3
AL DÍA SIGUIENTE, Eliza y Jayant Singh dejaron atrás las salas de mármol del palacio y salieron a los patios enlosados de piedra arenisca rosa tallada, que resplandecían a la luz tenue de la madrugada. Atravesaron varios quioscos conectados entre sí hasta un patio donde una brisa más fresca soplaba a través de los jardines perfumados. Aunque Eliza seguía pensando en el partido de polo, la grandeza que la rodeaba la animó a enderezarse, alargar el cuello y caminar con orgullo. Se echó el chal sobre la cabeza y la brisa hinchó la finísima tela. Con este simple gesto de feminidad, se sintió como si se hubiese metido por un momento en la lustrosa piel de una reina india.
—Casi parece que los patios estén hechos de sándalo, más que de arenisca —dijo, cuando llegaron a un jardín simétrico rodeado por una tapia sobre la que se pavoneaban los culpables del estrépito de la noche anterior. ¡Pavos reales! Cuando uno de ellos despegó de la pared y se dejó caer al suelo dando aleteos, Eliza se echó a reír. ¿Quién habría pensado que la belleza podía ser tan desgarbada?
—Se plantaron en el siglo XVIII —dijo el príncipe, señalando los rosales, los cipreses, las palmeras y los naranjos.
Salieron del castillo por una rampa que pasaba bajo siete puertas rematadas por arcos. Al atravesar una de ellas, Eliza se fijó en que en una de las paredes laterales estaban esculpidas cinco hileras de manos.
—Talladas a partir de las huellas de las manos de las satís —continuó el príncipe, con aire de indiferencia—. De camino a la pira funeraria, las mujeres metían las manos en polvo rojo y apoyaban las palmas contra las paredes para expresar su devoción. Más adelante, se tallaron en piedra las huellas.
Eliza ahogó un grito.
—Es horrible.
—Nosotros llamamos satí a la mujer que muere y ustedes, los británicos, se refieren a la práctica en sí como suttee. La costumbre se abolió en la India británica en 1829 y aquí, en los estados principescos, algo más tarde, con la prohibición promulgada para toda la India por la reina Victoria en 1861. Pero aun así…
Eliza sabía que era costumbre que las viudas de los príncipes rajput, y también las mujeres normales, se inmolasen ritualmente, pero no pudo evitar sentir verdadera repugnancia al pensarlo. ¿Cómo podían considerar la quema de las viudas una manera honrosa de morir? Era imposible comprender cómo debían de sentirse aquellas mujeres.
Contempló las calles arenosas de la ciudad medieval, abarrotadas de artesanos de todo tipo, y pensó en la primera vez que había visto las inmensas murallas, con todas sus torres y baluartes. Volvió la vista atrás, hacia el fuerte, que se levantaba inexpugnable sobre un promontorio rocoso y que claramente había sido construido con piedras talladas de la propia roca sobre la que se asentaba. Quién sabía cuántas de las mujeres que habían vivido dentro de esas murallas habrían muerto en la pira funeraria.
Subieron al coche y, pasado un rato, una vez dejaron atrás la ciudad, Eliza observó el desierto, donde el viento levantaba la arena abrasadora, que espesaba el aire. A lo largo de kilómetros y kilómetros de yermas llanuras, el camino serpenteaba por un paisaje blanqueado por el sol donde solo crecía algún que otro espino y acacia rala, salpicado aquí y allá por zonas de abundante vegetación. Era un lugar solitario y despoblado y Jayant Singh guardaba silencio, evidentemente concentrado en no salirse de los senderos, apenas perceptibles. Eliza entendía que prefiriese no hablar, pero era imposible ignorar por completo a un hombre que ocupaba tanto espacio, tanto mental como físico. Intuía que el príncipe tenía un lado salvaje. Aunque se sentía incómoda, tensa y torpe, intentó entablar conversación; pero cuando solo recibió un par de respuestas taciturnas, se dio por vencida y volvió a entregarse a la ensoñación, dejándose llevar por sus sentidos. Entonces, justo cuando empezaba a soñar despierta con palacios, jardines y monos que se balanceaban en enormes columpios, y en el momento exacto en que estaba a punto de aparecer la cara de su padre, Jayant empezó a hablar.
—Alguien manipuló mi silla de montar —dijo, y, al oír su voz cálida y un tanto áspera, Eliza volvió bruscamente en sí—. La vi en el partido de polo ayer y estoy seguro de que se pregunta qué pasó.
—Fue horrible. ¿Cómo lo sabe? Que la manipularon, quiero decir.
—Habían cortado uno de los latiguillos. Los revisé el día antes del partido, pero ayer llegué algo tarde y no tuve tiempo de volver a comprobarlos. El latiguillo es la parte más vulnerable de la cincha. Debería haberlo revisado antes del partido.
—¿Y eso hizo que el caballo corcovease?
—No, eso se debió a las espinas de acacia que algún idiota colocó bajo la silla.
—¡Dios mío! Está hablando de auténtico sabotaje. —Pensó en los dos indios que le habían parecido tan sospechosos—. Podría haber muerto.
Jayant sonrió.
—Más bien podría haberme roto algo, pero, como ve, estoy perfectamente. Aunque mi caballo podría haber muerto. Eso no lo perdonaría, y en cuanto a esa pobre mujer...
—¿Cómo está?
—Creo que sufrió una conmoción. Tuvimos suerte de que no fuese más grave.
—Solo de pensarlo me pongo furiosa. Es horrible que el culpable lo hiciese a propósito.
La voz de Jayant se volvió más grave.
—Una niñería, es lo que es. Mi caballo es toda una belleza, el mejor en resistencia, agilidad y velocidad. Es lo único que me importa, y Dios sabe qué más pudo haberle ocurrido al público. Le da mala fama al polo.
—¿Qué puede hacer al respecto?
—Me he quejado a Clifford Salter y al consejo de polo, pero no podemos demostrar quién está detrás del sabotaje. Tengo mis sospechas, pero era un equipo visitante de lo más variopinto, y ahora los hombres se han marchado.
Eliza decidió no decirle que había visto reírse a los dos indios. Aunque el príncipe se había puesto furioso en el momento del incidente, ahora parecía tomárselo con relativa filosofía.
—Bueno, ¿qué interés tiene en nosotros, señorita Fraser?
—Ya lo sabe. Tengo un trabajo que hacer.
—Es extraño que el señor Salter eligiese a una fotógrafa desconocida.
Eliza se puso a la defensiva.
—No soy del todo desconocida.
Pasaron unos momentos en silencio, durante los cuales Eliza echó pestes para sus adentros.
—El viaje durará varios días —continuó el príncipe, interrumpiendo desconsideradamente sus pensamientos.
—Pues debió habérmelo dicho. Solo he traído una muda.
—Igual que yo.
—¿No lava la ropa?
Jayant rio en voz alta.
—Si me diesen una libra cada vez que un europeo me pregunta eso... Esta noche acamparemos, y mañana también. Así que no.
—No quería ser grosera. —Estaba segura de que la había entendido perfectamente, pero lo dejó pasar—. Entonces, ¿vamos a acampar? ¿Dónde?
—En el desierto. Pero no se preocupe, no estará sola: una doncella le hará compañía. Nos sigue junto con el resto de los criados.
—¿Qué hay de las tiendas?
—Está todo organizado. Algunos de los hombres se han adelantado para montarlas. Todos los años se celebra la feria Chandrabhaga de Jhalawar durante el mes hindú de Kartik. Jhalawar es un estado prácticamente inexplorado por los británicos, así que mi madre pensó que le gustaría verlo.
—¿Cómo conseguiremos combustible para el coche?
Jayant despegó una mano del volante e indicó el paisaje con un gesto.
—Aquí y allá. Iremos haciendo paradas. Está todo organizado.
—¿Suelen viajar tan lejos para comprar camellos?
—Es usted muy perspicaz. No, solemos ir a Púshkar o a Nagaur.
—¿Entonces?
—Tengo asuntos de los que ocuparme. Durante la feria, los peregrinos se reúnen a orillas del Chandrabhaga, el río sagrado. También verá fuertes, palacios, la fauna local y un apacible lago, a orillas del cual tenemos un palacio de verano que nos dejó un primo. Nos alojaremos allí cuando lleguemos. Y puede que le apetezca visitar la antigua ciudad de las campanas.
—No estoy aquí para hacer turismo, lo que quiero es fotografiar a la gente —le recordó, algo molesta—. Y además, es lo que me ha pedido el virrey. No unas cuantas fotos de aficionado. Vamos a crear un archivo fotográfico en Nueva Delhi. Clifford dice que se trata de comparar la vida en los estados principescos con la vida en la India británica.
—Para detrimento nuestro, sin duda.
Eliza se puso a la defensiva.
—Se equivoca. En cualquier caso, espero poder montar una pequeña exposición propia si encuentro patrocinadores.
—Pues ándese con cuidado. Sin duda Chatur pensará que es una espía. —Se echó a reír—. ¿Lo es?
Eliza sintió un hormigueo de rabia.
—Por supuesto que no. Pero ¿quién es Chatur?
—El diván. El gran jefe.
Eliza no contestó.
—En esta feria, se reúnen comerciantes de las lejanas regiones de Rajpután, Madhya Pradesh y Maharashtra. Podrá fotografiar a toda la gente que quiera.
—¿Y también a Indira?
—Sí, claro.
—¿Quiere hablarme de ella?
—Será mejor que la vea usted misma. Por cierto, retiro lo dicho sobre su pelo. A la luz del sol, es rojizo o tal vez dorado, no color camello.
—Miel —murmuró ella, pero no pudo resistirse a sonreír.
Pasaron junto a algunos poblados apiñados en torno al pozo central y, de vez en cuando, junto a pequeñas aldeas donde los campesinos cultivaban maíz, lentejas y mijo. Cuando empezaron a ver rebaños de cabras, ovejas y hasta camellos que pastaban las nutritivas hierbas, Jayant volvió a hablar. Señalando la tierra al otro lado de la ventanilla, dijo:
—Donde vea esas hierbas, que llaman khimp o akaro, es que hay agua en el subsuelo. A veces los acuíferos son enormes. Pero pueden estar a más de cien metros de profundidad.
—Y perforar el suelo debe de ser caro.
Jayant asintió con la cabeza.
—Algunas mujeres caminan kilómetros todos los días, hasta los grandes depósitos y embalses de agua. Me interesa el tema del agua. Dependemos de los monzones para llenar los embalses, pero este año las lluvias han sido escasas, y el año anterior tampoco es que fueran muy abundantes. La vida puede ser dura. No se puede conquistar el desierto, solo se puede hacer todo lo posible para protegerlo.
—Necesitaré agua para revelar las fotografías.
—Y puede que eso mismo sea su perdición.
Aquella noche, Eliza y el príncipe se sentaron con las piernas cruzadas en torno a una fogata con unos hombres de aspecto solemne que llevaban turbantes estampados de colores vivos. El aire era fresco pero no demasiado, con una ligera brisa que traía el olor a arena y a polvo y que acababa mezclándose con la fragancia de las especias que emanaba de la olla suspendida sobre el fuego. Le sorprendió que la hubiesen aceptado de tan buena gana, pero se dio cuenta de que solo lo hacían porque estaba con Jayant. Cuando el príncipe le ofreció un gran vaso de leche, se fijó en que su piel relucía como el ámbar a la luz vacilante del fuego.
—Leche de camella —explicó—. Muy nutritiva, pero se corta rápidamente, así que bébasela en seguida. No se usa para hacer queso.
Tomó un sorbo de leche y se mostró de acuerdo: estaba buena.
—Pero ni se le ocurra beber asha.
—¿Qué es?
Jayant rio con ganas.
—Una potente bebida fermentada. La dejaría fuera de juego. Hablo por experiencia propia.
Uno de los hombres tocaba una especie de tambor, otro hacía tintinear discretamente unas campanitas de oración y, mientras el humo de la fogata se elevaba en el cielo nocturno, Eliza quedó embriagada por el carácter totalmente atemporal de la escena. La joven criada que estaba sentada a su lado también compartiría su tienda, así que, aunque Eliza se notaba un tanto nerviosa por estar en el desierto con tantos hombres, no llegó a sentirse amenazada.
AL DÍA SIGUIENTE, después de una noche sorprendentemente fresca en la que durmió en uno de los dos charpoys o camas tejidas tradicionales, Eliza despertó al oír voces y, al abrir los ojos, vio un amanecer plateado. Hizo unos estiramientos, decidida a disfrutar del momento, pero el aroma de la comida era demasiado tentador y, con un hambre canina, y viendo que la chica ya estaba levantada, se vistió sin siquiera pensar en lavar la ropa y salió de la tienda. En los pocos minutos que habían pasado, la luz había cambiado. La recibió una mañana de extraordinaria belleza, con el horizonte teñido de un rosa intenso que se iba difuminando hasta convertirse en un pálido tono melocotón, y sin una sola nube en el cielo. La delicada luz del alba proyectaba un suave resplandor sobre la llanura, que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y la invadió una sensación de infinita amplitud. Vio lo que supuso que sería la choza provisional de un cabrero, hecha de postes de madera y cubierta con una simple lona para que diese sombra. La improvisada vivienda estaba rodeada de docenas de cabras que mordisqueaban los arbustos pelados. Aunque la vida de nómada debía de tener sus ventajas, también debía de ser muy solitaria, pensó Eliza.
Se sorprendió gratamente cuando un sonriente príncipe Jayant le dio los buenos días, con los altivos ángulos del rostro más suavizados que los días anteriores. Extendió la mano para indicarle dónde iban a comer. Pero no solo le había cambiado la cara, sino que todo en él parecía distinto, y Eliza se dio cuenta de que este nuevo hombre, mucho más relajado que el que conocía, había nacido para vivir en la naturaleza. Llevaba unos pantalones oscuros al estilo europeo con una camisa holgada de cuello abierto color verde oscuro. Más tarde le preguntaría si le importaba que le hiciese una foto.
Durante un abundante desayuno a base de dal y arroz que uno de los hombres había cocido sobre la fogata, Jayant rio y bromeó con los demás, sin andarse con ceremonias, y quedó claro que los hombres lo apreciaban. Eliza se fijó en las patas de gallo que la risa marcaba en torno a sus ojos y pensó que la barba que empezaba a asomarle en el mentón y la mandíbula le daba un aire más accesible.
—¿Suele acampar a menudo? —preguntó.
—Siempre que puedo. Es mi válvula de escape.
—¿Así que hay algo de lo quiere escapar?
—¿No nos pasa a todos?
Eliza se dio cuenta de que tenía razón y de lo mucho que había cambiado desde el día anterior.
—No se anda con ceremonias. Pensé que daría importancia a esa clase de cosas, pero no es como los demás príncipes, ¿verdad?
Inclinó la cabeza.
—Puede que no, pero uno nunca olvida del todo de dónde viene.
—Por desgracia, tiene razón.
—Le recomiendo que visite Udaipur al comienzo de la temporada de lluvias. Es el mejor sitio para ver acercarse las nubes de tormenta. La llaman la ciudad de los lagos.
—Eso he oído.
—Puede que la acompañe a Udaipur a hacer fotos —dijo—. Es una de las ciudades más bellas de Rajpután.
Cuando llegaron a las estribaciones de la boscosa cordillera de Aravalli, Eliza se puso tensa al ver a los toros azules en libertad.
—No se preocupe, señorita Fraser —rio Jayant—. No se nos acercarán. Están acostumbrados a las caravanas de mercancías y personas, que han pasado por esta región desde tiempos inmemoriales. Nuestras tierras forman parte de las antiguas rutas comerciales que cruzaban el desierto para traer todo tipo de productos desde tierras lejanas. A cambio, les vendíamos sándalo, cobre, camellos y piedras preciosas.
—Ojalá hubiera podido ver todo aquello.
—Eran tiempos peligrosos, en los que los estados estaban constantemente en guerra. Y la vida puede ser dura en el desierto.
Eliza vio una bandada de buitres posada sobre una peña. El príncipe sonrió.
—Ya ve a qué me refiero. En aquel entonces, si uno enfermaba, podía darse por muerto.
—¡Vaya! Después de todo, puede que tenga suerte de estar aquí y ahora.
—Sin duda. Pero mire qué bonito es el paisaje. La cordillera se extiende a lo largo de kilómetros y kilómetros. La vegetación está compuesta básicamente de bosque espinoso tropical, algunas especies mixtas de hoja caduca y teca de clima seco, pero me preocupa que la región pueda deforestarse en un futuro.
—¿Es probable?
—Ya ha empezado.
Siguieron hablando de la vida en Rajpután y se fijó en que el príncipe parecía muy relajado. Estaba claro que amaba la tierra en la que había nacido y, a pesar de haberse educado en Gran Bretaña, era evidente que este era su sitio. La tensión que había sentido al partir el día anterior se había disipado por completo y, al final del segundo día que pasó en compañía de Jayant, Eliza se fue a la cama contenta y satisfecha.
EL ÚLTIMO DÍA de viaje, cuando se acercaban a la feria, pasaron junto a un hombre con un enorme bigote daliniano y aspecto taciturno. Llevaba de la brida un camello que una mujer montaba de costado. La mujer lucía un vaporoso chal que ondeaba al viento, aunque sin dejar de cubrirle la cara y el pelo, y varios brazaletes tintineantes le adornaban los tobillos. Estrechaba contra el costado a un niño pequeño con el pelo moreno de punta. Los vivos colores de su atuendo destacaban en agudo contraste frente al increíble azul del cielo.
—¿Le importa parar un momento? —dijo Eliza—. Tengo que hacer una foto. —Por desgracia, los colores no se apreciarían en las fotografías en blanco y negro.
—Primero, pida permiso al hombre —dijo Jayant, pisando el pedal de freno—. Me han dicho que habla nuestro idioma. Aunque no entiendo por qué.
—De pequeña viví en Delhi.
—No, espere —dijo, mientras Eliza abría la puerta del coche—. Será mejor que se lo pida yo. El dialecto de la región es muy distinto.
El príncipe Jayant se bajó del coche y, tras una breve conversación con el otro hombre, durante la cual ambos sonrieron, le dio unas monedas y volvió al vehículo.
—Todo listo. —No le dio más explicaciones.
Eliza tomó la fotografía con su Rolleiflex y esperó haber captado la mirada atormentada del hombre. Siguieron adelante y pasaron junto a un lago, sobresaltando a unos enormes pájaros blancos con unos picos increíblemente largos. Mientras echaban a volar al unísono sobre la superficie del agua, contempló con admiración su inmensa envergadura y las bonitas plumas negras que adornaban las puntas de sus alas.
—¡Es increíble!
—Son pelícanos —contestó Jayant—. ¿No los había visto nunca?
—¿Dónde? ¿En los montes Cotswolds? —bromeó, y vio que él sonreía.
—El nivel del agua está más bajo de lo que debería —dijo Jayant, observando la superficie del lago.
Cuando se acercaron a la feria, Eliza se quedó boquiabierta al ver centenares de camellos diseminados por la llanura. Había hombres sentados en pequeños grupos junto a humeantes fogatas, y cuando el príncipe detuvo el coche y abrió la puerta, el olor a humo y a estiércol la abrumó. Había pensado que una británica llamaría la atención en aquel lugar, pero la feria estaba abarrotada y nadie se fijó en ella.
—No se acerque a los camellos por los cuartos traseros —advirtió Jayant con una sonrisa, apartándola con delicadeza hacia un lado—. Son criaturas asustadizas. Y gruñonas.
Al otro lado de un estrecho camino, vio algunas vacas, cabras y caballos.
—No sabía que se comerciase con ganado de todo tipo. ¿Cómo se las apañan los compradores para encontrar lo que quieren?
—Cada camello tiene distintas cualidades. Si uno sabe lo que busca, no es difícil.
—¿Y qué busca usted?
—Ah —dijo, torciendo el gesto, e hizo una pausa—. Puede que tarde toda una vida en entenderlo. Y otra vida en explicarlo.
Eliza lo observó. Este hombre de verdad tenía algo de filósofo. Cuando volvió a mirar los animales, vio que los había de todos los tamaños y colores y lo mencionó en voz alta.
—Igual que nosotros, ¿no le parece? Hay de todo: razas resistentes y animales más delicados. Pero busquemos a Indira.
Eliza procuró no alejarse del príncipe. Se preguntó cómo debía dirigirse a él. Hasta ahora se había empeñado en hablarle de usted y en llamarla «señorita Fraser», y tanta formalidad la incomodaba. Por esa misma razón, había evitado referirse a él con un tratamiento concreto, pero ahora se decidió a preguntar.
—Llámeme Jay —respondió—. Es como me llama todo el mundo.
Eliza frunció el ceño.
—Bueno, no todo el mundo; pero usted puede.
—¿No es demasiado informal?
—No esperaba que fuese tan tradicional. Ciertamente, su forma de vestir no lo es. De hecho, casi da la impresión de que se viste con descuido.
La miró fijamente y Eliza se sorprendió al darse cuenta de que la indignaba que, de alguna manera, hubiera intuido lo que sentía.
—Es un comentario un tanto…
—No muy británico, quiere decir; pero es que no soy británico, por mucho que Eton intentase convertirme en uno.
—¿Eso hicieron?
—¿Usted qué cree?
Eliza miró al suelo antes de levantar la cabeza, de pronto consciente de que las sombras del pasado podían acechar hasta en el día más soleado.
—Soy la señora Cavendish, por cierto. Solo que utilizo mi apellido de soltera, Fraser.
Jayant lanzó una mirada a su dedo anular.
Aunque la muerte de Oliver la había conmocionado, no había sido la pérdida del amor verdadero. ¿Cómo iba a serlo, dadas las circunstancias? Pero la muerte de su padre había sido como una puñalada en el corazón; una herida tan profunda que no podía seguir viviendo. No podía comer. No podía dormir. Y durante varios meses, ni siquiera podía hablar. Y saber que había sido culpa suya la había dejado a merced de terribles pesadillas.
—Soy viuda —explicó.
Jayant enarcó las cejas.
—No tenía intención de ocultarlo. Pero no había salido el tema.
—Creo que lo mejor será que quede entre nosotros dos. La gente sigue creyendo que las viudas traen mala suerte, y esta clase de rumores se extiende como la pólvora.
—Preferiría decírselo a Laxmi. Se ha portado muy bien conmigo y no quiero que se entere más adelante y piense que vine hasta aquí con engaños.
Él negó con la cabeza.
—La gente cree que una mujer que sobrevive a su marido no lo cuidó como es debido en vida y que la persigue el mal karma.
—Como si no me sintiese lo bastante mal.
—Se espera de las viudas que hagan penitencia por el pecado cometido, que solo coman arroz blanco y que no vuelvan a casarse nunca, aunque la legislación actual permite casarse en segundas nupcias. Es una mentalidad totalmente anticuada, lo sé, pero podría hacerle la vida difícil. También esperarían que vistiese de blanco y se afeitase la cabeza. —Al terminar la enumeración, le sonrió.
—Creía que esas creencias estaban desapareciendo.
Jayant inclinó la cabeza y se encogió de hombros, como para refutar lo que había dicho Eliza.
—Y aunque los británicos abolieron e ilegalizaron el satí, todavía se da. Es difícil deshacerse de las antiguas costumbres, señorita… quiero decir señora Cavendish.
—Creo que será mejor que simplemente me llames Eliza.
Mientras asentía con la cabeza, una chica joven pasó rozándole el brazo a Eliza y se acercó corriendo a Jay. Cuando lo tuvo delante, hizo una exagerada reverencia y se echó a reír. Era muy menuda y, al principio, Eliza pensó que debía de ser una niña, tal vez una pariente de Jayant; pero entonces le vio la cara: aunque de un cutis más claro que el de Jay, era un rostro de una belleza tan extraordinaria que Eliza no pudo evitar quedarse mirándola. La larga melena, que llevaba recogida en una descuidada trenza, le llegaba hasta la cintura y tenía los ojos de un verde de lo más llamativo, de un tono similar a los ojos verdosos grisáceos de Eliza, pero rodeados de un borde más oscuro. Y sin embargo, mientras que Eliza tenía los ojos dulces y discretos de una inglesa, del color de los estanques de su tierra, la chica tenía dos esmeraldas por iris, dos gemas que relucían y reflejaban la luz mientras la joven reía y hablaba animadamente. Y con alegría, pensó Eliza. Alegría y vitalidad en estado puro. Llevaba un pendiente en la nariz y estaba cubierta de brazaletes y collares. Al cabo de unos instantes, Jay la cogió de la mano y se acercó a Eliza con una amplia sonrisa.
—Indira —dijo—. Esta es Eliza, o la señorita Fraser para ti. Eliza, esta es Indira.
—Namaskār —dijo la chica, juntando las palmas de las manos frente al pecho.
Jay la interrumpió.
—La educaron en el palacio y habla bien inglés, Eliza; no te dejes engañar.
AL CAER LA tarde, Jay los llevó en coche al palacio de verano a orillas del lago. Resultó no ser tan lujoso como esperaba Eliza, pues se encontraba en bastante mal estado, con paredes desconchadas en el interior y muros desmoronados en el exterior. Jay le dijo que tenía un palacio en un estado similar en el principado de Juraipur y que se estaba planteando mandarlo restaurar para cuando tuviese su propia familia.
—Se llama Shubharambh Bagh.
Eliza sabía que bagh significaba «casa con jardín y huerto», en concreto un huerto de árboles frutales, y que shubharambh hacía referencia a un comienzo lleno de buenos auspicios.
—Restaurado, podría ser precioso —continuó—. Aunque nos resultaría útil que lo fotografiase tal y como está.
Ella asintió con la cabeza.
Mientras Jay le mostraba los polvorientos pasillos predominantemente pintados de azul y rematados por arcos, contempló con verdadero asombro las celosías exquisitamente trabajadas y decoradas con un elegante diseño de esbeltos jarrones coronados por abundante follaje.
—A las celosías las llamamos jali —explicó Jay—. Estas eran las dependencias de las mujeres. Las celosías caladas les permitían observar el exterior sin ser vistas.
Lo primero que pensó Eliza fue que, lejos de contentarse con vivir tras una celosía, Indira parecía deseosa de llevar la iniciativa. Se fijó en que de vez en cuando le ponía una mano posesiva en el brazo a Jay. Indira no tenía nada de recatada, decidió. ¿Estaría indicándole que conocía a Jay desde hacía tiempo y tenía ciertos derechos sobre él? Ciertamente, no le avergonzaba tocarlo a menudo, y Eliza se preguntó si serían amantes, o si Indira sería una especie de concubina. ¿O tal vez solo se comportaban como si fuesen hermanos? Entonces recordó que Laxmi había dicho que Indira era miniaturista y una artista de gran talento.
—Rara vez nos alejamos del palacio —dijo Jay—. Así que voy a reunirme con un posible comprador para recaudar fondos mientras estemos en la ciudad. En nombre de mi hermano. No le gusta viajar.
—Por lo visto, tienes palacios por todas partes.
—Son de mi familia. Yo solo tengo uno. Te encantará la galería abovedada, aunque puede que exagere; quizá debería llamarla porche. Todos los suelos son de mármol blanco, aunque por desgracia están muy dañados. —Suspiró—. Habría que restaurar el palacio entero.
—Por lo que dices, debe de ser precioso.
—Necesito luz, aire y espacio para respirar, todo lo que me falta en nuestro castillo familiar, con su laberinto de pasillos y oscuras escaleras. En ese punto, estoy totalmente de acuerdo con los británicos.
En la azotea, alguien había dispuesto unos grandes almohadones rodeados de antorchas encendidas y, en uno de los laterales, un biombo decorado con diáfanas cortinas. Cuando los tres se pusieron cómodos, dos criadas jóvenes les llevaron todo un festín a base de frutas, dal, arroz y carnes. Bajo el cielo estrellado, los perfumes nocturnos que traía la brisa se mezclaban con el olor de la comida y el de sus cálidos cuerpos. Conmovida por una inquietante sensación de magia que no debía tener cabida en el mundo real, Eliza alzó los ojos al cielo. Si es que era posible, la noche brillaba más que el día, y el leve soplo de la brisa hizo revolotear las cortinas frente al biombo. Temiendo que acabaría queriendo quedarse allí para siempre, se obligó a recordarse que no estaba allí para dejarse seducir por el embrujo de la India, sino para retratarlo, y que el romanticismo del desierto podía quedar eclipsado en cualquier momento por una violenta tormenta de arena; que podía convertirse en un erial de muerte en un abrir y cerrar de ojos. Y aunque el pulso de la vida latía con fuerza, cuando se convivía tan de cerca con la muerte, no era de extrañar que uno quisiese creer, como creían los hindúes, que la vida es solo una etapa del viaje que nos lleva a unirnos con el universo. En aquel momento, Indira empezó a cantar una triste y poética canción que conmovió profundamente a Eliza, y no pudo evitar sentir una envidia cada vez mayor por los muchos talentos de la chica.