21

ELIZA DURMIÓ MAL y se despertó con el estómago revuelto. Una cosa estaba clara: no podía dejar las cosas así. Se moría por ver a Jay y necesitaba hablar con él, aunque no sabía muy bien qué parte de sus sentimientos era auténtica y qué parte se debía a la atracción del amor prohibido. Se lavó y vistió rápidamente y, con el corazón acelerado y las palmas de las manos sudorosas, fue a buscarlo. Después de llamar insistentemente a la puerta de su apartamento sin recibir respuesta, solo quedaba un sitio: su estudio.

Recorrió con prisa el pasillo principal, cada vez más convencida de que estaba cometiendo un error, y al acercarse al estudio vio que la puerta estaba entreabierta. No había vuelta atrás. Así que se armó de valor y abrió la puerta de un empujón, esperando ver a Jay. En la habitación, un sorprendido Dev se levantó precipitadamente tras (a juzgar por el ángulo de la silla) haber estado sentado al escritorio de Jay, utilizando su máquina de escribir. Eliza observó la escena y supuso que estaría esperando a su amigo, aunque había algo que no cuadraba.

—¿Cómo has entrado? —le preguntó.

—La puerta no estaba cerrada con llave. Jay a veces me deja usar su máquina de escribir.

—¿Cuándo has llegado? —insistió, notando que Dev parecía sumamente incómodo, como si la llegada de Eliza lo hubiera puesto en una situación comprometida.

—Anoche —dijo, esbozando una sonrisa rápida, y, recobrando la compostura, dobló los papeles que había sacado de la máquina de escribir.

—¿Dónde está Jay?

—¿Quién sabe? Cogió la motocicleta y se marchó al amanecer.

—¿En serio? ¿Adónde?

Dev se encogió de hombros.

—No lo dijo. Lo hace de vez en cuando, cuando algo le preocupa. O si está de malas. Quizá haya ido a ver cómo va avanzando el proyecto de riego.

—Bueno, será mejor que me vaya —dijo Eliza, dando un paso hacia la puerta—. Tengo mucho que hacer.

—¿Estás haciendo las maletas? Jay me dijo que te ibas.

Eliza hizo una pausa. No quería que su partida se convirtiese en uno de los chismes de palacio. Además, hablar de ella era como hacerla realidad.

—Todavía no está decidido.

—Mira, yo tengo mi propia motocicleta. De hecho, he venido hasta aquí en moto. El viaje sería más accidentado que con Jay y no tengo sidecar, pero, si estás dispuesta a agarrarte con todas tus fuerzas, puedes venir conmigo al palacio de Jay. A ver si está allí. Y a hacer un par de fotos del proyecto.

—No estoy segura —dijo Eliza, dudosa. No quería que Jay pensase que lo perseguía, pero entonces recordó el olor de las mañanas en el desierto y un impulso irracional se apoderó de ella. No tenía nada que perder y, sorprendiéndose a sí misma, accedió a la propuesta de Devdan.

—Tendré que llevar la Sanderson, que es más pesada, las placas y un trípode. Es algo engorrosa y más difícil de usar, pero será lo mejor. ¿Habrá espacio en la motocicleta?

—La ataremos con correas.

UN PAR DE horas más tarde, bajo un cielo resplandeciente, Eliza se aferró a Dev, que conducía demasiado rápido por los polvorientos senderos del desierto, dando sacudidas cuando se topaba con alguna mata de hierba o uno de los muchos espinos. Después de un par de kilómetros, Eliza se envolvió la cabeza en el chal y se tapó la boca, esperando evitar las nubes de arena y polvo. La moto era más pequeña que la de Jay y mucho más ruidosa, y cuando llegaron al palacio, el sol ya estaba muy alto en el cielo y Eliza tenía todos los huesos del cuerpo molidos. El edificio dormitaba en mitad de la calima del desierto, en silencio y, aparentemente, vacío. Eliza intentó alisarse el pelo alborotado, consciente de que debía de estar hecha un espanto, y volvió a pensar que tal vez venir no había sido buena idea. Notó que tenía el corazón acelerado, signo evidente de inquietud: había querido venir y no se arrepentía de haber seguido aquel impulso, pero, pensándolo mejor, ¿qué diría Jay al verla aparecer sin previo aviso?

—¿Hemos hecho bien en venir hasta aquí sin pedir permiso? —dijo, intentando no parecer patética.

Dev se echó a reír.

—Ven. Echemos un vistazo a las obras.

—¿No deberíamos buscar a Jay primero? Para decirle que estamos aquí.

—Si Jay está en casa, pronto se dará cuenta de que hemos llegado.

Caminaron hacia el patio en el que Eliza se había sentado con Jay hacía tantos meses. Casi esperaba verlo allí esperándola y, al no encontrarlo, no supo cómo reaccionar. ¿Sería verdad que estaba comprometido o a punto de comprometerse? Se sentía mal por haber dejado que la besara o, mejor dicho, por haberle dado ánimos.

Siguió a Dev y atravesaron los descuidados jardines y, después, un pequeño huerto. Por fin, llegaron al lugar donde ya habían empezado las imponentes obras. Habían excavado un pozo rectangular de cientos y cientos de metros de ancho, aunque el resto estaba evidentemente sin terminar. Eliza observó la tierra, dura como la piedra, y la abrumó la enormidad de la tarea. Todavía quedaba mucho por cavar y pronto se les acabaría el tiempo. Se fijó en que, cerca de allí, ya habían comenzado las tareas de construcción: supuso que sería uno de los muros para evitar posibles fugas de agua. El pozo estaba vacío, por supuesto, pero, consciente de que las lluvias habían sido escasas los dos años anteriores, Jay tenía que terminar a tiempo este primer embalse.

—Tendrá que darse prisa si quiere que las orillas reforzadas estén listas antes de las lluvias —dijo Dev—. ¿Alguna vez has estado aquí durante el monzón?

—Cuando era pequeña. Apenas lo recuerdo.

—Es maravilloso. Cuando empieza el aguacero, la gente lo recibe con risas y una alegría desenfrenada. Marca el final del calor sofocante.

—Y la llegada del agua. —Señaló el embalse todavía por terminar de Jay—. Espera represar el río y construir un enorme dique con escalones de mármol que bajen hasta el agua. Y sé que, cuando termine ese proyecto, está planeando excavar un embalse mucho mayor, de kilómetro y medio de ancho por kilómetro y medio de largo.

—Pero, por lo visto, ahora mismo no están trabajando —dijo Dev.

Eliza negó con la cabeza y, desanimada, echó un vistazo a las excavadoras a vapor abandonadas. Se esforzó por disimular lo mucho que le dolía la amarga decepción que debía de sentir Jay.

—Se ha producido un retraso en la financiación —explicó, una vez consiguió controlar su dolor.

—¿Solo un pequeño retraso?

—No lo sé. ¿Por qué no damos una vuelta?

Echaron a andar por el borde del embalse recién excavado. Dev parecía absorto en sus pensamientos, pero a Eliza no le importó. Ella también estaba pensando y preguntándose qué sentiría Jay al ver las obras así, completamente abandonadas. Tuvo ganas de consolarlo y, al mismo tiempo, se le hizo un nudo en el estómago al pensar que podría tropezarse con él en cualquier momento.

—¿Es la financiación británica la que se ha agotado? —dijo Dev, por fin.

Eliza asintió.

Dev se detuvo.

—¿Y quién la ha organizado?

—Clifford Salter.

Dev resopló y contempló el pozo vacío. Eliza intuyó que le ocultaba algo, tal vez por deferencia hacia ella. Pero entonces vio clara la verdad.

—No te caigo bien, ¿verdad? —se encaró con él.

—Y con razón, ¿no te parece?

Eliza enarcó las cejas. Dev se encogió de hombros y siguió andando.

—La verdad es que no tengo nada contra ti personalmente, pero los británicos ya no son bienvenidos aquí. Durante los doce años que han pasado desde la masacre de Amritsar, el resentimiento se ha vuelto cada vez más amargo. Ahora se producen disturbios por todas partes.

—Sé que lo que pasó en Amritsar fue horrible.

La respuesta de Devdan fue casi un gemido.

—¿Horrible? ¿Así lo describes?

—¿Cómo, si no?

—Los británicos dispararon contra miles de indios durante una manifestación pacífica por una ley tremendamente injusta que prohibía el derecho de reunión a grupos de más de cinco indios. Cuando el pueblo salió a las calles para protestar, las tropas británicas abrieron fuego. Hubo 379 muertos y 1.500 heridos indios. Fueron blancos fáciles, atrapados en un parque vallado. Yo diría que fue más que horrible.

Eliza trató de imaginarse la aterradora escena y sintió una inmensa tristeza al pensar en la pérdida de tantas vidas.

—Y todo, en represalia por el asesinato de tres europeos y una agresión sexual a una mujer británica. Ordenaron a los indios que se arrastrasen por el suelo de la calle donde la mujer había sido agredida.

Eliza levantó la mirada y vio que hablaba con extrema vehemencia.

—La humillación nunca es bien recibida. —Dev soltó una amarga carcajada—. Por encima de todo, los británicos odian la idea de que nuestras manos morenas y lascivas puedan tocar la carne de una mujer blanca. Para ellos es una abominación.

—Entiendo que estés furioso, de verdad —dijo, y se le vino a la mente la imagen de Jay besándola.

—Es imposible que lo entiendas.

No sabía qué decir y comprendía que su respuesta había sido poco contundente. Pero no quería que la vieran como a una representante del dominio británico y se había sentido obligada a decir algo.

—Antiguamente, los británicos elegían a las chicas más bonitas de las aldeas. Las utilizaban como putas y luego las rechazaban. Las familias no podían aceptarlas después de que las hubiesen corrompido. ¿Cómo crees que le sentaba eso a la gente? Así que sí, la gente está resentida.

—Lo siento.

—¿Crees que eso sirve de algo?

Eliza negó con la cabeza.

—Creo que la madre de Indira pudo ser una de esas mujeres que se llevaron los británicos. Seguramente la expulsaron cuando se quedó embarazada.

—¿Crees que el padre de Indi era británico? ¿Es lo que piensa todo el mundo?

Dev se encogió de hombros.

—Tiene la piel más clara que nosotros y no sabemos nada de ella. La abuela de Indi nunca ha querido hablar de los orígenes de su nieta. Seguramente por vergüenza.

Volvieron a caminar por el borde del embalse y Eliza se alegró. Quería ver a Jay pero, al mismo tiempo, no quería descubrir la verdad sobre su compromiso. Hasta el momento, no había ni rastro de un futuro matrimonio, pero no podía quitarse de la cabeza las palabras de Laxmi.

—Su madre pudo haber sido una de esas mujeres utilizadas y maltratadas. Me casaría con Indi si pudiese, pero a mi madre le daría un ataque solo de pensarlo.

—¿Y qué opina tu padre?

—Murió hace mucho.

—Lo siento.

Dev la miró y su rostro se ensombreció por un momento.

—Yo también. La relación de los indios con los británicos ha pasado por muchas fases. Pero ha llegado la hora de que reclamemos lo que nos pertenece por derecho.

—¿Eso crees?

—Sí, y muchos de los británicos están de acuerdo. Ya en 1920 Montagu dijo que no podían quedarse en un país donde no los querían.

—¿Y qué haces tú personalmente para acelerar nuestra retirada?

—Ahora mismo no estoy en activo. Intenté convencer a Anish de que me diese permiso para organizar una marcha de protesta, pero no le interesó la idea. En fin, ¿no te lo dijo Jay? Soy de los de mucho ruido y pocas nueces.

—No es eso lo que he oído decir.

—¿Qué quieres decir?

—Es solo un rumor. Ya sabes.

—No me sorprendería que los británicos se hayan retirado de esto... —hizo una mueca y señaló el embalse con un gesto de la mano— adrede.

—¿Por qué iban a hacer algo así?

—¿Sabes si Jay ha contraído deudas para financiar el proyecto?

Eliza se mordió el labio, pero no respondió.

—Las deudas desacreditarían a Jay y le traerían problemas en palacio. No es ningún secreto que quieren deshacerse de Anish, y si Jay quedase desacreditado, habría motivos de peso para que no sucediese a su hermano.

Eliza pensó en lo que había dicho Clifford. Los británicos querían destituir a Anish, así que era plausible que meter a Jay en dificultades financieras y fomentar la división en el castillo jugase a su favor.

—Y ahora ¿qué? —preguntó, encogiéndose de hombros.

—Dímelo tú.

RESULTÓ QUE JAY no estaba en su palacio y, cuando volvieron al castillo del maharajá, en Juraipur, Eliza decidió bajar a hurtadillas hasta el canal de escucha del pasillo inferior. Sabía que Jay tenía la costumbre de espiar de vez en cuando, pero sería de lo más violento que alguien lo viese allí abajo, en las entrañas del palacio. Eliza había bajado por su cuenta unas cuantas veces, pero la habitación siempre había estado en silencio. Hasta hoy. Hoy pasaba algo. Oyó un profundo suspiro y una respiración pesada, seguidos por la voz de un hombre. Puede que Jay hubiese vuelto a casa después de su misterioso viaje.

—Hoy no pareces muy contenta. ¿Te has aburrido de mí?

Oyó el murmullo de una voz de mujer y después un estrépito, como si algo se estrellase contra el suelo. El hombre empezó a maldecir y la mujer rio. Eliza reconoció esa risa.

—La puerta está cerrada y he dejado la llave en la cerradura. Nadie se enterará.

—Aquí no. Te dije que aquí no.

—¿No quieres imaginarte que soy tu adorado príncipe Jay? Pensé que te excitaría estar aquí.

Eliza se dio cuenta de que el hombre era Chatur, y estaba segura de que estaba en el estudio con Indira.

Volvió a colocar el cuadro en la pared y fue corriendo a las habitaciones de Jay, esperando que de verdad hubiera vuelto a casa. Pero el castillo era enorme, y al tomar uno de los pasadizos secretos, era fácil girar en el lugar equivocado. Tardó casi diez minutos, y cuando llegó, no había nadie. Se precipitó hacia el estudio sin pararse a pensar si la prisa era estrictamente necesaria. No le había dado la impresión de que Indi estuviera en peligro, pero no podía imaginarse que ninguna mujer pudiera elegir estar a solas con un hombre tan despiadado como Chatur. La puerta del estudio estaba cerrada con llave y la aporreó con todas sus fuerzas hasta hacerse daño en la mano.

—¿Quién está ahí dentro? —gritó.

No hubo respuesta. Esperó cinco minutos y, cuando vio a Jay acercarse por el pasillo, parpadeó para contener las lágrimas, con un nudo en la garganta.

—Creí que te marchabas —dijo él.

Eliza negó con la cabeza.

—No pienso irme.

Y, llevándose un dedo a los labios, se alejó unos pasos de la puerta.

—He oído a Indira hablando con Chatur —susurró—. Estaban ahí dentro, creo que estaba intentando violarla. Intentando hacerle algo.

—¿Contra su voluntad?

—Tampoco me pareció que ella intentase pararle los pies. Pero creo que quería irse a otro sitio.

—No querría que la oyeran aquí.

Jay se acercó a la puerta y giró su llave en la cerradura. Abrió la puerta y ambos comprobaron que la habitación estaba vacía. Jay entró, seguido de Eliza, que empezaba a preguntarse si se habría imaginado todo el episodio. El príncipe miró a su alrededor y dijo, en voz baja:

—Parece que todo está en su sitio.

Con unos cuantos pasos, se colocó detrás del escritorio, se agachó y se levantó con un fragmento de cristal entre los dedos.

—Mi reloj tenía la esfera de cristal —echó un vistazo a su escritorio—. Y no está.

Eliza le contestó, también en un susurro.

—Me pareció oír que algo caía al suelo.

—Dios mío, ¿en qué lío se ha metido ahora? Será mejor que salgamos al pasillo —dijo, abriendo la puerta.

Una vez en el corredor, miró a su alrededor y siguió hablando en voz baja.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Eliza.

—Informar a Chatur de que sé lo que se trae entre manos. Espero que con eso baste.

—¿No puedes deshacerte de Chatur?

—Ojalá. Pero eso solo puede decidirlo Anish.

—¿Por qué no se lo dices?

—Sería mi palabra contra la de Chatur, y no haría más que causarle problemas a Indi. Ya se me ocurrirá algo.

—Eres muy protector con ella.

—Aparte de a su anciana abuela, no tiene a nadie en el mundo.

—¿Eso es todo?

—Le tengo mucho cariño a Indira, aunque no es lo que pensabas antes. Le di falsas esperanzas, fue culpa mía. Estaba acostumbrado a pensar en ella como en una hermana. Últimamente he intentado distanciarme un poco, pero no quiero hacerle daño.

Consciente de que se estaba sonrojando, Eliza apartó la cara.

—Sobre todo ahora que estás a punto de comprometerte —consiguió decir, a pesar de sentirse destrozada por emociones de lo más ambiguo: miedo, decepción, vergüenza y lo peor de todo: deseo.

Jay echó la cabeza hacia atrás y rio con ganas.

—Mi querida amiga, has debido de hablar con mi madre. Larguémonos de aquí.

Fueron a las habitaciones de Eliza, donde Jay se sentó en el diván.

—Siéntate conmigo, Eliza. Te prometo que no estoy comprometido, ni quiero estarlo. Y ahora, dime: ¿es verdad que no vas a dejarnos? ¿Que no vas a dejarme?

El corazón le dio un vuelco de alivio y sonrió.

—Voy a quedarme.

Aunque sabía que no podía tener nada permanente con Jay, al menos le preocupaba que pudiera marcharse. Se sentó a su lado y respiró hondo. Jay le cogió la mano, le dio vuelta y trazó las líneas que le surcaban la palma.

—¿Ves mi futuro? —preguntó.

—Todavía no —dijo—, pero quizás lo vea pronto.

Eliza sintió un extraño zumbido en la cabeza y levantó la otra mano para acariciarle el pelo de las sienes. Le miró a los preciosos ojos color ámbar y le maravilló la intensidad con la que su mirada la atravesó. Jay le soltó la palma de la mano y, cogiéndole la otra mano, se la llevó a los labios y le besó suavemente las yemas de los dedos. Le encantaba que la tocase, aunque nunca la había tocado así. Cuanto más se le acercaba, más viva se sentía, y una mezcla de amor, esperanza y calor se apoderó de su mente hasta olvidar por completo el miedo.