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DESPERTAR
Princeton, 1995-1997

Las matemáticas son un juego de jóvenes. Sin embargo, resulta difícilmente soportable pensar en un pronto reconocimiento y una actividad pujante […] seguidos de toda una vida de aburrimiento.

NORBERT WIENER

La tarde del anuncio del Nobel, después de la conferencia de prensa, en el edificio Fine se celebró una pequeña fiesta con champán, durante la cual Nash realizó una breve intervención.[1] Según afirmó, no era propenso a pronunciar discursos, pero quería decir tres cosas: primero, que confiaba en que haber obtenido el Nobel mejoraría su valoración crediticia, ya que ansiaba disponer de una tarjeta de crédito; en segundo lugar, que se suponía que uno tenía que decir que estaba contento de compartir el premio, pero que él hubiera preferido ganarlo en solitario porque necesitaba desesperadamente el dinero; finalmente, dijo que había logrado el galardón por la teoría de juegos, que, según le parecía, era como la teoría de cuerdas, es decir, un tema de gran interés intelectual al que la gente deseaba encontrar alguna utilidad. Hizo aquellos comentarios en tono suficientemente escéptico para que resultaran divertidos.

Todos los temores de los suecos —por no hablar de las inquietudes íntimas de Harold Kuhn— respecto al modo en que Nash haría frente a la pompa de Estocolmo resultaron infundados, y todo se desarrolló a las mil maravillas: las recepciones, los encuentros con la prensa, la propia ceremonia de entrega del Nobel y la ulterior conferencia en Uppsala. En realidad, durante las semanas que mediaron entre el anuncio del premio y la ceremonia, Nash hizo cosas y experimentó sensaciones que habían permanecido fuera de su alcance durante décadas. Según relata Jörgen Weibull, a su llegada a Estocolmo se comportó de forma muy parecida a la que Weibull recordaba haber presenciado en Princeton unos años atrás:

—No miraba a los ojos, hablaba entre dientes y se mostraba muy indeciso e inseguro en las relaciones sociales. Sin embargo, su estado de ánimo fue mejorando día a día, y cada vez se mostró más alegre.[2]

Harold y Estelle Kuhn acompañaron a John y Alicia a Estocolmo,[3] y la experiencia resultó verdaderamente estimulante. El mejor momento de la semana, repleta de escenas y ceremonias solemnes, se produjo cuando Nash acudió a la tan temida audiencia privada con el rey. Según la tradición, el monarca pasa un par de minutos a solas con cada laureado. Cuando llegó el turno de Nash, éste tenía tantas convulsiones faciales que Harold temió que, en el último momento, se negara a entrar en los aposentos reales, pero, finalmente, John siguió los pasos del ayuda de cámara hacia el interior.

Pasaron cinco minutos, luego siete y, finalmente, después de diez minutos, Nash salió con aspecto relajado e incluso divertido. «¿De qué habéis hablado?», le preguntaron todos al unísono. Por lo visto charlaron sobre unas cuantas cosas. John contó a Harold y Estelle que él y Alicia habían realizado en 1958 una extensa gira por Europa y habían viajado hasta el sur de Suecia en su Mercedes 180; parece ser que, en aquella época, el rey estudiaba en Uppsala y era un gran aficionado a los coches deportivos, y también por aquel entonces los suecos estaban pasando de conducir por la izquierda a hacerlo por la derecha. Nash y el rey habían pasado diez minutos charlando sobre los peligros de conducir a gran velocidad por el lado izquierdo de la carretera.

Al atardecer, Nash y Weibull recorrían en una limusina los campos situados al norte de Estocolmo, mientras las granjas, unas tras otra, iban encendiendo las luces y en el cielo empezaban a relucir tenuemente las estrellas. Nash se inclinó hacia Weibull y le dijo:

—Mira, Jörgen: es muy hermoso.[4]

Regresaban de Uppsala, donde Nash había ofrecido una conferencia, que era la primera que pronunciaba en tres décadas;[5] no le habían solicitado que realizara la acostumbrada intervención de una hora en Estocolmo, y la conferencia de la Universidad de Uppsala la organizó Christer Kiselman.[6] El tema elegido por Nash había sido un problema que le había interesado desde la época anterior a su enfermedad y que había vuelto a abordar desde la remisión de aquélla: el desarrollo de una teoría matemáticamente correcta de un universo no expansivo que sea coherente con las observaciones físicas conocidas. La opinión convencional sostiene que, evidentemente, el universo está en expansión, y tratar de revocar el consenso sobre el tema es exactamente la clase de apuesta intelectual inconformista que siempre ha complacido a Nash.

Su intervención sobre «la posibilidad de que el universo no esté en expansión» empezó por el cálculo tensorial y la relatividad general, unas materias tan complejas que Einstein solía decir que sólo las comprendía en momentos de claridad mental excepcional. A pesar de que luego confesaría su nerviosismo, Nash habló sin notas y de forma clara y convincente, según relata Weibull, que es doctor en física.[7] Con posterioridad a la charla, los físicos y matemáticos asistentes dijeron que sus ideas eran interesantes, tenían sentido y estaban expresadas con el grado adecuado de escepticismo.

A pesar del cuento de hadas que vivieron en Estocolmo y de la excelsa posición de laureado de John, los Nash llevan una vida tranquila. Siguen viviendo en su casa de bloques aislantes, con hortensias ante la fachada, cercana a una callejuela y justo enfrente de la estación de tren de Princeton. Han reparado la caldera, el tejado y algunos muebles, pero eso es todo (aunque Nash también ha podido pagar su mitad de la hipoteca). Los pocos amigos con quienes se reúnen habitualmente, entre los que están Jim Manganaro, Felix y Eva Browder y, por supuesto, Armand y Gaby Borel, son, en buena medida, los mismos con quienes han mantenido relación desde hace años. Sus costumbres cotidianas han cambiado menos de lo que cabría pensar, pues siguen dominadas por la doble necesidad de ganarse la vida y cuidar de Johnny. Alicia toma todos los días el tren hacia Newark, y Nash, que ya no conduce, se sube al «Dinky» en dirección a la ciudad, come en el Instituto de Estudios Avanzados y pasa las tardes en la biblioteca o, en raras ocasiones, en su nuevo despacho; muy a menudo, cuando Johnny no está en el hospital o fuera de casa, se lo lleva con él.

Nash ha reanudado su vida, pero el tiempo no permaneció estancado mientras él soñaba y, al igual que Rip Van Winkle, Ulises e incontables viajeros de espacios ficticios, ha despertado y ha descubierto que el mundo que había dejado atrás ha cambiado durante su ausencia: los jóvenes brillantes de antaño se están jubilando o se van muriendo, los niños se han hecho hombres y mujeres de mediana edad, su bella y esbelta esposa se ha convertido en una mujer de más de sesenta años y, a la hora de escribir estas líneas, él mismo está a punto de cumplir los setenta.

Hay días en los que le parece haber escapado a los estragos del tiempo, en que cree que puede volver a empezar desde el mismo punto en que se detuvo y se siente «como una persona que quiere realizar, aunque sea con retraso y a los sesenta o setenta años, las investigaciones que podría haber llevado a cabo cuando tenía treinta o cuarenta». En su autobiografía escrita con ocasión del Nobel, escribe:

Desde el punto de vista estadístico, parecería improbable que cualquier matemático o científico, a los sesenta y seis años, fuera capaz, a través de un esfuerzo de investigación continuado, de añadir algo a sus logros anteriores. Sin embargo, yo sigo realizando ese esfuerzo, y resulta concebible que, teniendo en cuenta el intervalo de veinticinco años de pensamiento parcialmente delirante que me ha proporcionado una especie de vacaciones, mi situación pueda parecer atípica; por eso tengo esperanzas de poder conseguir algo valioso mediante mis estudios actuales o con cualquier nueva idea que se presente en el futuro.[8]

Sin embargo, muchos días no es capaz de trabajar: como le dijo en una ocasión a Harold Kuhn, «el fantasma no ha aguantado demasiado, hasta pasadas las seis de la tarde, porque incluso un fantasma puede tener problemas humanos comunes y necesitar ir al médico».[9] También hay otros días en que descubre un error en sus cálculos, se entera de que una idea prometedora ya la ha desarrollado otra persona u oye hablar de nuevos datos experimentales que parecen restar interés a ciertas especulaciones suyas.

En días como ésos, le invade un sentimiento de pesadumbre. El Nobel no puede restituir lo que se ha perdido: a Nash, el placer principal de la vida se lo ha proporcionado siempre el trabajo creativo, más que la proximidad emocional con otras personas, razón por la cual el reconocimiento de sus logros del pasado, a pesar de constituir un bálsamo, también ha proyectado una violenta luz sobre el enojoso tema de sus capacidades actuales. Como él mismo expresó en 1996, conseguir un Nobel después de un largo período de perturbación mental no es nada impresionante; lo que resultaría impresionante sería que hubiera «personas que, DESPUÉS de un tiempo de enfermedad psíquica, alcanzaran un nivel elevado de rendimiento mental (y no simplemente un nivel elevado de respetabilidad social)».[10]

Nash ofreció la valoración más severa de su situación ante una audiencia de psiquiatras a quienes había sido presentado como «un símbolo de esperanza». En respuesta a una pregunta formulada al final de su conferencia de 1996 en Madrid, afirmó: «Recuperar la racionalidad después de haber sido irracional y reemprender una vida normal es algo magnífico. —Sin embargo, acto seguido, hizo una pausa, retrocedió un poco y dijo con voz mucho más fuerte y decidida—: Pero quizá no lo sea tanto. Imaginemos a un artista y supongamos que es racional, pero no puede pintar: ¿es realmente una curación?, ¿es realmente una salvación? […] Creo que no seré un buen ejemplo de persona recuperada a menos que pueda realizar algún buen trabajo. —Y añadió, en un susurro melancólico y apenas audible—: Aunque ya sea bastante mayor».[11]

Nash tenía muy presentes esas reflexiones cuando, en 1995, declinó una oferta de treinta mil dólares de la Universidad de Princeton para publicar sus obras completas; según le dijo a Harold Kuhn, «tengo un problema desde el punto de vista psicológico, ya que, por desgracia, he pasado mucho tiempo sin publicar nada». En resumen, quería decir que no deseaba cerrar la puerta a su trabajo futuro reconociendo que la obra de su vida estaba ya completa.

En palabras de Nash, «no quise publicar las obras completas por la simple razón de que quiero considerarme y adoptar la actitud de un matemático que sigue dedicado activamente a la investigación y no se dedica simplemente a dormirse en los laureles, como se suele decir. Además, soy perfectamente consciente de que, si no se han publicado ahora mis obras completas, pueden publicarse más adelante, cuando, si todo va bien, pueda añadirles cosas nuevas e interesantes».[12] En cualquier caso, esos sentimientos no son muy distintos de los de sus brillantes contemporáneos, los cuales tienen que afrontar —o ya han afrontado— la perspectiva de que probablemente nunca igualarán sus logros del pasado; unos han permanecido más activos que otros, pero el envejecimiento es un hecho inevitable y resulta especialmente riguroso para los matemáticos: para la mayoría de ellos, su disciplina es un juego juvenil.

Volver a investigar después de un paréntesis de casi treinta años exige un valor extraordinario, pero es exactamente lo que hizo Nash; según dijo ante la audiencia de Madrid, «estoy ocupado de nuevo en los estudios científicos: evito los problemas rutinarios y me dedico a “picotear”».

Desde antes de su encuentro con Einstein, Nash había pensado en una teoría matemática del universo. Con posterioridad a la conferencia de Uppsala, ha sufrido algunos reveses: según cuenta, en agosto de 1995 «obtuve algunos resultados que indicaban que, hace mucho tiempo, cometí un error fundamental y tenía que reformular […] [la] teoría». Al parecer, «algo se había perdido en una integración singular y, cuando consideré la materia distribuida en lugar de una partícula puntual, encontré lo que había perdido e ignorado erróneamente», a lo que Nash añadía, con la objetividad que lo caracteriza, que «eso está bien, porque ha evitado que publicara una versión basada en errores».

Nash proseguía con la descripción específica del error:

Había una discrepancia en el campo […] que lo estropeó todo; un nuevo cálculo reveló […] que se habían producido errores en el cálculo inicial. Ahora tengo que concluir el cálculo para una masa distribuida de materia en gravitación, por lo menos hasta el nivel de aproximación de primer orden, que, por sí mismo, puede proporcionar un interesante [resultado característico].[13]

Esa evaluación de las dificultades a las que se enfrenta en su investigación proporciona una idea clara de lo ambiciosos que son los problemas en que trabaja Nash, de que no ha perdido en absoluto su gusto por las apuestas arriesgadas —ya sean relativas a las ideas o a la bolsa— y de que su pensamiento sigue siendo agudo; además, aun a pesar de que las oportunidades que tiene de realizar otro descubrimiento importante son escasas desde el punto de vista estadístico, como él mismo dice, ha recuperado el placer de reflexionar sobre los problemas.

Sin embargo, lo cierto es que la investigación no es lo principal en la vida actual de Nash, ya que la cuestión verdaderamente importante ha sido recuperar el contacto con la familia, los amigos y la comunidad: ésa ha sido la tarea más urgente. Su antiguo miedo a depender de los demás y a que los demás dependieran de él se ha desvanecido y ha pasado a primer plano el deseo de reconciliación y de cuidar de quienes le necesitan. John y su hermana Martha, enemistados durante casi veinticinco años, hablan ahora por teléfono una vez por semana, pero, por supuesto, lo principal, el centro constante de atención, es Johnny.

Fue Nash quien les dijo a aquellas mujeres que llamaran a la policía.[14] Johnny había estado viviendo en casa y, durante un tiempo, estuvo perfectamente bien, pero luego empezó a ponerse una corona de papel. Una tarde quiso dinero y, como creía que era un soberano, pensó que podría obtenerlo del Sovereign Bank, pero el cajero automático del banco no le dio ni un solo billete y, de hecho, tampoco le devolvió la tarjeta. Alterado y molesto, Johnny llamó a su madre, que tenía una cuenta en el Sovereign, y le pidió que se reuniera con él en el cajero automático y sacara la tarjeta de la máquina. Alicia se lo contó a John, que insistió en acompañarla, y la pareja intentó, en vano, recuperar la tarjeta y, también sin éxito, calmar a Johnny, que en aquel momento se puso furioso y se apoderó de un enorme bastón con el que empezó a empujar primero a su madre y luego a su padre. Al otro lado de la calle, algunos curiosos se detuvieron al ver a un joven que amenazaba a dos personas mayores, y Nash les pidió a gritos que alguien llamara a la policía. Llegó un coche patrulla y los agentes, que conocían bien a Johnny, lo llevaron de vuelta al Hospital Estatal de Trenton.

Johnny estaba internado allí cuando sus padres recibieron las noticias de Estocolmo sobre el Nobel de Nash, y John y Alicia llamaron, antes que nadie, al joven, que creyó que le estaban tomando el pelo, que era una broma, y les colgó el teléfono; luego vio la imagen de su padre en la CNN.[15]

El tema del futuro de Johnny resulta tremendamente doloroso. En una ocasión, después de que Nash hubiera hablado con naturalidad del tema mientras Alicia, con aspecto abatido, se hundía en su asiento y cerraba los ojos, ella acabó exclamando:

—¡Sólo quiere hacer su vida![16]

Hacía ya mucho tiempo que el camino esperanzador que Johnny parecía seguir cuando tenía poco más de veinte años había quedado en nada. Ya fuera por la tensión de impartir clases, por el aislamiento social o simplemente porque la remisión había terminado su ciclo, el año que pasó en la Universidad Marshall fue un desastre; regresó a casa y, desde entonces, no volvió a trabajar.

—Desde luego, yo he sido un mal ejemplo —admite Nash.[17]

A la hora de escribir estas líneas, Johnny tiene treinta y ocho años; es alto y bien parecido como su padre, y ambos comparten el interés por las matemáticas y el ajedrez, pero su enfermedad se ha prolongado ya durante un cuarto de siglo, más de la mitad de su vida. Ha recibido tratamientos de Clorazil, Risperadol y, más recientemente, Zyprexa, pero, a pesar de que esos fármacos le han capacitado para permanecer fuera del hospital la mayor parte del tiempo, no le han permitido ser dueño de su vida. Para él, el tiempo transcurre con extrema lentitud; ya no participa en torneos de ajedrez —que antaño constituían su mayor deleite—, ha dejado de leer y asegura que no ha sido capaz de ello desde hace mucho tiempo, se enfada con frecuencia y, en ocasiones, se vuelve violento.[18]

Convivir con Johnny supone una tensión tremenda para John y Alicia: Nash explica que él y su esposa viven «perturbados» y «tiranizados», y a menudo se muestra preocupado por la «tendencia y el peligro de degradación».[19] Constituye un tormento constante, incluso cuando, como sucede con frecuencia, Johnny está viajando a lo largo y ancho del país en los autobuses Greyhound, y, por ejemplo, Alicia y John van al Olive Garden a celebrar el cumpleaños de Nash, entonces Johnny les llama para decirles que ha perdido la tarjeta del banco y no tiene dinero, lo cual les obliga a cambiar sus planes y dedicar la velada a enviarle fondos.

—Ya no sabemos qué hacer —ha comentado recientemente Alicia, que añade—: Trabajas tan duro […,] y luego a él no le sirve de nada. El Nobel no ha ayudado a Johnny lo más mínimo.[20]

Johnny tiene la facultad de unir y separar al mismo tiempo a Nash y Alicia. Se producen conflictos importantes, y se culpan mutuamente de la mala conducta de su hijo cuando éste rompe cosas en casa, les ataca o se comporta en público de forma inadecuada; Nash cree que Alicia espera de él que actúe como el «policía malo» —un papel que a él no le gusta—, mientras ella se reserva las funciones del «bueno». Sin embargo, existe confianza entre ambos: día a día, deciden juntos lo que tiene que hacer cada uno de ellos, y también se ponen de acuerdo acerca del momento en que hay que volver a internar a Johnny. Nash es más severo y tiende a responsabilizar a su hijo de la enfermedad que sufre; en ocasiones, es bastante cruel, y a veces les ha dicho a Harold Kuhn y a otras personas que la gente como Johnny debería estar encarcelada o que él mismo ha elegido ser como es:

—No pienso en mi hijo […] exclusivamente como una persona que sufre. En parte, simplemente elige evadirse del «mundo».[21]

A pesar de esos momentos de insensibilidad, lo cierto es que Nash expresa esperanza y alegría cuando existe la perspectiva de una nueva medicación o una nueva terapia, o cuando se le ocurre una idea —como enseñarle a Johnny a jugar al ajedrez con el ordenador— que cree que le podrá ser de ayuda; cuando su amigo Avinash Dixit le invita a cenar, John pregunta de forma inmediata si puede llevar con él a su hijo.[22]

En casa de Dixit, Johnny saca un tablero de ajedrez con sus piezas, y padre e hijo se sientan a jugar. Nash es «peor que mediocre» en ese juego y, en un momento dado, dice que quiere deshacer un movimiento equivocado; su hijo se lo permite y, entonces, Nash quiere deshacer otro.

—Papá, si sigues haciendo eso, acabarás ganando —le dice Johnny.

—Pero, cuando juego con el ordenador, me deja deshacer los movimientos —responde Nash.

—Pero, papá —protesta Johnny—, yo no soy un ordenador. ¡Soy un ser humano!

Cuando toca ir a la farmacia a buscar los medicamentos de Johnny, Nash acompaña a Alicia;[23] cuando hay que asistir a una jornada de puertas abiertas del programa de pacientes externos en el cual Johnny participa en ocasiones, Nash acude puntualmente.[24] Alicia lo ve y se siente apoyada por su marido: se da cuenta de que es imprescindible para ella.

El matrimonio es, con diferencia, la más misteriosa de las relaciones humanas: uniones que parecen superficiales pueden resultar profundas y duraderas, y así es el vínculo que une a John y Alicia, da la impresión de que no se trata de un emparejamiento accidental, sino que esas dos personas se necesitaban mutuamente. A pesar de lo decidida, pragmática e independiente que es Alicia, su embeleso juvenil ha sobrevivido a los desengaños, los infortunios y las decepciones: acompaña a Nash a comprarse la ropa; cuando él viaja, se inquieta ante la idea de que lo secuestren unos terroristas, de que muera en un accidente de aviación o, simplemente, de que se fatigue; si John se tuerce un tobillo, Alicia abandona la cena y se pasa cuatro horas sentada con él en la sala de urgencias; y de forma aún más significativa, contempla una vieja fotografía de su marido en bañador, junto una piscina californiana, y dice con una risita: «¿A que tiene las piernas bonitas?».[25]

Él, por su parte, vive por y para ella y, a pesar de lo testarudo, reservado, egocéntrico y celoso de su tiempo (y de su dinero) que es, no hace nada sin consultar primero a Alicia, acata sus deseos y trata de ayudarla, ya sea lavando los platos, resolviendo un problema en el banco o acudiendo a la terapia familiar todos los lunes por la noche. Ella es la única persona a la que relata fielmente los acontecimientos del día, a quien le explica con quién se ha encontrado, de qué trataba la conferencia y lo que ha comido. Discuten sobre el dinero, las tareas domésticas, Johnny y los compromisos sociales, pero John está resuelto a hacerle a Alicia la vida más fácil y más alegre.

Nash intenta ser más sensible y complaciente y, en tono autocrítico, afirma: «Sé que tengo mis defectos y que hago enfadar mucho a Alicia cuando me anticipo a lo que va a decir antes de que ella haya terminado y entonces empiezo a decir otra cosa, como si lo que ella dice no tuviera importancia».[26]

John admite, no sin humor, que su genialidad no lo convierte en una autoridad en todas las materias: cuando se trata de refinanciar la hipoteca o de elegir entre calefacción de gas o de petróleo, se queja bromeando de que Alicia no lo toma en serio ni lo considera un «sabio de la economía […] a pesar del Nobel».[27]

En buena parte, la salvación de su matrimonio se ha producido a partir del Nobel. Ahora existe un sentimiento de reciprocidad, como si la recuperación del respeto de sus iguales hubiera hecho que Nash se diera cuenta de que tenía más cosas que ofrecer a las personas que formaban parte de su vida y también hubiera surtido efecto en las personas que estaban más cerca de él, en especial Alicia, y se percataran de que él tenía más cosas que darles; eso ha fortalecido su relación. En una ocasión, antes del Nobel, Alicia se refirió a Nash como su «huésped», y durante mucho tiempo ambos vivieron bajo el mismo techo como dos personas que mantenían una relación distante. Ahora han llegado incluso a valorar la posibilidad de volverse a casar, aunque, quizá debido a la antigua insistencia de Nash en la «racionalidad», han desechado la idea por poco práctica, al igual que hacen tantas parejas mayores en vista de las desventajas fiscales y relativas a las prestaciones de la Seguridad Social que comporta. En cualquier caso, un certificado carece de importancia real: vuelven a ser una verdadera pareja.

John Stier dio el primer paso para poner fin a los veintitrés años de alejamiento de su padre enviándole a éste una copia de la columna del Boston Globe que, en junio de 1993, especulaba sobre las posibilidades de que ganara un Nobel.[28] Remitió el recorte de forma anónima, pero Nash adivinó de inmediato su procedencia, aunque no estuvo seguro de si interpretar el gesto de John Stier como una mofa o como un tanteo amistoso, y le dijo a Harold Kuhn que había algo en la forma en que su hijo le había dirigido la carta que le hacía pensar en una burla. Sin embargo, en febrero del año siguiente, dos meses después de su triunfo en Estocolmo, Nash tomó un autobús directo a Boston para dedicar un fin de semana a conocer de nuevo a su hijo mayor.

Un encuentro como aquél, inspirado por las esperanzas de dejar atrás la triste historia de ambos, estaba destinado a acabar siendo una situación agridulce, una ocasión en que tanto revivirían recuerdos dolorosos, decepciones y malentendidos como se liberarían sentimientos más alegres.[29] Cuando los dos hombres se encontraron por fin cara a cara, John Stier ya no era el estudiante de historia del Colegio Universitario de Amherst a quien Nash recordaba de su último encuentro, sino un hombre de cuarenta y cuatro años, casi la misma edad que Nash tenía en 1972, cuando se habían visto por última vez. Físicamente, se parecía a su padre: la estatura imponente, los hombros anchos, los ojos luminosos, la tez clara y la nariz finamente modelada eran de Nash; sin embargo, en las decisiones que había tomado en su vida —y en su capacidad para obtener una gran satisfacción ayudando a los demás— era hijo de su madre. John Stier se había quedado en Boston, no se había casado y ejercía de enfermero cualificado. En aquella época estaba pensando en regresar a la universidad para obtener un título especializado de su profesión.

Durante los dos días que pasaron juntos —era la primera vez que lo estaban durante tanto tiempo seguido— sólo mencionaron de forma ocasional los temas personales. En realidad, pasaron la mayor parte del tiempo con otras personas: para Nash era importante que los demás confirmaran la reconciliación. Se dedicaron a contemplar viejas fotografías con Eleanor, comieron con Arthur Mattuck, el amigo más íntimo de la «primera familia» de Nash, y visitaron a Marvin Minsky en su laboratorio de inteligencia artificial del MIT. En un momento dado, Nash telefoneó a Martha desde el piso de John Stier e hizo que su hijo se pusiera al teléfono.[30]

Cuando padre e hijo se aventuraron en el terreno personal, Nash albergaba, como de costumbre, las mejores intenciones: quería demostrarle a su hijo la vital importancia que tenía para él, deseaba compartir con él parte de su reciente buena fortuna y tenía ganas de proporcionarle su consejo paterno; le impulsaban a ello el amor y el sentido de la responsabilidad. También le dijo a John que dividiría sus bienes a partes iguales entre él y su hermano y lo invitó a acompañarlo a una reunión en Berlín. Lo hizo todo con el mejor de los propósitos, pero, al igual que en muchas otras relaciones a lo largo de su vida, las intenciones de Nash no siempre se vieron acompañadas de los medios emocionales para llevarlas a cabo de forma satisfactoria e, incluso mientras intentaba atraer a su hijo, dijo e hizo cosas que sólo se podían calificar de insensibles y ofensivas.[31] No hizo nada por ocultar su sentimiento de decepción, criticó el aspecto de su hijo llamándolo gordo —cuando en realidad no lo está— y también juzgó negativamente su elección profesional, dándole a entender que era algo inferior a lo que correspondía a un hijo suyo e insistiendo en que acudiera a la escuela de medicina en lugar de cursar un posgrado de enfermería; insinuó claramente que esperaba de él que ayudara a cuidar de su hermano menor, pero luego lo ofendió diciéndole que a Johnny le iría bien estar en compañía de «un hermano mayor menos inteligente»;[32] finalmente, le dijo a John que quería que cambiara su apellido por el de Nash, una propuesta que se suponía magnánima, pero que resultó hiriente porque implicaba la pretensión de Nash de que su hijo renunciara a todo lo que era y había sido: por supuesto, Eleanor se sintió ofendida.

Pocos meses después, Nash se llevó a John Stier con él a Berlín, y las tensiones de su primer reencuentro afloraron de nuevo.[33] Nash se dedicó a atormentar inexorablemente a su hijo por nimiedades: le obligaba a apagar la luz cuando quería leer, no le permitía pedir postres o le decía que no comiera pan ni mantequilla. Aun así, John Stier sintió un gran orgullo cuando su padre pronunció sus conferencias,[34] y Nash pudo escribirle a Harold Kuhn que «Berlín ha sido una gran experiencia […,] mi hijo ha disfrutado del viaje».[35]

La concesión de un premio Nobel es algo que no dura eternamente y, a pesar del carácter excepcional del honor que representa, la vida continúa después de las fantásticas celebraciones de Estocolmo. El futuro inmediato de Nash es más incierto que el de otros laureados: nadie sabe si su remisión es permanente, pues hay personas que han recaído después de muchos años de no presentar síntomas; por esa misma razón, para él, el presente es precioso.

A diferencia de una partida de «Hex», los resultados de la vida real no están predeterminados por el primer movimiento, ni siquiera por el quincuagésimo: el extraordinario viaje de ese genio norteamericano, de ese hombre capaz de sorprender a la gente, continúa. Su humor autodespreciativo expresa una mayor conciencia de sí mismo, y sus sinceras conversaciones con los amigos acerca de la tristeza, el placer y el afecto reflejan una gama más amplia de experiencias emotivas. El esfuerzo cotidiano que realiza para dar a los demás lo que merecen y para reconocer que tienen derecho a pedírselo muestra a un hombre muy distinto de aquel joven que a menudo era frío y arrogante. Además, la separación radical entre pensamiento y emoción que caracterizaba la personalidad de Nash —no sólo cuando estaba enfermo, sino incluso antes— es hoy mucho menos evidente: de hecho, si no siempre de palabra, Nash ha alcanzado una vida en la cual el pensamiento y la emoción están más estrechamente unidos, donde dar y recibir tienen un papel central y las relaciones se basan en el equilibrio. Quizá no tenga las mismas capacidades intelectuales de antaño, tal vez jamás realice otro gran descubrimiento, pero ha llegado a ser, mucho más que nunca, «una persona excelente», según expresó una vez Alicia.

En el momento en que lo dejamos, quizá se apresura bajo el portal de Eisenhart, de camino al edificio Fine, o está sentado junto a Alicia en el sofá, viendo Doctor Who en el gran televisor de la sala de estar, o está perdiendo una partida de ajedrez con Johnny, o dedicando ciento cinco minutos de conversación telefónica a consolar a Lloyd Shapley tras la muerte de su esposa, o mira como un niño travieso a Harold Kuhn cuando éste le pregunta si tiene preparadas las notas para la conferencia de Pisa, o se sienta con la bandeja de la comida en la mesa de los matemáticos del Instituto de Estudios Avanzados, asintiendo mientras Enrico Bombieri, que acaba de leer las cartas de amor de Carrington, lamenta la pérdida del arte de escribir cartas, o bien, después de haber escuchado una conferencia sobre astronomía, contempla a través del telescopio alguna estrella lejana que brilla con luz trémula en el cielo nocturno…