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ESCUELA DE GENIOS
Princeton, otoño de 1948

La conversación enriquece la comprensión, pero la soledad es la escuela del genio.

EDWARD GIBBON

La segunda tarde de la estancia de Nash en Princeton, Solomon Lefschetz reunió a los doctorandos de primer curso en el salón occidental.[1] Con su acento francés y clavando en ellos una mirada feroz, les dijo que estaba allí para contarles las verdades de la vida y, durante una hora, gritó, echó fuego por los ojos y golpeó la mesa con sus manos rígidas y enguantadas, mientras profería un discurso que estaba a medio camino entre un sermón bíblico y la diatriba de un sargento instructor.

Eran los mejores, los mejores de todos. Cada uno de ellos había sido cuidadosamente seleccionado, como un diamante que se extrae de un montón de carbón, pero aquello era Princeton, donde los auténticos matemáticos se dedicaban a las auténticas matemáticas; comparados con aquellos hombres, los recién llegados eran bebés, bebés ignorantes y dignos de lástima, y Princeton les haría crecer, ¡maldita sea!

Enérgico y emprendedor, Lefschetz era la poderosa locomotora humana que había sacado el departamento de Princeton de su refinada mediocridad para conducirlo hasta la cumbre.[2] Reclutaba a matemáticos teniendo presente un único criterio: la investigación. Su política editorial despótica y singular convirtió los Annals of Mathematics, la vieja y poco original publicación trimestral de Princeton, en la revista matemática más venerada del mundo.[3] Algunas veces, se le acusó de ceder ante el antisemitismo por haberse negado a admitir a muchos estudiantes judíos —basándose en el argumento de que nadie los contrataría cuando terminaran los estudios—,[4] pero nadie niega su extraordinaria capacidad de juicio instantáneo. Exhortaba, mandaba y amenazaba, pero siempre lo hacía con el objetivo de engrandecer el departamento y convertir a sus estudiantes en matemáticos auténticos y duros como él.

Solía decir que, cuando llegó a Princeton en los años veinte, era «un hombre invisible».[5] Ruidoso, descortés y, por añadidura, mal vestido, fue uno de los primeros docentes judíos del centro, y los demás fingían no verlo cuando se lo cruzaban en los vestíbulos y evitaban su compañía en las reuniones sociales del profesorado. Sin embargo, a lo largo de su vida, Lefschetz había superado obstáculos mucho más formidables que un puñado de wasp[*] remilgados y pretenciosos. Había nacido en Moscú y se había educado en Francia;[6] enamorado de las matemáticas, pero sin ninguna posibilidad de desarrollar una carrera académica en aquel país debido a que no poseía la ciudadanía francesa, estudió ingeniería y emigró a Estados Unidos. A los veintitrés años, un terrible accidente cambió el curso de su vida: Lefschetz estaba trabajando en la Westinghouse, en Pittsburgh, cuando la explosión de un transformador le quemó por completo las manos. La recuperación requirió años, durante los cuales se sumió en una profunda depresión, pero, en última instancia, el accidente le proporcionó el impulso necesario para dedicarse a su verdadera pasión, las matemáticas.[7] Se inscribió en un programa de doctorado de la Universidad Clark, famosa por las lecciones sobre psicoanálisis que en ella impartió Freud en 1912, pronto se enamoró de otra estudiante de matemáticas y se casó con ella, y pasó casi una década desempeñando modestos empleos como docente en Nebraska y Kansas. Cuando terminaba sus agotadoras jornadas de trabajo en la enseñanza, se dedicaba a escribir textos sobre matemáticas, que se convirtieron en una serie de artículos brillantes, originales y enormemente influyentes, los cuales, finalmente, tuvieron como resultado una «llamada» desde Princeton: «Los años que pasé en el oeste, en un aislamiento total y hermético, desempeñaron en mi carrera el papel del “trabajo en un faro” que Einstein recomendaba a cualquier joven científico para que pudiera desarrollar sus propias ideas a su propia manera».[8]

Lefschetz valoraba el pensamiento independiente y la originalidad por encima de cualquier otra cosa y, en realidad, despreciaba las demostraciones elegantes y rigurosas de lo que consideraba que era obvio. En una ocasión, desdeñó una nueva e inteligente prueba de uno de sus teoremas diciendo: «No me vengan con sus bonitas demostraciones; aquí no perdemos el tiempo con esas niñerías».[9] Según cuenta la leyenda, jamás escribió una demostración correcta ni formuló un teorema incorrecto.[10]

Aquella tarde de mediados de septiembre de 1948, Lefschetz estaba realizando un simple precalentamiento con los nuevos doctorandos. «Es importante ir bien vestido. Quítese eso de encima; parece usted un obrero, no un matemático», le dijo a un estudiante que llevaba un portaplumas.[11] «Vaya a que un barbero de Princeton le corte el pelo», le sugirió a otro.[12] Podían ir a clase o no: a él le importaba un bledo. Las notas no significaban nada, y sólo se hacían constar para complacer a los «malditos decanos»; lo único que contaban eran los exámenes generales.[13]

Solamente había una exigencia: acudir al té.[14] Era absolutamente obligatorio asistir al té todas las tardes. ¿En qué otro lugar podrían encontrarse con los mejores profesores de matemáticas del mundo? Ah, y si lo deseaban, podían visitar con toda libertad la «sala de embalsamamiento», como le gustaba llamar al Instituto de Estudios Avanzados, para tratar de vislumbrar a Einstein, Gödel o Von Neumann.[15] «Recuerden —repetía constantemente— que no estamos aquí para hacerles de niñeras». A Nash, la arenga inaugural de Lefschetz le debía resultar tan emocionante como una marcha militar de John P. Sousa.

La filosofía de Lefschetz —y, por lo tanto, de Princeton— sobre la formación de doctorandos en matemáticas hundía sus raíces en las grandes universidades alemanas y francesas que se dedicaban a la investigación.[16] La idea fundamental era que los estudiantes se lanzaran, tan pronto como fuera posible, a realizar su propia investigación y que, con similar rapidez, confeccionaran una tesis doctoral aceptable. El hecho de que el pequeño cuerpo docente de Princeton estuviera, sin excepción alguna, dedicado activamente a la investigación, las buenas relaciones que, por lo general, reinaban en su seno, así como su disposición a supervisar el trabajo de los estudiantes, hacían que aquel planteamiento fuera realizable.[17] Lefschetz no pretendía obtener diamantes perfectamente pulimentados y, en realidad, consideraba que el exceso de perfección en un joven matemático era antitético con respecto a su creatividad futura. El objetivo no era la erudición, por más que se pudiera admirar, sino producir hombres que fueran capaces de realizar descubrimientos originales e importantes.

Princeton sometía a sus estudiantes a una presión máxima, pero a un prodigioso mínimo de requisitos burocráticos. Lefschetz no exageraba al decir que el departamento no imponía exigencias en cuanto a la asistencia a clase. Ciertamente, se impartían asignaturas, pero la inscripción en ellas era una pura ficción, como también lo eran las notas: en las actas, algunos profesores no ponían más que sobresalientes, mientras que otros sólo concedían aprobados, pero, en ambos casos, se trataba de calificaciones completamente arbitrarias;[18] para obtenerlas, no era necesario aparecer por clase una sola vez y, en la mayoría de los casos, los datos de los expedientes académicos de los estudiantes eran ficciones destinadas a «satisfacer a los filisteos». No había exámenes de fin de curso y, en las pruebas de idiomas, que corrían a cargo de miembros del departamento de matemáticas, se pedía a los estudiantes que tradujeran un pasaje de un texto matemático francés o alemán, pero se trataba de una simple formalidad.[19] La única prueba que contaba era el examen general, que tenía carácter eliminatorio, constaba de cinco temas —tres de ellos los decidía el departamento y los dos restantes el candidato— y se realizaba al final del primer curso o, como máximo, del segundo. Ahora bien, en ocasiones, incluso los «generales» se diseñaban a la medida de los puntos fuertes y débiles del doctorando.[20] Si el profesorado, que llegaba a conocer bien a todos y cada uno de los estudiantes, decidía que fulano de tal no saldría adelante, Lefschetz no tenía ningún reparo en no renovarle la financiación de su mantenimiento o, simplemente, decirle que se fuera: o triunfabas o te ibas. Debido a ello los estudiantes de Princeton que conseguían pasar los «generales» acababan siendo doctores en dos o tres años, en una época en que los de Harvard tardaban seis, siete u ocho.[21] Harvard, el destino que Nash había anhelado debido al prestigio y la magia de aquel nombre, era por aquel entonces una pesadilla de formalidades burocráticas, feudos académicos y profesores que disponían de un tiempo relativamente escaso para dedicar a los estudiantes. Quizá Nash no se diera plena cuenta de ello aquel primer día, pero había tenido suerte de elegir Princeton en lugar de Harvard.

Como resultaría cada vez más evidente a lo largo de los meses siguientes, el planteamiento de Princeton respecto a los estudiantes de doctorado, con aquella combinación de libertad absoluta e implacable presión para que produjeran, no podría haber sido más adecuado para una persona del temperamento y el estilo matemático que caracterizaban a Nash, como tampoco podría haber sido diseñado con mayor acierto para obtener las primeras pruebas de su genio. La gran suerte de Nash, si se quiere llamarla así, fue el hecho de que apareció en el panorama matemático en un momento y un lugar hechos a la medida de sus necesidades personales, y salió de allí conservando intactas su independencia, ambición y originalidad, y habiendo aprovechado la ocasión de adquirir una auténtica formación de primera clase que le resultaría de enorme utilidad.

Al igual que casi todos los demás estudiantes de doctorado de Princeton, Nash vivía en la residencia de doctorandos, un magnífico edificio que imitaba el estilo inglés, construido en piedra de color gris oscuro, con un patio interior y situado en un punto elevado desde el cual se dominaba un campo de golf con su lago. Se hallaba a menos de dos kilómetros del edificio Fine, en un extremo de la calle Alexander, aproximadamente a medio camino entre el Fine y el Instituto de Estudios Avanzados.

La vida en la residencia era masculina, monástica y erudita.[22] Los doctorandos desayunaban, comían y cenaban juntos, por el precio de catorce dólares a la semana; el desayuno y la comida se servían en la «sala de desayunos», y eran comidas rápidas que se tomaban a toda prisa, pero la cena, que se servía en la sala Procter, un comedor de estilo marcadamente inglés, era mucho más pausada. Había unos altos ventanales, mesas largas de madera y de las paredes colgaban los retratos de personalidades eminentes de Princeton; la oración vespertina corría a cargo de sir Hugh Taylor, el decano de la residencia, o de su segundo de a bordo, el director. No había velas ni vino, pero la comida era excelente; ya no se exigía llevar toga, como antes de la guerra (la obligación se reinstauró a principios de los años cincuenta y no desapareció definitivamente hasta los setenta), pero sí americana y corbata.

El ambiente de las cenas era una combinación de un club masculino de debates, un vestuario y un seminario. A pesar de que los historiadores, los lingüistas, los físicos y los economistas vivían en estrecha proximidad con los matemáticos, éstos se mantenían tan rigurosamente aislados de los demás como si vivieran bajo algún sistema legal de apartheid, y siempre ocupaban una mesa reservada en exclusiva para ellos.[23] Antes de la cena, los estudiantes mayores y más sofisticados, como Harold Kuhn, Leon Henkin y David Gale, se reunían a tomar una copa de jerez en las habitaciones de Kuhn. La conversación durante la cena, que algunas veces, pero no siempre, trataba de matemáticas, era más cordial que la de la hora del té; la charla, según recuerda un antiguo estudiante, giraba con frecuencia en torno a «política, música y chicas». El debate político se parecía a las discusiones sobre deporte: en él tenían más importancia los cálculos de probabilidades y las apuestas que la ideología.

Las chicas, o más bien la ausencia de ellas, la dificultad de conocerlas y las hazañas reales o imaginarias de algunos estudiantes mayores y más mundanos eran otro de los temas preferidos.[24] Pocos estudiantes salían con chicas, no se permitía la entrada de mujeres en el comedor principal y, por supuesto, no había ninguna joven estudiante: «Aquí somos todos homosexuales», fue la famosa observación que hizo un residente para escandalizar a la esposa del decano.[25] El único momento y el único lugar en que se permitía el acceso de mujeres era la comida del sábado, en la sala de desayunos.

En resumen, la vida social resultaba más bien envolvente —habría sido difícil conseguir estar verdaderamente solo— y, al mismo tiempo, se limitaba a la relación con otros hombres y, en el caso específico de Nash, con otros matemáticos. Por esa razón, las reuniones sociales que se celebraban en los alojamientos de los estudiantes eran, por regla general, asuntos exclusivamente masculinos. La mayoría de las veces, aquellas veladas consistían en encuentros de matemáticos organizados por uno de los doctorandos, a petición de Lefschetz, para agasajar a algún visitante, pero con la intención real de proporcionar a los estudiantes los contactos laborales que tanto necesitaban.[26]

La calidad, la diversidad y la gran cantidad de temas matemáticos que se trataban cada día en Princeton por parte de los profesores de la universidad y del instituto, y de los visitantes que afluían constantemente de todo el mundo, por no hablar de los propios estudiantes, no tenían nada que ver con lo que Nash hubiera podido imaginar —y mucho menos experimentar— jamás. Se estaba produciendo una revolución en las matemáticas y Princeton era el centro de la acción: topología, lógica, teoría de juegos… No sólo había conferencias, coloquios, seminarios, clases y reuniones semanales en el instituto —a las cuales asistían ocasionalmente Einstein y Von Neumann—, sino también desayunos, comidas, cenas y tertulias nocturnas en la residencia de doctorandos, donde vivían la mayoría de los matemáticos, así como, diariamente, los tés de la tarde en el salón. Martin Shubik, un joven economista que estudiaba en aquella época en Princeton, escribiría más adelante que el departamento de matemáticas estaba «electrizado de ideas y del gozo puro de la búsqueda. Si un niño callejero de diez años, descalzo, sin corbata, con unos téjanos raídos y un teorema interesante hubiera entrado en el edificio Fine a la hora del té, alguien le habría escuchado».[27]

La hora del té era el momento culminante del día.[28] La reunión tenía lugar en el edificio Fine de tres a cuatro de la tarde, entre la última clase y el seminario de las cuatro y media, que duraba hasta las cinco y media o las seis. Los miércoles se celebraba en el salón occidental —que también recibía la denominación de salón de profesores—, y era mucho más formal: la discreta señora Lefschetz y las demás esposas de los docentes de mayor rango, vestidas con togas largas y guantes blancos, servían el té y las pastas; para la ocasión, se empleaban pesadas teteras de plata y delicados servicios de porcelana fina inglesa.

El resto de días se tomaba el té en el salón oriental —también conocido como salón de estudiantes—, un lugar más informal y muy acogedor, lleno de sillones forrados de cuero. El bedel traía el té y las pastas pocos minutos antes de las tres, y los matemáticos, cansados después de la jornada de trabajo en solitario, de las clases o de los seminarios, empezaban a llegar de uno en uno o por grupos. Los profesores acudían casi siempre, al igual que la mayoría de los doctorandos y algunos de los estudiantes no licenciados más precoces: era algo muy parecido a una reunión familiar, reducida e íntima. Resulta difícil imaginar en qué otro lugar un estudiante habría podido conocer a tantos matemáticos como en Princeton a la hora del té.

Las conversaciones no eran, de ningún modo, puramente formales, sino que en ellas abundaban los chismes sobre el mundo matemático: quién estaba trabajando en tal asunto, por quién se había interesado tal departamento o quién había tenido problemas en los exámenes generales. Melvin Hausner, un ex doctorando de Princeton, recordaría más adelante:

—Acudíamos allí para discutir de matemáticas, para dar nuestra propia versión de los chismes, para encontrarnos con los profesores y los amigos; discutíamos de problemas matemáticos y poníamos en común nuestras lecturas recientes de textos matemáticos.[29]

Los profesores consideraban un deber asistir, no sólo para conocer a los estudiantes, sino también para charlar entre ellos. El gran lógico Alonzo Church, que tenía el aspecto «de un cruce entre un panda y una lechuza» y nunca hablaba a menos que alguien se dirigiera a él —y, aun en tal caso, lo hacía raramente—, acostumbraba a encaminarse sin vacilar hacia las pastas, se colocaba una entre los dedos extendidos de la mano y masticaba ruidosamente.[30] El carismático algebrista Emil Artin, hijo de un cantante de ópera alemán, dejaba caer su cuerpo delgado y elegante sobre uno de los sillones de cuero, encendía un Camel y opinaba sobre Wittgenstein y otras cosas por el estilo ante sus discípulos amontonados, más o menos literalmente, a sus pies.[31] Ralph Fox, especialista en topología y maestro del juego del go, casi siempre salía disparado en busca de un tablero y le hacía señas a algún estudiante para que le acompañara en la partida.[32] Otro especialista en topología, Norman Steenrod, un hombre procedente del medio oeste, simpático y bien parecido, que acababa de causar sensación con su explicación, hoy en día clásica, de los haces de fibras, solía quedarse a jugar una partida de ajedrez.[33] El estricto Albert Tucker, hijo de un pastor metodista canadiense, era la mano derecha de Lefschetz y acabaría dirigiendo la tesis doctoral de Nash. Tucker siempre inspeccionaba la sala antes de entrar en ella y solía protagonizar pequeñas y puntillosas intervenciones, como colocar correctamente los pesos de las cortinas si éstas estaban torcidas o aconsejar prudencia a algún estudiante que consumía demasiadas pastas.[34] En la mayoría de ocasiones, se presentaban también unos cuantos visitantes, con frecuencia procedentes del Instituto de Estudios Avanzados.

Los estudiantes que se reunían a la hora del té eran, en cierto sentido, tan peculiares como los docentes: había judíos pobres, inmigrantes recientes, extranjeros ricos, hijos de trabajadores, veteranos que ya habían dejado atrás los veinte años y también adolescentes. Los estudiantes constituían un grupo tan diverso como brillante, y entre ellos estaban John Tate, Serge Lang, Gerard Washnitzer, Harold Kuhn, David Gale, Leon Henkin y Eugenio Calabi.[35] Los tés eran un paraíso para las personas tímidas, carentes de amigos y con dificultades para las relaciones sociales, una categoría a la cual pertenecían muchos de aquellos jóvenes. John Milnor, el estudiante de primer curso más brillante de la historia del departamento de matemáticas de Princeton, describe así su experiencia:

—Todo me resultaba nuevo. Yo era una persona poco sociable, tímida y solitaria, y allí todo era maravilloso: era un mundo completamente nuevo, toda una comunidad en la cual me sentía verdaderamente en casa.[36]

Sin embargo, el ambiente era tan competitivo como amistoso.[37] Los insultos y las actitudes de superioridad eran siempre ingredientes fundamentales de las charlas y bromas de la hora del té. El salón era el lugar donde los mozos medían cautelosamente sus fuerzas, fanfarroneaban, adoptaban posiciones y discutían. No había una cultura más jerárquica que la del ambiente matemático, con su precisa clasificación de méritos y prestigios individuales, aunque esa clasificación estaba sometida a la incertidumbre y el cambio permanentes, pues casi cada día surgían nuevos retos y enfrentamientos. En las universidades donde habían obtenido la licenciatura, la mayoría de aquellos jóvenes se habían acostumbrado a ser los mejores y los más brillantes, pero ahora tropezaban con los mejores y los más brillantes de otros centros. Uno de los doctorandos que entró en Princeton junto a Nash confiesa:

—La competencia era como la respiración: vivíamos de ella. Éramos malvados: decidíamos que un individuo era estúpido, y para nosotros dejaba de existir.[38]

Había camarillas, la mayoría de ellas basadas en las distintas especialidades. La camarilla que se hallaba en la cumbre de la jerarquía era la de topología, que se agrupaba en torno a Lefschetz, Fox y Steenrod. Seguidamente venían los analistas, congregados en torno al máximo rival de Lefschetz en el departamento, un hombre culto y erudito, amante de la música y el arte, que se llamaba Bochner. Luego venía la camarilla del álgebra, compuesta por Emil Artin y un puñado de seguidores elegidos. Por alguna razón, la lógica no gozaba de una consideración muy elevada, a pesar de la reputación sobresaliente de Church entre los primeros pioneros de la teoría de ordenadores. La camarilla de la teoría de juegos, en torno a Tucker, tenía muy poco prestigio y se consideraba una anomalía en aquella torre de marfil de las matemáticas puras. Cada camarilla tenía sus propias ideas sobre la importancia de su especialidad y su estilo particular de humillar a las otras.

Nash no se había encontrado en toda su vida con nada parecido a aquel pequeño invernáculo matemático, que pronto le proporcionaría el contexto emocional e intelectual que tanto necesitaba para expresarse.