18
MARZO
POR FIN LLEGÓ el segundo día del festival de Holi. Ilusionada, pero también nerviosa por ir a la ciudad con Jay aquella noche, Eliza recordó su primer viaje con él. Parte de ella anhelaba estar en los tupidos bosques de la cordillera de Aravalli, viendo a las grullas damisela volar bajo sobre el desierto y a los grandes pelícanos blancos despegar sobre la superficie del agua. La petición de Clifford la había puesto nerviosa, y Jay seguía siendo la única persona en la que, aunque no sin ciertas dudas, creía que podía confiar.
Aquella noche, mientras participaba en las celebraciones que tenían lugar en uno de los patios, estuvo atenta a su llegada y pronto lo vio entrar con un niño pequeño. Supuso que debía de ser su hermano pequeño, del que había oído hablar pero al que nunca había visto. Después de más o menos una hora, Jay se le acercó, envuelto en una manta de lana a rayas. Le susurró algo al oído y salieron discretamente del patio para dirigirse a otro pasadizo que no conocía. Inmensamente aliviada de poder dejar atrás la atmósfera asfixiante del castillo, Eliza respiró con más tranquilidad.
—¿Ese niño era tu hermano? —preguntó.
—Sí. Va al internado en Inglaterra, pero ha vuelto para hacernos una breve visita. Es importante para nosotros que no se vuelva demasiado inglés, pero el viaje de ida y vuelta a Inglaterra es muy largo, así que no regresa tan a menudo como nos gustaría. —Hizo una pausa—. Ten en cuenta que nadie, exceptuando la familia, sabe de esta salida. Dame la mano. Me temo que tendrás que agarrarte fuerte. Está muy oscuro.
Eliza rio.
—Es todo un honor.
Caminaron lentamente y, por alguna razón, estar a oscuras con él le aflojó la lengua.
—Una vez me preguntaste si creía en el destino. ¿Por qué?
—Es una larga historia. Te la contaré algún día.
—Cuéntamela ahora. Por favor.
En sus puntos más estrechos, donde el túnel solo permitía que pasasen de uno en uno, Eliza percibió el olor a tierra mojada y a follaje y oyó el débil goteo del agua.
—Hay un arroyo subterráneo —explicó Jay, que volviéndose hacia ella, la cogió también de la otra mano. Sus dedos se cerraron con fuerza en torno a los suyos y, como si se hubieran puesto de acuerdo, dejaron de andar.
—Me hablaste de tu padre y de la bomba que tiraron aquel día en Delhi.
—Sí —dijo Eliza, oyendo el zumbido de los insectos voladores y preguntándose qué estaría a punto de decir.
—¿Recuerdas haber visto a un chico indio aquel día?
Eliza reflexionó.
—Creo que sí. ¿Quieres decir abajo, en la calle?
—Te ayudó a levantarte cuando estabas arrodillada junto a tu padre.
—Sí.
—Lo que ocurrió fue terrible, pero nunca olvidé a aquella chica inglesa. Nunca te olvidé. Era yo. El muchacho indio era yo.
Parecía increíble que pudiera ser cierto, y Eliza se alegró de que Jay no viese las lágrimas que le inundaron los ojos. Le apretó con fuerza las manos y, a pesar de la completa oscuridad, algo inexplicable pasó como una chispa entre ellos. Se quedaron así unos minutos y la invadió una extraordinaria sensación de paz. Que Jay hubiese estado allí, que hubiese compartido el momento justo en que perdió a su padre, liberó algo en su interior. No habría podido explicarlo, pero saber que, después de todo, no había estado sola durante aquellos momentos terribles, sino que él también estaba allí, le dio la fuerza que necesitaba para dejar de vivir a la sombra de la muerte de su padre. Contuvo la respiración y dejó que esta nueva sensación se apoderase de ella, sin querer moverse, ni ahora ni nunca. Pero en el túnel hacía frío, y cuando se estremeció, siguieron adelante.
—Yo iba en el desfile —explicó Jay— con mi madre, en un howdah a lomos de uno de los elefantes. Me bajé cuando se produjo la explosión.
—¿Te diste cuenta de que era yo desde el principio? Cuando llegué, quiero decir.
—En un primer momento, no; pero me dijiste que habías vivido en Delhi y recordé que el hombre al que asesinaron se llamaba Fraser. Hice algunas averiguaciones y me pregunté si podrías ser tú.
—¿Por qué no me lo dijiste cuando te conté lo de la bomba?
—Porque no te conocía lo suficiente. Me preocupaba cómo podría afectarte.
—Me alegro de que me lo hayas dicho ahora. Significa mucho para mí y te lo agradezco de corazón.
La salida del castillo estaba oculta tras una pesada puerta de madera que chirrió cuando Jay la empujó.
—Cuidado con los espinos —le advirtió al salir.
Después, mientras se dirigían a la ciudad vieja, le dio la manta y le pidió que se cubriera la cabeza y la mayor parte del rostro, aunque ya estaba tan cubierta del polvo de colores del festival que nadie se daría cuenta de que no era uno de ellos. Las celebraciones del castillo no la habían preparado en absoluto para lo que estaba a punto de ver aquí, en la ciudad.
Era la noche antes de la luna llena: por todas partes ardían hogueras donde se quemaban todas las hojas y ramas secas del invierno, y una nutrida multitud llenaba las calles y plazas. Pero lo que empezó a latirle en las venas fue el tamborileo hipnótico, el ritmo que se entrelazaba con la gente, que bailaba sin dejar de arrojar polvo de colores. Nubes de todas las tonalidades iluminaban el aire (rojo, azul, verde y amarillo), se arremolinaban, volaban en grandes bocanadas y flotaban sobre sus cabezas. Era como si el cielo hubiese decidido abrir su caja de pinturas y vaciar los colores sobre el mundo, a sus pies. El ruido ensordecedor no les permitía hablar, pero Jay la tomó con fuerza de la mano y Eliza supo que no debía soltarlo. Se tocó la cara y al mirarse los dedos vio que los tenía teñidos de azul. Tenía polvo en el pelo, las pestañas y la boca y se sintió aliviada cuando la gente que seguía las celebraciones desde los balcones más altos de las casas que flanqueaban la calle empezó a rociarlos con agua con largas mangueras. Pero al mezclarse con el agua, el polvo de colores se cuajó y se hizo imposible quitárselo. De no haber estado con Jay, la bulliciosa noche exótica habría sido demasiado para ella. Pero estando con él, solo tuvo un par de momentos de ansiedad, cuando el caos y el ruido amenazaron con abrumar su sensibilidad inglesa. La ciudad entera parecía fuera de control; sin embargo, era la celebración más perfecta de la vida que había experimentado nunca y, después de un rato, se dejó llevar por ella. Jay estaba en su elemento: reía a carcajadas mientras esquivaba el agua y el polvo y Eliza, indefensa e impotente, echó la cabeza hacia atrás y rio con él.
Poco después Jay la agarró y la condujo hasta un callejón apartado. Le sorprendió ver que la gente corría en todas direcciones cuando unos guerreros rajput llegaron cabalgando a toda velocidad, atravesando con sus caballos las nubes rojas y amarillas y arrojando todavía más polvo a la multitud al pasar. Eliza era profundamente consciente de la proximidad de Jay, y cuando pasaron los jinetes y él no se separó, se dio cuenta de que el corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Cuando la rodeó con ambos brazos, no pensó, sino que simplemente se hundió en su abrazo. Jay la apretó contra su pecho y el calor de su cuerpo le pareció tan alarmante y excitante que deseó que no la soltase nunca. Cuando Jay retrocedió un paso, Eliza levantó la barbilla y lo miró fijamente a los ojos color ámbar.
—Eliza. He estado esperando que te dieras cuenta de lo que siento por ti.
Apenas podía respirar. El corazón desbocado le latía con fuerza en la garganta en lugar de en el pecho. Y entonces, cuando la besó con dulzura, no supo qué pensar. Jay no se detuvo, sino que el beso se fue haciendo cada vez más ardiente, hasta notar que le sujetaba la nuca con la mano izquierda. Mareada por la celebración del Holi, le pareció que el mundo entero se inclinaba. Un empujoncito y caería por el borde. Cuando todo terminó, se esforzó por encontrar algo que decir, pero se dio por vencida. No importaba. Ahora las palabras no importaban. Lo único que importaba esta noche eran las sensaciones. A la luz de una lámpara de aceite, contempló la curva de sus labios y su piel bruñida y extendió la mano para tocarle la mejilla. Tenía la piel más suave de lo que había imaginado, con un sutil aroma de sándalo y cedro, pero lo que la desconcertó fue la palidez de su mano sobre la piel oscura de él.
La multitud prorrumpió en ovaciones y Eliza se dio cuenta de que algo a su alrededor estaba cambiando. Jay sonrió y apartó la mano de Eliza de su cara.
—Tienes que ver esto.
De espaldas al edificio que formaba un lado de la calle, observaron cómo varios elefantes pintados de colores vivos, con telas bordadas en la cabeza, avanzaban pesadamente por el centro de la calzada, haciendo tintinear los cascabeles que les ceñían las patas al levantar un enorme pie tras otro. Los mahouts llevaban llamativos parasoles e iban sentados sobre alfombras bordadas con hilos de oro.
—Bueno —dijo Jay, una vez pasaron—, no creo que se pueda vivir sin remordimientos de ninguna clase, pero ¿estás lista para decirle adiós al pasado?
TUMBADA EN LA cama viendo llegar el amanecer, Eliza repasó cada detalle de la noche anterior. Se concentró en los bonitos ojos color ámbar de Jay y recordó cómo la había embriagado el hechizo del Holi. Nunca había sentido algo así estando con Oliver. De hecho, ahora que lo pensaba, apenas recordaba cómo era su vida con Oliver. En vez de pensar en el pasado, se imaginó los brazos de Jay rodeándola, y cuando la sensación la atravesó como un rayo, fue como si todo su cuerpo despertara. Se puso boca abajo, deseando sentir sus manos sobre su piel, y se apretó contra el colchón. Sentía una excitación casi insoportable. Entonces pensó en lo que le había preguntado. ¿Estaba dispuesta a dejar atrás el pasado? Una parte de ella lo deseaba de verdad, pero entonces recordó lo que había dicho Jay del día en que había muerto su padre. ¿Creía en el destino en el sentido de una fórmula preestablecida para la vida? No. Pero tenía que admitir que era extraordinario que Jay hubiese estado allí hacía tantos años, durante los momentos más duros de toda su vida, y ahora que volvía a estar con ella, se esforzó por no pensar en el futuro. Pero su mente seguía estando rebosante de imágenes y no dejaba de saltar de una escena a otra. No pudo evitar verse a sí misma en un futuro idealizado. Con él. Por supuesto, era imposible. Lo sabía perfectamente, pero no pudo evitar dejarse llevar por un ensueño lleno de esperanza.
Intentó convencerse de que no sentía nada por él, intentó culpar a la noche y al hechizo del Holi. Pero Jay le había llegado al alma, y por mucho que lo intentase, jamás conseguiría quitar importancia a la conexión que había experimentado estando con él. Había sido como volver a casa, solo que su casa no era un lugar, sino una persona…
AL DÍA SIGUIENTE llegó una criada con un sobre. Se apresuró a abrirlo y vio que era una nota de Jay. Le decía que había disfrutado mucho de su compañía y que esperaba verla muy pronto. También le decía que nunca había estado tan bella como aquella noche, cubierta de polvo de colores. Cuando Laxmi quiso hablar con ella más tarde, Eliza se preocupó de que lo ocurrido la noche anterior se hubiese filtrado de alguna manera. Puede que Chatur los hubiese espiado, o que hubiese enviado a alguien a vigilarlos: a alguien que los habría estado observando y lo habría visto todo. Alguien que los habría observado salir del castillo y los habría seguido. Eliza odiaba la idea de que el diván vigilase cada uno de sus movimientos y la sensación de impotencia al pensar que no tenía dónde esconderse. A Laxmi no le gustaría que se hubiese escapado a la ciudad con Jay y, sin duda, no le haría gracia lo del beso. Eliza sabía que Laxmi llevaba años intentando concertar un matrimonio para Jay y esperaba forjar una fuerte alianza con otra familia real; no un clan rajput, ya que, por lo visto, no estaba permitido, sino una familia de otra región del imperio indio.
Eliza se preparó para lo peor mientras caminaba lentamente hacia las habitaciones de Laxmi. Para llegar a los apartamentos de la maharaní tuvo que atravesar cuatro pasillos distintos, que solían estar patrullados por eunucos. Eliza sabía que tradicionalmente los eunucos custodiaban la castidad de las mujeres y ayudaban a mantener una barrera en torno a la maharaní. Pero los aposentos interiores siempre estaban vigilados por dos mujeres. Eliza las saludó con un gesto de la cabeza y llamó discretamente a la puerta. La abrió la propia Laxmi y Eliza se sintió aliviada al ver que le sonreía afectuosamente. Puede que, después de todo, no lo supiese.
—¿Te apetece un tentempié? —preguntó Laxmi. Digna y orgullosa, pero también amable y generosa, la trató con la cordialidad de siempre. Las patas de gallo que rodeaban sus ojos afables y amistosos en un rostro de piel por lo demás lisa eran el único signo de envejecimiento perceptible.
Eliza le pidió agua.
Aquel día Laxmi iba vestida como una reina de la cabeza a los pies, con distintas tonalidades azules y verdes con ribetes de plata. Siempre que Eliza estaba con ella, procuraba inconscientemente sentarse más recta. O tal vez fuese por el esplendor de las paredes adornadas con teselas de vidrio de colores y de los ángeles alados pintados en el techo.
—Me he enterado de que fuiste a la ciudad vieja para celebrar el Holi.
Eliza se terminó el agua de un trago y dejó el vaso sobre la mesa, derramándolo sobre un exquisito taraceado de nácar.
—Vaya, lo siento mucho, yo…
Laxmi rechazó sus disculpas con un gesto de la mano e hizo sonar una campanita de plata.
—Sahili, la doncella, se encargará. Es muy hábil. ¿Sabes que vino conmigo a palacio cuando era niña?
—¿De verdad?
—Era parte de mi dote. Y ahora mira, querida, no me opongo a que pases tiempo con mi hijo. Espero que lo entiendas. De hecho, fui yo la que sugirió que te llevase a la feria de camellos y a la aldea.
Era verdad. No cabía duda de que Laxmi los había reunido, aunque, por supuesto, no era consciente de lo que podría suceder. ¿Estaría a punto de separarlos?
—Pasó muchos años en el internado, en Inglaterra. Parecía aburrido y supuse que le gustaría estar en compañía de una inglesa.
Aunque hablaba en un tono tranquilizador, Eliza contuvo el aliento.
—Pero nunca podrá ofrecerte nada más que una amistad. ¿Lo entiendes, Eliza?
Eliza tragó saliva al intuir la certeza que se escondía tras las preguntas aparentemente inofensivas de Laxmi.
—Sí, por supuesto.
—El problema no es solo que seas inglesa. Antiguamente se celebraban muchos matrimonios entre la realeza india y la aristocracia europea; a veces, con personas que ni siquiera eran aristócratas. A las mujeres se las reconocía como esposas legítimas, y a sus hijos, como herederos legítimos. Pero entonces lord Curzon aprobó una ley para prohibir que el hijo de un gobernante hindú y su esposa europea pudiese acceder al trono.
—No lo sabía.
—Aunque Jay no ocupe el trono, lo hará si a Anish le pasa algo. Anish no tiene hijos. Y un reino sin heredero pronto caería en manos de los británicos. Y además, hay un problema más grave. Aparte de que seas inglesa y de que ningún hijo tuyo pudiera ocupar el trono.
Eliza frunció el ceño.
—No sé a qué te refieres.
—Jayant no puede casarse con una viuda. Exceptuando a la esposa de su predecesor.
Así que era eso. Por un momento, no supo qué decir, pero se esforzó por hablar.
—No estoy buscando marido, Laxmi. Te lo prometo.
Intentó relegar a Jay al fondo de su mente.
—Entonces, no hay de qué preocuparse. Simplemente, no quiero darte falsas esperanzas ni ver que terminas haciéndote daño. Podrías acabar siendo poco más que una concubina, una segunda o tercera esposa tal vez, oculta a los ojos del mundo. Espero que lo entiendas. Aquí el matrimonio no es una cuestión romántica. Es complicado elaborar una estrategia que mejore la fortuna y el estatus de ambas familias.
Se hizo un breve silencio.
—No me sorprendería que quisieras irte después de los problemas que has tenido con Chatur. Sí, me he enterado… Así que tal vez sea mejor que te marches antes de las lluvias en vez de quedarte un año entero —añadió Laxmi.
Este último comentario la golpeó con fuerza, y se quedó aturdida al darse cuenta de lo que insinuaba Laxmi. Contempló su rostro inteligente y se preguntó qué tramaba la maharaní. Siempre había pensado que estaría aquí cuando comenzasen las lluvias y que podría ver el monzón. No solo quería fotografiar la etapa inicial del proyecto de Jay cuando estuviese terminada, sino que también quería captar la esencia de las propias lluvias. Todos hablaban de ellas en un tono tan reverencial que quería verlas con sus propios ojos. Jay le había dicho que tenía que ver cómo las nubes se cernían sobre Udaipur, la ciudad de los lagos.
Eliza asintió, sin decir nada. Antes de las lluvias era demasiado pronto, y marcharse no formaba parte de su plan. Clifford había organizado una estancia de un año.
—Admito que me gusta Jay —dijo, pasados unos minutos—, pero quiero estar aquí para las lluvias y también, para el comienzo del otoño. No tienes nada que temer de mis expectativas.
—Sea como sea, deja que te lo explique mejor para que lo entiendas. Lo hago por tu bien, querida. Está escrito que una maharaní disfruta de un estatus más elevado que una rani o segunda esposa. Una maharaní tiene unos aposentos preciosos, come en platos de oro, lleva ropas exquisitas y la colman de regalos y joyas. Una rani, ya sea la segunda, tercera, o cuarta esposa, sin importar el número, solo tiene una habitación propia, quizá con una pequeña corte propia, o quizá no. Y es poco probable que una concubina tenga una habitación propia. Así que ya ves: el estatus lo es todo.
—Como he dicho, no tengo ninguna expectativa con respecto a su hijo —insistió Eliza, un tanto precipitadamente.
Laxmi asintió con aprobación.
—Nuestra gente nunca llega aceptar del todo a las mujeres de culturas europeas. Nuestras relaciones con nuestros súbditos son muy concretas y especiales. La gente normal jamás aceptaría a una viuda, ¿sabes?
Se hizo un breve silencio. Eliza no sabía qué más podía decir para convencer a Laxmi de que Jay estaba a salvo de sus avances.
—En cualquier caso, me complace decirte que, tras consultar a varios horólogos y sacerdotes, creo haber encontrado un matrimonio propicio para mi hijo. Una muchacha maravillosa, de una familia real y con una importante dote. Espero que se casen pronto.
Laxmi había hablado con animación y ahora sonreía con ganas, mientras Eliza hacía lo posible por disimular su sorpresa. ¿Lo sabría Jay? ¿Habría aceptado? Era como si el destino colgase sobre su cabeza, dispuesto a imponer su castigo por el beso de la noche anterior, y sintió ganas de salir con el rabo entre las piernas e ir a lamerse las heridas.
—Creo que ahora nos entendemos. En todos los palacios y castillos, se da la práctica del espionaje. Nada pasa desapercibido, querida. Nada. Te habría dicho algo antes, pero no quise interferir mientras no hubiese nada de lo que preocuparse.
—¿Y crees que ahora lo hay, aunque Jay está prácticamente comprometido?
—Entiendo a mi propio hijo.
Laxmi hizo una pausa. Parecía que aún le quedaba una última preocupación.
Mientras tanto, Eliza deseó estar en cualquier otro lugar. No importaba dónde, siempre y cuando pudiera encontrar consuelo y acallar sus caóticos pensamientos.
—Para una mujer, es difícil. Ya lo sabes: en el pasado, si se descubría que una rani o concubina tenía una aventura con otro hombre, se le imponía la pena de muerte. Antes se gobernaba mediante el miedo. Ninguna mujer de palacio se habría atrevido a mostrarle el rostro a un hombre que no fuese su marido.
—¿Y estás de acuerdo con todo eso?
—Yo no diría tanto. Pero sí creo que el deber de una esposa es mantener unidos el matrimonio y la familia.
—¿Aunque el marido vaya por mal camino?
—¿El marido? —Se echó a reír—. Los maridos tenían cantidad de esposas y concubinas. Mi padre tenía trescientas. El «mal camino», como dices tú, formaba parte del sistema.
—¿Y no crees que la desigualdad es injusta?
—Solo creo que, si una mujer no mantiene unidos el matrimonio y la familia, ¿quién va a hacerlo? No somos hombres. Para nosotras, es distinto.
—Hace poco me enteré de que mi padre tenía una amante. Destrozó a mi madre.
Era la primera vez que Eliza hablaba del tema. De hecho, era la primera vez que se permitía plantearse que la acusación de su madre podía ser cierta, pero había algo en Laxmi que la animó a confesar.
—Los hombres son como son, querida, así que es preferible dar cabida a sus debilidades en el sistema, ¿no crees? Así no puede haber sorpresas desagradables.
—No tienes un concepto muy alto de los hombres.
—Todo lo contrario.
—¿Y qué pasa con los celos? Son parte de la naturaleza humana.
—Muchas de las rani y las concubinas eran, y son, buenas amigas; pero, por supuesto, había celos, y sigue habiéndolos.
—¿Y qué pasa entonces?
—¿La mayoría de las veces? Alguien muere envenenado.