28

MAYO

CLIFFORD NO ERA un mal tipo, aunque algo carente de sensibilidad: ni siquiera había notado la desesperación que se dibujó en el rostro de Eliza cuando accedió a casarse con él. O tal vez sí la notase, pero no había querido admitirlo. Era un hombre satisfecho con su visión del mundo, que se definía por la rigidez con la que trataba todo lo que tenía que ver con la India. Eliza estaba decidida a sobrellevarlo, pero cada vez que la tocaba, sentía morir una parte de su corazón. Intentó razonar para consolarse, como si pudiese convencerse a sí misma de ignorar sus verdaderos sentimientos. Si no era demasiado tarde, tendrían niños: podría ser madre y dar una vida cómoda a sus hijos. Aprendería a valorarlo. Y además, seguiría con la fotografía.

Pero el alma le pedía a gritos la pasión y la alegría que había experimentado con Jay. Era como haber visto fugazmente el paraíso por la puerta abierta de una prisión para que te dieran con ella en las narices. Puede que la euforia no hubiese durado, pero ahora nunca lo sabría. Guardó en la maleta las pertenencias que necesitaba para Inglaterra con un nudo asfixiante en la garganta. Ojalá pudiese guardar también el recuerdo de las manos de Jay sobre su piel, sus labios contra los suyos, su voz y el vuelco que le daba el corazón al pensar en él. Pero era imposible. Nunca podría compartimentar sus sentimientos. Y nunca olvidaría su olor a sándalo y a lima. Ni sus preciosos ojos color ámbar. Había sido ingenua al pensar que podría tener un futuro con Jay.

Se consoló al pensar que no había decepcionado a Laxmi y que, por lo menos, Jay volvería a ser libre y podría terminar su proyecto. Mientras reflexionaba, oyó un discreto golpe en la puerta y vio que entraba Laxmi con un largo y vaporoso chal sobre los hombros. A pesar del tiempo que llevaba en el castillo, era solo la segunda vez que venía a las habitaciones de Eliza.

La maharaní le tendió las manos.

—Siempre estaré en deuda contigo por lo que has hecho hoy.

Eliza se tragó el nudo que tenía en la garganta y contentó a Laxmi con un casi imperceptible asentimiento de cabeza, pero, por miedo de revelar aunque fuese un poco de la terrible soledad que sentía, no se le acercó ni despegó los ojos del suelo.

—Sé lo difícil que habrá sido para ti —añadió.

Eliza levantó la vista.

—No te lo imaginas.

—Creo que sí. Has hecho algo completamente desinteresado. Has puesto en libertad a mi hijo y eras la única que podía hacerlo.

—No tuve elección.

—Puede. Pero no todas lo habrían hecho. Has demostrado tu verdadera valía como mujer. En otras circunstancias, habría estado orgullosa de llamarte nuera. Hija.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y la tristeza le quebró la voz cuando intentó contestar.

—A veces la vida nos enfrenta a decisiones imposibles. Sé que aprecias mucho a mi hijo, y él a ti —continuó Laxmi—, pero espero que entiendas que es mi deber como madre.

—Gracias por todo tu apoyo durante el tiempo que he pasado en el castillo —dijo Eliza, con un hilillo de voz. Admiraba muchísimo a Laxmi y, sin embargo, era la que se interponía entre ella y Jay.

—Siento mucho que esta historia no haya tenido un final más feliz para ti.

—Me marcho a Inglaterra. Mi madre está muy enferma.

—Bueno, te tendré en mis pensamientos para que llegues sana y salva. Espero que algún día entiendas mi posición.

Eliza no pudo contestar.

—Ven aquí, querida.

Se le acercó y Laxmi la rodeó con los brazos. Justo cuando creía que ya no le quedaban lágrimas, rompió a llorar.

EL VIAJE A Delhi, que duraría toda la noche, comenzó por la tarde. En el tren hacía un calor insoportable y el vagón estaba lleno de gente de la región. Eliza temía el poder que el Raj británico ejercía sobre estos hombres y mujeres y no quería formar parte de él, pero, al casarse con Clifford, pasaría a ser uno de ellos y tendría que mantener la boca cerrada. Cada vez era más consciente de que los británicos debían retirarse de la India. Su única esperanza era que el movimiento nacionalista se hiciese con el control sin gran derramamiento de sangre. Como muchos otros, estaba segura de que la India conseguiría la independencia porque, tal y como estaban las cosas, no había otra opción.

Tenía el vestido humedecido por el sudor y se veía obligada a enjugarse constantemente la frente. Se quitó el anillo de compromiso porque se le estaban hinchando los dedos; o, al menos, eso se dijo. Se dio cuenta de que su única esperanza de soportar la lentitud y la estrechez del tren consistía en pensar en todas las preciosas fotografías que había tomado. Eso no podía quitárselo nadie.

Las imágenes parecían surgir de la nada y, una tras otra, fueron llenándole la mente. Primero, en el sencillo campamento en el que había pasado la noche con Jay: los hombres arropados en sus mantas al amanecer, sentados con las piernas cruzadas junto a la pequeña fogata al aire libre. Las pequeñas charcas donde los niños cuidaban de los búfalos. El lago al alba y al atardecer. Los rostros de los hombres rajput y sus camellos. Los colores del castillo, que le recordaban a las piedras preciosas. Las luces nocturnas, como sacadas de un cuento de hadas. Los reflejos que el sol arrancaba al agua de las fuentes del patio. Los periquitos y las libélulas. Las concubinas cepillándose el pelo. Las mujeres que caminaban erguidas y con aire digno, con sus vestidos de vivos colores. Los bazares. Los niños. El interminable cielo azul, que casi parecía líquido. Las fotografías de la familia real y de Indi, que devolvían la mirada al mundo con ojos que parecían saberlo todo.

Entonces pensó en las lluvias que pronto llegarían y la entristeció no poder ver los cielos teñirse de púrpura ni romper la tempestad del torrencial monzón. Deseaba con todas sus fuerzas estar en Udaipur, la ciudad de los lagos, rodeada por la cordillera de Aravalli, en el palacio fortaleza situado en la cumbre de un monte, desde donde lo habrían observado todo. Nunca había pensado que se iría de la India antes de las lluvias, pero aquí estaba, a punto de partir. Unas dolorosas punzadas en las sienes hacían que resultase imposible abstraerse del traqueteo de las ruedas del tren sobre las vías, un monótono e insistente repiqueteo que parecía provenir del interior de su propia cabeza. Se tapó la boca con la palma de la mano por miedo a que el lamento que estaba atrapado en su interior pudiese escapar. Estos momentos de oscuridad y vacío la alejaban cada vez más del hombre al que amaba y la obligaban a casarse con un hombre al que no quería. Una y otra vez, el traqueteo de las ruedas sobre las vías se burlaba de sus sueños, cada vez más lejanos. «El hombre al que amaba, traca traca; casarse con un hombre al que no quería, traca traca».

Entonces empezó a pensar en su madre, sola en el hospital, a las puertas de la muerte, sin nadie que la quisiera. Vivir toda tu vida y terminar sin una sola persona a tu lado era un destino desolador. Por muy mala madre que hubiese sido, Anna no merecía algo así. Y aunque con el corazón encogido, Eliza estaba decidida a hacer todo lo que pudiera por ella. Por fin, sería una hija obediente, y dio gracias de, al menos, tener una última oportunidad de redimirse.

CUANDO LLEGÓ A Delhi, hacía muy mal tiempo y una especie de calima calurosa y húmeda envolvía la ciudad. Su habitación del hotel Imperial era pequeña pero cómoda. Cuando abrió la puerta del baño, vio una bañera con los bordes redondeados sobre un suelo de baldosas blancas y negras, además de los acostumbrados lavamanos e inodoro, y un enorme espejo en una de las paredes. Dejó descorridas las pesadas cortinas del dormitorio para poder ver el cielo mientras se tumbaba en la cama con la esperanza de dormir un poco antes de que comenzase la siguiente etapa de su viaje, que no sabía si sería dentro de unos días o algo antes. Al día siguiente, esperaba tener la oportunidad de recoger algunas de sus fotografías de la imprenta para poder llevarlas a Inglaterra y mostrárselas a Anna. Con un poco de suerte, quizá conseguiría que un periódico local se interesase por ellas. Pero en lo único en que podía pensar ahora era en refrescar su mente agotada y dar a su dolorido cuerpo la oportunidad de recuperarse de la jaqueca que llevaba soportando desde que salió de Juraipur.

Aunque el ventilador de la habitación funcionaba, no hacía más que remover el aire caliente, sin introducir la tan necesaria brisa fresca, así que al cabo de un rato cerró las cortinas para que no la molestase la luz y, agarrotada y tensa por el viaje, se tumbó sobre la colcha de satén azul claro. Pero no dejaba de retorcerse, intentando dar con una posición relajante, y no podía evitar pensar.

Con sus ilusiones destruidas, solo ahora, cuando estaba a punto de marcharse de la India, se dio cuenta de que había llegado a considerarla su hogar, como cuando era niña. Por lo menos, cuando regresase para vivir con Clifford, estaría en la India, porque Inglaterra nunca podría hacerle sentir como este país salvaje y lleno de vida.

Volvió a ponerse el anillo de compromiso y le dio la vuelta para que pareciese una alianza de bodas. El símbolo de que era una mujer comprometida. Pero no pudo evitar sentirse propiedad de un hombre y volvió a quitárselo. Pensó en el día en que, hablando con Anna, había sacado el tema del sufragio femenino.

Levantando la voz y con una mirada de repugnancia, su madre se había mostrado inflexible.

—Las mujeres no necesitan el voto —afirmó—. Para eso están los maridos. ¿Qué sabemos nosotras de política?

—Madre, ¿acaso no podemos informarnos y tomar nuestras propias decisiones?

—Lo que necesitas, Eliza, es un marido, no el voto. Y como ya te he dicho muchas veces, no se puede tener carrera y ser buena esposa. Las mujeres no podemos tenerlo todo.

Después de aquella conversación, Eliza había tirado la toalla. Nada convencería a su madre. Poco después se había topado literalmente con Oliver en la librería, y el matrimonio le había parecido la mejor salida.

Al cabo de una hora en la que no dejó de pensar en el pasado, Eliza volvió a levantarse, se lavó y se puso ropa limpia. Ya que no podía descansar, tendría que ponerse en marcha.

El recepcionista pidió un coche con conductor para ella; una vez fuera, comprobó que la bruma se había levantado, así que tendría tiempo de ver la parte nueva de la ciudad antes de que oscureciese. La primera parada sería para admirar el esplendor arquitectónico del nuevo centro de gobierno británico. Acababan de terminarlo en febrero y era la primera oportunidad que tenía de verlo.

No esperaba encontrar una imponente carretera de gravilla que conducía, a lo lejos, hasta una extraordinaria serie de cúpulas y torres en una gama de tonos rojizos, rosados, cremas y un blanco resplandeciente. Mientras el coche pasaba bajo el altísimo arco, Eliza se quedó impresionada al ver enormes tramos de hierba salpicada de árboles a ambos lados de una ancha avenida central, conocida como Camino del Rey, y una red de relucientes canales a lo largo de la ruta. El conductor le dijo que tenía unos dos kilómetros de largo, o quizá más, no estaba seguro; pero sabía que estaba flanqueada de farolas negras de principio a fin. Todos los edificios que vio al final del camino eran majestuosos, pero el que la dejó sin aliento fue la casa palacio del virrey, que parecía sacada del Renacimiento italiano. La sillería brillaba a la intensa luz del sol. A juzgar por todo este nuevo esplendor, los británicos debían de creer que seguirían gobernando la India durante muchos años.

Este era el resultado final de aquella marcha triunfal por Delhi en 1912 para celebrar el traslado de la sede del gobierno británico, aquel día terrible en que lanzaron una bomba al virrey y el día en que murió David Fraser. Eliza contempló las centelleantes fuentes mientras el sol bajaba hacia el horizonte, pintando el cielo de un rosa intenso, y deseó poder disfrutar más plenamente de esta nueva ciudad; pero le recordaba demasiado aquella tragedia. Más tarde, cuando empezó a caer la noche, le pidió al conductor que le mostrara las avenidas que partían de ese punto central, anchas calles flanqueadas de amplios bungalós en mitad de extensos jardines rebosantes de flores. Después, de camino al hotel, el cielo aterciopelado se volvió negro y la ciudad pareció estallar en una maravillosa llamarada de luz, como un titilante reflejo del cielo nocturno.

AL DÍA SIGUIENTE por la tarde, después de visitar la imprenta y encontrársela cerrada, estaba a punto de entrar en el Imperial cuando, llevada por un impulso que no habría sabido definir, volvió sobre sus pasos. Unas décimas de segundo después oyó una ruidosa explosión, como el estallido de un trueno o el fogonazo de un cañón. Eliza contuvo un grito al ver una enorme bola de humo que destrozaba la ventana de la planta baja del edificio que estaba al otro lado de la calle. La explosión no produjo eco, pero la siguió el tintineo de los cristales al hacerse añicos y el estrépito de los ladrillos o la mampostería al estrellarse contra el suelo. Horrorizada, vio cómo las llamas corrían por los marcos de madera de las ventanas del primer piso. A los pocos minutos, los cristales estaban completamente destruidos y ahora las llamas naranjas y amarillas se extendían hacia arriba, lamiendo el aire. Aunque el polvo y el humo que se elevaban de entre los escombros no la dejaron ver exactamente cuáles habían sido los daños, al parecer había explotado algo dentro del mismo edificio en el que estaban sus fotografías. Las llamas, que habían empezado a destrozar el resto del inmueble, se veían por todas las ventanas de ambos pisos. Se oyó el estallido de otras ventanas y una especie de zumbido y entonces los escombros llenaron el aire antes de empezar a caer hacia la calle en una lluvia de cascotes. Enormes columnas de humo negro se elevaron en el cielo y los puestos que rodeaban el edificio quedaron cubiertos de cenizas y envueltos en humo blanco.

Eliza dio unos pasos hacia la imprenta, esperando que nadie hubiese resultado herido o algo peor, pero entonces recordó que el edificio estaba cerrado y no vio a nadie tendido en el suelo, muerto o herido; al menos, no a este lado de la calle. Aparte de algunas toses y resoplidos, solo se oía el crepitar del fuego. Un momento después, una multitud de criaturas ennegrecidas con aspecto de demonios acudieron en tropel al lado de la calle en el que se encontraba el Imperial. Algunos tenían cortes en los brazos y las caras, seguramente debidos a los fragmentos de cristal que habían salido disparados. Eliza observó la escena un momento para ver si había otras personas que pudiesen necesitar su ayuda, pero el humo asfixiante se lo impidió. Entonces la humareda se despejó del centro de la calle y lo vio por fin, solo y cubierto de un polvo gris azulado. Echó a correr hacia adelante y en ese momento él la vio.