29
JAY ESBOZÓ UNA sonrisa y al momento se desplomó y quedó tendido en el suelo. Con el corazón en la garganta, Eliza se le acercó corriendo y se arrodilló a su lado sobre la gravilla negra del suelo, acariciándole la cara y suplicándole que abriera los ojos. No hubo respuesta. El corazón se le encogió en el pecho del miedo mientras hablaba, repitiendo una y otra vez que la ayuda estaba en camino y que aguantase: que ella estaba a su lado y que no iba a permitir que le pasara nada.
Un empleado del hotel salió a tratar de convencerla de que volviese al edificio por si salían disparados más cascotes, pero se negó.
—La ayuda está en camino —dijo el conserje del hotel, alejándose a toda prisa para evitar el peligro.
Jay y Eliza estaban solos en mitad de la calle, pero oyó que la multitud que se había congregado a sus espaldas, en la escalera de entrada del Imperial, empezaba a recuperar el habla. Algunos lloraban de conmoción o de alivio por haber escapado con vida mientras que otros relataban animadamente sus historias. Ignorando el ruido de fondo, Eliza se concentró en Jay.
Todavía respiraba, lo que la tranquilizó hasta cierto punto, y parecía no tener ningún corte grave. Se preguntó si algo le habría golpeado la cabeza. Esperó en mitad de la calle, atenta al menor signo de movimiento, sin apartar la mirada de su rostro. Pronto oyó un repiqueteo de campanas y a un hombre que pedía a la multitud que se echase a un lado, y justo cuando apareció un médico vestido con bata blanca, Jay abrió los ojos y pareció recuperar la conciencia.
—He firmado los papeles —dijo, intentando levantar la cabeza—. Lo hemos conseguido.
Eliza lo miró y no pudo evitar sonreír.
—Casi te matan y lo primero que me dices es que has firmado los papeles.
Jay intentó devolverle la sonrisa, pero su cabeza cayó al suelo, sin fuerzas, y se desmayó. Las lágrimas que había estado conteniendo empezaron a rodarle por las mejillas.
—¿Todavía respira? —preguntó el médico, arrodillándose junto a Eliza.
—No ha dejado de respirar en ningún momento —contestó, aferrándose a cualquier atisbo de esperanza en mitad del desconcierto—. ¿Qué le pasa? Se pondrá bien, ¿verdad?
—Es pronto para decirlo. —Auscultó el pecho de Jay y la miró—. Tiene la respiración bastante débil y el corazón acelerado. ¿Conoce a este hombre?
—Es Jayant Singh Rathore, rajá de Juraipur.
—¿Y usted quién es?
—Una amiga —dijo, resistiéndose a las ganas de decir «soy la mujer que lo ama».
—Bueno, tendremos que llevarlo al hospital.
—¿Puedo ir? —Hizo una pausa—. ¿Por favor?
—No es lo habitual, dado que no es familia del paciente, pero de acuerdo. Parece conocerlo bien.
UNA VEZ EN el hospital, Eliza no se separó de su lado. Durante el resto de ese día y toda la noche estuvo sola, sentada en una silla de madera con respaldo recto, intentando no llorar delante de los médicos y el resto de pacientes. «Tienes que vivir», susurró. Era como si el tiempo se hubiese volatilizado y solo quedase aquel momento. «Tienes que vivir. No puedes morirte». Era insoportable que este hombre fuerte y extraordinario hubiese sido derribado, y se aferró a la esperanza de que era joven y rebosaba salud. Si alguien podía salir de esto con vida, sin duda era él. Pero fueron pasando las horas sin que hubiese señales de mejoría. Eliza estaba atenta a sus mejillas grises, esperando que recobraran el color; a cualquier signo de que la sangre le volvía a los pálidos labios y a un leve, casi imperceptible parpadeo de sus largas pestañas. Pero no había nada. Seguía estando pálido, y vivo a duras penas.
Allí sentada, pensó en Clifford. Y en su madre, que también estaba enferma en una cama de hospital. Hasta aquel momento, se había olvidado por completo de su madre. Pero, pasara lo que pasase, tendría que irse a Inglaterra.
Al día siguiente le pidió a una enfermera que enviase un telegrama a Laxmi y el médico la mandó de vuelta al hotel. Tenía que comer y dormir, le dijo. Y Eliza trató de hacer ambas cosas. Lo intentó de verdad. Pero la comida le revolvía el estómago, y cuando intentó dormir, se despertó, acalorada y sudorosa, con la sensación de que la mente iba a estallarle de preocupación. Hasta aquel momento no había caído en la cuenta de que era posible que la explosión hubiese destruido sus fotografías, y las placas originales junto con ellas.
Después de unas horas durante las cuales intentó en vano descansar, se lavó, se cambió de ropa y bajó al vestíbulo del hotel a preguntar si habían llegado los billetes, rezando para que no estuviesen. Cuando el recepcionista le entregó un sobre, lo abrió de un tirón. Los billetes de tren eran para esa misma tarde, dentro de solo dos horas. Subió corriendo las escaleras, hizo las maletas y un conductor la llevó de vuelta al hospital. Tenía que ver a Jay antes de marcharse. Tenía que saber si iba a ponerse bien.
Cuando llegó, el médico se la llevó aparte. La guio hasta un despacho y le indicó que se sentara.
—Ha recuperado la conciencia.
Eliza respiró hondo y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Ha sufrido lesiones internas, pero tengo esperanzas de que se recupere.
Eliza se tapó la boca para disimular el temblor de la mano.
—Está muy débil, pero ha preguntado por usted. Por favor, no lo canse. Aunque le he explicado a grandes rasgos lo que pasó, por el momento no recuerda la explosión. Por favor, no diga nada que pueda disgustarlo.
Eliza asintió, con el corazón desgarrado por una mezcla de esperanza y miedo.
—Dejaré que pase unos minutos con él y luego iré a buscarla. Comprenderá que todavía está muy débil.
Eliza hizo un gesto afirmativo y se secó las estúpidas lágrimas. Estaba vivo. Se pondría bien. Era lo único que importaba. Quiso ir corriendo hasta su cama pero, tras respirar larga y profundamente varias veces, se levantó de la silla y se obligó a caminar tranquilamente y con la cabeza bien alta. Tenía un nudo en la garganta, pero se dijo que debía mantener la calma, como habría hecho Laxmi.
Cuando llegó a la cama, Jay tenía los ojos cerrados y, por un terrible momento, temió que el médico se hubiese equivocado y que no fuera a recuperarse. Pero Jay debió de oírla arrastrar la silla porque abrió los ojos. Tanto su piel como sus labios habían recuperado algo de color. Eliza lo asimiló todo rápidamente, muy atenta a sus ojos para ver si daba señales de reconocerla.
—Eliza.
Se tragó el nudo que tenía en la garganta y se le empañaron los ojos. Había hablado en voz baja, y Eliza quiso rodearlo con los brazos y estrecharlo contra su pecho hasta que recobrase las fuerzas.
—No hables, te cansarás —le dijo.
—No sé por qué, pero de repente Clifford Salter ordenó que me dejasen en libertad.
Eliza le tendió una mano y Jay se la cogió, se la llevó a los labios y la besó. Se produjo un largo silencio durante el cual cerró los ojos, pero no le soltó la mano.
—Todo eso ya no importa ahora —dijo ella.
Jay abrió los ojos y le dedicó una cálida sonrisa.
—Vamos a escaparnos. Solos tú y yo. Acamparemos antes de las lluvias y luego iremos a Udaipur.
Eliza parpadeó rápidamente, intentando contener las lágrimas.
—Mi madre está enferma. He venido a Delhi para coger el barco de regreso a Inglaterra.
—Entonces ¿cuando vuelvas?
Eliza asintió, consciente de que no podía decirle que, a su vuelta, se casaría con Clifford, ni tampoco podía explicarle por qué. Menos mal que no había vuelto a ponerse el anillo de compromiso. Se recordó a sí misma que no debía decir nada que pudiese perturbar la recuperación de Jay.
—Te quiero, Eliza —dijo, en voz baja—. Main tumhe pyar karta hu aur karta rahunga.
—Yo también te quiero. Por siempre. Con todo mi corazón.
Se quedaron así, cogidos de la mano; él, muy débil, y ella, tratando de ser valiente. «Por lo menos, está vivo —pensó—. Vivo».
Oyó una tos y se giró para ver al médico, que estaba en la puerta de la habitación, indicando su reloj de pulsera con unos golpecitos del dedo índice.
—Me temo que el tiempo se ha acabado. Está muy débil.
Eliza asintió y se puso en pie, pero antes de marcharse se inclinó sobre Jay y le besó muy suavemente en los labios.
—Adiós, Jay.
Él no dijo nada, pero levantó la mano y le acarició el arranque del cabello con las yemas de los dedos.
Una vez en la calle, destrozada por lo ocurrido y sintiéndose completamente desdichada, Eliza entró en un callejón, donde se desplomó y cayó al suelo. Se sentía vacía, como si las partes sólidas de su cuerpo se hubieran convertido en líquido y se le escapasen de las venas. Todo había quedado destruido, incluida su esperanza de celebrar una exposición en octubre. De hecho, todo el proyecto estaría en peligro si el incendio había dañado sus fotografías y placas. Pero mucho peor era haber perdido el amor de Jay y tener que temer por su vida. Y saber que nunca podría decirle la verdad. Se cubrió la cara con las manos y, pensando que nunca despertaría de esta pesadilla, no pudo contener más los sollozos.