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CON JAY FUERA de casa, Eliza era consciente de que había perdido a su único aliado. Las parlanchinas concubinas dejaron de visitarla, y su acceso al castillo quedó severamente restringido. De vez en cuando, veía a las hijas de Anish patinando, pero como siempre iba acompañada de un guardia, no se atrevía a llamarlas. Estaba claro que los guardias habían recibido órdenes de entorpecer sus planes y, sintiéndose atrapada y frustrada, las horas parecían eternas. A veces creía ahogarse en un falso silencio plagado de secretos.

Cuando las imágenes que conseguía captar se volvieron más escasas y más formales, empezó a pensar que estaba destinada a fracasar en su tarea. Volvieron las pesadillas, solo que ahora no solo oía la ensordecedora explosión de la bomba, que atronaba una y otra vez en su cabeza, sino que además percibía el olor a carne quemada en su cara y en su pelo, y se despertaba rascándose y arañándose la piel. Otras noches veía el rostro de su padre desvanecerse ante sus ojos, para quedar sustituido por la imagen de una pira funeraria, y se despertaba temblando, con el camisón pegado a la piel y el pelo empapado en sudor.

La mayor parte del tiempo tenía la misma sensación de que la seguían, y muchas veces esperaba descubrir a alguien acechándola. Pero ¿qué le daba más miedo? ¿Que la siguieran o la angustia constante que la hacía imaginarse algo peor? Tenía la esperanza de que Chatur solo quisiese intimidarla y que no corriera ningún peligro, pero no podía evitar plantearse hacer las maletas y marcharse. Pero, si daba el paso, ¿qué la esperaba en Inglaterra? Se había gastado gran parte de sus ahorros en su equipamiento fotográfico y confiaba en que este proyecto le abriese muchas puertas. Aunque le pagaban un sueldo mensual, no terminar el proyecto significaría renunciar a la cuantiosa prima final, y su reputación como fotógrafa quedaría dañada.

Iba andando por el pasillo, de camino a su habitación mientras planeaba el siguiente lote de fotografías, cuando se quedó quieta y rápidamente se escondió en un recoveco de la pared. Había visto a un hombre salir a hurtadillas de su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Cuando estuvo segura de que se había marchado, corrió a su habitación y, con las manos temblorosas, hizo girar la llave en la cerradura. El intruso había hecho todo lo posible por disimular su presencia, pero, aunque todo estaba más o menos en su sitio, se dio cuenta de que alguien había movido las cosas que tenía encima del tocador. Ahora que tenía pruebas fehacientes de que la vigilaban, la invadió una mezcla de miedo y rabia. ¿Cómo se atrevían a entrar en su habitación sin permiso? Había reconocido al hombre, que era uno de los guardias de Chatur, así que el diván debía de andar detrás de todo esto. Arrastró una silla y la apoyó contra la puerta, aunque no haría mucho por desanimar al que quisiese entrar.

A LA MAÑANA siguiente, después de una noche sin pegar ojo, el guardia la dejó sola en el patio. Se sentó en uno de los columpios gigantescos, que tenía cabida para cuatro mujeres a la vez, y, con las piernas colgando, dejó que los dedos de sus pies rozasen el suelo del jardín. Oyó una voz y levantó los ojos. Vio que Indi se le acercaba.

—¿Se lo dijiste tú? —preguntó en seguida. Le dolía pensar que Indi hubiera revelado su secreto, y no pudo disimular su enfado.

La chica frunció el ceño. Eliza alzó la voz.

—¿Les dijiste que soy viuda?

—Por supuesto que no.

—Entonces ¿quién ha sido? —preguntó Eliza. El castillo era una sociedad cerrada, plagada de susurros y rumores, en la que los secretos acababan saliendo a la luz, y Eliza lo sabía.

—No lo sé —dijo Indi, por fin.

—Bueno, pues se han enterado y ahora me vigilan constantemente. No sé qué piensan que voy a hacer.

Indi suspiró.

—Contaminar a las demás mujeres, seguramente. Mira, deja que te ayude. Conozco todos los escondites de este castillo, mejor incluso que los guardias. Puedo sacarte de aquí sin que se enteren.

—Quieren quitarme las hojas de contacto.

—Las sacaremos también.

—¿De verdad estás dispuesta a ayudarme?

Indi asintió con la cabeza y Eliza esperó que fuese sincera.

—Además, puedo enseñarte el pasadizo secreto que comunica el zenana con el mardana, las dependencias de los hombres. Es el mejor sitio para enterarse de lo que se cuece.

—¿Cómo puedo devolverte el favor?

Indi sonrió.

—He estado pensando en ti. Siento haberme portado mal contigo. Te ofreciste a mostrarme cómo funciona la fotografía. No solo la parte técnica, sino también la artística. ¿Sigues dispuesta a enseñarme?

Animada por este rayo de esperanza, Eliza cogió de la mano a Indi, que había conseguido convencerla de que todo saldría bien.

—Me encantaría. De verdad. Podemos aprender a ver el mundo juntas. Y a ayudarnos mutuamente.

«Hasta en los momentos más oscuros, basta con tener un solo amigo», pensó Eliza, poniéndose en pie. Y mientras subían la estrecha escalera que conducía a sus habitaciones, le preguntó a Indi por su infancia. La chica hizo una pausa y se quedó quieta.

—Quería mucho a mi abuela.

—La conocí, ¿lo sabías?

Indira asintió con la cabeza.

—Ya me he enterado.

—Jay me contó a grandes rasgos lo que pasó. Tu abuela creyó que estabas en peligro.

—Siempre llevaba un collar al cuello, como la mayoría de los niños. Y un día desapareció. Habría jurado que no lo había perdido, y cuando encontraron muerta a una mujer que era sospechosa de ser bruja, con un hacha clavada en la espalda, mi abuela supo que me habían quitado el collar mientras dormía y que yo también estaba en peligro. Mi aldea está muy atrasada y la mayoría de los vecinos son campesinos. No tenía ni madre ni padre y pensaban que me daba aires de superioridad.

Eliza recordó las suaves líneas redondeadas de las cabañas pintadas de ocre, rodeadas por muros bajos.

—Parecía un pueblecito tranquilo.

—Y lo es, pero nunca fui sumisa, y los aldeanos pensaban que mis padres deberían haberme enterrado en una tinaja de barro.

—¿Qué?

—Es lo que les hacían a las niñas no deseadas. A muchas niñas recién nacidas las metían en tinajas de barro y las enterraban en el desierto. Pregúntale a tu amigo, el residente. Los británicos desenterraron a algunas.

Horrorizada, Eliza ahogó un grito.

—¿Quieres decir que las enterraban vivas?

—No lo sé. Seguramente sí, para no tener que matarlas. En cierto modo, es comprensible. La gente es muy pobre y las niñas salen muy caras. Los padres no obtienen un retorno por lo que invierten en criarlas, y más adelante, cuando las chicas se van a vivir con la familia de su marido, no tienen nadie que cuide de ellos en su vejez. Y se quedan con el corazón roto, porque, por supuesto, acaban cogiéndoles cariño a sus hijas. Se dice que las madres lloran cuando nace una niña, pero también cuando su hija tiene que marcharse. Los niños se quedan con sus familias, ¿sabes?

—Pero el infanticidio ya no se practica, ¿verdad?

Indi se encogió de hombros.

—Es sorprendente de cuántas niñas se dice que se las han llevado los lobos.