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SORPRENDIDA AL OÍR que llamaban a su puerta, Eliza alzó la voz y le pidió a quienquiera que fuese que esperase porque no tardaría mucho. Pensó que debía de ser un criado con algún tentempié, pero al abrir la puerta vio a Indira apoyada contra la pared de enfrente.
—¿Te apetece ver mi trabajo? —dijo la chica, con la mirada viva y el mismo entusiasmo de antes. Por lo visto, volvía a ser la de siempre—. Las dos somos artistas, si se puede llamar arte a la fotografía.
Eliza asintió educadamente.
—Lo único que importa es que las imágenes consigan que la gente quiera mirarlas.
Tenía muchas ganas de ver las obras de Indi, aunque, si se lo hubiesen preguntado, seguramente habría dicho que sentía más curiosidad por la propia chica. La rodeaba un halo de misterio. Había algo que no cuadraba. ¿Quién era? ¿De dónde había salido esta joven que parecía disfrutar de total libertad en el castillo, con pocas de sus limitaciones? Y, en el fondo de su mente, Eliza no dejaba de preguntarse qué clase de relación tendría esta chica menuda y esbelta con Jayant.
El vaporoso chal de Indi flotaba conforme avanzaba con elegancia y fluidez por los laberínticos corredores y estrechas salas del palacio, mientras que a Eliza le costaba respirar con normalidad. La sensación de opresión se veía acentuada por los pasajes oscuros y claustrofóbicos, los recovecos sombríos y las incontables y estrechas escaleras. Había celosías o jalis por todas partes y, después de perderse en dos ocasiones, resultaba fácil entender por qué los británicos habían descrito estos palacios como plagados de intrigas y chismorreos.
Pronto llegaron a un opulento durbar o sala de recepciones y Eliza olvidó su agobio y se quedó boquiabierta ante los magníficos pilares dorados. Alzó la vista hacia las puertas de bronce de seis metros de altura, contempló, por encima de estas, un techo decorado con teselas de espejos e incrustaciones de piedras preciosas que centelleaban a la luz del día y dio un grito ahogado de asombro. Rubíes. Zafiros. Esmeraldas. Era una auténtica locura. Percibió cierto tono de orgullo en la voz de Indi cuando la chica le señaló a cada uno de los miembros de la familia, cuyos retratos colgaban de las paredes. Los había pintado a todos al antiguo estilo mogol, y Eliza no pudo evitar maravillarse ante su talento mientras los observaba detenidamente.
—¿Los has pintado tú?
Indira asintió con la cabeza y, con una nota de orgullo en la voz, dijo:
—Sí.
—Ya entiendo por qué no ves la necesidad de llamar a un fotógrafo…
La chica se mordió el labio inferior y Eliza esperó una respuesta.
—La pintura es mera pyaar —dijo por fin.
—Tu amor. Lo entiendo.
—Cuando pinto, es como si entrara en un mundo secreto, un mundo interior.
—Es lo mismo que siento yo por la fotografía. Me ayuda a expresar cómo veo las cosas —explicó Eliza, sosteniendo la mirada de Indira y sopesando con cuidado cada palabra—. No estoy aquí para quedarme. No seré una amenaza para ti, te lo prometo.
—¿De verdad has venido solo a eso? ¿A tomar fotos?
—Por supuesto. ¿A qué, si no?
La chica entrecerró los ojos y una expresión fugaz se dibujó por un momento en su rostro, pero no dijo nada.
—Y estoy segura de que no todo el mundo está de acuerdo. Parece que a Priya, la maharaní, no le caigo bien.
Indi rio entre dientes.
—A Priya no le cae bien nadie. Cree que la culpa de que Jay sea como es la tiene su educación británica. Y usted es británica.
—¿De que sea como es? ¿Qué quieres decir con eso?
—Por un lado, procura no manifestar sus emociones, que es algo muy rajput, y jamás admitiría tener una vulnerabilidad, de ningún tipo. Y por otra, ¡es totalmente autosuficiente y algo rebelde, y a menudo no hace caso a su familia! Ha rechazado todas las oportunidades de casarse con una guapa y joven princesa, y tiene amigos que están a favor de la desobediencia civil, sobre todo desde la creación del impuesto sobre la sal y la marcha de protesta de Gandhi. Como le digo, Priya no es amiga de los británicos, pero los disturbios van en aumento, y su miedo a una revolución violenta es aún mayor que su rabia contra ellos.
—Supongo que está asustada —dijo Eliza, pensando que tal vez el mal carácter de Priya escondiese una fragilidad subyacente.
—Seguramente, aunque nunca lo admitiría.
—Los que más miedo sienten son los que tienen mucho que perder. ¿Tal vez le asuste lo que pueda pasar si la India se independiza?
—Quizá. Pero supongo que Anish ya habrá hecho planes para ocultar sus riquezas en alguna parte, tal vez en uno de los antiguos túneles que hay bajo el fuerte.
Eliza hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Posee una riqueza extraordinaria.
Indi se mostró de acuerdo.
—¿Qué hay de Dev? ¿Es uno de esos amigos de Jay que están a favor de la desobediencia civil?
—Puede. Le han denegado la licencia para tener una máquina de escribir: está claro que desconfían de él. Dev cree que hay que educar a la gente del pueblo para que puedan hablar con una sola voz. —Indi se encogió de hombros—. O algo así. Con Dev, nunca se sabe.
Eliza dejó escapar un largo suspiro y decidió cambiar de tema.
—¿Cómo aprendiste a pintar?
—Me enseñó un thakur, en mi pueblo.
—¿Un noble?
—Sí.
—Entonces, ¿no eres de clase alta?
Indi negó con la cabeza y se miró los pies.
—No.
Eliza esperó a que la chica le contase más, pero su rostro mostraba una expresión cerrada, así que decidió no fisgonear en el pasado. En lugar de eso, optó por preguntarle si le gustaba vivir en el castillo.
Indi alzó la vista, aparentemente aliviada por la nueva dirección que había tomado la conversación.
—Me encanta, por supuesto. Pero me interesa más saber de ti. ¿Nunca quisiste casarte?
Eliza sonrió para sus adentros. ¿Tan vieja parecía? Mientras miraba hacia arriba para contemplar las preciosas miniaturas de Indi, pensó que la fotografía había llegado a ser lo más importante en su vida. Cuando estuvieron en París, conoció a Lee Miller, una estadounidense que iba camino de convertirse en fotógrafa por derecho propio. Fue entonces cuando Eliza se dio cuenta de que aquello era posible. Y cuando consiguió que publicasen una de sus primeras fotografías de aficionada, un retrato de un niño de la calle, en VU, la primera revista ilustrada francesa, supo que ella también podría llegar a ser una fotógrafa competente.
Vaciló por un momento, pero por fin se decidió a hablar. Quizás necesitase la amistad de esta chica algún día.
—Estuve casada, pero mi marido murió en un accidente de tráfico.
Una expresión de puro asombro invadió el rostro de Indira, que la miró boquiabierta.
—¿Eres viuda?
Desconcertada por su respuesta, a Eliza se le formó un nudo en el estómago. No había entendido del todo la gravedad de hablar de su situación. Jay le había aconsejado que no dijese nada, pero se le escapó que había estado casada delante de su amigo Dev y ahora, además, delante de Indi. ¿En qué estaba pensando?