22

AQUELLA MISMA TARDE, Anish mandó llamar a Eliza a una de sus salas de estar, tan recargada que no supo dónde posar la mirada. Anish estaba sentado sobre un enorme almohadón con las piernas separadas para acomodar su creciente panza y Jay ocupaba una silla frente a su hermano. El suelo estaba cubierto de cojines de raso colocados en torno a una ancha mesa de centro. Eliza observó al delgado punkawallah, que tiraba de la pesada cuerda que accionaba un gran abanico hecho de tela tensada sobre un marco de madera. El abanico, que estaba colgado del techo justo sobre la cabeza de Anish, flotaba de arriba abajo. Los suaves soplos de aire llegaban hasta donde estaba Eliza, cada vez más incómoda.

—¡No se lo piense más, muchacha! Siéntese.

Miró a su alrededor y eligió una silla de respaldo duro, en la que se sentó, rígida y con las manos cruzadas en el regazo.

—¿Ya se encuentra mejor? —preguntó Eliza—. Recuerdo que estuvo indispuesto poco después del Holi.

Anish inclinó la cabeza.

—En realidad, empezó antes. Pero durante el Holi, Chatur me trajo un frasco de una sustancia química que había descubierto escondido en algún rincón del castillo. Y usted es la única que tiene acceso a esa clase de cosas.

—¿Qué sustancia era?

—Ácido pirogálico, creo. Ponía algo así en la etiqueta. Me preguntaba si sería venenoso.

Eliza se sintió palidecer. Los cristales de ácido pirogálico eran tremendamente peligrosos y podían tener efectos degenerativos permanentes sobre el sistema nervioso. El veneno podía ingerirse o absorberse a través de la piel, por lo que guardaba los frascos bajo llave en el cuarto oscuro. Aunque Indi también había trabajado en la habitación, siempre había sido bajo la supervisión de Eliza y no tenía llave propia, así que no podía haber sido ella. Entonces Eliza recordó con horror el día en que había vuelto y se había encontrado la puerta del cuarto oscuro abierta. Pensó que debía de haberse dejado el candado abierto en un descuido, pero tal vez no hubiese sido culpa suya después de todo. Y, si no se lo había dejado abierto, alguien debía de tener una llave.

Cuando se lo contó a los dos hermanos, Jay se puso en pie y balanceó con impaciencia los brazos.

—Ahí lo tienes: problema resuelto. Anish solo quería saber cómo había salido el ácido pirogálico del cuarto oscuro y si se lo habías dado a alguien.

—No. Por supuesto que no. Pero ¿por qué iba a robarlo alguien?

—¿No es obvio?

—Pero ¿quién iba a querer hacer daño al maharajá?

Anish se echó a reír, pero su carcajada fue corta, seca y desprovista de alegría.

—Temo por mi vida constantemente. Puede que estemos en el siglo XX, pero es difícil deshacerse de las viejas costumbres. Tengo un larguísimo linaje de antepasados envenenados. Si no supiera que mi hermano no tiene las miras puestas en el trono, sospecharía de él.

Jay puso los ojos en blanco.

—¿Dónde está el frasco que te dio Chatur?

—Mandé destruirlo.

—¿Y estaba lleno?

—Hasta el borde.

Eliza dejó escapar un suspiro de alivio.

—Bueno, espero que ya se encuentre mejor, señor.

—Estoy mejor, aunque todavía no me encuentro del todo bien. Como entenderá, quiero que esto quede entre nosotros, pero voy a pedirle al señor Salter que me recomiende un buen médico del pecho. No quiero que los habitantes del castillo se preocupen sin motivo.

Eliza se levantó.

—Hay un médico que vive justo al lado de Clifford Salter. Él sabrá a quién recomendarnos.

—De acuerdo. Y ahora, por si alguien más tiene una llave del cuarto oscuro —añadió Anish—, cuente las botellas y procure cambiar el candado de la puerta. Hágalo hoy. Jay la ayudará.

Cuando Eliza y Jay salieron de los aposentos de Anish y echaron a andar por el pasillo, Jay se detuvo y la miró a los ojos. Ella le sonrió.

—¿Sabes que ayer fui a ver el proyecto con Dev?

—Sí. —Le cogió la mano—. No te imaginas lo contento que estoy de que vayas a quedarte.

Este hombre le llegaba al alma. Con él se sentía más real, como si ahora tuviese un lugar en el que encajaba. Aunque no lo dijo, pensó que estaba harta de huir: de la escuela, de su madre (al casarse con Oliver con solo diecisiete años) y, siendo sincera, otra vez de su madre al venir a Rajpután. Se le vino a la mente la cara pálida y desmejorada de su madre.

—Daría cualquier cosa por saber en qué estás pensando —dijo Jay.

Eliza negó con la cabeza.

—No es nada.

—Bueno —dijo—, háblame de ese veneno. ¿No corres riesgos al utilizarlo?

—El ácido pirogálico puede provocar convulsiones y dolencias gastrointestinales graves a largo plazo. Hasta puede llegar a matar.

—¿Y a corto plazo?

—Irrita la piel y los ojos. Siempre uso guantes; si no lo hiciera, me teñiría los dedos de negro. Y llevo mascarilla. Me da miedo pensar en lo que podría haber ocurrido.

—Enséñame los dedos.

Eliza levantó las manos y meneó los dedos. Jay sonrió.

—No sé quién lo habrá robado, pero busquemos un candado nuevo en el almacén del castillo.

—¿Has tenido éxito? —dijo, esforzándose por hacer caso omiso de la persistente preocupación que le producía el ácido pirogálico, y le sonrió.

—¿Te refieres a la búsqueda de inversores? Todavía no.

—Podría volver a hablar con Clifford, aunque no creo que sirva de mucho.

—No quiero que te veas obligada a suplicarle.

Eliza suspiró.

—Puede que sea nuestra única posibilidad.

—Tengo uno o dos contactos. Antiguos compañeros de escuela, en Inglaterra. Estoy tanteándolos. El tiempo no está de mi parte, pero, cuando consiga solucionarlo, ¿por qué no vienes a mi palacio conmigo? —La miró con una afectuosa sonrisa—. Quédate unos días. Una vez que el proyecto vuelva a estar en marcha. Cuando empiecen a subir las temperaturas aquí, allí hará más fresco. Ven conmigo. Haz unas cuantas fotos. Y tendremos tiempo de hablar como es debido.

—Me encantaría.

—Además, si no te importa, me vendría bien que me echaras una mano con el papeleo.

—Por supuesto. Quería preguntarte una cosa: ¿has hablado con Indi sobre Chatur?

—Admitió que Chatur le había pedido que recabase información para él.

—¿Y qué dijo de lo otro?

—Se mostró ofendida y se negó a hablar de ello, pero he hablado con Chatur. —Hizo una pausa—. ¿Sabes? Ahora que lo pienso, puede que fuese Chatur el que robó el ácido, o más probablemente, uno de sus hombres. No me creo que se lo encontrase escondido en algún rincón.

—Pero entonces ¿por qué iba a dárselo a Anish?

—Para dejarte en mal lugar.

CUANDO ELIZA VISITÓ la residencia de Clifford unos días más tarde, se lo encontró sentado a la sombra en el porche que daba al jardín. Clifford se levantó para saludarla, pero no la recibió con la amabilidad de antes.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? —dijo, mientras bebía a sorbos lo que parecía ser un gin-tonic—. ¿Te apetece uno? —añadió, cuando vio que Eliza lo miraba.

—Preferiría un refresco de lima, por favor.

—¿Con sal o azúcar?

—En realidad, me gusta mezclarlas —hizo una pausa—. Clifford, no voy a andarme con rodeos.

—Estaría bien que vinieras a verme porque sí, no porque quieres algo.

Eliza pensó rápidamente.

—Verás, he estado intentando ayudarte a recabar información sobre Anish.

Clifford se animó visiblemente.

—Está enfermo.

—Bueno, sé que tuvo una pequeña crisis después del Holi. Una indigestión, ¿no?

—Es más que eso. Tiene una dolencia de pecho. Va a pedirte que le recomiendes a un buen médico occidental. Me da la impresión de que no quiere que los habitantes del castillo se enteren de que tiene problemas de salud.

—Qué interesante. Le pediré a Julian Hopkins, mi vecino, que me recomiende a alguien. Me vendría muy bien colocar a uno de mis hombres en el castillo. Gracias. Si te enteras de algo más, no dudes en decírmelo.

Eliza sonrió.

—Mira, me alegro de haberte sido de ayuda, pero tienes razón: hay algo con lo que podrías ayudarme.

—¿Con la financiación del proyecto de riego?

Eliza asintió con la cabeza.

—Bueno, da la casualidad de que he encontrado una nueva posibilidad. Aunque su éxito depende de ti.

—¿De mí?

—Quiero que te replantees mi propuesta de matrimonio. Te tengo mucho aprecio, Eliza.

Eliza se examinó las uñas, deseando estar en otro sitio, pero Clifford la miraba fijamente, esperando una respuesta. Se preguntó si no sería mejor fingir algo de interés.

—Y si acepto, este posible inversor...

—Podremos contar con él definitivamente. Pero quiere que le garanticéis no solo que va a recuperar su inversión, sino, además, que podrá ganar dinero con ella.

—Entonces, acepto replanteármelo. Pero no te prometo nada.

Clifford se levantó de un salto y le tendió las dos manos. Eliza se puso en pie y dejó que la cogiera de las manos. Pero entonces la besó.