12

ELIZA SE QUEDÓ dormida escuchando el sensual repiqueteo de las campanas de oración y, por la mañana, se despertó con una sensación de esperanza más fuerte de lo que jamás se habría imaginado. Contempló el cielo azul y despejado y vio cómo una docena de periquitos de un verde vivo revoloteaban de árbol en árbol, y sus alas abiertas dejaban entrever las plumas amarillas de debajo. Pronto encontró una escalera que bajaba directamente al patio y salió a caminar bajo los arcos lobulados y las delicadas columnas que lo rodeaban.

Algo más tarde, llegó Jay para ayudarla a familiarizarse mejor con el castillo.

—No esperaba que fueras a enseñármelo tú —dijo Eliza.

Jay hizo una reverencia.

—Pedí expresamente que me concedieran ese placer.

Jay la guio en una visita bastante formal, durante la cual se lo enseñó todo: los salones de durbar, las armerías, toda clase de salas, las dependencias de los hombres, los salones de banquetes, las oficinas interconectadas, las inmensas bibliotecas, los innumerables talleres, los establos y almacenes, las cocinas y todavía más jardines rodeados por tapias, hasta regresar al zenana. Eliza hizo lo que pudo por trazar un mapa de todo en su memoria mientras Jay le explicaba cada sección, aunque el castillo era tan gigantesco que solo conseguiría retener una mínima parte. Pero si ahora podía andar por el palacio sin escolta y sabiendo más o menos adónde iba, se sentiría mucho más como en casa.

—Bueno —dijo Jay, cuando terminaron—. ¿Cómo estás? Sé sincera.

—Te refieres a después de ver…

—Sí.

—Voy superándolo, supongo.

—Algo tan terrible no se olvida rápidamente. Si alguna vez necesitas hablar de ello, no lo dudes.

—Gracias.

Jay sonrió.

—Y ahora, he organizado una escapada a la azotea. Una pequeña distracción.

Eliza dio un paso atrás.

—¿En serio? ¿Dónde?

Jay se llevó un dedo a los labios.

—Sígueme.

La condujo a través de una puerta que daba a una parte oscura y aparentemente abandonada de la fortaleza. Eliza se estremeció cuando pasaron entre viejas paredes de yeso agrietadas y subieron unas sombrías y estrechas escaleras. Las ventanas eran meros tragaluces y el laberinto de pasillos interconectados y habitaciones húmedas y oscuras olía a desolación. Hasta los talleres eran más claustrofóbicos que en el resto del castillo.

—Esta es la parte más antigua de la fortaleza y del castillo y, como ves, está abandonada. Ve con cuidado, hay grietas en el suelo.

Tras subir con dificultad varios tramos de una escalera de caracol, Jay se sacó del bolsillo una llave y abrió una pesada puerta remachada con clavos. Después de la oscuridad, la luz del sol la golpeó con fuerza y, tropezándose por un momento, sofocó un grito de asombro. Jay la sujetó con una mano y la guio hacia la azotea.

—Es donde vengo cuando quiero estar a solas —dijo—. Nadie se deja caer por aquí.

Eliza contempló la vista que los rodeaba, boquiabierta ante la opalescencia del interminable cielo azul. Era maravilloso, como estar en la cima del mundo, inmersa en el viento que le alborotaba el cabello y en un aire tan fresco que casi se mareó al respirarlo.

—Es precioso.

La ciudad resplandecía a sus pies, como cubierta de oro, y las amplias llanuras, con sus estribaciones rocosas, parecían estar envueltas en una bruma gris. Entre estas colinas bajas y la ciudad, nutridos rebaños de ovejas vagaban en libertad. Levantó la vista al cielo y vio un águila sobrevolando las murallas. Estaban en la parte de atrás del castillo, y cuando se acercó al parapeto para mirar hacia abajo, vio la distribución del edificio a sus pies, con sus numerosos pasajes y patios. Las personas parecían diminutas, lo que le hizo darse cuenta de lo altos que estaban en realidad. Mareada, dio un paso atrás.

—¿Estás bien? —dijo Jay.

—Sí. Es por el aire. Parece tan puro.

—Como el mejor champán.

—Mejor todavía.

—Ahora tengo algo que enseñarte.

Se acercó a una pequeña estructura redonda de ladrillo y abrió la puerta. En seguida salió con una enorme cometa entre las manos. Hecha con dos travesaños cruzados y seda tensada sobre el marco, la cometa con forma de rombo era de un rojo y naranja vivos, y su superficie estaba decorada con dibujos abigarrados. Decenas de largas cintas amarillas revoloteaban, atadas a la punta inferior.

—¿Quieres aprender a volarla? Hace un día perfecto, con este viento tan suave.

—Deja que te vea primero.

—¿Por qué no me ayudas a lanzarla? En realidad, volamos cometas durante todo el año, pero sobre todo entre principios de diciembre y el festival de Sankrat, donde no solo presumimos de nuestras fabulosas cometas y nuestras habilidades de vuelo sino que además usamos la cuerda de la cometa para estrangular el cordel de los competidores, bloqueando su cometa mientras la nuestra sigue en el aire.

—Espero no tener que competir contigo.

Jay se echó a reír.

—Bueno, desde luego, no volando cometas.

Eliza observó cómo sostenía el ovillo de cuerda y le pedía que sujetase la cometa. Desenrolló unos veinte metros de cuerda y esperó, estudiando la dirección del viento. Después le pidió que se alejase unos veinte metros, hasta que la cuerda quedó extendida entre los dos, y que se colocase de espaldas al viento, con la cometa en las manos.

—Y ahora, suéltala —dijo.

Eliza obedeció y vio cómo la cometa se inclinaba y, al poco, empezaba a elevarse.

—Cuando el viento sopla sobre la superficie de la cometa, se divide en dos corrientes de aire. Una fluye sobre la cometa, y la otra, por debajo. Es lo que le hace volar.

Soltó algo más de cuerda para que la cometa volase más alto. Eliza vio cómo hacía piruetas y caía en picado, como si estuviese viva, seguida de una estela de cintas y trazando caprichosos dibujos en el aire.

—Ven, sujétalo —la llamó.

Se acercó a él y Jay le pasó el ovillo de cuerda. Eliza no esperaba que vibrase con tanta fuerza y casi lo soltó de la sorpresa. Así que Jay se le acercó por detrás, la rodeó con los brazos y le cubrió las manos con las suyas para que volaran juntos la cometa. Con Jay tan cerca y sintiendo vibrar la cometa en las manos de él y en las suyas propias, se le quedó la boca seca y tuvo que esforzarse por tragar saliva. Miró el paisaje, salpicado de motas verdes, y el erial de arena que llegaba hasta el horizonte, donde las diminutas granjas y aldeas parecían meros puntos. Divisó una delgada cinta de color azul y pensó que tal vez fuese el mismo río en el que descansaba la marioneta. Y aunque veía todo esto, solo era consciente de los fuertes latidos de su corazón. El tiempo se detuvo, suspendido y tembloroso, como si esperase a que uno de los dos se moviera.

Sopló una repentina ráfaga de viento y Jay recogió la cometa y volvió a darle cuerda. Eliza se quedó quieta en sus brazos, sin aliento.

—Ahora, la volaré yo —dijo Jay.

Eliza se apartó.

—Gracias.

—Pensé que te ayudaría a sentirte mejor.

—Pues ha funcionado.

—Mira, voy a estar fuera un tiempo. Tengo que hacer contactos, tal vez incluso en Inglaterra; conseguir inversores y patrocinadores para el proyecto de irrigación. ¿Te las arreglarás?

—Sí, por supuesto. Y siempre me queda mi amiga Dottie.

CON JAYANT SINGH en la cabeza, Eliza salió hacia la Residencia, la grandiosa mansión de Clifford Salter, acompañada por un guardia de librea y un conductor de rickshaw, que le mostrarían el camino y esperarían para escoltarla de vuelta al castillo. Iba a darle las hojas de contacto y las placas fotográficas y a pedirle que ayudara a Jay a conseguir los permisos y préstamos necesarios para el proyecto de riego.

La habitación a la que la condujo un criado parecía sacada de una casa de campo inglesa, con tan solo un leve toque oriental. Se sentó de espaldas a la ventana y dejó con cuidado sobre la mesa el sobre con las hojas y el paquete de placas fotográficas.

Cuando Clifford entró en la habitación, con el consabido traje de lino de color claro, camisa y corbata, Eliza se levantó y le tendió la mano. Clifford ignoró el gesto y se le acercó para darle un beso en la mejilla. Le brillaban los ojos de placer y Eliza se dio cuenta de que estaba encantado de verla.

—Qué gusto verte. Pediré que nos preparen el té.

Y, acercando una silla, se sentó frente a ella y agitó una campanilla. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa.

—¿Y bien? Vamos, cuéntame.

Eliza sonrió.

—No tengo mucho que contar. Últimamente he podido tomar fotos más informales.

—Estupendo. Queremos captar la verdadera esencia de Rajpután, no las fotografías rígidas y preparadas que tanto gustan a estos supuestos miembros de la realeza. Y ahora, dime, ¿Jayant Singh recibe muchas visitas?

—La verdad es que no tengo ni idea.

—Pero debes de haber visto algo. ¿Tal vez alguien que parezca fuera de lugar? Quizá un tipo peligroso. Nunca se sabe quién puede influir en esta gente.

—Tiene un amigo que se llama Devdan. Sí parece un poco distinto, pero es todo lo que sé.

—Muy bien. ¿Y qué hay de Laxmi?

—¿De Laxmi? Nunca la he visto recibir visitas, aunque supongo que las tendrá.

—¿Y Chatur? ¿Lo visita alguien sospechoso?

—Lo único que sé de Chatur es que es arrogante y condescendiente. ¿Cómo iba a saber si tiene visitas sospechosas? Es un castillo muy grande, Clifford.

—Por supuesto, por supuesto. Pero no me has dicho por qué has venido. A menos que sea... —Hizo una pausa—. ¿Debo hacerme ilusiones?

Eliza negó con la cabeza.

—Lo siento.

—¿Entonces…?

—Jayant Singh ha decidido contratar a un ingeniero que proyecte un plan para captar agua con la que regar sus tierras y mejorar las condiciones de vida de las aldeas que dependen de él. Quiere traer prosperidad a la zona y cree que el agua es la solución.

—Ya veo… así que el agua. Bueno, es cierto que trae prosperidad. ¿Quiere perforar el suelo?

—No creo. El proyecto todavía está en su fase inicial, pero Clifford, la gente es muy pobre y las lluvias han sido escasas. Cuando miro sus rostros desfigurados, me siento culpable. El caso es que necesitamos tu ayuda.

Clifford hizo una mueca.

—¿Necesitamos?

—Bueno, yo no, sino Laxmi y Jay; pero me he ofrecido a ayudarles en lo que pueda. Solo hace falta ver la pobreza para querer ayudar.

—¿Jay? ¿Así lo llamas? —Se hizo una pausa incómoda, durante la cual Clifford la estudió con atención—. Espero que no haya gato encerrado en todo esto...

—Por supuesto que no.

Clifford pareció planteárselo.

—¿Y para qué me necesitan?

—Para ayudarles a recaudar dinero y sellar los permisos necesarios. Jay necesita el visto bueno de los británicos para seguir adelante con el proyecto. Y necesita un permiso para represar un río.

—¿Y dinero británico?

—Exactamente.

Clifford resopló.

—¡Tienen riquezas escondidas y nos vienen pidiendo con la gorra en la mano, como de costumbre!

Se levantó y reflexionó, con las manos en los bolsillos.

—¿Te apetece quedarte a almorzar, Eliza? Me dará tiempo a planteármelo y, tal vez, a enviar un par de mensajes a las personas clave. ¿Qué me dices?

Eliza inclinó la cabeza.

—Lo haré encantada.

—Salgamos al jardín. Ahora da la sombra.

Una vez en el jardín, se sentaron juntos en un banco, demasiado apretados para el gusto de Eliza, pero pensó que sería un pequeño precio a pagar si Clifford accedía, así que contuvo las ganas de apartarse. Se quedó sentada tranquilamente, con las manos en el regazo, y esperó, como habría hecho Laxmi. Sonrió al pensar en cuánto había influido en ella la marajaní y observó el bonito cenador, la fuente en la que el agua salpicaba delicadamente y las plantas trepadoras que se derramaban sobre las tapias del jardín.

—Daría cualquier cosa por saber en qué piensas —dijo Clifford.

—En tu precioso jardín —contestó, y el británico la recompensó con una sonrisa.

—Es la niña de mis ojos. Por cierto —dijo, colocándose el nudo de la corbata—, he recibido una carta... A juzgar por el matasellos, debe de ser de tu madre. Te la daré antes de que te vayas.

Eliza le dio las gracias, aunque no le entusiasmaba demasiado recibir una carta de su madre, que seguramente estaría llena de quejas.

—Entonces ¿cómo te estás adaptando? —preguntó.

Un mayordomo de blanco salió con unas bebidas previas al almuerzo en una bandeja de plata y Eliza vio cómo Clifford cogía su copa y tomaba un sorbo. Estaba claro que era un hombre meticuloso: llevaba las uñas muy cortas y siempre iba impecablemente vestido, sin importar el tiempo que hiciese.

—Bueno, todo me resulta extraño, por supuesto —dijo.

—¿Extraño? ¿Eso es todo? —Frunció el ceño—. ¿No te incomoda la poligamia? ¿Las concubinas? Como mujer, creí que te parecería aborrecible.

—Intento no pensar en ello, y las concubinas son muy amables.

—¿Y la idolatría? —Clifford no se daba por vencido.

—Me la ha explicado Laxmi. Es todo bastante sensato.

Sabía que sería incapaz de hablar con él de la quema de viudas.

Clifford enarcó las cejas.

—Espero que no te estés convirtiendo en uno de los nativos. Porque entonces, estarías en un buen lío.

No tenía ni idea de lo lejos que estaba de adoptar las costumbres de la India.

—Qué va, Clifford —se limitó a decir.

Él la miró, entrecerrando los ojos tras los cristales de las gafas.

—Ten cuidado, Eliza.

—Como he dicho, estoy bien.

Alzó la vista y le sostuvo la mirada, esperando que fuese cierto.

—Bueno, Anish no sirve para gobernar. Constantemente aplastamos la desobediencia civil y conatos de rebeliones que ni siquiera parecen interesarle. La Corona Británica es la que manda en la India, y este tipo a veces lo olvida. Si te soy sincero, nos gustaría deponerlo, y tú podrías ayudarme.

—¿Cómo?

—Todavía no estoy seguro. Es solo una idea. Su padre era un buen hombre, abierto a hacer los cambios que le sugerimos, pero este solo quiere ponerse sus mejores galas y jugar al polo, aunque se está poniendo demasiado gordo hasta para eso. Si no conseguimos que los estados principescos sigan estando de nuestro lado, se lo pondremos fácil a los rebeldes.

—¿Los rebeldes?

—Los que están a favor de una India independiente. No podemos permitir que se produzcan más motines. Tal y como están las cosas, la desobediencia civil va en aumento.

Se hizo un breve silencio.

—Clifford, ¿eres religioso? ¿Crees en el destino?

—¿En el destino como un rumbo predeterminado que toman los acontecimientos y que escapa a nuestro control?

—Supongo.

Negó con la cabeza.

—Eso es fatalismo. Si no se puede cambiar el destino, ¿por qué intentarlo?

—Exactamente.

—En cualquier caso, no soy un hombre religioso.

—Creo que los hindúes no ven el destino como nosotros —dijo Eliza.

—No. Tendrías que preguntarles a ellos, pero creo que está relacionado con su idea del karma. El destino como lo definimos nosotros significa simplemente algo que estaba predestinado a suceder. Pero ellos creen que se ve afectado por nuestros actos pasados y presentes. A veces me pregunto si los malentendidos que se producen entre nuestras culturas se reducen a una simple interpretación del lenguaje.

CUANDO VOLVIÓ AL castillo, Eliza fue derecha a sus habitaciones, donde le horrorizó descubrir que el candado del cuarto oscuro no estaba bien cerrado. Habría jurado que lo había cerrado con llave después de recoger las hojas de contacto y las placas para llevárselas a Clifford, pero puede que, con las prisas, no lo cerrase del todo. Agitó la campanilla para que le trajeran un té masala chai y se sentó al escritorio, dispuesta a leer la carta de su madre.

Cuando terminó, la dejó caer al suelo y escondió la cara entre las manos. No podía ser verdad. Su madre mentía. Tenía que estar mintiendo. Le vino a la mente un recuerdo que llevaba mucho tiempo reprimiendo. Tendría unos ocho años y hacía un precioso día de sol. Eliza estaba encantada de poder acompañar a su aya, que tenía que comprar unas piezas de encaje en Chandni Chowk. Mientras el aya pagaba, Eliza miró por el escaparate de la tienda y vio a su padre en la calle, con un enorme ramo de flores en la mano. Cuando llegó a casa, le preguntó muy ilusionada a su madre dónde estaban las flores que papá había traído a casa. Pero no había flores. De hecho, su madre le dijo que hacía dos días que no lo veía. A pesar de que Eliza era muy pequeña, la respuesta de su madre le había causado escalofríos.

Cogió la carta y la releyó, con la sensación de que cada palabra le rompía más el corazón.

Mi querida Eliza:
Esta es una carta que hace muchos años he querido escribirte. Quise decírtelo cuando te casaste con Oliver, pero no me salían las palabras y nunca fui capaz de hablarte cara a cara del comportamiento despreciable de tu padre. Sé que lo idolatrabas, pero te juro que todo lo que voy a contarte es la pura verdad. Ahora que empieza a flaquearme la salud, debo hablar mientras pueda. No te preocupes, no te estoy pidiendo que vuelvas a casa; al menos, todavía no.
Todo empezó cuando estaba embarazada de ti, unos meses antes de que nacieras. No sospechaba nada hasta que una de mis amigas me dijo que había visto a David besando a una bailarina en uno de los jardines de Delhi. Lo quería y me negué a creerlo, así que lo relegué al fondo de mi mente. Después de lo que dijo, dejé de considerarla mi amiga. Confiaba en David. Éramos felices y supuse que estaba celosa. Yo tenía un marido guapo y joven, mientras que ella era una solterona que dependía de la generosidad de su hermano.
Pero el daño ya estaba hecho y, poco a poco, empecé a fijarme en pequeños detalles. En que tu padre llegaba a casa con un sutil olor a jazmín y el cuello de la camisa ligeramente torcido. A veces volvía tarde a casa sin darme explicaciones, y poco a poco empezó a pasar días fuera. Cuando me enteré de que tenía cuantiosas deudas de juego, la verdad es que me sentí aliviada. Imagínate. «Por lo menos, no tiene una amante», fue lo que pensé, lo que me repetí a mí misma una y otra vez. Pero me temo que me equivocaba. Pronto entendería la verdadera magnitud de su traición, no solo a mí, sino también a ti.
Todo salió a la luz antes de su muerte. No solo nos había arruinado económicamente con su adicción al juego, sino que además había derrochado casi todo lo que teníamos y contraído otras deudas porque llevaba años manteniendo a una bailarina en un pisito cerca de Chandni Chowk. Deudas que, tras su muerte, sus acreedores exigieron que saldase yo. Hay más, mucho más, pero no consigo obligarme a hablar de ello.
Nunca he querido destrozar la visión tan idolatrada que tenías de tu padre, pero no me siento con fuerzas para seguir guardando estos secretos. Lo siento.
Espero que al recibo de esta carta te encuentres bien. Dale recuerdos a Clifford. Si muestra interés por ti, espero que accedas. Como ahora sabes, ningún hombre es perfecto, ni siquiera tu querido padre.
De tu madre, que te quiere.

Aunque el suelo empezó a temblarle bajo los pies, Eliza se levantó y caminó de un lado a otro de la habitación, dolida por la amargura que rezumaban estas páginas. ¿Qué interés podía tener su madre en contarle estas terribles mentiras? Anna había asestado un golpe certero al corazón mismo de la mujer que Eliza creía ser y de quien creía que era su padre. Pensó en sus abrazos de oso y en su cariñosa sonrisa y entonces recordó sus ausencias. ¡Oh, Dios! ¿Y si todo fuese verdad? No. Era otro intento de su madre de minar su amor por su padre. Podía oír el tono de voz de su madre mientras escribía la carta. Fuese cierto o no, Eliza estaba destrozada: el mero hecho de que Anna hubiese escrito todas estas cosas la repugnaba, y había dicho que había MÁS. ¿Qué MÁS podía haber? ¿Y sería verdad que la salud de su madre estaba empeorando gravemente, o solo sería un burdo intento de chantaje emocional?

Fue a buscar a Jayant, pero le dijeron que se había marchado y que estaría fuera una temporada para reunirse con los ingenieros británicos. Le sorprendió que ni siquiera hubiese esperado a saber cómo le había ido con Clifford.

Cuando iba de vuelta a sus habitaciones, oyó pasos a sus espaldas. Sintió que se le erizaban los vellos de la nuca y se giró. No había nadie. Solo los crujidos y chirridos del viejo castillo. Pero la recorrió un escalofrío al pensar que alguien podría estar observándola y escuchándola en silencio. Se dijo que solo eran imaginaciones suyas, pero algo rondaba por los pasillos del palacio, de eso estaba segura. ¿Tal vez una criada discreta? ¿O un sigiloso guardia? O eso, o el castillo estaba lleno de fantasmas, lo cual no la sorprendería. No pudo identificar esta presencia y la sensación de que una sombra la acompañaba allá donde iba en la penumbra de los pasillos se convirtió en un miedo persistente, aunque casi inconsciente.

Se apresuró a buscar alivio en un patio iluminado por el sol, donde Indi estaba empezando un nuevo dibujo frente a un pequeño caballete. Un aroma a rosas y a jazmín impregnaba el aire y, deseando sentirse parte de la vida cotidiana del castillo, Eliza la observó unos momentos. Entonces, completamente desanimada y muy necesitada de una amiga, decidió intentar congraciarse una vez más con la chica.

—¿Es el boceto para un cuadro nuevo? —preguntó con voz amable, dando unos pasos hacia delante.

Indi se dio la vuelta, pero no sonrió.

—Solo es un boceto.

—Es bueno.

Indi no respondió, y Eliza tuvo la impresión de que estaba malgastando saliva.

—Me preguntaba si te gustaría aprender fotografía. Me encantaría enseñarte mis trucos para captar un momento especial.

Indi la miró fijamente.

Nahin dhanyavaad.

Y, dicho esto, se giró ostentosamente e ignoró a Eliza. Había sido un «no, gracias» de lo más enérgico.