20

CUANDO ELIZA VOLVIÓ al castillo, casi se había hecho de noche y estaba furiosa. Había captado perfectamente las indirectas de Clifford y sus palabras la habían exasperado, pero pronto se olvidó de todo cuando vio que había alboroto en el castillo. Relegó a Clifford al fondo de su mente, al menos por el momento, y observó el ir y venir de personas con expresión seria y preocupada por los patios. Nadie le prestó atención. Estaba a punto de escaparse a su habitación para pensar en Shimla cuando vio a Indi bajo uno de los pórticos con columnas. La chica le hizo señas de que se acercase y Eliza atravesó el patio.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.

—Anish se ha puesto enfermo.

—¿Es grave?

—Creo que sí. Lo están atendiendo varios médicos y astrólogos.

—¿Sabes qué le pasa?

Indi negó con la cabeza, pero Eliza se dio cuenta de que algo la preocupaba.

—Se pondrá bien, ¿verdad?

La chica volvió a negar con la cabeza.

—Nadie lo sabe. El problema es que, si a Anish le pasa algo, Jay tendrá que tomar el poder y Chatur no se detendrá ante nada para evitarlo.

—¿Por qué?

—Jay es partidario de modernizar Rajpután. Chatur es justo lo contrario y se niega a aceptar cualquier otro punto de vista. Sabe manipular a Anish para sus propios fines, pero a Jay no podría manejarlo. Creo que Chatur lleva algún tiempo preocupado por la salud de Anish, pero nos lo ha ocultado.

Eliza se alejó, nerviosa por lo que le había dicho Indi. Intentó convencerse de que solo estaba algo alterada porque Laxmi había mencionado el envenenamiento y, aunque la enfermedad de Anish no tenía nada que ver con ella, decidió quitarse de en medio aquella noche e ir a trabajar en el cuarto oscuro.

Mientras revelaba las fotografías más recientes, no pudo evitar darle vueltas a la cabeza. Había intentado estar a la altura de las expectativas, primero como hija y luego como esposa, pero había fracasado en ambos casos. Había hecho todo lo posible por ser una buena esposa para Oliver: cocinaba para él, mantenía inmaculado su pequeño apartamento y trataba de responder a sus avances, aunque solían culminar en frustración por ambas partes. Oliver era el único hombre con el que había estado, y al principio, inexperta en el arte de hacer el amor, se culpaba a sí misma. Pero tenía un importante aliado: los libros. Leía mucho, y se había pasado gran parte de la infancia con la nariz entre las páginas. Y así, poco a poco, después de leer sobre el sexo y ruborizarse hasta las orejas, se había dado cuenta de que Oliver no era en absoluto un amante tierno ni una persona sensible. Esperaba que se abriese de piernas siempre que se lo exigía y que le dejase penetrar en su cuerpo sin apenas acariciarla. Y cuando se negaba, se lo hacía pagar. Eliza odiaba el sexo con Oliver, así de sencillo, y se esforzaba por no odiarlo a él también. En una de esas ocasiones, Oliver, furioso, le dijo que era fría y asexual. En respuesta, Eliza tiró su alianza de boda por la ventana y le dijo que quería ser fotógrafa profesional. Al día siguiente intentó hacer las paces con él, decorando la mesa del comedor con un centro de flores, poniéndose su mejor vestido y aplicándose unas gotas de perfume detrás de las orejas. No funcionó y, despechada, le dijo que se dedicaría a la fotografía costara lo que costase. Oliver dio un fuerte portazo al salir y aquella fue la última vez que lo vio con vida. Y aunque ahora se daba cuenta de que nunca lo había querido, le entristecía que hubiese muerto de esa forma, sin sentido.

Poco a poco, se fue tranquilizando. El silencio absoluto del cuarto oscuro le dio tiempo y espacio para pensar y la relajó, como si verter mecánicamente las sustancias químicas acallase su mente. Pero tenía que enfrentarse al hecho de que no tenía nada que ofrecer a un hombre, aparte de la fotografía. ¿De qué servía saber retratar a una persona tal y como era en realidad? ¿De qué servía su habilidad para hacer que la gente se sintiese cómoda para poder tomar una fotografía natural? Ya había fracasado como esposa y, ciertamente, no deseaba volver a casarse si su matrimonio iba a significar malgastar su vida cuidando a alguien que debería ser capaz de cuidar de sí mismo. Por supuesto, Jay querría una esposa sumisa y jamás se interesaría por ella; estaba destinado a una vida muy distinta. Después de todo, solo había sido un beso, y Jay debía de haber besado a innumerables mujeres. La había deslumbrado, eso era todo, y trató de convencerse de que no tenía importancia.

Pero Clifford la había decepcionado. Había prometido ayudarles con la financiación del proyecto de riego y ahora había dejado a Jay en la estacada. Laxmi ya había hipotecado algunas de las joyas de la familia para pagar al ingeniero y alquilar la maquinaria necesaria para iniciar la construcción. Sería un desastre tener que cancelarlo todo ahora. Todos habían confiado en que Clifford consiguiese la financiación, y aunque Eliza jamás podría hacerlo, le había insinuado que todavía podía lograr los fondos si le daba lo que quería.

Cuando Jay fue a su habitación aquella misma noche, Eliza abrió la puerta y, tras comprobar que no había nadie en el pasillo, le dejó entrar. Jay parecía nervioso y agitaba un periódico.

—¿Has visto esto? —Dejó el periódico sobre la mesa con un golpe seco—. Tu querido Winston Churchill ha llamado a Gandhi «faquir medio desnudo».

Eliza se quedó desconcertada.

—Gandhi fue a la residencia del virrey vestido solo con un taparrabos. A los británicos no les hizo ni pizca de gracia. —Jay hablaba con furia, pero hizo una pausa—. En realidad, si lo piensas, casi tiene gracia. Qué pena que no estuvieras allí para hacer una foto. Habrías ganado una fortuna.

—Ya veo.

Jay frunció el ceño y se rascó la cabeza.

—¿Te pasa algo? Perdona, hasta ahora no he tenido oportunidad de venir a hablar contigo.

—¿Cómo está tu hermano? —preguntó, pero tenía la boca seca y luchó por tragarse un nudo de emociones contradictorias: deseaba aprovechar al máximo cada momento con él, pero sabía que no debía. Su propia voz le sonó extraña. La soltura con la que se habían tratado hasta entonces había desaparecido; era como si nunca hubieran compartido su mundo secreto aquella noche.

Jay hizo una mueca y Eliza no supo entender qué pensaba o sentía.

—Está bien, o se pondrá bien. Una simple indigestión, seguramente.

—Pero Indi parecía preocupada.

—¿Sí? —Jay hizo una pausa y, mientras atravesaba el cuarto para sentarse en el sillón, Eliza deseó ser más valiente. Pero siempre estaba el miedo al rechazo, a decir demasiado, a que le hiciesen daño. Era mejor no bajar la guardia.

—No he venido a hablar de Indi ni de mi hermano.

Eliza le miró las manos y se las imaginó acariciándole la nuca, como cuando la había besado.

—Entonces ¿de qué? —Intentó no delatar la vulnerabilidad que sentía con su tono de voz, pero le preocupó que Jay la hubiese percibido de todos modos.

—He estado pensando en lo que pasó la noche del Holi.

—Yo también —dijo, avergonzada de su propia debilidad, pero contenta de que lo hubiese mencionado.

—Háblame de ti —dijo Jay, con un suspiro.

Eliza se sorprendió.

—¿Que te hable de qué?

—Siempre hay algo que te frena, ¿verdad? Lo noté desde el principio. Este no es tu sitio, pero me pregunto si hay algún lugar en el que de verdad te sientas como en casa.

Habló en voz baja, en el mismo tono que había utilizado cuando le había dicho que había estado presente durante la muerte de su padre. Eliza se derrumbó en el sofá y, encorvada, se miró los pies.

—A veces, en la vida hay que arriesgarse.

Eliza lo miró y volvió a apartar la mirada.

—Me arriesgué al venir aquí.

—Me refería a tu corazón —hizo una pausa—. Eliza, mírame.

Ella negó con la cabeza.

—Clifford me ha ofrecido otro trabajo.

—Vaya, eso es bueno, ¿no?

—Sería en Shimla. Tengo que decirle si acepto a finales de esta semana.

No se atrevió a mirar para ver si el rostro de Jay reflejaba lo que sentía, pero cuando habló, lo hizo con una voz totalmente inexpresiva.

—¿Cuándo tendrías que marcharte?

—De inmediato.

Oyó que respiraba hondo.

—Eliza, no sé qué expectativas tienes.

Ella lo miró.

—Relájate. No tengo expectativas.

—Es importante que entiendas que tu vida está en tus propias manos.

—Entonces ¿qué pasa con el destino?

—El destino se lo labra uno mismo.

—¿De verdad es lo que piensas?

—Es lo que creo. Sabes que aquí creemos en el karma. Lo que haces ahora afectará al futuro, ya sea en esta vida o en la siguiente.

—Así que, si me porto bien, me reencarnaré en una princesa india. Para que un príncipe pueda estar conmigo. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Por supuesto que no —le dedicó una amplia sonrisa—. De todos modos, lo odiarías. Ser una esposa india, quiero decir.

Eliza no sonrió. Quiso fulminarlo con la mirada. Pero, dijeran lo que dijesen cualquiera de los dos, no cambiaría las cosas. Ella siempre sería una viuda de pasado dudoso y él siempre sería el glamuroso e inaccesible príncipe Jayant Singh Rathore. Un hombre adorado por innumerables mujeres. Nunca llegaría a conocer el palacio, la India ni a él más allá de la superficie. Unas gotas de sudor le perlaron la frente y se pasó la mano por la cara para enjugárselas. Sentía un calor terrible en la nuca.

—Eliza, ¿qué te pasa? Dímelo.

Respiró hondo.

—Tengo algo que decirte. Clifford no ha podido conseguir financiación para tu proyecto de riego.

Se preparó para lo peor, deseando que Jay le suplicase que rechazase la oferta de trabajo en Shimla, y se esforzó por no titubear bajo su mirada.

Pero solo hubo silencio y el aire pareció volverse más frío.

—¿Por qué me miras así? —preguntó por fin, todavía esperanzada, aunque en su corazón ya lo sabía.

Cuando Jay se puso en pie de un salto, se le cayó el alma a los pies.

—Para recordar cada detalle de ti cuando te vayas —dijo.

Eliza luchó por no derrumbarse bajo una desconcertante sensación de decepción, extrañamente mezclada con algo casi parecido al alivio. Era el final. Todo había terminado antes de empezar.

Jay se dirigió hacia la puerta.

—Si me disculpas, tengo cosas en que pensar. No te preocupes por nada. Ahora que el proyecto ya está en marcha, no pienso detenerme. Tengo que terminar antes de las lluvias y todavía me quedan unos meses. Gracias por tu ayuda. Buenas noches.

Y, haciendo una reverencia, salió de la habitación.