24

SIN MÁS EFECTOS adversos de la picadura de araña y llena de amor por Jay, Eliza pronto volvió al castillo de Juraipur. Dottie se había enterado de que había estado enferma y por fin se armó de valor y la visitó en palacio, donde entró en las habitaciones de Eliza con un ramo de flores en la mano.

—He de decir que tienes un aspecto estupendo. Esperaba verte demacrada y paliducha.

Eliza sonrió y se reclinó en el sofá, feliz.

Dottie se la quedó mirando.

—¡Vaya, vaya! ¿Así que Clifford te ha hecho una proposición?

—¿Clifford?

Dottie dejó las flores sobre una mesita.

—Tienes todo el aspecto de una mujer que acaba de decir que sí.

—No.

—Entonces ¿qué pasa? —Bajó la voz—. ¿O debería decir quién? —Se hizo una breve pausa y Dottie se tapó la boca con la mano—. No te habrás atrevido…

Eliza no respondió.

—Te has enamorado de uno de ellos. Es eso, ¿verdad?

Eliza sonrió, sin poder contenerse, y asintió con la cabeza.

—De Jay.

Dottie se levantó y se la quedó mirando, con las manos sobre las caderas.

—Pues ¡se va a armar una buena! Por ambas partes.

—¿No te alegras ni un poco por mí?

Dottie se acercó a la ventana y se asomó al exterior antes de volver a girarse hacia Eliza.

—Acabará en lágrimas, mi amor. Estas cosas siempre acaban mal. Aunque me imagino que debe de ser deliciosamente romántico. —La última frase la pronunció en tono pensativo.

—¿Te importaría hablar con Clifford para calmar los ánimos? —preguntó Eliza.

Dottie negó con la cabeza.

—No, querida, no puedo. Te aconsejo que pongas fin a esto antes de que llegue más lejos.

—No puedo.

—O, mejor dicho, no quieres. No te culpo, de verdad que no. Debe de ser irresistiblemente emocionante, pero Jay nunca se casará contigo, sino con una de su clase.

—Yo no estoy tan segura.

—Pues yo sí. Te dejará y destruirá tu reputación.

—Olvidas que ya he estado casada. No soy precisamente una virgen.

Dottie se sentó junto a Eliza en el sofá y la tomó de la mano.

—La gente perdona a un marido muerto, pero no perdona a una mujer repudiada, sobre todo si el hombre en cuestión no es uno de los nuestros.

Eliza suspiró. No era lo que quería oír.

—Sinceramente, querida: ponle fin, y pronto.

JAY LE HABÍA dado a Eliza la llave de su estudio para que pudiera usarlo cuando quisiese, ya fuese para tomar fotografías en el despacho o para ordenar los papeles del proyecto cuando él no estuviera. Eliza pensó que sería buena idea tomar fotografías de cada miembro de la familia y del resto de habitantes del palacio por separado; aunque en realidad, los mejores retratos de personas que había tomado siempre los había hecho en la ciudad o en el propio desierto. La naturaleza tenía algo que realzaba a las personas.

Indi ya había regresado de casa de su abuela y Eliza se sintió aliviada cuando le dijo que atravesar el desierto a la carrera en motocicleta no la había dejado más frágil que antes.

—Debes de estar contenta —dijo Eliza, mientras colocaba la cámara sobre el trípode en el estudio para fotografiar a Indi. La Rolleiflex todavía no había vuelto de Delhi.

—Fue muy duro ver a la abuela apagarse poco a poco —dijo la chica—. Si te digo la verdad, no creo que esté mejor. Se hace la valiente, pero apenas come.

—¿No has querido quedarte con ella?

—Insistió en que volviera el castillo… ¿Qué más te da? —dijo Indi, después de una breve pausa—. Tú llevas siglos fuera.

Eliza pensó en Jay y en su conversación con Dottie, pero se las apañó para que no se le notase la preocupación en la cara.

—He estado ayudando a Jay con el proyecto de riego. El nuevo inversor todavía tiene que firmar unos papeles para cedernos los fondos. Pero los conseguiremos un día de estos y entonces habrá que acelerar las obras.

—Me encantaría ver cómo van avanzando.

—Estoy segura de que Jay te llevará encantado. Y ahora, ¿te importa sentarte en el escritorio?

—¿En el escritorio?

—Quiero que sea un retrato relajado.

Indi obedeció y se sentó en el borde de la mesa.

—¿Y si finjo leer un libro?

—Buena idea.

Indi cogió un tomo abierto que estaba sobre el escritorio de Jay y simuló estar absorta en él.

—Ahora, levanta la vista y sonríe.

Indi hizo lo que le pedía y una vez más Eliza se quedó boquiabierta ante la belleza de la chica. Sintió ganas de sacar el tema de la relación de Indi con Chatur, pero como Jay ya lo había hablado con ella, decidió no meter el dedo en la llaga.

—¿Quieres hacerme otra foto de pie? —sugirió Indi.

—Primero hagamos otra con el libro en la mano.

Hē bhagavāna —dijo Indi, pasando las páginas—, ¿por qué estará leyendo Jay sobre productos químicos tóxicos?

—Ni idea —dijo Eliza, y se apresuró a cambiar de tema—. ¿Sabías que tu abuela vino a ayudarme cuando me picó una viuda negra?

—Me lo dijo. Me pareció un poco raro, la verdad: no dejaba de hablar de ti. No entiendo por qué tanto alboroto: la gente rara vez muere de una picadura de viuda negra.

—Por lo visto, tuve una reacción extrema. Jay se portó genial.

Eliza no pudo evitar sonreír al recordar con cuánta ternura y atención había cuidado de ella cuando estuvo enferma.

—Oh, seguro que sí —dijo Indi, con una sonrisa fría que no le llegó a los ojos.

—Indi, yo...

—No te preocupes: se te nota en la mirada. Y a él también, la verdad. Pero andad con cuidado: si yo me he dado cuenta, los demás no tardarán en saberlo.

—Lo siento. Empezamos siendo amigos.

—No te disculpes. Ya he superado lo que sentía por él. Pero yo, en tu lugar, no me enamoraría. No eres la primera, Eliza, ni mucho menos. Y a Laxmi no le hará ni pizca de gracia.

—Ella no lo sabe —dijo Eliza, con toda la tranquilidad que le permitía su corazón acelerado. Se le vino a la mente la imagen de sus piernas entrelazadas con las de Jay, tan morenas contra el blanco de las sábanas.

Indi hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Puede que te parezca la bondad personificada, pero cuando se trata de sus queridos hijos, los defiende a capa y espada. No te equivoques: no permitirá que lo vuestro continúe. Será mejor que te andes con cuidado.

Eliza se examinó las uñas y por un momento no respondió. Cuando habló, lo hizo en un tenso hilillo de voz.

—¿Quieres decir que no soy la primera inglesa?

—Por supuesto. Seguro que te ha hablado de ellas. ¿No es eso lo que hacen los amantes? Se cuentan cosas. Y, de todas formas, no eres virgen, así que ¿qué importa? Por lo general, le gustan las casadas. Así la cosa termina en un santiamén.

Eliza tragó saliva. ¿Cuántas mujeres habría habido?

—¿Por eso Jay estaba leyendo sobre sustancias tóxicas? —dijo Indi.

—Perdona, no te sigo.

—Para envenenar a Laxmi. —Echó la cabeza hacia atrás y rio a carcajadas, pero Eliza se sintió horrorizada. Seguramente, había estado leyendo sobre el ácido pirogálico.

En aquel momento entró Jay. Eliza notó el nerviosismo en sus ojos cuando le vio la cara.

—Era broma, Eliza, una simple broma —dijo Indi.

—¿Algo va mal? —dijo Jay, mirando a una y a otra.

Eliza negó con la cabeza.

—Solo una broma que no he pillado.

Jay frunció el ceño.

—¿Eso es todo?

—Relájate —saltó Indi—. Vaya, qué tenso estás. ¿Has estado haciendo algo que no deberías, Jay?

—Indira sabe lo nuestro —dijo Eliza, pensando que era mejor decirlo a las claras.

Jay se encogió de hombros.

—Iba a enterarse tarde o temprano. Y ahora, Eliza, ¿dónde quieres que me ponga? —dijo, dándole la espalda a Indi.

—Siéntate tras el escritorio, ¿de acuerdo?

—Buena idea —dijo Indi—. El príncipe sentado a su escritorio. A los británicos les encantará.

Jay rio, pero Eliza supo exactamente qué imagen se le había venido a la mente. Justo antes de salir de su palacio para volver a Juraipur, se lo había encontrado andando de acá para allá en su despacho. Jay había pedido que le ayudase a recoger los papeles que estaban desperdigados por toda la habitación, pero cuando Eliza dio unos cuantos pasos hacia él, la cogió en brazos y la sentó sobre el escritorio. Entonces, la besó en el cuello.

—Pensé que me necesitabas —dijo ella, mirando los papeles.

—Y te necesito. Más de lo que crees.

Eliza rio mientras le desabrochaba la blusa y le levantaba la falda.

—Me alegro de que no lleves pantalones —dijo.

Eliza le ayudó a despojarse de la ropa interior y Jay se quitó los pantalones. Inclinó la cabeza y la besó en el vientre. Eliza echó la cabeza hacia atrás y miró al techo, sin un solo pensamiento en la mente, tan solo la sensación de sus labios al rozarle la piel y de sus manos sobre sus pechos. Cuando el deseo se volvió insoportable, Eliza le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Los papeles salieron disparados y terminaron esparcidos por el suelo mientras hacían el amor. Cuando terminaron, los dos estaban tan empapados que fueron a su habitación, donde Eliza le secó la humedad de la piel. Y después él hizo lo mismo por ella, aunque la cosa no terminó allí. Le lavó el pelo y le masajeó suavemente el cráneo. «Es un masaje de cabeza indio», dijo. Le pidió que se sentase en un taburete y se pasó una eternidad masajeándole la cabeza, el cuello y los hombros, hasta que Eliza tuvo la impresión de que sus músculos se habían vuelto líquidos. Entonces la llevó hasta la cama, donde volvieron a hacer el amor, esta vez tan lentamente que fue como salir de su propio cuerpo.

Eliza estaba aprendiendo qué le gustaba, cómo suspiraba cuando lo tocaba, cómo le gustaba que se moviera cuando estaba dentro de ella; pero él parecía saber exactamente lo que quería Eliza, antes incluso de que ella fuera consciente. Durante los últimos días que pasaron en su palacio, no habían podido contenerse. Habían vivido en su propio mundo, a salvo de todo lo que pudiera hacerles daño, y todo se había vuelto hermoso. Los atardeceres eran especialmente espléndidos; los amaneceres, arrebatadores; el viento traía la fragancia del franchipán y el jazmín y el sol brillaba más que nunca. Su amor por él y su amor por la vida y su precioso palacio se habían expandido hasta abarcar todo lo que existía y todo lo que existiría jamás.

—¿Qué es lo que nos pasa? —le preguntó un día. Él le respondió que era consecuencia del terror que había experimentado ante la idea de perderla cuando la picó la viuda negra. Tenía que hacerla suya de verdad.

—Y yo tengo que hacerte mío —dijo ella—. Hamesha.

—Siempre —repitió Jay.

Ahora, en el estudio con Indi y Jay, Eliza volvió en sí con una sacudida. Notaba que el recuerdo la había hecho sonrojarse y se preguntó si alguna vez podría volver a mirar un escritorio de la misma manera.

Jay se percató del rubor en su cara y le guiñó un ojo, pero Indi también se había fijado.

—Por el amor de Dios. Si queréis mantenerlo en secreto, se acabaron las miradas lascivas.

Eliza no era consciente de haber mirado a Jay de esa manera, pero, por supuesto, es lo que tiene estar enamorada. Era una locura dulce y cegadora que te dejaba indefensa, tan absorta en esa persona que te olvidabas de todos y de todo lo demás. Aunque Eliza sabía que era una locura, no quería que terminase. Jamás. Decidió que debía intentar ser más discreta, aunque, en el fondo de su mente, no estaba segura de querer que siguiese siendo un secreto. Porque, si le explicaban que se querían, Laxmi lo entendería, ¿verdad? Entonces recordó los comentarios de Indi sobre los anteriores amoríos de Jay. ¿De verdad era de esos que se enamoran a las primeras de cambio y luego se aburren? Mientras se hacía esa pregunta, lo miró y vio brillar el amor en sus ojos. No. Jay no podía ser de esos.