31

INDIA, JULIO

CON LA VIEJA fotografía que había encontrado como única pista, Eliza volvió a India. Aunque solo llevaba dos meses fuera, parecía una vida entera. Como la casa no era de Anna, una vez inscrita su muerte en el registro y celebrado el pequeño funeral, Eliza no tuvo motivos para quedarse.

Para empezar, se registró en el hotel Imperial de Delhi e intentó localizar el estudio de fotografía donde se había tomado el retrato que había encontrado en el baúl. Por desgracia, llevaba años cerrado, y Eliza se preguntó si algún día llegaría a descubrir si su madre deliraba o si le había dicho la verdad sobre su hermanastra. Un detalle la inclinaba a creerlo: el hombre de la foto tenía un aire a su padre, aunque no se parecía en nada al padre que Eliza recordaba.

Tras parar en Calcuta y en Delhi, viajó hasta Juraipur, donde Clifford fue a recibirla en la estación. Eliza le preguntó por la explosión de Delhi y Clifford le dijo que Jay se había recuperado de sus heridas. Inmensamente aliviada por la noticia, le dio las gracias por su amabilidad. Pero hacía un calor insoportable y Clifford, que ya tenía los cachetes sonrosados, se puso colorado como un tomate. Eliza no pudo evitar sentir algo de lástima por él. Había prometido intentar quererlo, pero sabía desde el principio que nunca lo conseguiría. Antes de dejarla en casa de Julian y Dottie, también le explicó que ni sus fotografías ni sus placas se habían perdido en la explosión: cuando se produjo, Clifford ya las había recibido todas, excepto la última remesa, en su residencia de Juraipur. Eliza dejó escapar un profundo suspiro de alivio, y cuando Clifford la besó, se esforzó por no pensar en qué haría cuando llegasen los momentos de mayor intimidad. Ahora que los olores de Rajpután le invadían repentinamente la nariz, le resultó algo más fácil olvidar por un momento el dolor que sentía por la muerte de Anna. Aunque estaba haciendo todo lo que podía, no pudo evitar que la desesperanza se apoderase de ella.

LOS PRIMEROS DÍAS que pasó en casa del médico estuvo muy ocupada con varios eventos sociales organizados por sus anfitriones: una pequeña fiesta de cóctel, un té con invitados y una partida de bridge. Después, como hacía tanto calor, prefirieron no salir a la calle, y aunque Eliza se esforzaba por aparentar normalidad, tenía la sensación de que los cimientos mismos de su vida se derrumbaban poco a poco. Pronto casi había olvidado el olor a tierra mojada y la atmósfera húmeda de Inglaterra y se había rendido al aire seco del desierto.

Una mañana se despertó acalorada y febril, con una imagen aterradora en la cabeza: en su sueño, se vio a sí misma convertida en una bola de fuego roja encerrada en una jaula de oro envuelta en llamas. Rompió en sollozos y pronto la oyó la mujer del médico.

A pesar de no tener hijos, Dottie era muy maternal. Cuidaba de su marido como una gallina cuida a sus polluelos, y ahora hizo lo propio con Eliza. Aunque lo hacía con buena intención, Eliza sentía ganas de taparse los oídos con las manos y gritarle que se fuese y la dejase en paz. Sabía que no era justo, porque Dottie siempre había sido la amabilidad personificada, pero Eliza quería ahogarse en su pena, no que la consolasen y la ayudasen a superarla. Y aunque Dottie hacía todo lo posible por convencerla de que se vistiese y bajase, Eliza volvía tercamente la cara hacia la pared, consumida por una furia silenciosa.

Algo más tarde oyó unos pasos pesados en el rellano y segundos después alguien llamó discretamente a su puerta. Eliza deseó que fuera Jay y por un momento, abandonando toda cordura, creyó que estaba a punto de entrar y se apresuró a sentarse en la cama. Cuando entró Clifford, volvió a dejarse caer sobre los almohadones y se negó a mirarlo.

—Vamos, querida —le dijo—. Estoy muy feliz de que hayas vuelto a casa, pero no puedes estar así.

Eliza no respondió. Ni siquiera movió un músculo.

—El virrey va a pasar por Juraipur la semana que viene y necesito que estés en excelente forma para recibirlo.

Eliza se giró hacia él y abrió los ojos.

—No soy un puñetero caballo, Clifford.

Leyó la irritación en sus ojos, pero no pudo evitarlo. Se preguntó si sabría algo de su hermanastra, pero cuando le sacó el tema, Clifford la miró sin comprender y le dijo que Anna debía de estar delirando. Ahora que no le quedaba nadie a quien preguntar, Eliza se sintió tentada de dejarlo estar.

Soportó los besos húmedos de Clifford, que, por suerte, no esperaba más; pero al pensar en lo que estaba por venir, se le revolvió el estómago. Cada vez que Clifford le pedía que fijara la fecha de la boda, le ponía alguna excusa. Necesitaba algo de tiempo tras la muerte de su madre. Haría demasiado calor. Prefería que no fuese a finales de año.

Cuando no la desgarraba el dolor insoportable de estar separada de Jay, pensaba en su madre, a la que la vida había destrozado y que había acabado como un juguete roto. Era insoportablemente triste. Pero entonces se preguntó si su madre habría estado radiante alguna vez, iluminada por una luz interior. ¿Habría sido feliz alguna vez? Y, de ser así, ¿era David Fraser el que había apagado su luz? Y ella misma, ¿no había estado siempre deslumbrada por su padre y nunca había sabido valorar a su madre?

¿Una hermanastra?

Estas palabras se le venían con frecuencia a la mente y la inquietaban. Pasó un día y después otro. A la mañana siguiente, Eliza fue al baño, se apoyó en el lavamanos y se miró al espejo. Vio su piel cenicienta y su pelo descuidado y se dio cuenta de que había cambiado, pero no a mejor. Se dio un baño y después se sintió algo más animada.

Las pesadas cortinas del dormitorio estaban corridas. Dottie las había dejado así cuando Eliza le había dicho que la luz le hacía daño en los ojos. Pero ahora Dottie entró en la habitación con una caja entre las manos.

—Mira, Eliza —dijo—. Esto es para ti, pero primero voy a abrir las cortinas. El ambiente está viciado y te vendrá bien algo de luz y aire fresco.

Eliza miró el único rayo de sol que se distinguía por una rendija entre las cortinas. La luz se le clavó en los ojos como un cuchillo y le dio la espalda.

—Me da igual —dijo Dottie—. Date la vuelta si quieres, pero voy a ventilar la habitación.

Eliza oyó el crujido de las cortinas al plegarse y vio que la luz inundaba la habitación.

Dottie se le acercó.

—Te has lavado el pelo.

—Sí.

—Es un comienzo —dijo, dándole una palmadita en la mano—. Y ahora, abramos la caja.

Se sentaron en un pequeño sofá de dos plazas junto a la ventana que daba al jardín.

—Es de Clifford —dijo Dottie, en un tono de voz neutro.

Eliza abrió la caja y la funda de cuero que contenía y se sorprendió al ver una cámara Leica nuevecita Modelo C Schraubgewinde, con un juego de lentes completo y hasta un telémetro independiente que podía acoplarse a la parte superior de la cámara.

—Qué detalle —dijo Dottie—. Clifford es un gran partido, Eliza.

Eliza parpadeó rápidamente, ilusionada. Una nueva cámara podía marcar la diferencia.

—Ha debido de costarle una fortuna. No puedo creerlo.

—Sé que no es el amor de tu vida —continuó Dottie—, pero acaba de demostrarte cuánto te quiere.

—¿Cómo sabes que no es el amor de mi vida?

—Querida, me lo dijiste, ¿recuerdas? De todas formas, se te nota en la mirada. Siempre se nota en la mirada. Yo también me vi en una situación parecida, a mi manera.

Sorprendida por una confesión tan íntima, Eliza miró a su amiga.

—No me mires así —dijo Dottie—. Él era un humilde suboficial del ejército británico, un londinense, no me convenía… pero lo quería.

—No te juzgo. ¿Cómo iba a juzgarte?

—No es algo que suela contar a mucha gente, así que confío en que quede entre nosotras dos, pero me quedé embarazada. La vergüenza estaba matando a mi madre, así que accedí a casarme con Julian.

—¿Y qué pasó con el bebé? —preguntó Eliza, dudosa.

—Lo perdí.

—Lo siento mucho. —Hubo un momento de silencio—. ¿Y nunca tuviste otro?

—No sientas pena por mí. Durante mucho tiempo estuve como muerta por dentro, pero desde que lo superé, Julian y yo hemos sido felices y lo quiero. De verdad.

—¿Sería una impertinencia por mi parte preguntar por qué no habéis tenido hijos?

—Me temo que Julian no puede.

—¿Lo sabías cuando te casaste con él?

Dottie negó con la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Eliza le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Sabes? Cuando estuve en Inglaterra, mi madre me dijo que tengo una hermanastra.

—¿En serio? ¿Tienes idea de quién puede ser?

—Ni siquiera sé si es verdad.

—Entonces —dijo Dottie—, deja que sea tu hermana.

Las dos seguían sentadas y con los ojos llorosos cuando entró Clifford.

—Vaya por Dios, Dottie, espero que Eliza no te haya contagiado la enfermedad del llanto.

Eliza fingió reír, mientras que Dottie se enjugó las lágrimas con las manos.

—No seas ridículo, Clifford —dijo Eliza—. A Dottie no le pasa nada.

—¿Bueno? ¿Te gusta la cámara?

Eliza se levantó y se acercó a Clifford.

—Me encanta. Es justo la marca y el modelo que quería. Gracias.

Y Clifford, con aire satisfecho, le dio un beso en la mejilla.

La cámara resultó ser justo lo que Eliza necesitaba. En seguida empezó a hacer fotos del precioso jardín de Dottie, de la casa y de la propia Dottie. Hasta le rogó a Clifford que le dejase un criado para que la ayudara cuando saliese a explorar la ciudad vieja. Una vez allí, fotografió las caras, las flores, la comida y todo lo que vio. Le pareció ver a Indi, pero cuando la chica se volvió, se dio cuenta de que no era ella. Pero eso solo la decidió todavía más a regresar al castillo a buscar su equipamiento.

Una tarde, después de vagar sin rumbo fijo, se sentó en el jardín de Dottie, bañado por el sol, preguntándose cómo debía abordar el tema de su visita al castillo para organizar la devolución de sus pertenencias. Cuando Clifford se le acercó a grandes zancadas y con una amplia sonrisa en la cara, se dio cuenta de que debería haber escogido una de las butacas de mimbre.

Clifford se sentó a su lado en el banco, pero no dijo nada. Eliza lo observó unos segundos y se preparó para la desagradable conversación, cruzando firmemente las manos sobre el regazo y no sucumbiendo al impulso de alejarse de él.

—Bueno —dijo Eliza—. ¿Qué pasa? Es evidente que estás deseando decirme algo.

—En efecto —dijo, y ella vaciló bajo su mirada, tan directa—. El caso es, mi vieja amiga, que me he adelantado y he fijado la fecha.

—Oh —dijo Eliza, y se miró los pies mientras alisaba los pliegues de su falda. Cuando intentó pensar en algo más que decir, la mente se le quedó en blanco.

—No pareces muy contenta. Creí que te alegrarías.

Eliza parpadeó, conteniendo las lágrimas que amenazaban con inundarle los ojos, y respiró lenta y profundamente. Sabía perfectamente que había estado intentando posponer lo inevitable, y, a no ser que Clifford fuese todavía más insensible de lo que pensaba, debía de haberse dado cuenta. Recordó que en tiempos le había parecido un hombre sensible: ¡qué equivocada estaba!

Clifford seguía esperando una respuesta, así que levantó la vista, pero no hacia él. Veía con tanta claridad la imagen de Jay en su imaginación que le dolía. La razón por sí sola no podía explicar la atracción, pero no se debía solo a que Jay fuese guapo e inteligente, sino también a su sensibilidad. A cómo la trataba, como si lo que decía le interesara por encima de todo.

—¿Cuándo? —preguntó por fin.

—En octubre. Para entonces habrá refrescado. Ya estoy harto de este condenado calor.

—¿Dónde?

—Aquí, en Juraipur.

Aquí, no. ¡No delante de las narices de Jay! Se esforzó por disimular su terror y, dándose cuenta de que se había estado retorciendo las manos en el regazo, se quedó quieta.

—¿Tan pronto?

—Nos estamos haciendo mayores, y si queremos oír las risas de niños por la casa… Bueno, cuanto antes empecemos a practicar, mejor.

Clifford se ruborizó y Eliza cerró los ojos, como si no lo hubiese visto. Era julio, así que solo le quedaban tres meses. Al pensarlo, la imagen de Jay se volvió aún más nítida.

—Esperaba poder ser fotógrafa durante más tiempo. Antes de tener hijos, quiero decir —comentó con voz tranquila, como si fuese una sugerencia de lo más normal.

—Eliza, ya has cumplido los treinta. Siendo realistas, no podemos posponerlo. Así que no, creo que no.

Eliza abrió de golpe los ojos.

—Pero pensaba hacer fotografías por todo el mundo. En París o Londres, como mínimo.

Clifford extendió el brazo y le cogió la mano.

—No me estás haciendo caso. He dicho que no. Serás esposa y madre, y además, de lo más idónea. Que no te quepa duda de que tus obligaciones acapararán cada minuto de tu tiempo. —Y, tras darle una palmadita en la mano, se la soltó—. Es mejor que la fotografía sea solo una afición. Buena chica.

Eliza se puso en pie y, sintiendo que acababa de clavarle un puñal en el corazón, lo miró, enfadada.

—Si voy a casarme contigo, Clifford, tenemos que dejar clara una cosa. No pienso aceptar órdenes sobre lo que debo o no debo hacer. Y mañana volveré al castillo a buscar mis cosas. Confío en que me dejes llevar un coche, ¿o preferirías que fuese en una carreta tirada por un camello? Después de todo, es como llegué.

Se alejó unos cuantos pasos y oyó que Clifford se le acercaba, pero cuando se volvió para mirar, vio que se dirigía hacia el otro lado, hacia la puerta del jardín.

CUANDO CHATUR LA recibió en la cima de la larga rampa que conducía a la puerta principal, todas las palabras que había estado practicando se le borraron de la mente. El diván dio un paso hacia ella, agitando en la mano unos cuantos folios de papel fotográfico ennegrecido del tipo que Eliza usaba para las hojas de contacto.

Eliza frunció el ceño.

—¿Qué pasa? ¿Por qué están todas negras?

Chatur levantó los dedos manchados de negro y le entregó los papeles.

Eliza los olisqueó.

—¿Cómo es que están quemados?

Chatur puso cara de pena.

—Estoy destrozado. Hubo un incendio.

Eliza percibía el olor a fuego, pero, además, a mentiras y engaños.

—No te creo —dijo—. ¿Dónde?

—El cuarto oscuro se incendió, y también su dormitorio.

—¿Quiere decir que todo mi equipamiento y mi ropa…? —exclamó Eliza, con un hilillo de voz, como si la hubieran dejado sin aliento de un puñetazo.

—Han quedado reducidos a ceniza. —Negó con la cabeza—. Una lástima.

Eliza entrecerró los ojos, inclinó la cabeza hacia un lado para que se diese cuenta de que no lo creía y se secó el sudor que empezaba a brotarle en el nacimiento del pelo. El dolor que sentía se había vuelto casi insoportable.

—¿Cuándo pasó? —preguntó.

Una vez más, la miró con cara de pena.

—Justo anoche, y aquí estás, a la mañana siguiente. Por poco. Toda una lástima.

No iba a conseguir nada discutiendo con él, pero la expresión calculadora de sus ojos terminó de decidirla. Incapaz de pensar en una respuesta adecuada, tensó la mandíbula. Alzó la vista hacia el imponente castillo, le volvió la espalda a Chatur y subió al coche sin despedirse.

DE VUELTA EN casa de Dottie, la abandonaron las fuerzas. Parecía que cada vez que lograba salir del pozo de la desesperanza, algo volvía a empujarla hacia el fondo. Cerró los ojos y se imaginó las profundidades de un hoyo de verdad. En Rajpután, los pozos oscuros y húmedos se habían utilizado para cometer tanto suicidios como asesinatos, seguramente hasta el día de hoy. La idea bastó para sacarla del momento de pánico, pero seguía estando destrozada. Sin su equipamiento y sin su ropa, lo único que le quedaban eran los restos de los ahorros de Oliver, las sumas mensuales que había ido guardando y el modesto fondo de ahorro que su madre había depositado a buen recaudo en una oficina de correos de Cheltenham. No era precisamente una fortuna.

Estaba tan furiosa y frustrada que empezó a gritar y dar patadas por su dormitorio, en casa de Dottie. Acalorada, sin aliento y sin saber cómo deshacerse de la furia que sentía, se tumbó boca abajo en la cama y golpeó la almohada, deseando que fuese ese demonio de Chatur.

Dottie debió de oírla, porque entró en la habitación y se agachó junto a la cama. Cuando se volvió para mirarla, Dottie le sonrió amigablemente y le preguntó a qué venía tanto ruido. Eliza la fulminó con la mirada.

—Esos malnacidos han destruido todo mi equipamiento.

—¿Quien?

—Chatur y los del castillo. Lo han quemado todo. Al principio no quise creerlo, pero es justo el tipo de cosas que suelen hacer. Bueno, que suele hacer Chatur. Lo que no entiendo es cómo sabían que iba a subir al castillo hoy.

—Querida, tal vez Clifford los llamase para avisarles de que ibas a ir. Ya sabes... queriendo ayudarte. De todos modos, puedes comprar más equipamiento, ¿no?

Eliza negó con la cabeza y añadió:

—Mi ropa también se ha quemado. Solo me quedan estas pocas cosas —dijo, señalando el armario.

Dottie la miró con una sonrisa cómplice.

—No te preocupes. Tú levántate y sígueme.

Eliza, desconcertada, hizo lo que le pedía. Las dos mujeres salieron del dormitorio y se dirigieron a un cuartito situado en la parte trasera de la casa.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Eliza, mirando a su alrededor.

—Toda esta ropa se me ha quedado pequeña. He cogido unos kilitos este último año. Una lástima, porque algunos de los modelitos son preciosos. Pruébate todos los que quieras y quédate con los que te valgan.

—¿Estás segura?

—No creo que vuelva a estar así de delgada. La mayoría no son muy antiguos, verás que no están pasados de moda.

—Somos más o menos igual de altas, ¿verdad? —dijo Eliza.

—Creo que te saco unos centímetros, pero, si hace falta, les cogeremos el dobladillo.

Una hora después, Eliza estaba sudorosa pero contenta tras haber escogido tres blusas, dos faldas y dos vestidos. Por desgracia, Dottie no tenía pantalones; pero si necesitaba algo más, seguramente lo encontrarían en los asfixiantes bazares. Dottie prometió enviar a una de las criadas indias al bazar con ella; así, si Eliza quería comprar ropa de estilo indio, la criada conseguiría un mejor precio fingiendo que era para ella.

Fue justo lo que hicieron. Después de pasar dos horas en la jungla del bazar con un calor insoportable, Eliza consiguió encontrar todo lo que necesitaba. Aunque las calles apestaban a pescado y a desagües, Eliza se lo pasó de maravilla, y cuando volvió a casa de Dottie al final del día, el cielo relucía, de un rosa intenso, justo antes de que el sol desapareciese tras el horizonte.