13
ENERO
DESPUÉS DE AQUELLO, Eliza se refugió en lo único que sabía hacer para sobrevivir a los contratiempos de la vida. Absorta en el trabajo, le dolían menos las acusaciones de su madre. Se levantó antes del amanecer, cuando una calima azul cubría con su velo la ciudad a sus pies, y sin que aún hubieran empezado a repicar las campanas del templo, exploró el castillo en busca de enfoques originales de la arquitectura de las murallas, de recónditos rincones de exquisita decoración o de marcados contrastes entre luces y sombras. Eran momentos extraños pero sublimes, de una soledad casi agradable. Fue a la ciudad, acompañada, por supuesto, y consiguió captar algunas imágenes de los artesanos trabajando; hasta vio a un músico tocando un instrumento que parecía hecho con la corteza de un coco.
Una vez de vuelta en el castillo, le alegró recibir una breve nota de Clifford en la que le decía que ya había puesto en marcha las cosas y que seguramente Jay recibiría el visto bueno para el proyecto de riego. Después de leerla, fotografió a los criados con la sensación de haberse quitado un peso de encima. Todos se mostraron dispuestos y le invitaron a pasar tiempo con las concubinas, cuyos largos chales en tonos rosa y naranja se arremolinaban y resplandecían sobre el verde esmeralda de sus faldas y túnicas. Empezaban a confiar en ella y, charlando y riendo, le permitieron tomar las fotografías naturales que Eliza deseaba. Más tarde, cuando reveló las hojas de contacto, las mujeres exclamaron y señalaron, ilusionadas, las imágenes de sí mismas. A cambio, se ofrecieron a iniciarla en las dieciséis artes de la feminidad. Eliza declinó al principio, por miedo a lo que supondría aprenderlas, pero las concubinas insistieron hasta no dejarle otra opción.
La sala a la que la condujeron estaba en la planta baja, era enorme y tenía las paredes y suelos revestidos de mármol rosa claro. Las ventanas estaban veladas por celosías delicadamente talladas, a través de las cuales el sol dibujaba patrones geométricos en el suelo con sus rayos dorados. Aquí las jalís parecían creadas más por su belleza que para ocultar a las mujeres, dejaban pasar más luz y proyectaban menos sombras. Y cuando las criadas trajeron unos enormes cuencos de agua humeante que vertieron en un profundo ghangal de cobre, una especie de bañera, Eliza esperó, expectante y feliz.
Las concubinas la sentaron en un banco de madera, le lavaron el pelo con agua de coco y la bañaron en agua perfumada con jazmín. Pero las sonrisas de Eliza, avergonzada por estar desnuda delante de ellas, y con tantos pares de ojos evaluándola y tantos dedos tocándole la pálida piel, pronto dieron paso a la timidez. Oía que las mujeres hacían comentarios personales sobre sus pechos y sus muslos, pero poco a poco empezó a bajar la guardia. Una vez se dejó llevar, empezó a caer en una profunda relajación. Mientras la secaban y le masajeaban el cuerpo con aceites perfumados, le contaron sus historias. Una le dijo que era la tercera hija de una familia pobre sin hijos varones, y que venía de muy lejos de allí, de una tierra mísera y estéril.
—Entonces ¿tienes hermanas? —dijo Eliza—. Yo siempre quise tener una hermana.
La chica negó con la cabeza y empezó a frotarle los pies con una piedra áspera.
—A ellas se las llevaron los lobos y a mí me trajeron aquí.
—¿Cuando eras un bebé?
—Mis padres eran demasiado pobres como para quedarse conmigo. ¿De qué sirve una niña?
Entonces la chica le masajeó los pies con una especie de manteca, cantando en voz baja mientras trabajaba.
Otra de las concubinas señaló que Eliza debía ponerse más joyas o la tomarían por una viuda. Aunque Eliza protestó, le dijeron que visitara al sonar u orfebre a la primera ocasión y comprase todas las joyas que pudiese. Eliza se rio, pero tomó nota. Durante el tiempo que pasó allí, las mujeres no dejaron de abrazarse y de estallar en carcajadas ante bromas que Eliza no entendía, pero se dejó llevar por una especie de confusa ensoñación y le gustó poder entender un poco mejor este país con tradiciones tan diversas.
Una de las mujeres había hecho algo que llamó kajal. Era la sustancia negra con la que se maquillaban los ojos, y se ofreció a enseñarle a Eliza cómo usarla. Cuando terminó, Eliza se miró al espejo y le sorprendió ver lo mucho que realzaba su mirada. Sus ojos parecían más verdes, más brillantes, y cuando sonrió al ver el resultado, la mujer le dio un frasquito de kajal en una minúscula cajita de plata con un palito de madera con el que aplicarlo.
Llevaba viviendo en el castillo desde mediados de noviembre y había pasado una Navidad tranquila en casa de Dottie. Ahora hacía bastante frío por las noches, y tuvo que buscar un par de mantas. Le dieron un razai, una colcha rellena de algodón impregnada de un fuerte olor a almizcle, que creían que ayudaba a retener el calor en el cuerpo. Y así, igual que el resto de habitantes del castillo, Eliza se acostumbró a envolverse en un gran mantón de cachemira a primera hora de la mañana y a quitárselo solo cuando empezaba a apretar el calor del día. Todavía tenía la sensación de que la seguían, aunque, cada vez que se volvía a mirar, no había nadie. El castillo estaba envuelto en misterio. A veces tenía una especie de corazonada, como si estuviese a punto de ocurrir algo horrible, y la incómoda sensación de estar siendo observada la dejaba crispada y tensa. Otras veces lo atribuía a algún ruido procedente de algún otro sitio.
Le sorprendió descubrir lo mucho que echaba de menos a Jay, y, deseando que fuesen sus pasos los que oía resonar por los largos pasillos, no podía librarse de la sensación de que algo iba mal.
UNA MAÑANA TEMPRANO oyó que llamaban a su puerta y, al abrirla, se encontró con una de las criadas, que le indicó que la siguiera. Al principio no desconfió, pero cuando descendieron a las entrañas del edificio, se le puso la carne de gallina. En un lugar tan inmenso como el castillo, era fácil dejarse llevar por el miedo; pero no era solo que los corredores de la planta baja fueran pasadizos fríos y sin ventanas, apenas iluminados por lámparas de aceite: ocurría algo extraño.
Cuando la chica se detuvo frente a una puerta de madera oscura, Eliza se sorprendió al ver que el diván, Chatur, la abría y le hacía señas de que entrase. Vaciló y se volvió a mirar a la criada, pero los guardias armados que habían aparecido de pronto en el pasillo le impidieron el paso. No confiaba en Chatur. Todo en él, desde su postura erguida hasta su mueca de desprecio, no solo insinuaba desdén, sino que lo expresaba activamente.
Cuando Eliza entró en el cuarto oscuro y sofocante, el diván la miró con una sonrisa fría y amenazadora.
—¿Significa mucho para usted este proyecto fotográfico? —dijo.
—Así es —respondió, con un tono de voz uniforme y con toda la dignidad que pudo.
—Lástima. —Otra de esas sonrisas que no le llegaban a los ojos, como si se burlase de ella—. Tal vez haya oído que aquí consideramos que una viuda es una mujer culpable. Nos parece deshonroso que una mujer sobreviva a su marido.
Estaba jugando al gato y ratón. Eliza tragó saliva.
—Una creencia completamente ridícula, según mi manera de pensar.
El diván ignoró su comentario.
—Me he enterado de que es viuda, señora Cavendish. Esta clase de rumores se propagan como la pólvora en un mundo tan cerrado como el nuestro.
Se le desbocó el corazón, y cuando abrió la boca para preguntar, la interrumpió.
—Cómo me haya enterado no es asunto suyo.
—No estoy de acuerdo.
—Bueno, sea como fuere, lo importante es que no podemos permitir que una mujer como usted se mueva libremente. Creemos que el contacto con una viuda trae muy mala suerte, y son pocos los que desearán estar en su compañía. En consecuencia, yo mismo o uno de mis hombres la acompañará a todas partes, supervisará todas las fotografías que quiera tomar y examinará con atención sus hojas de contacto. Cualquier cosa que considere inapropiada será destruida. ¿Está claro?
Indignada, Eliza se mantuvo firme.
—Perfectamente claro, aunque creo que el residente británico tendrá algo que decir al respecto.
—Tengo entendido que el señor Salter se encuentra en Calcuta, y probablemente estará ausente durante algunas semanas.
—Entonces, el príncipe Jay...
—No se deje engañar. Al príncipe no le quedará otra opción que hacer lo que le digo. Son órdenes del maharajá.
—Le ha dicho que soy viuda.
—Era mi deber. Aquí creemos en el deber, y el primer deber de una esposa es mantener con vida a su marido. —Soltó una amarga carcajada—. Algo que usted no supo hacer.
Eliza se dio la vuelta, pero en seguida volvió a girarse y, cansada de preguntarse constantemente si eran imaginaciones suyas, decidió hablar a las claras.
—¿Por qué ha ordenado que me sigan?
Chatur sonrió.
—Son imaginaciones suyas. Nadie la está siguiendo, pero, si así fuera, ¿no le convendría abandonar el castillo ahora? Antes de que, por así decirlo, le ocurra algo peor. A usted, o incluso a otra persona. Estos castillos pueden ser de lo más peligrosos.
Eliza retrocedió instintivamente al percibir la amenaza velada en su voz.
—¿Por qué iba a pasar algo?
—Es solo una forma de hablar, señorita Fraser. Pero ya vio lo que pasó en el partido de polo.
El diván extendió las manos y, con una expresión de tristeza fingida, se encogió de hombros.
Ahora Eliza estaba segura de que Chatur estaba detrás de la caída de Jay, y no pudo evitar preocuparse no solo por sí misma, sino también por él. Por muy indefensa que se sintiera, no quiso darle a Chatur el placer de ver lo mucho que le habían afectado sus palabras, así que hizo todo lo posible por tragarse el miedo. Aparte de sus amenazas veladas, sus movimientos quedarían tremendamente limitados. Las cosas no podían ir peor.
Deseó que Jayant volviese a casa y pensó que, ahora que Chatur sabía la verdad, Laxmi también se enteraría. Avergonzada por haber ocultado su verdadera situación, se esforzó por controlar la angustia. ¿Qué diría Laxmi? Y, ahora que Chatur vigilaba cada uno de sus movimientos, ¿estaba segura en el castillo? A pesar de que le lloraban los ojos y le sudaban las palmas de las manos, se dijo a sí misma que no debía ser ridícula. No iba a pasarle nada. Chatur solo quería intimidarla, ¿verdad?