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PROYECTOS
Otoño de 1958

Una conciencia creciente es un peligro y una enfermedad.

FRIEDRICH NIETZSCHE

Los Nash habían vuelto a Cambridge y John ya estaba dando clases cuando Alicia descubrió, en parte con alegría y en parte con consternación, que estaba embarazada: le gustaba su trabajo y el sueldo que ganaba, y habría preferido esperar unos años; fue Nash quien quiso empezar inmediatamente a formar una familia.[1] Sin llegar a decir que el deseo de tener otro hijo había sido la razón por la cual se había casado, John le recordaba con frecuencia a Alicia que, desde su punto de vista, el único objetivo del matrimonio era producir niños.[2] Ahora que su deseo se iba a realizar, Nash se sintió muy satisfecho y le comunicó la gran noticia a Albert Tucker en la posdata de una carta escrita a principios de octubre, donde aludía a «una “nueva incorporación” que estamos esperando».[3]

Exigió a Alicia que dejara de fumar: en una fiesta de matemáticos le dijo que apagara el cigarrillo que acababa de encender y organizó una escena cuando ella se negó a hacerlo;[4] sin embargo, por lo demás, todo parecía ir bien. Nash estaba impartiendo una asignatura de doctorado, cuyo número —M711, una referencia sutil y humorística a los dados— había sido idea suya y contribuyó a atraer a suficientes estudiantes para llenar un pequeño anfiteatro.[5] La primera tarea de clase que les encargó también reflejaba su aparente buen humor: les pidió a los estudiantes que idearan una forma de evaluar los trabajos de sus compañeros de modo que él no tuviera que preocuparse de ello.

En aquellos momentos, Nash estaba inquieto por su propio futuro y se sentía cada vez más desasosegado. Martin le había asegurado que aquel invierno conseguiría la titularidad[6] y la promesa lo calmó un poco. Escribió a Tucker que la situación en el MIT había «alcanzado un modus vivendi que representa una mejora en relación con los primeros meses de 1958».[7]

Sin embargo, le agobiaba la sensación de que otras personas decidieran su futuro y también estaba más convencido que antes de que su lugar no estaba en el MIT: «No me parece que, a largo plazo, este puesto sea bueno para mí —escribía a Tucker, a quien le decía que temía quedarse aislado en el departamento, como le había ocurrido a Wiener—. Preferiría formar parte de un grupo más reducido de colegas que ocuparan posiciones casi iguales».[8] Su hermana Martha recuerda que «no tenía ninguna intención de quedarse en el MIT: quería ir a Harvard por el prestigio de aquella universidad».[9]

Al mismo tiempo, la Universidad de Chicago estaba sondeando el posible interés de Nash por trasladarse allí.[10] Aquella institución había pasado mucho tiempo sin contratar a profesores eminentes, y ni siquiera lo había hecho después de que André Weil se fuera al Instituto de Estudios Avanzados. Por aquel entonces el departamento de matemáticas disponía de un nuevo director, Adrián Albert, y de un presupuesto de cierta consideración;[11] Albert estaba pensando en un joven profesor de Harvard, John Thompson, que había desarrollado un trabajo brillante en el terreno de la teoría de grupos,[12] y también en Nash, que en el departamento contaba con cierto número de firmes partidarios, entre los cuales estaba Shiing-shen Chern.

Nash acusó notablemente la presión derivada de aquellas decisiones pendientes y resolvió que, en cualquier caso, al año siguiente se iría: solicitaría un permiso para participar en algún proyecto de investigación. Quería pasar el trimestre de otoño de 1959 en el Instituto de Estudios Avanzados y el de primavera en su equivalente francés, el Instituto de Altos Estudios Científicos, en el cual, al igual que en el primero, predominaban los matemáticos y los físicos teóricos. Hacia fines de octubre empezó a presentar solicitudes para diversas becas, entre ellas las de la Fundación Nacional de la Ciencia, la Fundación Guggenheim y el programa Fulbright, y también pidió que lo admitieran en el Instituto de Estudios Avanzados; según escribió, «esto es una parte del plan; la otra es aprender francés».[13]

Albert Tucker le dio su apoyo y, el 8 de octubre, escribió al programa Fulbright: «Nash está deseoso de hablar de matemáticas con otras personas que, a su juicio, tengan el nivel adecuado. Con frecuencia, resulta duro hacerlo con quienes tienen menor capacidad […] pero ésa es una práctica habitual en Francia […] Nash conseguiría buenos resultados de un intercambio vigoroso y sacaría […] provecho de la relación con Leray».[14] En su carta de recomendación dirigida a la Fundación Nacional de la Ciencia, Tucker calificaba a Nash como «uno de los matemáticos más dotados y originales de Estados Unidos […] en el último año de una beca Sloan. Uno de los dos o tres mejores que nunca hayan recibido una de esas becas».[15] La carta que envió el 26 de noviembre a la Fundación Guggenheim estaba escrita en parecidos términos laudatorios.[16]

No está claro en qué tema planeaba trabajar Nash, que, en aquella época, estaba reflexionando sobre varios problemas distintos, entre ellos la teoría cuántica y la hipótesis de Riemann. Es posible que el motivo de su deseo de ir a París fuera la presencia de Leray en el Colegio de Francia.

—Se jactaba de tener suficientes becas para sobrevivir tres o cuatro años —recuerda Gian-Carlo Rota.[17]

A principios de otoño se produjo un episodio particularmente desagradable, pues las inversiones de Nash habían resultado desastrosas[18] —por decirlo con suavidad— y tuvo que confesar su fracaso a Virginia, además de prometerle que le reintegraría el dinero perdido: «Te devolveré la deuda», se vio obligado a escribirle a su madre; la cantidad no era enorme, pero el asunto resultó bastante embarazoso.[19]

En resumen, repentinamente todo parecía volverse inestable, y ello puede constituir la razón por la cual Nash se sintió de nuevo atraído por otro joven. Aquel verano apareció en el MIT un brillante matemático que tenía seis años menos que Nash. A mediados de los sesenta, Paul Cohen se haría famoso por haber resuelto un rompecabezas lógico planteado por Gödel —un logro tan asombroso que The New York Times informó sobre él—[20] y ganaría una medalla Fields y un premio Bócher,[21] pero, en otoño de 1958, no era más que un joven advenedizo, rebosante de ambición y enormemente frustrado.

Cohen, un neoyorquino de origen humilde, había enseñado matemáticas en el Instituto Stuyvesant y acababa de obtener el título de doctor por la Universidad de Chicago.[22] Sin embargo, su tesis no tuvo una acogida favorable y, como consecuencia de ello, fue relegado a la Universidad de Rochester. Ansioso por irse de allí, le rogó a su viejo amigo del Stuyvesant, Eli Stein, que le ayudara a obtener un puesto de profesor auxiliar en el MIT;[23] Stein lo logró, y Cohen acudió a Cambridge tan pronto como terminaron las clases en Rochester.

Robusto, de movimientos ligeramente felinos y ojos que brillaban intensamente bajo su amplia frente abovedada, Cohen podía ser, de forma alternativa, egocéntrico, suspicaz, agresivo y encantador. Dominaba varias lenguas y tocaba el piano. Sus ambiciones parecían ilimitadas y, si en un momento hablaba de convertirse en físico, al siguiente decía que sería compositor, o incluso novelista. Stein, que se hizo muy amigo de Cohen, afirma:

—Lo que mueve a Cohen es el deseo de ser mejor que cualquier otro individuo: quiere resolver los grandes problemas y contempla con desprecio a los matemáticos que se dedican a su profesión con el objetivo de conseguir progresos graduales en la disciplina.[24]

Era tan rápido como Newman, tan ambicioso como Nash y tan arrogante como los dos juntos. Cohen era competitivo, «salvajemente competitivo», por decirlo en palabras de otro profesor auxiliar.

—Tenía una gran habilidad para destrozar a la gente —recordaría en 1995 Adriano Garsia.[25]

Newman, Nash y Cohen se desafiaban mutuamente a resolver problemas:

—Bueno, Nash, ¿en qué clase de basura estás trabajando ahora? —preguntaba Cohen.

—¿Qué teoremas erróneos has demostrado hoy? ¿Quieres problemas de verdad? ¡Yo te daré un problema! —respondía el otro.

Fastidiaban sin piedad a los jugadores de ajedrez. Según relata Garsia, «siempre estaban ansiosos por demostrar que eran mucho mejores en cualquier juego al que estuvieran jugando otras personas. Se dedicaban a hacer payasadas […] a tocar melodías con botellas de cerveza». Habitualmente, aunque no siempre, D. J. y Paul vencían a Nash en los enfrentamientos dialécticos; Cohen era el más elocuente, pero, en ocasiones, Nash conseguía hacer callar a los otros dos:

—Podía decir muchísimas cosas en tres palabras —dice Garsia.

Disfrutaban confabulándose contra algún estudiante de doctorado que estuviera esforzándose por elaborar su tesis: diseccionaban un problema en el que el pobre hubiera estado trabajando durante dos años y le espetaban la solución que ellos habían ideado; les gustaba sostener que la suya era más sólida, pero, en realidad, renunciaban a la elegancia en favor de la fuerza bruta.

—Querían resolverlo de la forma que fuera —afirma Garsia.

Nash «trataba de hacerse amigo» de Cohen, según dice éste, quien considera que aquello era «insólito», y añade:

—Quizá me gustaba porque yo le gustaba a él; me invitaba a comer. Sin embargo, no era amigo mío: no tengo noticia de que Nash tuviera amigos.[26]

Aun así, Cohen sentía curiosidad: solía ir a cenar con los Nash, hablaba en castellano con Alicia, se preguntaba cómo había conquistado John a aquella hermosa joven y se daba cuenta de que ella estaba, de algún modo, «preocupada» por el hecho de que su marido le prestara tanta atención a él.

Nash nunca se insinuó ni fue explícito con Cohen, pero, según relata éste, le soltaba indirectas. Le decía cosas como «fulano de tal era homosexual», o pronunciaba una palabra y le preguntaba al joven si sabía lo que significaba; si Cohen decía que no, Nash volvía a la carga: «Ah, no sabes lo que significa tal y cual». Pronto los miembros del departamento empezaron a chismorrear sobre la posibilidad de que Nash estuviera enamorado de Cohén.[27]

Cohen se sentía halagado e incluso fascinado por el interés de Nash, pero también disfrutaba especialmente echándole en cara la disparidad entre sus grandiosas afirmaciones y la realidad, y era crítico hasta la crueldad con su orgullo desmesurado. Tiempo más tarde, Cohen diría:

—No colaboré con él en el ámbito de las matemáticas; no me parecía que pudiera hablar con él de matemáticas.

En realidad, sin embargo, hablaron mucho de las ideas de Nash sobre la hipótesis de Riemann.

—Nash pensaba que podía trabajar en cualquier problema que quisiera —dice Cohen, en un tono de ligera indignación—. Le escribió una carta a Ingham y se la enseñó a todo el mundo. Yo rebatí su contenido: era imposible hacer lo que él pretendía, y no me parecía que la idea de Nash fuera digna de que se le prestase atención, pues la hipótesis de Riemann no se puede resolver de aquel modo. Él se presentó con aquella carta, pero cualquier experto habría dicho que sus ideas eran ingenuas. Lo que yo admiraba de él era su enorme seguridad en sí mismo, incluso para hacer conjeturas: si hubiera acertado, habría demostrado tener una intuición de nivel estratosférico. Sin embargo, resultó ser simplemente una idea errónea más.

Al cabo de un año, después de que Nash fuera internado, hubo quienes atribuyeron su derrumbe a un desengaño amoroso y a la intensa rivalidad con un hombre más joven.[28] Irónicamente, la carrera de Cohen acabó siendo un reflejo de la de Nash: después de su gran éxito, empezó a dedicarse a la hipótesis de Riemann y a la física; publicó algunos trabajos, pero fueron muy esporádicos y en ningún caso equiparables a la obra que había realizado antes de cumplir los treinta años.

—Nada merecía su atención —dice un matemático que lo conoció en el MIT—. Se instaló en un aislamiento glorioso.[29]