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JAIPUR
LAS ANCHAS AVENIDAS que empezaban bajo las puertas rematadas por arcos de la ciudad de Jaipur estaban abarrotadas de soldados y de hileras de camellos cubiertos de sedas, pompones y cintas. Eliza atravesó un arco de un color rosa intenso y un segundo adornado con un complejo dibujo de flores blancas. Recordaba la ciudad rosa de su infancia y casi esperaba llevarse una decepción, pero Jaipur cumplió todas sus expectativas y más. Los havelis, los palacios y los balcones relucían, cada uno de un tono distinto de rosa.
Eliza había llegado justo en el punto culminante del festival hindú del Teej y tuvo suerte de encontrar una habitación libre tras los arcos apuntados de un bonito hotel haveli en pleno corazón de la ciudad. Era un tanto irónico estar en Jaipur durante el Teej, uno de los tres festivales que se celebraban durante los meses del monzón, y la época en la que las mujeres rezaban a la diosa Parvati y a Shiva para que les concediesen un matrimonio feliz. El Teej era básicamente un festival para las mujeres y giraba en torno al amor y la entrega de una esposa por su marido, algo que era improbable que Eliza llegase a lograr. Estaba de acuerdo con el «amor», pero en cuanto a la «entrega», tenía sus dudas.
Aunque había visto los pequeños insectos rojos que salían de la tierra durante las lluvias, no se había dado cuenta de que el festival tomaba su nombre de dichos insectos. Pero el dueño del haveli, un hombre bajito con unos penetrantes ojos oscuros y un constante aire de excitación, se lo había explicado todo. Le había dicho que, mientras en el norte de la India el Teej festejaba la llegada del monzón, en Rajpután también se celebraba para dar gracias por el final del calor abrasador del verano. Este año las lluvias habían llegado tan tarde que el festival se había aplazado más de lo habitual. El hombre parecía estar rebosante de información; de hecho, charlaba por los codos, hasta que a Eliza empezó a darle vueltas la cabeza. Pero él continuó impasible y le dijo que, aunque el ayuno era esencial durante el Teej, el festival estaba lleno de vida, de alegría y de mujeres cantando y bailando. Eliza decidió salir a verlo por sí misma y se llevó su nueva Leica con ella.
En cuanto salió del haveli, se dio de bruces con una ciudad rebosante de multitudes exultantes. Observó los columpios que habían colgado de las ramas de los árboles más altos, cubiertos de guirnaldas de caléndulas. Seguía resultándole extraño que estuvieran pensados para las mujeres adultas y no para los niños, pero una mirada a las caras de las mujeres de todas las edades bastó para confirmar su alegría. Eliza se fijó en que tenían las manos decoradas con complicados tatuajes de henna y los cuerpos cubiertos de joyas. «O bien esperan encontrar marido —pensó—, o rezan por la salud de su pareja». Ninguna mujer quiere pasarse el resto de su vida vestida de blanco riguroso.
Eliza se enteró de que habían construido una feria cerca del haveli, así que abrió la nueva Leica, dispuesta a retratar la enorme noria y las hileras de puestos en los que se vendían muñecas y adornos de tela. Parecía que toda la ciudad se había concentrado allí. Los adultos hablaban animadamente unos con otros y reían, mientras que los niños se abrían paso entre la multitud, creando alboroto allá donde iban. Eliza le preguntó a la gente si les importaba que les hiciese una foto, y la mayoría asintieron con la cabeza y sonrieron, felices de que los retratasen con sus mejores galas. Lo más curioso era que, cada vez que Eliza estaba a punto de pulsar el botón de la cámara, se ponían serios de repente. Fotografió los elefantes decorados y pintados y a sus howdahs, vestidos de seda de pies a cabeza, a lo largo de las avenidas rectas y anchas. Más adelante vio las diminutas figuras de Shiva y Parvati dispuestas sobre paños de terciopelo en las aceras y a la gente que se apiñaba para comprarlas. «Qué maravilloso debe de ser —pensó—, en un momento de soledad, formar parte de una comunidad que comparte tus creencias religiosas». Eliza había abandonado a Dios el día en que la bomba hizo volar por los aires a su padre, llevándoselo para siempre.
Poco a poco la luz fue tiñéndose de amarillo, empezó a atardecer y la ciudad, iluminada por centenares y centenares de minúsculas lámparas de barro que solo contenían aceite y una mecha, parecía sacada de un cuento de hadas. El palacio de la ciudad resplandecía, de un rosa intenso, y los fuertes se alzaban sobre el morado oscuro de la cordillera de Aravalli. Eliza contempló la belleza de la escena, pero para ella estaba teñida de una profunda melancolía al darse cuenta de que nunca llegaría a formar parte de este mundo. No pudo evitar pensar en Jay y recordar todo lo que habían vivido juntos. Siempre guardaría como oro en paño los días que había pasado con él, pero era momento de pasar página. Y aunque una parte de ella deseaba salir huyendo, se quedó a presenciar los bailes, y ver a tantas mujeres hermosas moverse como si su vida dependiese de ello le levantó el ánimo.
Se quedó sorprendida cuando, de pronto, una de las mujeres que tenía cerca la agarró de la mano y la condujo hasta el corazón de la multitud. Al principio, avergonzada y torpe, Eliza deseó que se la tragase la tierra. No iba vestida para bailar con desenfreno, pero al poco tiempo olvidó su vergüenza.
AQUELLA NOCHE DURMIÓ como un bebé y al día siguiente decidió ponerse sus mejores ropas de estilo indio. Se pintó una línea de kajal negro en torno a los ojos, como le habían enseñado las concubinas, y una vez más le sorprendió ver que el verde de sus ojos cobraba vida. Se dio un toque de colorete en las mejillas y los labios y se recogió el pelo en un moño bajo, que se adornó con cintas de colores.
Decidió bajar a tomar un café en la galería del haveli, que daba a un exuberante jardín. Intentaría ser feliz y después saldría a dar un paseo por la ciudad. Hoy encajaría con la gente del pueblo, se prometió a sí misma.
Empujó las pesadas puertas talladas de la galería y le sorprendió encontrársela desierta. O bien llegaba tarde o demasiado temprano, y se preguntó si debía ir a buscar a alguien. Justo cuando estaba a punto de levantarse, un mayordomo salió a dejar una rosa roja en el florero que había en su mesa, pero se fue antes de que pudiera decirle nada. Estaba absorta en sus pensamientos cuando oyó la voz de un hombre. Se quedó paralizada. No podía ser él, ¿verdad? Se giró hacia un lado y lo vio allí de pie, sonriendo, con los ojos color ámbar llenos de amor.
—¿Jay?
Se llevó un dedo a los labios, se le acercó, se arrodilló ante ella y se sacó una cajita de un bolsillo de la túnica. La abrió y se la mostró a Eliza; esta contempló el anillo de zafiros más bonito que había visto nunca y miró a Jay, que la observaba con expresión seria.
—Resulta —le dijo— que no puedo vivir sin ti.
Eliza no pudo evitar que se le empañaran los ojos de lágrimas y, sin entender del todo que lo que le pasaba era verdad, solo pudo asentir sin decir nada.
—Siento mucho haberte hecho pasar por todo esto. Creí que hacía lo correcto. Quiero pedirte disculpas y preguntarte si podrás perdonarme.
Eliza seguía sin poder hablar.
—Esto me recuerda un verso de Tagore —continuó Jay—: «La fe es el pájaro que siente la luz y canta cuando el amanecer todavía está oscuro».
Eliza sonrió.
—Perdonémonos el uno al otro, ¿de acuerdo?
—Ven —dijo Jay, poniéndose en pie y abriendo los brazos—. Tú y yo construiremos nuestra fe el uno en el otro, tanto en los momentos de oscuridad como de luz.
Eliza se le acercó. Cuando se abrazaron, sintió latir el corazón de Jay contra el suyo y supo que todo estaba bien, aunque todavía no salía de su sorpresa. Después se sentaron uno junto al otro en silencio. Era un momento demasiado precioso como para echarlo a perder con preguntas. El sol se filtraba a través de los árboles y Eliza vio a los pájaros revolotear por el jardín y a un par de monos parlanchines que se balanceaban entre las ramas y quiso conservar aquel recuerdo. Deseó poder recordar aquel momento para siempre. Porque era perfecto, y en la vida hay pocos momentos perfectos. Tenía algunas preguntas en mente y pronto se las haría a Jay, pero por ahora, con su mano entre las suyas, experimentó una paz sublime, casi como si supiese que nada volvería a ir mal, jamás. Pasaron unos minutos durante los cuales ninguno de los dos dijo nada.
Jay fue el primero en interrumpir el silencio.
—¿Ya has tomado un café?
—Es una pregunta de lo más pragmática, pero, la verdad, ni me acuerdo. Es como si hubiese perdido la capacidad de pensar. De todas formas, ahora mismo no tengo sed.
—Entonces ¿te apetece que demos un paseo mientras todavía hace fresco y la ciudad está tranquila?
Salieron del haveli por un callejón estrecho, donde un par de gatos se estiraban perezosamente y ni siquiera se apartaron al verlos pasar. Luego recorrieron las calles de Jaipur.
La luz de la mañana les mostró la verdadera belleza de la ciudad. Todo parecía brillar y el color rosado de los edificios era más delicado que el día anterior. La mayoría de las tiendas seguían cerradas, y cuando pasaron junto al Palacio de los Vientos, le hizo la pregunta más urgente.
—Pero ¿cómo, Jay? ¿Cómo es que puedes casarte conmigo?
—Mi hermano pequeño será maharajá y Laxmi será regente. Llevará las riendas del reino hasta que mi hermano alcance la mayoría de edad. Yo seré su consejero.
—¿Y tu madre ha accedido?
—Laxmi te quiere, Eliza, y cuando vio lo decidido que estaba, me dio su bendición. Y los británicos, también. Se lo presentamos como un hecho consumado, así que llevaban las de perder.
—¿Y qué pasa con Priya? —Sonrió con ironía y enarcó las cejas, intentando provocarlo con la pregunta—. Creí que ibas a casarte con ella.
Jay hizo una mueca.
—Ni en un millón de años. A partir de ahora Priya quedará en segundo plano, le guste o no; aunque no creo que Laxmi insista en que se vista de blanco ni en que vuelva a vivir con su familia.
—La verdad es que me da un poco de pena.
Jay le rodeó los hombros con un brazo.
—Y me gustas todavía más por ello.
—¿Qué ha pasado con Chatur?
—Le despojamos de su poder y le hemos pedido que se marche del castillo. He nombrado a un nuevo diván.
—¡Viva!
—Ahora la pregunta más urgente es: ¿dónde vamos a casarnos? ¿Hay algún lugar que sea especial para ti?
—¿De verdad me estás diciendo que renunciaste a ser maharajá por mí? ¿Estás seguro?
Jay se echó a reír.
—No cambies de tema. ¿Dónde? Puedes elegir entre una boda de cuento de hadas aquí, en el palacio de Jaipur (la familia a la que pertenece es amiga nuestra), o una celebración más discreta en Delhi. El palacio está en pleno corazón de Jaipur y es una maravilla. Si uno no lo conoce, pensaría que el palacio es la propia ciudad, y tiene de todo, desde jardines de cipreses y palmerales hasta establos. Hay tejedores que se dedican exclusivamente a hacer paños de seda bordada con flores de oro, y esos son solo para los elefantes. El maharajá ha domesticado unos guepardos que podríamos sacar en nuestra procesión de boda y...
—¡Ya basta!
—¿Quieres decir que prefieres Delhi?
Eliza asintió con la cabeza.
—Por lo que dices, el palacio de Jaipur debe de ser extraordinario. Sería el sueño de cualquier chica, pero una boda de cuento de hadas sería algo triste para mí, que no tengo familia.
Jay se quedó quieto y la miró a los ojos.
—Exceptuando a Indi.
—Así que te lo ha dicho.
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Debí de darme cuenta antes. Tenéis los mismos ojos.
—Parecidos, aunque los míos son del color de los estanques y los suyos relucen como esmeraldas.
—Tienes unos ojos preciosos y eres preciosa… ¿Recuerdas que una vez te dije que tú, Indi y yo estábamos conectados, pero que no sabía cómo?
—Dijiste que nuestro destino era estar juntos. ¿Crees que está a punto de cumplirse?
—¿Quién sabe? La vida a veces sale por donde uno menos se lo espera.
—Pero es bueno que hayamos acabado juntos, ¿no? Tú y yo. ¿Nosotros?
Jay rio.
—No es bueno, es maravilloso. Y también es bueno para Indi. Ahora que va a ser mi cuñada, puedo hacerme cargo de su dote.
—¿Antes no podías?
—No habría sido fácil. Como ya sabes, hay ciertas tradiciones que me lo impedían.
Eliza estaba tan feliz que no podía dejar de sonreír.
—Me alegro mucho de que la hayas perdonado. Me preocupaba pensar qué le pasaría.
—Y conozco a cierto agitador cuya madre ya no podrá oponerse a que se case.
—¿Te refieres a Dev?
—Al mismo.
La invadió una repentina oleada de inquietud.
—Me preocupa que puedas reprochármelo algún día. Ya sabes, por haber tenido que renunciar a tu oportunidad de gobernar.
—Te preocupas demasiado. Creo que la vida en la India cambiará muy pronto, mucho más de lo que imaginamos. Y además, ya estoy lo bastante ocupado con el proyecto de riego.
—Verdad.
—Por cierto, tengo que ponerte al día. Se me han ocurrido un par de nuevas ideas y, sobre todo, he conseguido el permiso para represar el río del que te hablé. La presa marcará la diferencia en las vidas de la gente. Y no olvides que, además, voy a ser consejero de Laxmi. Pero ya basta de hablar de mí. ¿Ya te he dicho lo guapísima que estás hoy y que es un momento de lo más propicio para un compromiso?
—¿Y yo te he dicho que tienes unas pestañas increíbles para ser un hombre?
Jay pestañeó seductoramente y se echó a reír.
—Y sí, sé que es el festival del Teej. ¡Tendré que rezar por un final feliz!
—Estarías preciosa con las manos pintadas de henna. —Después de una pausa, añadió—: ¿Qué pasa con tu exposición?
—Todavía no tengo local.
—¿Qué te parece el salón principal de mi palacio? Tendríamos que renovar el suelo, por supuesto, pero dispone de una luz fantástica, y si enviamos las invitaciones con tiempo suficiente, atraeremos a mucho público.
—¿Lo dices en serio? ¡Gracias! Me encantaría.
—El placer es mío. —Hizo una pausa y le sonrió—. Bueno, ¿cuántos hijos vamos a tener?
—¿Dos, quizá tres?
—Estaba pensando en cinco, por lo menos.
Eliza tragó saliva. ¿Era mejor decírselo ahora o esperar a estar segura? Vaciló y empezó a hablar en tono serio.
—En realidad, tengo algo que decir sobre ese tema.
Jay dejó de sonreír.
—No tenemos por qué tenerlos. Quiero decir, si prefieres centrarte en tu carrera, y no quieres...
—No, idiota. Calla y escucha. Tengo un retraso. Solo una semana, así que es pronto para saberlo, pero puede que ya hayamos empezado con el primero.
Jay alzó los ojos al cielo, se golpeó el pecho con el puño y empezó a reír a carcajadas. Eliza echó la cabeza hacia atrás y rio con él, observando por el rabillo del ojo a los comerciantes, que empezaban a abrir sus puestos, y oyendo el tintineo de las pulseras que las mujeres llevaban en los tobillos al pasar. Los habitantes de la ciudad sonrieron al verlos reír con todas sus ganas.
El sol fue subiendo en el cielo y por primera vez Eliza experimentó la perfección inigualable de la vida: había que saborear cada momento, cada instante de alegría, y cuando, inevitablemente, llegase la pena, se enfrentaría a ella con el corazón abierto, sabiendo que sobreviviría. Miró a su alrededor, observó la exótica ciudad rosa y supo que, por fin, había conseguido pasar página. Y, aunque siempre querría a su padre a pesar de sus defectos, y siempre lamentaría no haberse llevado mejor con su madre, lo que importaba ahora el futuro: su carrera, su amor por Jay y criar a sus hijos. Su madre se equivocaba. No había nada que impidiese a una mujer tenerlo todo, y Eliza se prometió demostrarlo durante los días y los años que tenía por delante. No solo se dedicaría a la carrera que amaba, sino que además tendría su propia familia, incluida la hermana que siempre había querido.
Alzó la vista al cielo. Sé feliz por mí, mamá, susurró. Sé feliz.