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–SIENTO NO HABER podido saludarla en el partido de polo, pero me alegro de conocerla —dijo la mujer alta y morena mientras le tendía la mano, con los vivos ojos azules brillantes de placer—. En cualquier caso, me llamo Dottie. Dottie Hopkins.

Eliza había llegado al cóctel, más bien una pequeña reunión de británicos, que se celebraba en la villa de Clifford, en el barrio más distinguido de la ciudad. Como esperaba, el interior de la casa era elegante y luminoso. Las grandes puertas de cristal que daban a la terraza estaban abiertas y el olor a hierba recién cortaba entraba desde el jardín y se mezclaba con el humo de los puros. De no haber sido por el calor, podría haber estado en una casa de campo británica un día de verano.

—Su marido hizo un buen trabajo con esa pobre mujer —dijo Eliza.

—Sí, la verdad es que fue horrible. Tuvo una suerte increíble de que no le pasara algo peor. ¿Usted se quedó hasta el final?

—Sí, pero como Clifford tuvo que salir con prisas al terminar el partido, yo también me fui.

—Supongo que tendría que investigar si hubo juego sucio. Mi marido me dijo que lo sospechaba. Aunque ahora está todo olvidado. Creen que tuvo algo que ver con los hinchas británicos. Fuera como fuese, Clifford no querrá armar demasiado revuelo si resulta que fue uno de los nuestros.

Eliza pensó en lo que le había parecido ver. Seguramente no fue nada, pero procuraría mantener los ojos bien abiertos cuando estuviese en el castillo.

—Espero que seamos grandes amigas. Somos prácticamente vecinas. —Dottie sonrió—. Así que ya sabe dónde acudir si… bueno…

—Claro —dijo Eliza, devolviéndole la sonrisa. La mujer tendría cerca de cuarenta años, una mirada amable y un apretón de manos firme.

—Clifford nos ha hablado mucho de usted.

—¿Ah, sí? —exclamó Eliza, sorprendida.

—La admiro. Me aterrorizaría viajar sola, como hace usted. Ni siquiera sabía que las mujeres podían ser fotógrafas. ¿Cómo entró en la profesión?

Eliza sonrió.

—Mi difunto esposo Oliver y yo estábamos de luna de miel en París cuando decidimos ir a dos o tres exposiciones.

—Mi más sincero pésame.

—Gracias… Una de las exposiciones era de fotografía. Cuando oí a una fotógrafa hablar de su trabajo, de pronto todo encajó, y cuando Oliver me vio tan entusiasmada, me compró mi primera cámara como regalo de boda. La verdad es que se lo debo a él, aunque todavía tengo mucho que aprender. En fin, espero tomar buenas fotografías en la India.

Dottie sonrió.

—Estoy segura de que lo conseguirá.

Eliza no dijo nada, pero asintió discretamente, agradeciendo el comentario de Dottie.

—Bueno, es una valiente. Lo noto. ¿Cómo es? Me muero de ganas por saberlo.

—¿Se refiere al castillo?

—No llevamos tanto tiempo viviendo aquí, pero ya he estado en palacio, por supuesto, aunque solo de visita. Suelen invitarnos cuando se celebra un durbar o algo así. Vivir allí debe de ser absolutamente fascinante.

—No he visto lo suficiente para poder decirle gran cosa. Hasta ahora, me han tratado con amabilidad.

—Bueno, ya sabe que Clifford haría cualquier cosa por usted. Es un encanto. Nos ayudó muchísimo a Julian y a mí cuando llegamos… a encontrar criados y esa clase de cosas. —Hizo una pausa y torció el gesto—. ¿Ya conoce a la maharaní?

—¿Se refiere a la esposa del príncipe?

Dottie asintió con la cabeza.

—A Priya.

—Todavía no.

—He oído toda clase de chismorreos sobre ella, y si los rumores son ciertos, será mejor que se ande con cuidado. Y también con ese tal Chatur. Según tengo entendido, lleva todos los asuntos del castillo.

—¿Ah, sí? —Eliza recordó que Jayant lo había mencionado.

—Clifford lo hace fenomenal y, en mi opinión, tiene más paciencia que un santo, pero el tal Chatur no hace más que darle problemas. Es de lo más testarudo. Se niega a cumplir órdenes. Ya sabe cómo es esa clase de hombres. Odia a los británicos.

Se acercaron a la ventana, donde habían dispuesto una mesa con canapés y jarras de ponche en las que flotaba abundante fruta. Dottie sirvió dos copas y le ofreció un plato de canapés.

—¿Le gustan los de camarones?

Eliza inclinó ligeramente la cabeza para mirarlos.

—No están mal. Son de lata, por supuesto. Estamos demasiado lejos del mar para traerlos frescos. A veces le ofrecerán carne de cordero, pero, por supuesto, en realidad es de cabra. Le aconsejo que se limite a la comida vegetariana en el castillo. Mi marido ha tenido que lidiar con cantidad de estómagos británicos revueltos a lo largo de los años, así que sé de qué le hablo.

—Gracias, pero, si no le importa, creo que dejaré los camarones para otro día —dijo Eliza, mientras se giraba para examinar la habitación, donde vio a un hombre robusto con un pulcro bigotito que les sonreía.

Dottie dio una palmada.

—Oh, mire, ahí está Julian. Se lo presentaré dentro de un momento. Él y Clifford son buenos amigos, y como me da la impresión de que Clifford la estima mucho, creo que la veremos a menudo por aquí.

Eliza frunció el ceño.

—¿En serio? Clifford me conoció cuando era pequeña, pero hacía años que no lo veía. Al menos, hasta que llegué a la India.

Dottie sonrió.

—Bueno, en cualquier caso, ahora que sabe dónde encontrarnos, no dude en pasarse por casa. Cuando quiera.

—Es muy amable por su parte. —Eliza se lo agradeció sinceramente. ¿Quién sabe? Puede que de vez en cuando necesitase escapar a un mundo familiar que más o menos comprendiese.

—Los hombres suelen sacar una mesa para jugar al póker —dijo Dottie, y volvió a sonreír, casi como pidiéndole disculpas—. Bueno, me aburro como una ostra, así que la recibiría con los brazos abiertos. Hay muy pocas mujeres inglesas por aquí.

—Tenía pensado meterme de lleno en el mundo indio.

—Pero necesitará hacer alguna que otra pausa. Ya lo verá. Y ahora, venga: le presentaré a Julian. Estoy segura de que se llevarán de maravilla.

AL DÍA SIGUIENTE del cóctel, Eliza reveló sus primeras fotografías y quedó encantada con los resultados, sobre todo con la primera instantánea del hombre con expresión taciturna y el niño con el pelo negro de punta. El hombre, con su aire digno y, al mismo tiempo, melancólico, tenía algo de eterno. Le fascinaba el poder de la fotografía, que era capaz de contar una historia completa y preservarla en un solo instante. Esperaba poder tomar más fotografías que le inspirase el corazón y no solo la cabeza, y estaba deseando salir del castillo para captar el misterio que encerraba la gente corriente.

Había recibido un mensaje manuscrito de Chatur, al que aún no conocía, en el que le informaba de que las primeras fotografías debían ser de la familia real, ya que lo contrario se consideraría una falta de respeto. Era lo que pensaba hacer de todos modos, de manera que no le importó. Así dejaría claro quiénes eran las personas importantes de la familia antes de probar a retratar los recovecos más íntimos del castillo. Y aunque seguramente a Clifford solo le importaría que lo captase todo para el archivo fotográfico, Eliza decidió emplear toda su creatividad.

Un cortesano vestido de blanco con un turbante rojo la guio hasta un amplio patio rodeado en tres de sus lados por los balcones velados por celosías del zenana. Aunque las mujeres del zenana ya no estaban obligadas a llevar velo, muchas seguían viviendo tras las celosías, y una oleada de desconfianza atravesó su cuerpo cuando se dio cuenta de que todo lo que hacía estaba siendo observado.

Se le acercó un hombre alto y erguido con un impresionante bigote, unas pobladas cejas sin recortar y marcadas bolsas y ojeras bajo los ojos. Eliza habría jurado que era el mismo hombre alto al que había visto reírse en el partido de polo tras el accidente del príncipe. Se preguntó si debía mencionárselo a Clifford, pero, pensando que seguramente le estaba buscado tres pies al gato, no quiso quedar como una ingenua.

—Soy Chatur, el diván, alto funcionario de la corte —se presentó en tono de voz altivo. No esperó a que Eliza respondiese ni le tendiese la mano, sino que continuó imperiosamente—. Soy el que tiene la última palabra sobre todo lo que se hace y deshace en el castillo. Yo lo organizo todo. ¿Entiende? Cualquier cosa que quiera hacer, deberá consultármela.

A pesar de ser plebeyo, el hombre tenía el porte severo de un rey, y era obvio que se tenía en muy alta estima, pensó Eliza. Le sostuvo la mirada, aunque no fue fácil, y se obligó a no encogerse ante algo sombrío que percibió en sus ojos oscuros. Dottie ya le había dicho que tenía cierta reputación, y la actitud con la que la recibió parecía corroborarlo. Le dio la impresión de que estaba analizándola, aunque no sabía si lo hacía por un motivo concreto o no.

—Si sigue mis directrices, verá que puedo serle muy útil, señorita Fraser. Si no, bueno… —Se encogió de hombros y extendió las manos.

—Entiendo —contestó, decidiendo que someterse al diván era la mejor táctica, al menos por el momento.

—Vamos a vernos mucho —dijo, dedicándole algo parecido a una media sonrisa—. Y espero que se esfuerce por procurar que sea una relación armoniosa. No nos gusta que los desconocidos metan las narices en los asuntos del castillo.

—Le aseguro que no pienso meter las narices en nada, por utilizar su expresión. Estoy aquí para hacer fotografías.

—Eso dice usted, señorita Fraser. Eso dice usted. No pienso quitarle los ojos de encima. —Y, dicho esto, el diván dio media vuelta y se fue.

Esta breve conversación no ayudó a aplacar los nervios de Eliza, pero decidió no darle más vueltas.

Había pensado en varios lugares donde la luz sería perfecta, pero le habían dicho que estos eran el único momento y lugar en los que se le permitiría trabajar, y solo le habían dado media hora para hacer las fotos. También se había planteado cuál sería el fondo ideal, y prefería algo sencillo para que el ojo se centrase en el tema de la fotografía: la gente. Pero descubrió que Chatur había vetado la mayoría de sus ideas, tildándolas de «sumamente inadecuadas», así que tendría que tomar las fotografías frente a un muro profusamente decorado, lo que requeriría mucha atención y trabajo por su parte.

En cuanto dio con la posición perfecta para la cámara, empezó a montar el equipo. Hoy utilizaría su cámara de gran angular, una Sanderson modelo «Regular». Aunque no era grande comparada con muchas cámaras de placas, Eliza la había traído por ser una buena solución intermedia al proporcionarle la calidad de imagen que buscaba a pesar de ser relativamente ligera. Además, siempre llevaba su fiel Rolleiflex de mano para cuando se presentase una ocasión imprevista. Por suerte, la función de subida y bajada de la Sanderson, con solo inclinar la placa frontal, le permitía controlar la perspectiva y el plano de enfoque que necesitaba para que destacasen los sujetos de la instantánea.

Se tardaba bastante en instalar, ya que requería un pesado trípode de caoba y latón y, dependiendo de la foto, el uso de polvo de magnesio para iluminarla con una brillante ráfaga de luz. Colocó su lámpara de flash marca Agfa sobre un segundo trípode y conectó el disparador remoto, que consistía en un largo tubo de goma con una perilla del mismo material que apretaría para tomar la instantánea. Esa leve presión activaría el mecanismo que arrancaría la chispa del pedernal para prender el polvo de flash. Eliza caminó por el patio, examinando cada detalle para decidir qué cantidad de polvo de magnesio necesitaría. Puede que solo tuviera tiempo de hacer tres o cuatro fotografías, o en cualquier caso no más de seis; así que decidió mezclar el polvo de flash por adelantado para ahorrar tiempo, en vez de prepararlo para cada disparo. Pero esta opción tenía sus peligros, ya que, una vez mezclado, podía salir ardiendo inesperadamente. La combinación de polvo de magnesio y clorato de potasio ya le había chamuscado el pelo más de una vez, pero si colocaba a los modelos bajo la copa del árbol, el flash iluminaría las sombras.

Cuando terminó, como si les hubiesen hecho una señal (lo que no hizo más que confirmar su sensación de que la observaban en todo momento), salieron cuatro criados que portaban algo parecido a un trono. Había oído hablar de estos suntuosos asientos acolchados. Era un vistoso gaddi escarlata y oro, de un gusto completamente opuesto al de Eliza. No pudo evitar pensar que, si el asiento reflejaba la personalidad del maharajá, Jayant y su hermano Anish debían de ser como el día y la noche. Señaló un lugar bajo la copa del árbol y los criados dejaron el trono en el suelo, junto a otros asientos. Otro criado salió a esparcir pétalos de rosa por el lugar elegido.

Oyó el dulce silbido de una flauta, seguido por un pesado redoble de tambor, y recordó haber escuchado que en la mitología india el ritmo del tambor da forma a la creación. A continuación oyó el crujido de la seda y vio a la familia real entrar en el patio por un arco hábilmente camuflado en la pared de la planta baja. Eliza no pudo evitar sentirse abrumada por su grandeza al verlos avanzar con aire solemne, y esto no hizo más que acrecentar su nerviosismo. El maharajá se sentó y, solo entonces, pareció reparar en la presencia de Eliza.

Anish, el maharajá, era un hombre corpulento que no dejaba de meter los dedos rechonchos en una caja de delicias turcas que su esposa Priya, de cara avinagrada, tenía abierta en el regazo, haciendo volar una nube de polvo de azúcar cada vez que se metía una pieza tras otra en la boca. Tenía los ojos enrojecidos, y Eliza se preguntó si, además de glotón, sería bebedor. Su madre decía que los excesos que cometían los príncipes indios se debían a la práctica atroz de la poligamia. Su madre detestaba la poligamia con toda su alma.

Tanto Priya como su esposo llevaban numerosos anillos y cantidad de joyas adornaban sus ropas. Por una vez, Eliza se alegró de no poder plasmar la escena en color. Si el gaddi le había parecido ostentoso, estos dos lo eran cien veces más. Priya, que debía de tener treinta y muchos o cuarenta y pocos, no era una mujer guapa en un sentido tradicional: la expresión de su rostro era severa, sin rastro de una sonrisa; pero, con sus ojos hundidos y su nariz ligeramente aguileña, no pasaba desapercibida. Llevaba una blusa, una falda bordada o ghagra de color dorado y rojo con un mantón de seda a juego que le cubría el cabello, una gargantilla de relucientes rubíes al cuello y en el antebrazo varias punchís, pesadas pulseras de plata y oro.

Eliza miró a su izquierda cuando Jayant entró en el patio con un hombre más bajo, de hombros anchos, pelo negro y cejas pobladas. Jay, que llevaba una ajustada túnica de satén negro con delicados bordados de oro y cuello Mao, que le llegaba hasta las rodillas, y unos pantalones negros a juego, también lucía sus mejores galas, pero su estilo era más discreto. Era la primera vez que lo veía con turbante, pero lo que más la sorprendió fue el aspecto tan digno y elegante que podía tener este hombre «de la naturaleza». Cuando Jay le sonrió, se dio cuenta de que se había quedado mirándolo y, avergonzada de que la hubiese pillado, se volvió para manipular la cámara. Se giró al oír unos pasos a sus espaldas. Indira había entrado por otro arco camuflado y se colocó junto a Eliza.

—Me han ordenado que la ayude si lo necesita —dijo—. ¿Theek hai?

—Sí, de acuerdo —contestó Eliza.

Pero la que tenía delante era una Indi completamente distinta: hoy, sin su entusiasmo habitual y con los ojos bajos, su comportamiento era mucho más cauteloso. Por la expresión del rostro de la maharaní, parecía evidente que la razón era la presencia de la reina. Priya no saludó a la chica al llegar, sino que le dedicó una mirada de pena y le dio la espalda intencionadamente. Mientras Eliza se preguntaba quién sería el otro hombre, los últimos miembros (Laxmi, la madre de Jay, y las tres hijas del maharajá) se unieron al grupo. El hermano menor de Jay estaba escolarizado en Inglaterra y no iba a unirse a ellos.

Eliza les pidió que se acercasen más de lo que parecía apetecerles, mientras que la amiga del príncipe permanecía fuera de la foto. Priya suspiró varias veces y se levantó transcurridos solo pocos minutos. Dándole la espalda a Eliza, se dirigió a Laxmi.

—La inglesa ya habrá terminado, ¿no? Tengo que ir a hacer mis oraciones.

—Querrás decir la señorita Fraser —respondió Laxmi, en tono amable—. Acordamos que es libre de hacer lo que desee.

—¡Lo acordarías tú!

—No discutamos en un día tan bonito —medió el maharajá—. Con este cielo azul, este aire fresco y rodeados del canto de los pájaros. Puede hacer lo que desee, pero por supuesto… —sonrió a Priya— dentro de lo razonable, querida.

Priya dedicó a su marido una mirada ofendida y frunció el labio en una mueca de desprecio.

—Como siempre, te pones de parte de tu madre.

Anish frunció el ceño.

—Estoy seguro de que la señorita Fraser no tardará mucho más.

Eliza se tragó los nervios. Eran un grupo de lo más complicado.

—Ya queda poco. Si no le importa volver a tomar asiento, princesa, me daré prisa.

Se dio cuenta de que, durante los pocos minutos que había durado, Jayant había ignorado por completo la discusión, limitándose a silbar por lo bajo. Esperó con aire indiferente, enmarcado por los rayos del sol, aparentemente sin una sola preocupación en el mundo. Pero empezaba a quedar claro que había divisiones en la familia y las contradicciones que provocaban. Eliza no podía permitirse hacer enemigos ahora que se había endeudado hasta las cejas para comprar el equipamiento fotográfico. Progresaba sin prisa pero sin pausa, ya que había que cambiar la placa para cada nueva fotografía. Aunque titubeó más de lo habitual, con una sensación de inmenso alivio, terminó el trabajo sin que se atascase nada. Fue una pequeña victoria, ya que, de lo contrario, habría tenido que retirarse a una habitación en completa oscuridad para tratar de solucionarlo, lo que habría retrasado la sesión de fotos. Prefería usar la Rolleiflex al aire libre y para fotografías más desenfocadas, pero la de hoy era una ocasión formal. Era la clase de retratos a la que estaba acostumbrada la familia real y no había querido asustarlos el primer día tomando las fotografías informales que de verdad deseaba y que le habían pedido específicamente que plasmase. Clifford le había dicho desde el principio que su trabajo debía reflejar lo más fielmente posible la vida real en Rajpután y no estar dictado por la preferencia de la familia real por los retratos formales y serios.

Mientras la familia se alejaba, Jay se llevó a Anish a un lado. Eliza se dio cuenta de que estaban en desacuerdo sobre algo. Oyó mencionar varias veces el nombre de Chatur y, observándolos por el rabillo del ojo mientras desmontaba el equipo, se dio cuenta de que Jay estaba furioso. En un momento dado, le puso una mano en el brazo a su hermano y pareció apretárselo con fuerza. Anish se zafó de la mano de Jay y se dirigió a él en voz alta.

—No te entrometas. Cómo lleve Chatur los asuntos del castillo es cosa mía, no tuya.

—Le das demasiado poder.

En aquel momento, Eliza movió el trípode y los hermanos se fijaron en ella y bajaron la voz, pero le quedó claro que Jay no estaba de acuerdo con Chatur.

Entonces Anish se marchó y Jay se quedó quieto unos instantes antes de cruzar el patio y dirigirse a ella en tono de voz normal.

—No está mal. De hecho, me ha dejado impresionado —admitió.

—Todavía no ha visto las fotos —le recordó ella, irritada por su tono de voz testarudo.

—Es usted toda una profesional.

—¿Acaso esperaba otra cosa?

—Bueno, al enviar a una mujer fotógrafa… —Hizo una pausa, la miró con atención y volvió a hablar en tono más amable—. Quiero decir que no es lo corriente, ¿no? Y no estamos acostumbrados a ver a una mujer de cierta clase haciendo un trabajo duro.

—¿Una mujer de cierta clase? —dijo, parpadeando. Jayant asintió con la cabeza—. Incluso en Inglaterra, soy una cosa rara, pero quiero labrarme fama como fotógrafa —dijo Eliza, pensando en lo mucho que valoraría que publicasen su trabajo—. Y nada ni nadie me lo impedirá.

—Puede que su deseo de ser famosa sea su perdición.

—Eso y mi gusto por el agua, supongo.

El príncipe esbozó una sonrisa.

—¿Cree que hago mal en intentarlo?

—Tiene que haber un equilibrio. Hay que filtrar lo importante de lo que no lo es.

—¿Y usted lo ha conseguido?

Jayant apartó la mirada.

—Yo no diría tanto. Por cierto, este es mi viejo amigo Devdan. Dev, para abreviar. Nos conocimos en una feria de camellos cuando éramos niños. Siempre que puedo, me gusta salir de incógnito. Me da sensación de libertad.

—Por no mencionar que, si los comerciantes no saben quién es, le hacen un mejor precio. Cuando nos conocimos, no tenía ni idea de quién era —dijo el hombre bajito, con una amplia sonrisa—. En fin, todo un regalo de los dioses, ese soy yo, o al menos es lo que significa mi nombre.

—Todo un agitador, mejor dicho. —Jay le dio una palmada en la espalda, echándose a reír.

—Estoy aquí para practicar la cetrería, cazar antílopes y organizar carreras de camellos con mi amigo el rajput. El honor por encima de todo, así son los rajputs, ¿verdad, Jay?

Jay sonrió, pero Eliza se fijó en que sus ojos color ámbar se habían oscurecido. Su aire pensativo parecía ocultar algo, y empezó a sospechar que, bajo su aparente confianza, se escondía cierta inseguridad. Esperó a que hablara, con la mirada fija en los bulliciosos monos que jugaban entre las ramas de los naranjos.

—En efecto. ¡Qué tiempos aquellos! Los guerreros preferían morir a darse por vencidos —dijo por fin, y, tras una pausa un tanto incómoda, añadió—: Antes de que nos volviéramos tan tímidos.

—¡Tímidos! No me parece nada tímido —dijo Eliza.

—Ah, pero en tiempos fuimos feroces —intervino Dev, y, al ver la expresión de su rostro, Eliza no tuvo problema en creerlo. De hecho, aunque era más bajo que Jay, y a pesar de su aparente frivolidad, algo le dijo que no debía subestimar a este hombre. Aunque se había mostrado de lo más amable, más de una vez Eliza lo sorprendió mirándola con desconfianza, lo cual la incomodó. Puede que solo fuese curiosidad, pero, en cualquier caso, le resultaba difícil mirarle a los ojos. Tenía una mirada profunda y difícil de leer. No parecía en absoluto la clase de hombre que podría ser amigo de Jay.

—Habla de equilibrio —dijo Eliza, volviéndose hacia Jay—. Pero ¿qué hay del trabajo? Si su antiguo papel de guerrero ya no es necesario, ¿por qué no busca algo útil que hacer?

—Escúchala, Jay, piensa que las carreras de camellos no son útiles.

Dev se rio de su propio comentario y, aliviada de que el ambiente ya no fuese tan tenso, Eliza sonrió.

—Puede que tenga razón —admitió Jay.

—¿Cómo empezó a interesarse por la fotografía? —preguntó Devdan.

—Mi marido me compró mi primera cámara cuando estábamos de luna de miel. —Lo dijo sin pensar e, inmediatamente, miró a Jayant.

—Debe de echarlo de menos —fue lo único que dijo Dev.

El sentimiento de culpa por la muerte de Oliver le formó un nudo en el estómago. Sintió que se quedaba sin aire y los ojos amenazaron con llenársele de lágrimas. Pero entonces, como siempre, controló sus emociones y respondió con un seco asentimiento de cabeza.

—En concreto, ¿qué fue lo que la intrigó de la fotografía?

—Me pareció de lo más emocionante —sonrió—. Vi las obras de Man Ray. Son muy experimentales, trabajó con artistas surrealistas como Marcel Duchamp. Y entonces, cuando lo probé yo misma, me di cuenta de que veía las cosas de forma distinta a través de la lente. Aprendí a centrarme en lo inesperado. Era como ver el mundo con ojos nuevos. Por supuesto, mi marido no imaginaba que se convertiría en mi carrera.

Se hizo una breve pausa.

—Hasta después de su muerte, no tuve los fondos suficientes para comprar más equipamiento y pagarme unas clases de fotografía.

—Lo siento, no lo sabía —dijo Devdan.

—Y ahora… —Eliza miró hacia abajo—. Es toda mi vida. Para mí la fotografía no plasma solo lo que veo, sino lo que siento.

Pero a su respuesta le había faltado la fuerza y la pasión que de verdad sentía. No le dijo que solo podía expresarse tal y como era a través de la lente de su cámara, ni que la fotografía se había convertido en su consuelo. No le dijo que creía que tener éxito en su carrera podría mitigar la culpa que sentía. Quería hacer que su padre estuviera orgulloso de ella y creía que, si trabajaba con todas sus fuerzas, podría superar su dolor. Pero lo cierto era que hubiera preferido morir a acabar como su madre, aunque eso significase que el precio a pagar por dedicarse a su carrera fuese toda una vida de soledad. Y de una cosa estaba segura: jamás volvería a renunciar a la mujer que era por sentirse menos sola, ni se avergonzaría de insistir en tener una voz propia.

—Hoy tiene un aspecto muy distinto —le dijo a Jay, dejando a un lado sus pensamientos y señalando su túnica.

—Ah, esto. Se llama achkan. Es de origen mogol.

Alzó la vista hacia las celosías o jalis, como encajes tallados en mármol, y volvió a experimentar la sensación de que la observaban.

ELIZA PASÓ LA mayor parte del resto del día en el cuarto oscuro. Las placas fotográficas no reveladas se deteriorarían rápidamente en el calor de Rajpután, así que su plan era revelarlas en cuanto las hiciese. Pero no contaba con el calor extremo de la tarde, que intensificaba la atmósfera asfixiante de un cuarto oscuro cerrado y sin ventilación, sobre todo al tener que llevar guantes de nitrilo y mascarilla. El líquido de revelado era una mezcla de sustancias químicas, las más tóxicas de las cuales eran los relucientes cristales blancos de ácido pirogálico, la razón principal por la que había insistido en ser la única que tuviese la llave del cuarto oscuro. Con solo ingerir un poco de ácido pirogálico, o si este entraba en contacto con la piel, se sufrirían desagradables efectos secundarios. Pero a Eliza le encantaba trabajar sola en el revelado, y aunque el olor penetrante y avinagrado de los productos químicos le daba dolores de cabeza, siguió adelante y terminó con una serie de copias por contacto. Se las enseñaría a Clifford, que esperaba que le diese permiso para enviarlas a Delhi junto con las placas originales para la impresión definitiva. Eliza incluiría, además, unas instrucciones y notas manuscritas sobre el tratamiento y el tamaño deseados.