora? ¿Tienes que irte ahora?
Jay asintió, ceñudo.
—¿Volverás?
—Sentémonos.
—No, dímelo.
—Como acabas de leer, Anish ha muerto y no tengo más remedio que irme. ¿Lo entiendes?
—Por supuesto —dijo Eliza, consciente de que hablaba como una niña contrariada.
—Seguramente tendré que asumir el trono lo antes posible.
—Pero ¿volverás?
Volvió a negar con la cabeza.
—No sé si podré. Al menos, no en un futuro próximo.
—¿Y qué pasa conmigo?
—Ya se nos ocurrirá algo. —Dejó una cartera en la mesilla de noche—. Por si necesitas dinero.
—¿Qué? Se nos ocurrirá ¿qué? —dijo, ignorando el dinero.
—Eliza, todavía no lo sé. Lo único que sé es que hay un caballo esperándome y que tengo que irme.
—¿No pensarás ir a caballo con este tiempo?
—Es más seguro que la moto.
—¿Más seguro?
Eliza se sentó en la silla que había frente a la ventana. Apenas podía creer lo que pasaba.
—Has perdido a tu hermano, y tu madre y Priya deben de estar tremendamente disgustadas. Te necesitan, y lo entiendo.
—No es solo eso —continuó—. Si no sucedo a mi hermano, los británicos se apoderarán de nuestro reino. Estaban deseando deshacerse de Anish y verán esto como una oportunidad.
Empezó a vestirse rápidamente y Eliza lo observó aturdida, consciente de que tenía razón y de que no podía hacer nada.
—¿Y nosotros?
—Voy a tantear el terreno. Ordenaré que un coche te lleve a mi palacio en cuanto el tiempo lo permita. Será mejor que pases una temporada allí, hasta que se calmen las cosas.
—¿Irás a verme?
—Procuraré pasar tiempo allí, pero puede que tenga que vivir en el castillo de Juraipur, al menos al principio.
—¿Y yo iré contigo?
Jay cerró los ojos un momento y no dijo nada.
—¿Jay?
Se le acercó y la abrazó con fuerza, pero Eliza lo apartó.
—Me estás diciendo que ni siquiera podremos vivir juntos. ¿Piensas casarte con una princesa?
Una vez más, no respondió.
Eliza lo miró, horrorizada por lo que significaba todo esto y deseando que Jay le dedicase unas palabras de consuelo. A pesar de la pena que sentía por la muerte de su hermano, un estallido de furia sacudió todo su ser.
Al ver que seguía sin decir nada, se dio la vuelta y huyó de la habitación y de la fortaleza, pero, sobre todo, de Jay. Bajo una lluvia cegadora, corrió por la cima del monte mientras las lágrimas le quemaban las mejillas. No le importaba que apenas pudiese ver el suelo que tenía delante. Perdida en la oscuridad de la furiosa tormenta, su ira se volvió contra sí misma. ¡Qué ingenua y qué idiota había sido al dejarse seducir por un sitio romántico!
Cuando volvió a la fortaleza, empapada y completamente desaliñada, Jay ya se había ido. Mejor así: no habría podido soportar verlo de nuevo. Pero, ahora que de verdad se había marchado, el corazón amenazaba con rompérsele en dos. Se sentía sucia y descuidada y pensó que nunca encontraría la forma de calmarse y aliviar el dolor que sentía. El momento más maravilloso de su vida se había convertido en el peor. Querer a Jay le había parecido lo más natural, pero la había conducido hasta aquí. Su infancia solitaria había torcido todo lo que vino después, pero Jay había sabido llegarle al corazón. ¿Cómo iba a aceptar que había terminado? Allí sola, en el dormitorio que habían compartido, todas sus esperanzas se hicieron añicos. ¿Qué hacer con el amor que había inundado todo su ser? ¿Adónde iría? Pensó en lo que Jay le había dicho una vez: «Para conocer el amor, hay que quedar desolado por él». Pero no le sirvió de consuelo. Entrelazó las manos, retorciéndolas una y otra vez en su agonía.
Se negó a comer durante el resto del día y, cuando empezó a oscurecer, miró por la ventana y contempló cómo el cielo se volvía púrpura y, luego, negro. Tal vez algún día recordaría estas noches en Udaipur sin que le doliera. Tal vez algún día olvidaría por fin el latido de su corazón mientras yacían, piel con piel. Jay le había tocado el cuerpo y mucho más que eso: le había conmovido el alma, y ahora nada volvería a ser normal. Ahora que las lluvias se habían llevado el polvo viciado del desierto y ablandado la tierra, le dolió haber compartido el monzón con él tan solo para perder todo lo que habían vivido juntos.