32

ELIZA Y DOTTIE estaban ocupadas reorganizando la biblioteca cuando oyeron que llamaban a la puerta principal. Aunque todavía era temprano, un pequeño ventilador ya estaba en marcha y el aire que expulsaba ponía a bailar las motas de polvo en los rayos de sol. Incluso a estas horas, el calor era abrasador y Dottie le explicó que, justo antes de las lluvias, sin posibilidad de escapar del insufrible calor, todo el mundo andaba de un humor de perros.

—Iré yo —dijo Dottie, limpiándose las manos en el delantal y escondiéndolo tras un cojín.

Eliza enarcó las cejas y su amiga sonrió.

—Bueno, nunca se sabe.

Mientras Dottie estaba en el vestíbulo, Eliza se asomó por la ventana y vio el gigantesco ficus del jardín. Deseó sentarse bajo sus ramas, aunque sabía que hasta la sombra le traería escaso alivio ahora que el aire se había vuelto tan seco que absorbía la humedad de la piel.

Dottie volvió a los pocos minutos con un sobre blanco en la mano.

—Para ti —dijo—. Es del castillo.

Eliza lo cogió y lo observó con atención, invadida por un inquietante presentimiento.

—¿No vas a abrirlo? —dijo Dottie, con una mirada curiosa.

—Yo… sí, por supuesto. Es solo que…

—¿Qué pasa?

—Seguramente, son tonterías mías.

Abrió el sobre y sacó un solo folio. Mientras lo leía, apenas se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se apresuró a sentarse y releyó la carta, pero siguió sin poder entenderla.

—¿Son malas noticias? —preguntó Dottie, evidentemente curiosa.

—No estoy segura.

—Dime.

Eliza vaciló, sin saber si debía revelarle el contenido del sobre o no. Después de un momento, empezó a hablar. Mintiendo, no iba a ganar nada.

—Jay quiere verme. Está en un campamento, no sé muy bien dónde.

Dottie palideció y se sentó junto a Eliza.

—¿Crees que sería buena idea?

Eliza negó con la cabeza.

—¿Qué te dice?

Eliza le pasó la nota a su amiga, que la leyó y levantó la vista.

—¡Qué presuntuoso! Da por hecho que lo dejarás todo y acudirás a su llamada.

Eliza asintió con la cabeza.

—No puedo ir.

Se hizo un largo silencio, que Dottie fue la primera en romper. Miró a Eliza y le dedicó una media sonrisa.

—Pero tampoco puedes dejar de ir, ¿verdad?

Eliza agachó la cabeza, demasiado confusa por sus emociones encontradas como para responder.

—¿Qué vas a hacer? —insistió la mujer del médico—. Por lo que pone aquí… —indicó la nota con un golpecito del dedo y se la devolvió a Eliza— el coche vendrá a recogerte dentro de una hora.

—No puedo. Clifford se pondría furioso.

—Sí.

—Me odiaría. Todos me odiaríais.

—Yo nunca te odiaría. Eres la primera amiga de verdad que he hecho en Rajpután. Estaba deseando que te mudases a la casa de al lado; pero lo entiendo, de verdad. Te he visto con Clifford: he visto cómo rehúyes el contacto con él, aunque hagas todo lo posible por ocultarlo.

Eliza no pudo evitar avergonzarse, pero hasta la voz de Clifford le hacía daño en los oídos. Se mordió el interior de la mejilla antes de hablar.

—¿Y si voy y Jay no quiere quedarse conmigo?

—Es un riesgo. Deberías ir, pero si decides que quieres volver, tendrás que cortar con Jay. Definitivamente. No quiero ser cruel, pero tienes que tomar una decisión y atenerte a ella.

Eliza se levantó al mismo tiempo que Dottie y las dos mujeres se fundieron en un abrazo.

—Has sido muy buena conmigo, Dottie.

Sonrió con ganas.

—Siempre estaré aquí. Y, mientras tanto, le diré a Clifford que has salido un momento con un amigo mío.

CUANDO EL SOL subió algo más en el cielo, Eliza acudió a encontrarse con Jay. No sabía qué iba a pasar, pero no ir sería como darse la espalda a sí misma. Durante el viaje, un sinfín de imágenes de Jay se le pasaron por la mente, poniéndola nerviosa. La ilusión que sentía no llegaba a suprimir el miedo de que tal vez ni siquiera se presentase.

Bajó la ventanilla del coche y un mendigo le sonrió, así que le tiró un puñado de rupias por la ventana. Debía de ser un buen augurio, pensó, y sonrió para sus adentros: ¿acaso se estaba convirtiendo en una indígena, como dirían los británicos? Si así era, no le importaba. Se sentía libre, la sangre le corría con alegría por las venas. Será maravilloso y emocionante ser una indígena, susurró, y las palabras le burbujearon en la cabeza hasta quedar mareada.

Mientras la sensación de ilusión y de nervios se volvía casi insoportable, pasaron junto a una hilera de camellos que salían de una aldea. Más adelante vio a un grupo de agricultores y a unos jóvenes que guiaban a sus bueyes. El conductor atravesó varias aldeas de chozas de adobe con tejados de paja, y solo entonces empezaron a invadirle las dudas. Dio una manotada a un mosquito que le zumbaba alrededor de la cara y se percató de que tenía la frente caliente al tacto. Demasiado caliente. ¿En qué estaba pensando? Había bastado con que Jay chasquease los dedos para que ella acudiese corriendo. Y ahora empezó a oír otra voz en su cabeza: la de su madre, que la regañaba y le decía que no fuera estúpida. Pero no era un simple rapapolvo, sino algo mucho, muchísimo peor, y mucho más profundo. La devolvió al desasosiego y el malestar de otra época, cuando a las madres había que tratarlas con cautela y los padres se iban para no volver.

Hoy su mente estaba poblada de sombras, pero cuando un viento abrasador le metió un puñado de polvo y un par de moscas en los ojos, consiguió salir de su ofuscación. Quería que la llenase la luz del sol y, por encima de todo, quería estar con Jay, con la cabeza bien alta, para que todo el mundo los viera.

También quería ser como Lee Miller, la estadounidense que había conocido en París, cuya meta era ser fotógrafa. Aunque Eliza había comprendido que tal vez se casase algún día, sabía que le quedaba mucho por hacer. No sabía cómo ni cuándo, pero todavía tenía que sacar su equipamiento del castillo para ver cuántas de las cosas habían quedado destrozadas. Y, pasara lo que pasase con Jay, esperaba poder organizar su exposición en el hotel Imperial, aunque tuviera que reducirla y hacerlo sola.

El calor, plomizo e implacable, era agotador, pero Eliza tenía una sonrisa en la cara. La primera señal de que se acercaban a su destino fue una neblina compuesta de humo, suspendida en el deslumbrante cielo azul. Apartó con la mano un enjambre de moscas y percibió el olor a carbón y el aroma dulce y tentador de la carne asada.

Cuando por fin vislumbraron el campamento, experimentó los primeros signos de auténtica aprensión: el corazón acelerado y las palmas de las manos sudorosas. La belleza sencilla del desierto relucía bajo el sol, y habían levantado una llamativa tienda de rayas rojas y plateadas, rodeada por una docena de antorchas encendidas. ¿Todo esto sería especialmente para ella o Jay habría decidido acampar así de todos modos? ¿Sería ella el centro de la situación o no?

Miró a su alrededor, intentando dar con Jay, pero lo único que vio fue una gran bandada de pájaros, que se alzó de pronto en el cielo, por encima de la tienda. Para Eliza, fue un momento de aplastante decepción. Seguramente estaría a punto de llegar, pensó, mientras el conductor le ayudaba a bajarse del coche y acarreaba su maleta en dirección a la tienda.

—Espere —gritó Eliza—. Yo la meteré en la tienda.

—Su cuarto está a la derecha —respondió el hombre.

Eliza se sorprendió. No sabía que podía haber más de una habitación en una tienda, pero esta era muy grande. La puerta de tela estaba abierta y, tras separar las vaporosas cortinas de muselina que cubrían la entrada, Eliza se encontró en un pequeño vestíbulo. «¡Imagínate! —pensó—, ¡una tienda con vestíbulo!». Una vez dentro, apartó una cortina más pesada que había a la derecha y entró en la habitación que iba a ser la suya.

Todo el interior estaba decorado con franjas de sedas de color rubí que se unían en el techo de la tienda, como en una antigua carpa de circo. Pero lo que más le llamó la atención fue la cama. El armazón estaba pintado de dorado y la colcha y los cojines eran plateados. Alguien había esparcido pétalos de rosa sobre la cama y el suelo que la rodeaba, que estaba cubierto por algunos de los kílims tejidos más hermosos que había visto nunca. Un diván, un sillón, una mesita y un tocador completaban la decoración de la habitación.

Se sentó en la cama, asombrada, pero también un poco desconcertada. La habitación estaba perfumada y, al respirar el aire, se dio cuenta de que había dos quemadores de aceite en sendos rincones, de los que procedía un olor a rosas y a naranjas dulces. Era todo tan perfecto que casi le pareció increíble. Pensó en el sencillo pícnic del que había disfrutado con su madre y deseó que Anna pudiese haber visto todo esto. Pero, a medida que pasaba el tiempo y seguía sentada en el borde de la cama, empezó a estremecerse, inquieta. ¿Por qué la habría traído aquí Jay? ¿Y si la nota ni siquiera era de él?

Oyó el crujido de la seda y levantó la vista. Jay, con expresión seria, la observaba en silencio desde el umbral. Se le vino a la mente la imagen de sus manos deslizándose con fluidez sobre su cuerpo y sintió que algo se despertaba en su interior. Pero Jay parecía tan distante como el sol en pleno invierno inglés y Eliza parpadeó para contener las lágrimas. ¿En qué estaría pensando? ¿Por qué no decía nada?

—Entonces, ¿ya te has recuperado de la explosión? —dijo, nerviosa.

Jay enarcó las cejas.

—Quiero decir, me contaron que estabas bien. ¿Fue una bomba?

Ahora frunció el ceño.

—Así que vamos a hablar de bombas, ¿no? Y luego, ¿qué? ¿Del tiempo?

Eliza hizo una mueca, sin entender por qué le hablaba con tanto sarcasmo, tragó saliva y le sostuvo la mirada. Hubo un tiempo en que habría dado su vida por volver a ver esos ojos color ámbar rodeados de unas larguísimas pestañas negras y ahora necesitó todo su autocontrol para no encogerse bajo su mirada.

—Eliza, ¿por qué no viniste a verme? Me enteré de dónde estabas por mi cuñada.

—¿Te lo dijo Priya?

—Nunca deja pasar una oportunidad de quedar por encima ni de demostrar que tiene acceso a información secreta. Pero, Eliza, intenté ponerme en contacto contigo.

—Lo siento.

—No quiero tus disculpas. Dime por qué.

Eliza soltó un profundo suspiro y deseó poder hablarle del trato que había hecho con Clifford. Deseó decirle: «Lo hice porque te quiero. Lo hice por ti».

Hacía muchísimo calor y se enjugó el sudor de la frente.

—Voy a casarme con Clifford en octubre —dijo, incapaz de mirar a Jay mientras hablaba.

Jay dio varios pasos hacia ella y Eliza percibió el olor a sándalo en su piel, insoportablemente evocador. Pero cuando le contestó, fue en tono de furia.

—¿Tan poco te importo? ¿Tan poco te importa lo nuestro? Maldita sea, Eliza, ¿cómo has podido?

Odiaba malgastar estos preciosos momentos con él, pero se daba cuenta de que, al permanecer en silencio, atormentada, estaba haciendo justo eso.

—Muy bien —dijo él—. Volveré mañana, y en cuanto llegue, lo organizaré todo para que regreses con tu prometido.

Sus palabras rezumaban despecho.

—Hasta entonces, hay una doncella que te ayudará. —Y, dicho esto, salió de la habitación.

Eliza se echó en la cama y se dio cuenta de que el techo de la tienda estaba decorado con estrellas de plata. Se tumbó boca abajo y dio rienda suelta a las lágrimas. ¿Qué le pasaba? Había venido hasta aquí porque lo quería y solo había conseguido alejarlo. Pero lo cierto era que, a menos que se decidiese a romper su compromiso con Clifford, no era una mujer libre, y aunque no le gustaba seguir los convencionalismos, no podía ser así de insensible ni imprudente. Pero ¿y si Jay se había marchado para siempre? La sola idea volvió a llenarle los ojos de lágrimas.

Intentó convencerse a sí misma de que tenía suerte de haberlo conocido; de que Jay hubiese formado parte de su vida, aunque por poco tiempo, y que siempre atesoraría su recuerdo, que llevaría en el corazón. ¿Y qué, si no podían estar juntos? Eliza había conocido el amor cuando muchos ni siquiera llegaban a experimentarlo. Pero, cuando lo pensaba, ¿hasta qué punto lo había conocido? ¿Qué parte de sus recuerdos era realmente él y qué parte el hombre que ella creía que era? Tal vez no importase. Porque, mientras pudiese recordar su voz grave y seductora, siempre llevaría consigo una parte de él. Jay era el único hombre al que había querido, aparte de su padre, y seguía sintiendo el mismo amor por David Fraser, independientemente de lo que hiciese. Nunca olvidaría el amor salvaje e imperfecto de Jay ni cómo se le desbocaba el corazón cuando él estaba cerca. Nunca hablaría de ello, nunca daría explicaciones, y aprendería a vivir sin él.

Cuando entró la doncella, Eliza vio que era Kiri.

—Señora.

La chica la saludó a la manera tradicional, juntando las palmas de las manos.

—Kiri, me alegro mucho de verte —dijo, tragándose la pena.

Kiri se acercó y se arrodilló en el suelo, junto a la cama.

—Dame las manos, memsahib.

—Por favor, no me llames así.

—¿Qué digo, entonces?

—¿Eliza?

La chica torció el gesto.

—No puedo. ¿«Señora» está bien?

Eliza no pudo evitar sonreír.

—Me parece perfecto.

—Deje que la bañe y le lave el pelo. Después, se sentirá mejor.

—¿Dónde?

Kiri se levantó y señaló una de las cortinas que decoraban la habitación.

—Tenemos un baño. Ven.

Eliza siguió a Kiri hasta un amplio baño con una bañera de metal pulida, un retrete de barro y el suelo cubierto de alfombras. Sobre una mesita, Kiri había preparado un par de mullidos almohadones y algunas toallas.

—La ponemos guapa.

—No sé si me servirá de ayuda ahora, pero estoy agotada y me sentará bien un baño.

—Señora, todo ha estado muy mal en el castillo desde que se fue. El señor ha estado… ¿cómo se dice? De un humor de morros.

Aunque avergonzada, decidió preguntarle:

—¿Qué crees que siente por mí?

La chica se echó a reír.

—¿No lo sabe?

Eliza negó con la cabeza.

—Si alguien menciona su nombre, sale de la habitación. Si su madre habla de casarlo con una princesa lejana, le grita. Solo tiene que mirarle la cara, señora. Lo ve allí.

Mientras Kiri la enjabonaba y después le frotaba con aceite la piel, Eliza cerró los ojos. Una vez tuvo el pelo limpio del polvo del desierto, Kiri se acercó al armario y volvió con una preciosa túnica de seda verde azulada que hacía juego con los ojos de Eliza y un par de zapatillas bordadas. Señaló un punto de la pared opuesta de la habitación.

—¿Quieres que pase por allí, Kiri?

—Sí, señora, yo no puedo seguirla... —Bajó los ojos.

Eliza dio un paso adelante. Debería haberlo sabido, pero solo entonces se dio cuenta de que Jay no se había ido, sino que la esperaba al otro lado de la cortina. Hizo una pausa y se volvió a mirar a Kiri, pero la chica no levantó la vista.

Apartó la cortina y, pisando con cuidado, pasó al otro lado. Observó fascinada su lado de la tienda, decorado en un intenso azul añil bordado con hilos de cobre. No vio a Jay. El suelo estaba cubierto de alfombras de un azul más claro que el de la seda que cubría las paredes de la tienda y, al mirar hacia abajo, vio los pies de Jay. Estaba justo al otro lado de una especie de armario alto, cuyas oscuras cortinas de terciopelo lo ocultaban de su vista. Pero cuando los ojos se le acostumbraron a la penumbra, interrumpida solo por un par de velas y lámparas de aceite que iluminaban discretamente la habitación, vio que Jay daba un paso hacia ella.

—Está atardeciendo —dijo—. Puedo avivar las lámparas si quieres.

Ella negó con la cabeza.

—Veo bien.

Se hizo un largo silencio durante el cual se miraron con atención. Después, Jay se le acercó y Eliza dejó que la llevase hasta una cama cubierta de almohadones.

—Nos sentaremos juntos. ¿Te parece bien? —le preguntó, con la voz ahogada por la emoción.

La cama era baja y ninguno de los dos habló mientras colocaban los cojines a su alrededor. A pesar del decoro con que la trataba, Eliza intuyó una profunda tristeza en Jay que no hizo más que intensificar la suya.

Cuando ambos estuvieron medio reclinados, la cogió de la mano.

—Así que no te habías ido… —dijo ella.

Silencio.

—¿Jay?

Dejó escapar un suspiro y se volvió hacia ella.

—Mírame, Eliza.

Cambió de posición para poder girar la cabeza y mirarlo de frente. El dolor que vio en sus ojos la dejó sin habla y, notando que los suyos se le llenaban de lágrimas, luchó por controlarse.

Entonces, mientras se miraban, Jay sonrió.

—Dime la verdad, mi amor. Por el amor de Dios, ¿por qué?

—¿Por qué Clifford?

Jay asintió sin decir palabra, pero lo que le soltó la lengua fue la intensidad de su mirada. Se dio cuenta de que era incapaz de mentirle y de que, ahora que estaba con él, podía ser ella misma.

—Prometió sacarte de la cárcel y concederte inmunidad absoluta ante futuras acusaciones.

—¿Si accedías a casarte con él?

Eliza asintió con la cabeza.

—En su defensa, diré que en realidad fue idea de tu madre. Por favor, no te enfades con ella —añadió, cuando vio que tensaba la mandíbula—. Me lo sugirió para protegerte, Jay.

—Muy bien. Si crees que eso es lo que pasó, cambiemos de tema. He hablado con Devdan. Ha admitido que Chatur le pidió que le ayudase a incriminarme por los supuestos panfletos incendiarios.

—¿Por qué iba Dev a acceder a algo así?

—Tuvo sus razones.

—¿Cuáles?

—Eliza, de verdad, no puedo decírtelo.

Ella se encogió de hombros.

—¿Y no te sientes traicionado?

—Creo que Dev estaba en una posición difícil. —La miró, haciendo una mueca—. Y además, le ofrecieron una recompensa a la que no pudo resistirse: Chatur le prometió una máquina de escribir y una licencia.

—¡Oh, Dios!

—Chatur estaba detrás de todo desde el principio. Llevaba meses intentando deshacerse de mí, así que manipuló a Dev.

Eliza lo miró, asqueada.

—Sabía que Chatur no era de fiar. Pero ¿y Dev?

—No lo sé. De verdad. Hasta ahora ha sido un buen amigo. Hemos hablado.

—¿Cómo puedes estar tan ciego? Es capaz de cualquier cosa.

—Su padre era así, pero Dev no.

—¿Qué hizo su padre?

Jay negó con la cabeza.

—Lo único que puedo decirte es que lo que hizo el padre de Dev no fue nada bueno.

—¿Qué va a pasar con Chatur?

—Anish se está planteando sus opciones.

—¿Eso es todo? —preguntó, incrédula.

—Por el momento. Y ahora quiero que descanses, comas y duermas. Espero que eso te aclare las ideas.

Pero había algo más que preocupaba a Eliza.

—Sabes que no podemos dormir juntos ahora que estoy prometida, ¿verdad?

Jay se llevó un dedo a los labios.

—No digas nada. Quedémonos aquí tumbados hasta la hora de comer.

DURANTE LOS PRÓXIMOS dos días, el calor fue aplastante. Aprovecharon el tiempo para hablar hasta que el calor se volvió insoportable incluso para conversar. Entonces se tumbaron uno junto al otro, fatigados y sin tocarse, Jay boca arriba con las manos juntas detrás de la cabeza y Eliza acurrucada a su lado. Las horas se desdibujaban, llenas de sentimientos vagos que no sabían expresar con palabras.

—¿Qué pasa? —dijo ella, cuando llevaban algún tiempo en silencio.

Jay la miró un momento.

—Estamos tú y yo. Con eso basta, ¿no crees?

—Es muy distinto. No sé.

—¿Tenemos que ponerle nombre a lo que sentimos?

—Eso tampoco lo sé.

Y entonces Jay le contó que el proyecto de riego estaba casi terminado y que lo había dejado en manos de un Dev profundamente arrepentido. Eliza no supo si debía fiarse de la aparente transformación de Dev, pero cuando le preguntó a Jay, este le aseguró que su amigo no haría nada que pudiese perjudicar el proyecto. También le dijo que la explosión que había presenciado en Delhi se había debido a una vieja lámpara de aceite que alguien se había dejado encendida. El candil hizo arder unos productos químicos mal almacenados, así que no se trataba de un ataque terrorista, después de todo. Eliza se alegró. Presenciar dos bombas, ambas en Delhi, la última un espeluznante eco de la primera, habría sido demasiado.

Durmieron por separado, cada uno en su parte de la tienda; pero la segunda noche, cuando lo oyó andar de un lado a otro, fue toda una agonía resistirse a entrar en su habitación. En el silencio y el calor de la noche, Eliza no cedió a la tentación, resistiéndose a un deseo casi insoportable. En plena noche, salió a mirar las estrellas y vio la fogata, que seguía encendida y relucía como un faro en la oscuridad del desierto. Sabía que era para mantener a raya a los animales salvajes y oyó el crujido de la arena bajo sus pies cuando se giró y volvió a entrar.

A la tercera mañana, estaba sentada con las piernas cruzadas junto al fuego, acusando la falta de sueño y esperando al café, cuando salió Jay, todavía en bata. Su piel relucía a la luz de la fogata y tenía el pelo húmedo después del baño, pero Eliza intuyó que estaba cansado al ver sus pronunciadas ojeras. «Él tampoco ha pegado ojo», pensó.

Cuando se puso en cuclillas a su lado, se le abrió el cuello de la bata y Eliza a duras penas consiguió resistirse a extender la mano para tocarle el pecho. Quiso sentir cómo el latido de su corazón se acompasaba y su aliento se fundía con el suyo, como antes… Pero se contuvo y le preguntó qué parte de su equipamiento había quedado dañada por el incendio en el castillo.

Jay la miró, perplejo.

—Chatur me dijo que un incendio había destruido el cuarto oscuro y mi dormitorio.

—No he oído hablar de ningún incendio. Me lo habrían dicho.

—Entonces me engañó —dijo Eliza.

—Típico de Chatur.

—Bueno. —Suspiró. El corazón amenazó con darle un vuelco, pero, una vez tuvo los sentimientos bajo control, siguió hablando—. He decidido escribir a Clifford.

Ninguno de los dos había mencionado su compromiso desde que le había contado la verdad a Jay, pero este se había interpuesto entre ambos durante todo aquel tiempo; como una sombra que no podían ignorar del todo.

—¿Y? —dijo Jay, y se le iluminaron los ojos de esperanza. «Él también es vulnerable —pensó Eliza—, a pesar de toda su fuerza y virilidad».

—Voy a romper el compromiso. ¿Hay un jinete que pueda llevar la carta?

—Tengo al hombre perfecto. Partirá hoy mismo.

Eliza no pudo resistirse a la alegría con la que habló Jay y le sonrió.

—De acuerdo, déjame a solas una hora y escribiré la carta.

Una vez se marchó, Eliza empezó a escribir y una maravillosa sensación de esperanza le llenó el corazón. El monzón se acercaba; lo notaba en el aire y en su propia sangre. Gracias a Dios. No iba a poder soportar el calor mucho más tiempo y las lluvias serían un alivio muy necesario.

Al cabo del tiempo que habían acordado, Jay entró en la tienda; esta vez con otro hombre.

—¿Lista?

Eliza asintió con un ligero cabeceo.

—Aquí la tienes.

—Mi hombre la llevará ahora mismo —dijo Jay—. Y le dirá a tu amiga Dottie que estás sana y salva.

Eliza lo miró con una amplia sonrisa cuando Jay la cogió de la mano.

—Y ahora, tenemos que darnos prisa. Los criados tienen que recoger el campamento antes de las lluvias y nosotros, mi encantadora inglesa, saldremos rumbo a Udaipur.