25
AL DÍA SIGUIENTE, Eliza se sorprendió cuando una criada vino a decirle que Clifford quería verla y que estaba esperando en el salón del durbar para poder hablar con ella.
Aunque solo eran las diez de la mañana, ya hacía calor. Eliza se puso un vestido de verano que había hecho ella misma: de un verde vivo con lunares blancos, con un corpiño ajustado que había tardado una eternidad en salirle bien, mangas cortas y el cuello blanco almidonado. Después se dirigió al salón del durbar, donde se encontró a Clifford caminando de acá para allá de espaldas a las escaleras. Lo observó un momento. Qué rígidos tenía los hombros estrechos. Se lo imaginó desnudo y, al pensar en su cuerpo pálido, no pudo evitar compararlo con Jay, cuya piel relucía como el cobre bruñido a la luz de las lámparas. Se imaginó acariciando a Jay como a él le gustaba y pensó en sus cuerpos fundidos y moviéndose al unísono, como si estuviesen diseñados para encajar.
Sintió pena por Clifford, pero cuando este se giró para mirarla, se encogió instintivamente al ver lo que parecía ser una expresión triunfal en sus ojos.
—Así que decidiste no ir a Shimla.
—Ya lo sabes. Tengo cosas que hacer aquí.
—¿Cosas que hacer, Eliza?
Dándose cuenta de que intentaba avergonzarla, se negó a bajar los ojos y le sostuvo la mirada.
—¿No me contestas? —insistió.
Eliza respiró hondo.
—Clifford, estoy ocupada. ¿Querías decirme algo?
—Sí. He venido a devolverte la cámara —dijo, entregándole una caja.
—Gracias, Clifford. ¿Algo más?
—Sí, sí. Sin duda. Pronto recibiremos las hojas de impresión.
Pero seguía sin hacer ademán de marcharse.
—¿Y?
—Salgamos al patio.
Afuera, el calor ya era sofocante y Eliza empezó a sudar.
—¿No tienes calor con esa chaqueta de lino? —dijo.
—No te preocupes por mí, mi vieja amiga. Estoy acostumbrado al calor.
Se acercaron a un achaparrado árbol de malinche y se acomodaron en un banco bajo sus ramas. A estas horas, los pájaros dormían y solo se oía el murmullo del agua al caer en una pequeña fuente. El mali avanzaba lentamente por el jardín y cuidaba de los arriates al otro extremo del patio.
—Así que te preguntas por qué he venido.
Eliza alzó la vista al interminable azul del cielo y deseó que se marchase. Quería quedarse a solas con sus recuerdos de Jay. Le gustaba revivir cada momento que habían compartido; al pensarlo, la recorrió un pequeño escalofrío, un recuerdo casi físico. Se estaba volviendo adicta a recordar momentos demasiado excitantes como para compartirlos con nadie, aunque sabía que pronto tendrían que decirle algo a la gente. Y con «la gente», por supuesto, se refería a Laxmi. Cuando Clifford volvió a hablar, estaba absorta en sus pensamientos y por un momento pensó que había oído mal.
—¿Te importa repetirlo?
—Van a arrestar a Jayant Singh.
Giró bruscamente el cuerpo hacia él, pensando que debía de ser broma. Pero Clifford no sonreía.
—¿Por qué?
Clifford frunció los labios.
—Es sospechoso de insurrección.
—No seas ridículo. Es casi tan británico como tú y como yo.
—Pero no en lo que importa. —Se golpeó el pecho con el puño—. Su corazón es indio, hasta la médula. Cualquiera al que pillemos poniendo en circulación panfletos sediciosos será enviado a prisión por tiempo indefinido. Sea quien sea. Sin posibilidad de apelar. Y si un miembro de la familia real se rebela contra nosotros, perderá para siempre su derecho a gobernar.
—Jay no haría algo así —dijo Eliza, notando que se le llenaban los ojos de lágrimas y conteniéndose para no echarse a llorar.
—¿Cómo lo sabes?
—Simplemente, lo sé. Es bueno y honesto.
—Y has estado pasando demasiado tiempo con él.
Eliza se puso tensa.
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Lo sabe su madre?
Eliza apartó la mirada, consciente de que sus ojos le dirían la verdad.
—Ya decía yo. No le hará ninguna gracia.
—Clifford, por favor, no digas nada. Te lo pido como amigo.
Él le dedicó una sonrisa conciliadora.
—Ya veremos.
Eliza odiaba esa frase. Esa y «deja que me lo piense» o «me lo pensaré» eran las frases desdeñosas que su madre utilizaba para hacerla sentir insignificante y para que comprendiese que lo que le había pedido importaba poco o nada. Se puso en pie.
—¿Sabes qué, Clifford? Me importa un comino. No te tengo miedo.
Clifford alzó la vista hacia la galería que rodeaba el patio, oculta tras las celosías o jali.
—Nunca se sabe quién está observando. Personalmente, no me cabe en la cabeza que nadie quiera quedarse en un sitio así. Pero no demos a los mirones silenciosos tema del que hablar. Tranquilízate y siéntate. No estoy aquí para convertirme en el blanco de los chismes del palacio.
Así que por eso la había traído hasta aquí. Sabía que serían el blanco de las miradas del zenana y que Eliza no querría montar una escena delante de las concubinas.
—Ahora, sonríe y sé buena —continuó, dando palmaditas en el asiento. Estremeciéndose, Eliza respiró hondo y se sentó, aunque apenas pudo contener las ganas de darle una bofetada en su cara de suficiencia.
—¿Qué ha hecho Jay? Dímelo exactamente.
—No puedo decírtelo todavía.
—No tienes pruebas, ¿verdad? —Lo miró a los ojos—. No hay ninguna prueba.
—Eliza, ten por seguro que tengo todo lo necesario para que tu querido príncipe Jay pase mucho tiempo entre rejas.
A pesar de que el calor era asfixiante, la recorrió un escalofrío. Tenía que ser un farol. No tenía pruebas. Pero la desazón que sentía crecía por minutos. Primero estaba lo que había dicho Indi sobre los amoríos de Jay con otras mujeres, y ahora, esto. Pero seguía sin poder creerse lo que le decía Clifford.
—¿Por qué me vienes con mentiras, Clifford? —Se encaró con él—. Así no conseguirás que te quiera.
—Quiero que me lleves al estudio de Jay cuando él no esté. ¿Lo harás? ¿Hay alguna forma de entrar sin ser vistos?
—¿Por qué?
—Hay algo que tengo que comprobar.
Eliza entrecerró los ojos.
—¿Quieres que te ayude a demostrar que ha traicionado a los británicos?
—Si quieres verlo de esa manera. Aunque, por otra parte, puede que demuestre que es leal.
Eliza resopló.
—Y que todo esto no es más que una acusación inventada.
—Exactamente.
—¿Quién lo acusa?
—Eso no puedo decírtelo.
—Muy bien. Supongo que no tengo elección. Aunque no veo la necesidad de andarse con tejemanejes.
—¿Tienes la llave?
Eliza hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Jay debe de confiar en ti.
Avanzaron lentamente por los largos pasillos de gruesas paredes, aunque el aire más fresco trajo escaso alivio a Eliza. Abrió la puerta del estudio de Jay y ambos entraron. Clifford no miró nada, sino que fue directo al escritorio y, sentándose en la silla, acercó la máquina de escribir al borde de la mesa.
—¿Dónde guarda el papel?
—En el segundo cajón del escritorio. ¿Por qué?
Clifford no respondió, sino que abrió el cajón, sacó un folio, lo introdujo en la máquina e hizo girar lentamente el rodillo hasta que asomó por la parte superior. El chirrido del tambor irritó a Eliza, que no pudo evitar pensar que Clifford lo estaba prolongando innecesariamente… fueran cuales fuesen sus intenciones. Después de escribir algunas frases, hizo girar de nuevo el rodillo y sacó la hoja de la máquina.
—Creo que con esto bastará —dijo, poniéndose en pie y metiéndose el folio en el bolsillo.
—¿Qué acabas de escribir?
—Puedes echarle un vistazo. Nada importante, te lo prometo.
Le entregó la hoja de papel y Eliza leyó un par de frases anodinas, como que Kent era el jardín de Inglaterra.
—¿Así que eres originario de Kent?
—Exactamente.
—¿Y qué tiene que ver Kent con Jay?
—¿Kent? Nada en absoluto. Y ahora, debo dejarte.
Eliza se quedó perpleja.
—¿No dijiste que querías echarle un vistazo a su estudio?
—Ya he visto todo lo que necesito. Muchas gracias.
—¿No piensas explicármelo?
—En otra ocasión.
Dicho esto, se despidió con un alegre gesto de la mano y la dejó sin saber qué pensar. ¿Habría empeorado o mejorado las cosas para Jay?
COMO SI NO bastase con eso, al día siguiente el maharajá la mandó llamar a una de sus salas de estar. Cuando llegó, ya estaba sentado en un pequeño gaddi y Priya estaba a su lado. De pie frente a ellos estaban Jay y Laxmi. La actitud desafiante de Jay, con los brazos cruzados y las piernas separadas, le indicó que algo iba mal. También estaba Chatur, sentado en una silla de respaldo alto, con la espalda contra la pared.
—Gracias por venir —dijo Anish, haciéndole gestos de que se acercara pero sin indicarle que se sentara. Priya rehuyó la mirada de Eliza y Jay la recibió con un simple asentimiento de cabeza. Laxmi apartó la cara, pero no antes de que Eliza se fijase en que la madre de Jay tenía los ojos rojos. ¿Qué demonios pasaba?
—¿Así que lo hiciste tú solo? —iba diciendo Anish.
—Sí. Todo fue cosa mía —contestó Jay.
—¿Y tú, madre?
—Yo…
—No ha tenido nada que ver con esto —intervino Jay.
Laxmi negó con la cabeza, pero permaneció en silencio.
—¿Cómo te hiciste con la llave si no te ayudó tu madre? —añadió Priya, escupiendo las palabras en tono despectivo y enfatizando «tu madre».
Jay miró al suelo antes de contestar, pero pronto levantó la cabeza y sostuvo la mirada furiosa de Anish.
—Sabía dónde guardaba las llaves de la caja fuerte.
—¿Cómo te atreves a hipotecar las joyas de la familia? No pienso andarme con rodeos: son MI herencia, no la tuya.
Priya chasqueó la lengua en señal de desaprobación, pero Anish levantó la mano, como para advertirle de que guardara silencio. Si las miradas matasen, la cara de Priya habría fulminado a su marido en el acto.
Laxmi intervino, visiblemente emocionada:
—Fui yo quien se lo propuso. No es culpa de Jayant.
Priya se levantó de repente.
—¡Repítelo!
Laxmi cuadró los hombros y miró a su nuera.
—¡Le di la llave! Hipotecar las joyas fue idea mía. Es crucial que reguemos las tierras si queremos que la gente sobreviva a otra sequía. Tú, Anish, no moviste ni un dedo. Tu padre se avergonzaría de ti. ¿No te das cuenta de que, si te quedas de brazos cruzados, los británicos te acusarán de ser un mal gobernante? Y entonces lo perderemos todo.
—¡Madre! —dijo Anish, atónito.
—Madre —repitió Jay, con tristeza—. No puedo permitir que asumas la culpa.
Priya volvió a sentarse.
—Expúlsala del castillo. Adelante, Anish.
Laxmi se mantuvo firme.
—Te lo he advertido, Anish. No has reformado el sistema de impuestos sobre las tierras y te has negado a firmar un acuerdo más justo de administración de las fincas. La gente se levantará contra nosotros si no hacemos nada para ayudarles. Sabes que la Asamblea de Estados súbditos solo quiere socavar a los príncipes.
Anish se miró las manos y jugueteó con los anillos que llevaba, un mínimo de dos en cada dedo. Priya lo fulminó con una mirada tremendamente amarga y Eliza no pudo evitar sentir lástima por Anish. Era débil y su esposa lo despreciaba por ello. Además, era increíblemente afeminado, y Priya no tenía el aspecto de una mujer satisfecha.
—¿Quieres que los campesinos acudan a los británicos en vez de a nosotros? —dijo Laxmi.
—Tonterías, madre. Estás haciendo una montaña de un grano de arena —la tranquilizó Anish—. Y, por supuesto, el robo de las joyas no fue culpa tuya. Es responsabilidad de Jay, no tuya.
Priya resopló, tan alto que todos lo oyeron, y tomó la palabra.
—Entonces ¿cuándo hay que devolver la dichosa hipoteca?
—Tuvimos que prorrogarla cuando los primeros inversores británicos abandonaron el proyecto, pero ahora tenemos nuevos inversores y firmaremos los papeles dentro de unos días —confirmó Jay.
—¿Y cuánto debéis?
Jay tragó saliva.
—Miles, hermano, miles.
Anish balbuceó. Se había puesto rojo como un tomate y, llevándose una mano al pecho, hizo una mueca de dolor. Laxmi dio un paso adelante, pero Priya la detuvo y habló, en tono amargo:
—No es la primera vez que le ocurre. Se le pasará. El médico británico que nos recomendó el residente no nos sirvió de nada. Y tu querido señor Hopkins le dijo a mi marido que perdiera peso e hiciera más ejercicio. Nosotros queríamos medicina.
—No te excites demasiado, hijo mío —dijo Laxmi, negando tristemente con la cabeza.
Bajo la mirada de Eliza, Anish recuperó el color y empezó a tener mejor aspecto. Comprendió que Clifford debió de dar por hecho que Anish no se opondría al arresto de Jay por el supuesto robo de las joyas. Ese debía de ser el motivo del arresto, no unos supuestos panfletos sediciosos, y Eliza temió que Anish llegase a presentar cargos. Pero seguía sin entender por qué Clifford había querido utilizar la máquina de escribir de Jay para teclear un párrafo sobre Kent. Y, si se trataba de las joyas, ¿por qué había hablado de deslealtad a la Corona?
Anish señaló a Jay.
—Te considero el único responsable. ¿Qué sabe una mujer de estas cosas? Si saldas la hipoteca a finales de esta semana, haré la vista gorda; pero si no, me quedaré con tus tierras como compensación por la pérdida de las joyas. ¿Está claro?
Eliza contuvo la respiración mientras Jay asentía con la cabeza y decía:
—¿Por qué has mandado llamar a Eliza?
—Porque es la que está detrás de todo esto —dijo Priya.
Anish la ignoró.
—Porque quiero que sea testigo de los documentos que he redactado para explicar lo que pasará si no saldas a tiempo la hipoteca. Chatur también los firmará.
Eliza había estado incómoda durante toda la conversación, pero ahora dejó escapar el aliento. Solo tenían que firmar a tiempo los papeles del préstamo para que Jay pudiera saldar la deuda. Todo saldría bien. Miró a Jay, como para consultarle si debía firmar. Él asintió con un gesto y apartó la mirada.
Chatur sonrió a Eliza, pero la sonrisa le heló la sangre.