9

MIENTRAS JAY CONDUCÍA frenéticamente por un camino de tierra cada vez más rocoso, Eliza se agarró a su asiento y sintió que el miedo le formaba un nudo en la garganta. No saber de qué huían la ponía todavía más nerviosa, y nunca lo había visto tan preocupado. Intuía que Jay vivía en un mundo que estaba más allá de su vista, un reino interior que protegía celosamente y que, al igual que el principado rajput, que quizá nunca llegase a entender, este hombre encerraba capas y más capas. Oculto bajo los rituales y costumbres de su vida había algo importante, algo que lo unía todo. Se preguntó qué sería y decidió intentar aprender más sobre los dioses hindúes. Puede que eso la ayudase a comprender mejor a estas personas, pero por ahora el secreto de Jay no tenía nada de místico ni de extraño; simplemente eran los pensamientos íntimos de otro ser humano que, en aquel momento, había decidido excluirla de su mente.

—Dímelo, por favor —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?

—Van a quemar a una viuda. El thakur había oído rumores de que iba a ser mañana, pero la abuela de Indira me dijo que fuese a la aldea de la que acabamos de salir, y me he enterado de que es hoy.

—Dios mío. ¡Creí que habías dicho que el satí era ilegal! Tenemos que detenerlo.

—Es lo que estoy intentando. Es ilegal, pero eso no significa que no se haga. La gente sabe que los británicos se mostrarán reacios a intervenir si lo celebran en un lugar remoto.

El sol, que ahora estaba en el punto más alto, caía a plomo sobre un paisaje blanqueado y completamente desierto que se había vuelto amenazador. Al borde de las lágrimas, Eliza deseó estar en cualquier lugar del mundo menos allí.

—Mira, Eliza —continuó Jay—. Ya te advertí que los antiguos rituales habían pasado a la clandestinidad. Y vamos a enfrentarnos a uno de ellos.

—Pero ¡quemar viva a una mujer!

—Las cosas no cambian de la noche a la mañana.

Mientras Jay conducía en silencio, Eliza contempló la belleza descarnada de las estribaciones del desierto, completamente asqueada por dentro. Algo más tarde, el tañido de los tambores les alertó de que se acercaban.

Cuando Jay bajó de la motocicleta, Eliza hizo ademán de seguirlo.

—No, quédate aquí. Puede que lleguemos tarde.

—Voy contigo.

Jay hizo una pausa que solo duró una fracción de segundo.

—De acuerdo, pero tendremos que correr.

Aunque el mes de diciembre se consideraba el invierno de Rajpután, podía hacer más calor que en pleno verano inglés. El día de hoy no era ninguna excepción, y Eliza ya tenía la frente perlada de sudor.

—Cúbrete la cabeza y la cara con el pañuelo.

Mientras se acercaban a la reunión, el golpeteo de los tambores y una especie de cántico invadieron el aire.

—¿Qué está pasando?

Jay dejó de correr y se quedó quieto un momento.

—¿Ves algo más allá, detrás de ese edificio, junto al lecho del río seco?

Eliza se giró para mirar a un nutrido grupo de personas casi completamente oculto por el edificio.

—Voy a tener que rodearlos, pero quiero que te quedes aquí. No puedes hacer nada, pero si les digo quién soy, tal vez consiga detenerlo.

Esta vez Eliza obedeció y esperó, al menos durante un rato; pero, pasados unos minutos, cuando Jay quedó fuera de su vista y comprobó que los cánticos no cesaban, empezó a temblar. Corrió tras él hasta llegar al edificio, donde se dio cuenta de que el sonido del tambor era una invocación a la muerte.

Primero vio a Jay negando con la cabeza y discutiendo a voces con un grupo de hombres. Eliza no veía a la chica, pero a unos veinte metros de distancia un sacerdote, de pie junto a la pira funeraria, balanceaba un objeto grande lleno de incienso. Otro hacía sonar una campana que resultaba audible incluso por encima de los tambores, mientras que otros dos hombres vertían aceite de sendas jarras de barro sobre los troncos de madera noble. Cuando otro hombre encendió una antorcha y la pegó a la madera ya preparada, varias llamitas prendieron de inmediato, para apagarse poco después. Entonces oyó un aullido terrible y penetrante y por fin vio a la chica, a la que traían a rastras.

Eliza dio un paso adelante y gritó, pero ni siquiera la miraron. Todos los ojos estaban puestos en la figura menuda que los hombres arrastraban hacia la pira. Se hizo el silencio y Eliza comprobó horrorizada que, aunque la chica tenía las manos atadas, por un momento pareció resignarse a su destino. Pero entonces todo cambió: Jay le dio la espalda a los sacerdotes, salió corriendo hacia la chica y, abriéndose camino a codazos y empujones, consiguió romper el cordón de hombres.

Se oyeron un chisporroteo y un siseo y, de pronto, la pira entera salió ardiendo. A Eliza casi se le para el corazón cuando Jay agarró a la chica de las manos y empezó a tirar de ella para alejarla de las llamas. Pasaron unos segundos en los que Eliza olió el miedo de la chica en su propia nariz y sintió su terror en su propia piel temblorosa. Jay intentó arrastrarla con todas sus fuerzas y por un momento pareció que también iba a morir quemado; pero entonces tres de los hombres lo agarraron y lo separaron de la chica. Jay se esforzó por escabullirse y volver a abalanzarse sobre ella, pero los hombres lo tenían aferrado con todas sus fuerzas. Ahora las llamas se levantaron por los bordes de la pira, encerrando a la chica en el centro, de donde seguía intentando escapar. Gritó y gritó cuando un grupo de varios hombres y una anciana rodeó la pira y volvieron a empujarla hacia dentro, esta vez con palos largos, en dirección al cadáver envuelto en un sudario blanco que descansaba boca arriba sobre los troncos.

Aun así, la chica se las arregló para darles esquinazo y correr hacia un lado de la hoguera, donde las llamas eran algo más débiles. Un hombre alzó la espada, dispuesto a atacarla, por lo que se vio obligada a retroceder hacia las llamas. Desde el otro lado de la pira una gran multitud la observaba en silencio. Eliza sintió ganas de correr hacia la hoguera y sacar a rastras a la chica, pero entonces Jay logró escapar y, una vez más, intentó llegar hasta la viuda. Pero era demasiado tarde: en ese mismo momento las llamas amarillas empezaron a lamerle los pies a la joven; se le prendió la falda, luego el chal y por último el pelo, que ardieron con una llamarada tan viva y cegadora que Eliza apenas pudo mirar. Mientras el infierno envolvía a la chica, Eliza no vio a Jay, pero continuaron los gritos, en un tono cada vez más desesperado.

Una despiadada nube de humo negro se elevó en el aire y, con ella, un olor que Eliza supo que no olvidaría mientras viviera. El viento avivó las llamas, que se retorcieron y bailaron, elevando los gritos de la chica hacia el cielo azul y completamente despejado.

Eliza dio unos pasos atrás, tambaleándose, y echó a correr a lo loco, en un intento de dejar atrás la terrible escena. Y cuando la mujer dejó de gritar, lo único que se oyó fue el crepitar del fuego. Totalmente conmocionada, se dobló hacia delante y, cegada por las lágrimas, notó que Jay la rodeaba con los brazos para alejarla del olor a carne quemada.

—No deberías haberlo visto —dijo.

Eliza se retorció hasta liberarse y le golpeó el pecho con los puños.

—¿Por qué ha tenido que pasar? ¿Por qué?

Jay volvió a abrazarla, esta vez con más fuerza, y Eliza vio que se había quemado una de las manos.

—Te has hecho daño.

—No es nada.

—Vi cómo intentabas salvarla.

Jay negó con la cabeza.

—Era demasiado tarde. Tenía la esperanza de convencerles de que no lo hicieran. Escondieron a la chica y pensé que tenía tiempo.

Le rodeó los hombros con el brazo y la ayudó a volver a la motocicleta.

Mientras subía al sidecar, con el corazón todavía latiendo al ritmo del tambor que había convocado implacablemente a una mujer a su muerte, Eliza se echó a llorar. Cuando se le pasó un poco, miró a Jay, que tenía los brazos cruzados sobre el manillar y la frente apoyada en las manos. Sentía un dolor tan desgarrador en el pecho que pensó que su propia voz iba a tomar el relevo de los gritos desesperados de la mujer.

—Era muy joven —dijo.

Eliza no respondió, pero tragó una bocanada de aire en un intento de respirar con normalidad.

—No vamos a volver a casa. Creo que te llevaré a mi palacio. Está a solo una hora del castillo de Juraipur, pero tendremos más privacidad. Podremos hablar libremente, a diferencia de en el castillo.

—No hay nada de qué hablar —se las apañó para decir a través de los sollozos, que amenazaban con volver a estallar.

—Hay mucho que decir, pero antes hay que ocuparse de las emociones que provoca presenciar una cosa así. Para mí no era la primera vez.

No hablaron durante el viaje y, después de aproximadamente una hora, llegaron a lo que en seguida reconoció como un palacio de una belleza marchita. Jay la condujo, a través de una enorme puerta abierta en una alta y extensa muralla, hasta un hermoso patio rodeado por edificios de piedra dorada por tres lados, con puertas que daban al espacio central.

—Las dependencias del servicio, los establos y los almacenes —explicó.

En el lado contrario a la puerta de entrada una galería con columnas se extendía a lo largo de un antiguo edificio de dos pisos. Estaba claro que aquí había agua porque, a diferencia del resto de sitios en los que había estado, el patio era sorprendentemente verde y unas flores que parecían petunias de color rojo y rosa rebosaban de las macetas que adornaban los bordes del jardín. Un árbol alto, de hojas alargadas y salpicado de flores amarillas, se erguía en el centro, proporcionando una generosa sombra a los dos bancos que tenía debajo.

—Es una acacia siamea —dijo, al ver que Eliza lo miraba—. Pueden llegar a medir veinte metros. Esta no ha crecido tanto todavía. Utilizamos la madera de acacia para hacer muebles y otros objetos. Hay más en los jardines, allí atrás —dijo, señalando hacia un punto más allá de la columnata.

Cuando atravesaron el edificio, otra galería y la terraza que conducía hasta una escalera exterior en la parte trasera, Eliza vio los extensos jardines y un huerto. La brisa le trajo el olor a hierba y respiró la frescura del aire. Aunque seguía sin saber cómo iba a superar la repulsión y el horror que sentía, traerla a este refugio de paz había sido muy atento por parte de Jay. Se detuvo un momento para mirar a lo lejos y vio que en la parte trasera del palacio la tierra descendía con una suave pendiente.

Jay la condujo hasta uno de los dormitorios del primer piso.

—Cuando haga más fresco y estés preparada, baja a la terraza a buscarme —dijo, dándole un apretón en la mano—. Hasta luego.

Eliza se tumbó en la cama, en la que era evidente que no había dormido nadie desde hacía tiempo. Olía a bolitas de alcanfor, pero también había un sutil perfume que le recordó a Laxmi. Tal vez hubiese sido el cuarto de la madre de Jay en algún momento. Junto al dormitorio había una pequeña salita, que Jay llamó dari khana, con el suelo cubierto por una gran alfombra y varios cojines. Eliza intentó pensar en otras cosas, pero no dejaba de oír los gritos de la mujer, que se repetían una y otra vez en su cabeza. Como forastera en una tierra extraña, esperaba que venir a la India la ayudase a encontrar el norte, pero cada vez se sentía más perdida. No era un mundo cómodo para ella, ni para ninguna mujer, pensó. Ni siquiera sabía si corría peligro o estaba a salvo. Y para colmo de males, era viuda. ¿Qué se sentiría al morir de forma tan atroz? Un dolor desgarrador, un miedo insoportable y una crueldad más terrible de lo que jamás habría imaginado.

Cuando empezó a oscurecer y el cielo se tiñó de rosa y luego de lila, fue en busca de Jay, al que encontró sentando en una butaca de mimbre con un whisky en la mano en la galería con arcos de la parte trasera del edificio, más pequeña e íntima que el pórtico con columnas de la parte delantera. Con aire abatido, se pasó la mano por la cabeza para apartarse el pelo alborotado de la cara. Cuando se frotó la frente, Eliza vio que la tenía tiznada de negro por el fuego.

—Antes vivíamos aquí la mayor parte del tiempo —dijo, indicando con un gesto de la mano vendada el paisaje que se extendía al otro lado de la galería—. ¿Te apetece una copa?

Mientras un mayordomo le traía una bebida, se sentó en un sillón frente a Jay. A medida que caía la oscuridad, la luna se elevaba en el cielo, proyectando una luz plateada sobre el jardín, donde el perfume nocturno a tierra y a una mezcla de salsas intensamente aromáticas impregnaba el aire. Pensó que podría perderse en el agradable calor de la noche, pero entonces Jay empezó a hablar.

—Un par de semanas antes de morir mi abuelo, mi abuela dejó de comer y beber. Cuidó de su marido y lo atendió durante su enfermedad, pero una noche, ya casi de madrugada, oí que cantaba ram, ram una y otra vez. Mi abuelo acababa de morir y ella estaba anunciando que iba a cometer el satí cuando lo cremasen a la mañana siguiente. Creía que sobrevivir a su marido era una deshonra para una mujer.

Se metió en el bolsillo una caja de cerillas que había sobre la mesa, se levantó y cogió una vela de una caja de metal que colgaba de la pared. Sacó la caja de cerillas, encendió una y prendió la vela. Cuando usó la mecha encendida para prender un par de lámparas fijadas a la pared exterior, el olor a aceite ardiendo invadió el aire. La luz parpadeó y Eliza observó la estela de humo durante unos minutos.

—¿Y tú estabas allí?

—Mi madre y yo fuimos a su palacio porque sabía que a su padre no le quedaba mucho tiempo. Cuando murió, mi abuela se lavó, se puso su traje de novia y veló el cadáver de mi abuelo durante el resto de la noche, con el aullido de los perros de la ciudad como única compañía. Al salir el sol, llegó su devar, el hermano de su marido, para realizar los últimos ritos. Cuando una satí camina hacia la pira, la acompaña una multitud, que ya había empezado a congregarse.

—¿Y lo viste todo?

Jay, que hasta entonces había tenido la mirada perdida en la oscuridad, ahora se volvió para mirarla; con los ojos sombríos, sin rastro de su luz habitual, y con los labios retorcidos en una sonrisa forzada.

—Mi abuela envió un criado a buscarme, pero mi madre interceptó el mensaje y ordenó que me encerraran en mi habitación. Pero, aunque mi madre se opusiese, tenía que verlo, así que me escapé por la ventana. Quería mucho a mis abuelos. —Hizo una pausa y tragó saliva antes de continuar—. A veces atan a las mujeres a la pira. Pero a mi abuela, no. Cuando por fin llegué, las llamas ardían furiosamente y ni siquiera pude verla, pero sí la oí. Estuvo cantando ram, ram hasta el momento de morir. Aún hoy la gente sigue rindiéndole culto.

Eliza se quedó en silencio unos instantes. Observó las facciones marcadas y las líneas angulosas de su rostro, que parecía más poblado de sombras a la luz de las lámparas, y vio el dolor y la conmoción que llevaba grabados. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Pero entonces Jay encorvó los hombros, se hundió en el silencio y pareció retirarse a su interior, mirándose las manos con la cabeza gacha. Vio cómo se le tensaba el músculo de la mandíbula. Y pensar que un niño fue testigo de algo tan terrible… Debió de dejarlo roto, como la muerte de su padre la había dejado rota a ella.

—¿Cuántos años tenías?

—Trece. Fue una semana antes de mi catorce cumpleaños, durante las vacaciones del colegio; si no, habría estado en Inglaterra.

Eliza lo miró con lágrimas en los ojos, llena de compasión por el niño que había sido.

—Y supongo que, cuando volviste a la escuela, no se lo dirías a nadie.

Jay negó con la cabeza y la miró. Eliza sintió que, a través de esa mirada, podía ver su alma, y ella, la de él. Pero entonces bajó los ojos.

—Ya me consideraban un salvaje o una especie de mascota. Mi abuela adoraba a su marido y su muerte la dejó destrozada, pero, aparte de mi madre, nadie trató de disuadirla. A su cuñado solo le preocupaba que, si no lo hacía, deshonraría a la familia.

—¿Por qué lo permiten las mujeres?

Jay se encogió de hombros.

—Algunos siguen considerándolo el mayor signo de entrega y sacrificio que puede mostrar una mujer. Mi abuela quería estar con su marido en la otra vida, así que para ella era la única opción.

—Pero es un crimen contra las mujeres.

Volvió a mirarla, con una tristeza tan profunda en los ojos que sintió ganas de consolarlo, pero tenía que decirlo:

—¿Y si no hay otra vida, Jay?

Dejó escapar un profundo suspiro, pero le sostuvo la mirada.

—¿Tan poco valor tienen las mujeres aquí?

—Las que quieren ser satís dicen que es un gesto voluntario de entrega. Tú y yo diríamos que les han lavado el cerebro. No cabe duda de que han interiorizado las antiguas creencias. Las únicas opciones eran dejar que las quemasen o que las considerasen un fracaso como esposas.

—¿Y lo hacían sin coerción?

Jay resopló y, por fin, apartó la mirada. Por un momento, Eliza tuvo la sensación de que acababa de romperse un hechizo.

—No, no. Los sacerdotes, que reciben algunas de las posesiones de valor de las mujeres, las animan. Sus parientes por parte de ambas familias, que quieren quedarse con sus joyas, las animan, y en algunos casos hay que drogar a las mujeres con bhang, que tú conoces como marihuana, u opio. O las atan al cadáver del marido con cuerdas, o las sujetan con pesos. Y aunque la vida de viuda es difícil, muchas intentan huir, lo que sería una deshonra para toda su familia.

—¿Porque el instinto de supervivencia es más fuerte que los lazos familiares y que cualquier promesa de inmortalidad?

—Así es.

—Pero algunas creen de verdad en el satí, como tu abuela.

—Creo que sí. Para algunas es, y siempre ha sido, una elección profundamente espiritual. Es difícil de entender, ¿verdad? Pero se hace por muchas razones, no siempre por coerción ni por religión, y a veces una mujer deprimida o desesperada lo aprovecha para suicidarse, simple y llanamente, ya que el suicidio, por supuesto, es ilegal.

—Parece que la costumbre está ligada a una visión idealizada de cómo deben ser las mujeres.

—Tu cultura no es tan distinta, aunque es menos extrema, por supuesto.

—Nosotros no quemamos a las mujeres. —A pesar de la amargura que tenía marcada en el rostro, Eliza lo fulminó con la mirada—. Y en Inglaterra no se practica el infanticidio femenino.

—Puede que ahora no, pero retrocede en el tiempo. ¿Sabes que cuando los británicos prohibieron el satí, empezaron a darse más casos que antes?

Eliza negó con la cabeza y se produjo un silencio incómodo.

—¿Qué piensas hacer?

—Decírselo a Anish y a Chatur, que no harán nada. Y también hablaré con Clifford Salter. Puede que los británicos intenten dar con los culpables, pero no llegarán a ninguna parte. Los aldeanos cerrarán filas.

—Podrías identificarlos.

—Los británicos no llevarán las cosas tan lejos. Saben que la costumbre sigue viva.

—¿Por qué en todas partes del mundo se maltrata y siempre se ha maltratado a las mujeres? —dijo Eliza, con tal sensación de angustia que apenas le salía la voz.

Jay se encogió de hombros.

—Es la pregunta de siempre. Y no conozco la respuesta.

Eliza se dio cuenta de que estaban tratando temas muy delicados, pero al mismo tiempo, si iba a quedarse, sentía una necesidad cada vez mayor ya no de juzgar a la India, sino de entenderla mejor.

La noche cubría el jardín como una manta. Aunque no veía nada, oía el chasquido de las ramas y a los animales que correteaban entre la maleza y vaciló unos instantes antes de abrir la boca, temiendo que, si decía algo inoportuno o metía la pata, los mismos cimientos de su vida se derrumbarían. Vio su reflejo en los ojos tristes de Jay y quiso darle algo de sí misma. Siempre había creído que, al no hablar de su padre, se protegía a sí misma; pero solo había conseguido vivir detrás de un cristal que ahora estaba a punto de resquebrajarse.

Por fin rompió el largo silencio y lo miró directamente a los ojos.

—Mi padre murió cuando tenía once años —dijo, con el corazón acelerado.

—Siento mucho oír eso.

Su mirada le indicó que era sincero.

—Yo también fui testigo de su muerte.