7
DURANTE UNA SEMANA o más, todo pareció ir sobre ruedas, y Eliza pronto atribuyó las lágrimas que había derramado la noche del durbar a un ataque de sensiblería. No era momento de dejar que las emociones de ningún tipo se interpusiesen en su camino. Era momento de trabajar. Hasta entonces, los criados le habían permitido libre acceso a la mayor parte del castillo, incluidas las cocinas y la despensa, y hasta las mujeres del zenana la trataban con amabilidad. De hecho, cuando descubrió que Anish seguía teniendo concubinas, Eliza no pudo evitar ponerse de parte de las mujeres, muchas de las cuales eran mayores y llevaban allí desde la época de su padre. Algunas de las mujeres le contaron que las habían llevado al castillo cuando solo eran bebés para vivir en el zenana. Muchas no habían vuelto a salir del palacio desde entonces. Pero reían, cosían y cantaban, y estando en su compañía, Eliza descubrió una especie de camaradería completamente nueva para ella.
No tenía nada que ver con el tiempo que había pasado en un pequeño internado de niñas, por cortesía de un hombre al que su madre llamaba su «tío». Su nombre era James Langton y Eliza sabía que no era pariente suyo. Había puesto a disposición de Eliza y de su madre una de las casitas que había en su finca y lo único que Anna tenía que hacer a cambio era supervisar a los criados cuando él se marchaba.
Hasta ahora, Eliza no entendía la fuerza con la que otras personas parecían estar arraigadas en su mundo. Pero ahora, aunque las mujeres del zenana chismorreasen sobre ella a sus espaldas, no le importaba. Le gustaba pasar tiempo con ellas. Las niñas del internado no le caían bien y nunca había llegado a hacer verdaderas amigas. Pero solo oía hablar con malicia a las mujeres del zenana después de una de las visitas de Priya, y pronto se dio cuenta de que las mujeres no confiaban en su maharaní.
Justo cuando Eliza estaba tomando una fotografía de una de las concubinas más jóvenes, Indira entró en la habitación con una bolsa en la mano y hablando en inglés para que las demás mujeres no la entendieran.
—¿Quieres ver una cosa? —dijo, con una amplia sonrisa en la cara, y, con aire satisfecho, acercó una silla y se dejó caer en el asiento.
—Depende.
—Es una especie de funeral.
Cuando asimiló las palabras de la joven, Eliza frunció el ceño. Estaba harta de funerales.
—Te gustará. Te lo prometo.
Eliza vaciló. Apenas había visto a Indi desde la noche del baile, cuando la chica dejó entrever claramente los celos que sentía.
—Kiri también viene.
—¿En serio? ¿La criada?
Indi asintió con la cabeza.
—Nos reuniremos con ella en la ciudad.
Eliza tomó una decisión y empezó a recoger sus cosas.
—Ya he terminado por hoy, así que ¿por qué no? Pero no quiero tardar demasiado, me gustaría revelar las placas cuando vuelva. ¿Te importa que lleve la Rolleiflex?
—No, siempre que la lleves en un bolso en bandolera. —Se levantó de un salto y le tendió un paquete—. No tardaremos mucho, pero tendrás que cambiarte. Te he traído ropa india.
—¿De dónde la has sacado?
Indi inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió con aire misterioso.
—Siempre me salgo con la mía. Y ahora, cámbiate.
—¿Delante de las mujeres?
Indi se echó a reír.
—Por supuesto. Somos todas mujeres. No es la primera vez que ven a una chica desnuda. Ya recogerás tu ropa más tarde.
Eliza no era ninguna mojigata, pero las mejillas le ardieron de vergüenza mientras se cambiaba, haciendo lo posible por cubrir distintas partes de su cuerpo. Las mujeres, que no dejaban de reír y charlar, hablaban demasiado rápido como para que Eliza pudiera seguirlas. Parecían mirarla amistosamente, aunque la novedad de ver a una mujer blanca medio desnuda ponerse roja como un tomate debía de parecerles de lo más fascinante. Cuando terminó, Eliza, que ahora llevaba la falda de vuelo y la blusa ajustada típicas de la región, se sintió como una mujer nueva.
Cuando salieron del zenana, Indi empujó repentinamente a Eliza para que se escondiese en un recoveco del pasillo. Esta frunció el ceño, pero Indi se llevó un dedo a los labios. Pasados unos segundos, dijo:
—¡Es Chatur! El diván... el alto funcionario de la corte.
Eliza recordó los sombríos ojos oscuros y las cejas pobladas del anciano.
—¿Y qué?
—Tiene ojos hasta en la nuca. Está acostumbrado a verme por aquí, pero cuanto menos sepa de ti, mejor. Si no te andas con cuidado, intentará meter las narices en tus asuntos. Sal. Ya se ha ido.
—¿Por qué tengo que andarme con cuidado?
—No le gustan los cambios y no es amigo de los británicos. Dudo que esté de acuerdo con tu presencia aquí. Es de lo más anticuado. Es muy amigo de Priya. Te aconsejo que los evites a ambos.
Después Indira empezó a hablar de esto y aquello. Fuera lo que fuese lo que la había disgustado la noche del baile, parecía habérsele pasado. Puede que Indi y Jay hubiesen hablado. Sea como fuere, Eliza comprobó con alivio que no parecían avecinarse más problemas. Fascinada por lo que había podido entrever de la vida del castillo, le preocupaba que el rencor y la envidia pudieran echar a perder su estancia allí. Y en cuanto a Clifford, lo relegó al fondo de su mente.
Era la primera visita que Eliza hacía al centro de la ciudad medieval, donde se reunieron con Kiri, que las acompañaría. Entusiasmada por los vivos colores que salpicaban el laberinto de calles serpenteantes, Eliza notó que el corazón empezaba a latirle con más fuerza. Los bazares de la ciudad vieja se extendían como estrechas cintas de colores que confluían en la torre del reloj, y mientras Eliza seguía a Indi y a Kiri, pasaron junto a toda clase de artesanos, desde tintoreros hasta titiriteros. Por un momento, se le pasó por la cabeza que, si se perdía aquí, no volvería a salir jamás. ¿La ayudarían estas personas tan ajetreadas, cada una con su propia vida, sus propias alegrías y sus propios miedos, que parecían estar tan cerca pero, al mismo tiempo, tan lejos unas de otras?
En el mercado de especias, las rodearon los aromas de las distintas clases de incienso y el olor acre de la carne de cabra al carbón. Después, a medida que se adentraban en los bazares que vendían de todo, desde dulces hasta saris, el tañido monótono de un tambor empezó a cobrar fuerza, justo cuando se intensificó el olor a cañerías.
—¿Es un festival? —preguntó Eliza, consciente de que el amor de la India por las festividades se manifestaba en cualquier ocasión, desde la celebración del nacimiento de un dios o una cosecha satisfactoria hasta los numerosos festivales de música.
—No exactamente.
Eliza se detuvo en mitad de la calle.
—¿Qué es?
Indi la miró con una sonrisa de oreja a oreja, sin dejar de andar.
—Kiri proviene de una familia de titiriteros. Y hoy es un día especial para ellos. Muévete o te atropellará un rickshaw.
—Pero dijiste que…
—Que era un funeral. Y lo es. En cierto sentido.
—Hablas con mucho misterio.
Indi se echó a reír y cogió del brazo a Eliza y después a Kiri, que sonreía con ganas.
—Ya verás. ¿Crees en el karma o en el destino?
—¿En el destino? No sé muy bien qué quiere decir.
—Yo sí creo. Tenemos algo llamado adit chukker, la rueda de la fortuna. Aquí el destino es sumamente importante. Y hoy no es ninguna excepción.
En aquel momento Eliza oyó una voz inglesa que la llamaba por su nombre. Se giró y vio a Dottie, que corría en dirección a ella con la cara colorada.
—Me pareció que eras tú —dijo—. Dios, estoy sin aliento. Regla número uno: ¡nunca corras con este calor! Pero ¿qué haces aquí, con esa ropa?
—Tienes razón, es un poco raro. Voy a una especie de funeral.
—Dios mío, ¿no será peligroso?
Miró a su alrededor, como buscando a posibles asaltantes escondidos en los callejones.
—Seguro que no —la tranquilizó Eliza—. Pero bueno, ¿cómo estás, Dottie? Fue una pena que no vinieras al durbar.
—Tenía una de mis espantosas jaquecas. Julian me da un brebaje que me deja fuera de combate. —Dottie le puso una mano en el antebrazo a Eliza e hizo una pausa—. Pero en serio, andar por ahí tu sola…
—Estoy con ellas —señaló a Indi y a Kiri.
—Quería decir…
—Sé lo que querías decir, pero estoy bien. De verdad.
—¿Crees que a Clifford le parecería bien?
—Seguramente no. Pero mira, ¿por qué no vienes con nosotras?
Dottie sonrió.
—Pues la verdad es que me apetecería bastante, pero estoy con Julian. Está buscando un tablero de ajedrez.
—Una lástima.
Eliza dio un paso hacia delante y miró a Indi.
—Tal vez en otra ocasión.
Eliza asintió con la cabeza.
—Siento marcharme con tanta prisa, pero no puedo retrasarlas más.
—Por supuesto. ¿Nos veremos pronto?
Eliza percibió un tono pensativo en la voz de la mujer y se dio cuenta de que Dottie debía de sentirse muy sola. Procuraría llamarla pronto.
Dottie se alejó y Eliza regresó a donde la esperaban las chicas.
Cuando por fin llegaron a las afueras de la ciudad, se dirigieron a la orilla del río. No era demasiado ancho y ciertamente no parecía muy profundo, pero aquí había menos polvo que en la ciudad vieja y Eliza notó, agradecida, una cierta frescura en el aire. Entonces vio que un grupo de gente se había reunido para ver un teatrillo de guiñol.
—¿Para esto hemos venido?
—Más o menos.
Las impresionantes marionetas de casi un metro de altura sobre un escenario en miniatura, con las cabezas talladas en maderas nobles y los cuerpos cubiertos por elaborados trajes, no se parecían a nada que Eliza hubiese visto antes. El titiritero, semioculto tras el escenario, hablaba a través de lo que parecía un tallo de bambú para disfrazar la voz y movía las extremidades articuladas de las marionetas manipulando las cuerdas a las que estaban atadas. A su lado, una mujer tocaba el tambor que Eliza había oído desde la ciudad.
—El tambor es un dholak —explicó Indi—. Las historias tratan del destino. Y del amor, la guerra y el honor. Puedes preguntárselo a Jay si quieres. Él lo sabe todo sobre el honor.
Eliza se preguntó si el tono de voz de Indi encerraba alguna indirecta, pero se encogió de hombros. Seguramente, eran imaginaciones suyas.
—Los titiriteros son trabajadores del campo de la zona de Nagaur y se les conoce como kathputliwalas. Suelen representar sus guiñoles por la tarde noche, pero este es especial.
Eliza oyó ulular y silbar al titiritero mientras una segunda mujer narraba la historia y la primera seguía cantando y tocando el tambor.
—Hemos venido a ver un funeral —continuó Indi.
—¿El de quién?
—Está tirada allí.
Aunque no le apetecía ver un cadáver, Eliza no pudo evitar girar la cabeza para mirar. Pero solo vio a Kiri, sentada en el suelo junto a otra marioneta de un metro de altura que yacía sobre un lecho de seda.
—Esa marioneta ya está vieja y no se puede usar.
Eliza vio terminar el espectáculo. El titiritero se acercó a Kiri y la besó en la parte superior de la cabeza. A continuación cogió la marioneta vieja y la llevó con cariño hasta la orilla del río, donde empezó a rezar. Eliza captó la escena con la cámara y, sin dejar de rezar, el hombre metió la marioneta en el agua con ayuda de Kiri.
—Cuanto más tiempo flote, más contentos estarán los dioses —explicó Indi.
—¿Por qué le ayuda Kiri?
—Porque el titiritero es su padre.
—¿Y ella no vive con su familia?
—No puede. Para trabajar en el castillo, debe vivir en el castillo.
Tras presenciar la escena junto al río, las tres vagaron por los bazares esquivando las bicicletas, las vacas que dormitaban en el suelo y las mercancías expuestas sobre las aceras, parándose solo para ponerse unos chales de colores vivos en torno al cuello y para probarse collares, posando y riendo como niñas.
—El estilo indio de vestir te sienta bien, Eliza.
—Pero ¿por qué he tenido que ponerme esta ropa? ¿No habría bastado con cubrirme la cabeza?
—Sí. Pero pensé que sería más divertido. Además, la gente te miraría menos.
Eliza sonrió. Se lo estaba pasando en grande, aunque estaba algo cohibida por su piel clara. Más animada que de costumbre y admirada ante lo bien que Indi conocía la ciudad, fue como descubrir una nueva parte de sí misma. Nadie molestó a las chicas y las calles vibraban bajo los pies de una mezcla de mujeres, algunas todavía en el purdah y otras que ya habían salido. Compraron bolitas de masa frita o golgappe y buñuelos de lentejas que Indira llamó daalbaatichurma, y fueron a comérselos a uno de los parques.
Cuando llegaron al pie de la colina, ya estaba atardeciendo, y Eliza alzó la vista, asombrada. El fuerte entero estaba profusamente iluminado y parecía cubierto de pan de oro. Las relucientes ventanas invitaban a entrar y Eliza pensó que, si no se agarraba bien, caería al reino de las hadas para no volver nunca al mundo real. Había sido un día precioso y lleno de felicidad, un día para alegrarse de lo fácil que podía ser la vida cuando una no tenía que protegerse de ningún peligro. Eliza esperaba que Indi y ella llegaran a ser verdaderas amigas. Hacía mucho tiempo que no tenía una amiga de verdad.