43
UN HOMBRE COMPLETAMENTE SOLO
EN UN MUNDO EXTRAÑO
Roanoke, 1967-1970

Y luego se quebró una tabla a la razón,

y yo caía más y más abajo,

y en cada golpe me daba contra un mundo …

EMILY DICKINSON, número 280

Cuando Nash cumplió cuarenta años, en verano de 1968, se miró al espejo del lavabo de casa de su madre y vio lo que luego definiría como «casi un cadáver»:[1] con los ojos y las mejillas hundidos, el pelo gris y los hombros caídos, se parecía más a un anciano que a un hombre de mediana edad. Escribió a un amigo: «Te daría lástima […] Los procesos de envejecimiento y de resecamiento han hecho su efecto».[2] Su mente estaba repleta de imágenes de muerte en vida: en una carta a otro amigo evocaba la imagen de las «Torres del Silencio» parsis de Bombay, donde los seguidores de Zoroastro depositaban a sus muertos para que los devoraran los buitres.[3]

Llevaba casi un año viviendo en Roanoke. Aún le quedaban el Rambler y algunos ahorros, pero los ocho años de enfermedad habían dejado agotados a su ex esposa y sus amigos y habían arruinado buena parte de su credibilidad a los ojos del mundo: no tenía ningún lugar adonde ir y, para él, Roanoke —una pequeña y hermosa ciudad, situada al pie de los Apalaches, donde tenía su sede la Norfolk & Western Railroad— era el final del trayecto.

Vivía con Virginia en una pequeña planta baja con jardín situada en la calle Grandin, a pocas calles de la casa de Martha y Charlie.[4] Allí nadie lo conocía. Se ha comparado la existencia de un esquizofrénico con la de una persona que vive en una cárcel de cristal y golpea las paredes, incapaz de hacerse oír, aunque perfectamente visible.[5] En 1994 Martha diría:

—Roanoke no era un buen sitio para él: allí no había intelectuales y estaba demasiado solo. Se dedicaba a vagar silbando por la ciudad.[6]

Muchos días se limitaba a pasear meditabundo de un lado al otro de la casa, mientras aferraba con los largos dedos una de las delicadas tazas de té de su madre —recuerdo del lejano verano que Virginia había pasado en Berkeley—, sorbía oolong, el té «dragón negro» de Formosa, y silbaba música de Bach.[7] Los andares de sonámbulo y la expresión fija y ausente de Nash no revelaban muchos indicios de las dramáticas experiencias que se desencadenaban en su mente: «Aparentemente, tan sólo estoy pasando un tiempo en casa de mi madre —escribía— pero, en realidad, he estado sometido a persecuciones que espero que amainen».[8]

Sus paseos diarios no iban más allá de la biblioteca o de las tiendas que había al final de la calle Grandin, pero, en el interior de su mente, viajaba a los confines más remotos del globo: El Cairo, Zebak, Kabul, Bangui, Tebas, Guyana o Mongolia; en aquellos lugares lejanos vivía en campos de refugiados, embajadas extranjeras, cárceles o refugios antiaéreos. En otras ocasiones creía que habitaba en el infierno, en el purgatorio o en un cielo contaminado, «una casa desmoronada y corrompida, infestada de ratas, termitas y otras sabandijas». Sus identidades, al igual que las direcciones del remite de sus cartas, eran como las capas de una cebolla, y debajo de una aparecía otra: era C.O.R.P.S.E. (un refugiado palestino), un gran shogun japonés, C1423, Esaú, L’Homme d’Or, Chin Hsiang, Job, Jorap Castro, Janos Norses y, a veces, incluso un ratón. Sus acompañantes eran samuráis, diablos, profetas, nazis, sacerdotes y jueces, y lo amenazaban deidades funestas, como Napoleón, Iblis, Mora, Satán, el Hombre de Platino, Titán, Nahipotleeron o Napoleón Shickelgruber. Vivía constantemente aterrorizado por la idea de la aniquilación, tanto la del mundo (genocidio, Armagedón, Apocalipsis, día del Juicio Final, día de la Resolución de las Singularidades) como la suya propia (ruina y muerte), y algunas fechas, entre ellas el 29 de mayo, le parecían ominosas.

Los delirios persistentes, complejos y convincentes se cuentan entre los síntomas que definen la esquizofrenia.[9] Los delirios son creencias falsas que constituyen un rechazo radical de la realidad convencional y, con frecuencia, comportan interpretaciones erróneas de las percepciones o las experiencias. Actualmente, se cree que se producen a causa de distorsiones graves de las informaciones sensoriales y del modo en que se procesan el pensamiento y las emociones en el interior del cerebro. Por esa razón, la lógica complicada y misteriosa de los delirios se considera, a veces, el producto de la lucha solitaria de la mente por hallar sentido a lo extraño e incomprensible. E. Fuller Torrey, investigador del Hospital de Saint Elizabeth, de Washington, D.C., y autor de Surviving Schizophrenia, los califica de «excrecencias lógicas de lo que experimenta el cerebro», así como de «esfuerzos heroicos por mantener algún tipo de equilibrio mental».[10]

Por muy delirante o contradictorio que sea, el pensamiento esquizofrénico no responde al azar, sino que se ciñe a reglas oscuras y de difícil comprensión, y la capacidad de captar con precisión ciertos aspectos de la realidad cotidiana permanece intacta: si alguien le hubiera preguntado a Nash en qué año o lugar vivía o quién ocupaba la Casa Blanca, no cabe duda de que habría respondido a la perfección, si hubiera querido; de hecho, incluso mientras albergaba las ideas más surrealistas, Nash hacía gala de una irónica conciencia de que sus percepciones eran esencialmente personales y exclusivamente suyas, y estaban destinadas a que a los demás se les antojaran extrañas o increíbles. Era muy capaz de presentarlas con la advertencia previa de que «el concepto que quiero describir […] quizá parecerá absurdo»,[11] y sus frases estaban repletas de términos como «consideremos», «como si» o «podría concebirse como si fuera», del mismo modo que si estuviera llevando a cabo un experimento mental o supiera que quien leyera sus escritos tenía que traducirlos a otra lengua.

Sus cartas eran monólogos al estilo de Joyce, escritos en un lenguaje privado de su propia invención y repletos de lógica onírica y de sutiles incongruencias, y sus teorías tenían relación con la astronomía, la teoría de juegos, la geopolítica y la religión. Por otra parte, a pesar de que, años más tarde, Nash se referiría con frecuencia a los aspectos placenteros del estado de delirio, parece evidente que aquellos sueños que experimentaba mientras estaba despierto eran extremadamente desagradables y le producían mucha ansiedad y terror.

Según decía antes de la guerra árabe-israelí de 1967, era un izquierdista palestino refugiado, un miembro de la OLP que, desde la frontera de Israel, solicitaba a las naciones árabes que lo salvaran de «caer en poder del estado israelí».[12]

Poco después, imaginó que era un tablero de go en cada uno de cuyos cuatro lados constaban, respectivamente, los nombres de Los Ángeles, Boston, Seattle y Bluefield, y que estaba cubierto de fichas blancas que representaban a los confucianos y fichas negras que representaban a los mahometanos. La partida de «primer orden» la jugaban sus hijos, John David y John Charles, mientras que la partida derivada de «segundo orden» era un «conflicto ideológico entre mí mismo y los judíos como colectividad».[13]

Pocas semanas más tarde pensó en otro tablero de go, en este caso con los nombres de coches que había tenido —Studebaker, Oldsmobile, Mercedes, Plymouth Belvedere— escritos en cada uno de los cuatro lados. Creía que tal vez sería posible construir «una compleja imagen de osciloscopio […] una función de arrepentimiento».[14]

También le parecía que ciertas verdades eran «visibles en las estrellas», y consideraba que Saturno está asociado a Esaú y Adán, con quienes se identificaba, y que Titán, la segunda luna de Saturno, era Jacob y también Iblis, el enemigo de Buda: «He descubierto una teoría B de Saturno […] La teoría B consiste, simplemente, en que Jack Bricker es Satán. El “iblisianismo” es un problema aterrador, relacionado con el día del Juicio Final».[15]

A aquellas alturas, ya no se manifestaban los delirios grandilocuentes en los cuales Nash era una figura poderosa como el Príncipe de la Paz, el Pie Izquierdo de Dios o el Emperador de la Antártida, sino que la temática era principalmente persecutoria. Según su percepción, «la raíz de todos los males, en lo que afecta a mi vida personal (historia de vida) son los judíos y, en particular, Jack Bricker, que es Hitler, una trinidad del mal compuesta por Mora, Iblis y Napoleón»; éstos eran simplemente, según decía, «Jack Bricker en relación conmigo».[16] En otro momento decía, refiriéndose al mismo Bricker: «Imagínate a una persona que le da palmaditas en el hombro a otro tipo […] con cumplidos y alabanzas, mientras, al mismo tiempo, le asesta una puñalada mortal en el abdomen».[17]

Después de ver tan claramente aquella imagen, llegaba a la conclusión de que debía dirigirse a los judíos, los matemáticos y los árabes «para que tengan la oportunidad de corregir los errores» que, sin embargo, no debían «revelarse abiertamente». También pensaba en acudir en busca de ayuda a las iglesias, los gobiernos extranjeros y las organizaciones defensoras de los derechos civiles.

Los arrestos, los juicios y el encarcelamiento eran también temas recurrentes: al igual que Joseph K, el personaje de la novela de Kafka El proceso, Nash imaginaba que era sometido a juicio «in absentia suficientemente completa», y reconocía que «es como si el acusado fuera el principal acusador de sí mismo […] el camino de la autoacusación es un camino que conduce a la muerte y no a la redención».[18]

Eran sueños llenos de culpabilidad y terror. Aparentemente, el encarcelamiento al que se refería Nash no era el de su enfermedad, pues no consideraba que sufriera ninguna que no fuera física, sino que era existencial; así, escribía a Eleanor: «Entiéndelo, tienes que simpatizar más con las verdaderas necesidades de liberación, liberación de la esclavitud, liberación de la “castración”, liberación de la cárcel, liberación del aislamiento […] en realidad soy un refugiado que huye de los símbolos falsos y peligrosos».[19] A veces se sentía en peligro por miedo a que lo crucificaran.

Según decía, sus necesidades consistían en «ser libre y estar a salvo y a disposición de los amigos»,[20] y explicaba que siempre estaba «temiendo la “muerte” (al estilo indio) por medio de un Armagedón con Iblis […] el día del Juicio». Incluso en aquellos momentos terribles, se aferraba a la idea de liberación, que más tarde se convertiría, de forma más concreta, en un deseo de liberación sexual: «Espero fervientemente ser salvado (liberado) antes de llegar a los cuarenta años —escribía pocas semanas antes de su cumpleaños, y añadía—: La vida y el amor libres de los cuarenta no pueden sustituir las posibilidades perdidas de los treinta, los veinte e incluso de la adolescencia».[21]

Nash tenía una aguda conciencia del paso del tiempo: «Me parece que he sido algo parecido a la víctima de una espera demasiado larga de la liberación […] Es como si no hubiera en perspectiva el pago de un rescate, procedente, por ejemplo, de Kuwait, que acortaría de forma verdaderamente sustancial mi tiempo de espera».[22]

Esperaba una liberación: «Veo, y parece sorprendentemente claro, como si hubiera un período de gracia anterior a esta época, un precioso período de gracia que se pierde para siempre si no se aprovecha, carpe diem, y con un significado muy valioso».[23] Nash también oía voces, voces que lo aterrorizaban: «Tengo la cabeza a punto de estallar, con esas voces que discuten en su interior».[24]

Las alucinaciones pueden afectar a cualquier sentido —el oído, el olfato, el gusto, el tacto o la vista—, pero las voces, ya sean una o varias, conocidas o extrañas, pero siempre distintas de los propios pensamientos, son las más características de la esquizofrenia.[25] Se trata de alucinaciones muy diferentes a las que forman parte de la experiencia religiosa, a las consistentes en murmullos en el interior de la cabeza o en oír pronunciar ocasionalmente el propio nombre, y también a las que se producen en el momento de dormirse o despertarse. El contenido de las alucinaciones esquizofrénicas puede ser benigno, pero lo habitual es que incluya ridiculizaciones, críticas y amenazas, normalmente relacionadas con el tema del delirio. La integración de las voces en el pensamiento puede llegar a producir una sensación de realidad muy acusada.

Muchos médicos comparten la idea de que los llamados síntomas negativos de la esquizofrenia resultan todavía más paralizantes que los delirios y las alucinaciones; los términos que se utilizan para describir esos síntomas son «aplanamiento afectivo», «alogia» y «abulia». En el caso de Nash, no quedaba ni rastro de las miradas penetrantes, la gesticulación entusiasta y el presuntuoso lenguaje corporal que en el pasado habían proclamado: «Soy Nash con N mayúscula». Su rostro no expresaba nada y tenía la mirada vacía, como si el fuego del delirio hubiera consumido todo lo que antaño tuvo vida y hubiera dejado tan sólo una cáscara vacía.

Resultaría reconfortante poder creer que Nash, en aquella época terrible de su vida, se ahorró por lo menos la contemplación de su propia condición. Una de las consecuencias de la esquizofrenia crónica, observada desde hace mucho tiempo y verificada posteriormente por numerosos estudios, es una curiosa insensibilidad al dolor físico. Con frecuencia, dicha insensibilidad es tan completa que se dan elevadas tasas de muerte prematura de esquizofrénicos a causa de enfermedades físicas; por lo menos, es lo que sucedía en la época en que aquellas personas pasaban la mayor parte de sus vidas encerrados en manicomios. ¿No podría ser que existiera un embotamiento similar que insensibilizara al enfermo en relación con el sufrimiento psíquico? Es posible que sí, pero Nash pasaba por momentos de lucidez y conciencia de sí mismo que resultaban insoportables por la tristeza que comportaban: «Ha pasado mucho tiempo, y creo que se han producido muchas tragedias lamentables. Hoy estoy muy triste y deprimido».[26]

Con frecuencia, resulta difícil distinguir los efectos de la enfermedad de los de su tratamiento, pero, en el caso de Nash, es probable que su estado durante los dos años y medio que pasó en Roanoke fuera consecuencia casi exclusiva de la enfermedad. Habían transcurrido seis años desde que lo sometieron al tratamiento de insulina y bastante más de uno desde la época en que tomaba neurolépticos de forma regular —a pesar de que no hay duda de que parte de sus pérdidas de memoria fueron resultado de los tratamientos insulínicos de la primera mitad de 1961 y de que su extrema tranquilidad durante los meses inmediatamente posteriores a su regreso a Cambridge reflejaba en parte los efectos secundarios de la estelacina—, su estado en Roanoke constituye una poderosa prueba de que la apatía, la indiferencia y sus extravagantes ideas eran, principalmente, consecuencias de su enfermedad y no de los primeros intentos realizados para tratarla. La visión popular según la cual los antipsicóticos son camisas de fuerza químicas que impiden pensar con claridad y suprimen la actividad voluntaria no hallan confirmación en el caso de Nash, sino más bien al contrario: los únicos períodos en los cuales no sufrió alucinaciones, delirios y erosión de la voluntad fueron las épocas inmediatamente posteriores al tratamiento insulínico y al uso de antipsicóticos; en otras palabras, en lugar de reducir a Nash a la condición de zombi, parece que la medicación redujo su comportamiento como tal.

Nash pertenecía, claramente, al grupo mayoritario de esquizofrénicos que se beneficiaron del uso de los antipsicóticos tradicionales, que fueron los únicos fármacos disponibles entre 1952 y 1988, año en que entró en escena la clozapina, que es un producto más efectivo.[27]

Nash vivía con el temor constante de que Martha y Virginia lo internaran de nuevo; como escribía en una carta, «lo que hace que me sienta en peligro y me da miedo es el mecanismo por el cual las personas implicadas colaborarían en mi internamiento».[28]

La mayoría de cartas de aquel período terminan con un párrafo similar al siguiente:

Permíteme suplicarte (humildemente) que consideres la necesidad de que se me proteja del peligro de internamiento en un hospital (ya sea forzosamente o «con engaños») […] sencillamente por una cuestión de supervivencia intelectual como ser humano «consciente» y «razonablemente concienciado» […] y con «buena memoria retentiva».[29]

Para Virginia, la enfermedad de su hijo era algo que posteriormente Martha definiría, con su estilo discreto y comedido, como «una pena privada».[30] Virginia jamás hablaba del tema con los pocos conocidos que tenía en Roanoke —que en su mayoría eran personas a quienes había conocido jugando al bridge— y muy pocas veces lo hacía con Martha, de modo que es muy posible que sus amistades no comprendieran nunca lo que aquella situación suponía para ella. También constituía una pesadilla en el terreno práctico: por ejemplo, Nash hacía tantas llamadas telefónicas a larga distancia que Virginia tuvo que poner un candado en el teléfono.

Martha, que había sido madre por segunda vez en 1969, estaba, como mínimo, irritada:

—Un día tras otro, aquello resultaba muy frustrante. Me preguntaba si algún día las cosas mejorarían un poco.

En todo caso, Martha se daba cuenta de que Roanoke no era un entorno favorable; «sólo una vez pedí ayuda», recuerda, y añade:

—Después de un servicio religioso, el pastor me detuvo y me dijo que debería ayudar más a mi madre, pero no me preguntó si yo necesitaba ayuda. Más adelante, lo llamé y le pregunté si quería venir a visitarnos: no lo hizo. Vino el pastor jubilado, pero no el que yo quería.

En cierta ocasión, Virginia y Nash estuvieron a punto de ser desahuciados. La voz de Martha, al relatar el episodio treinta años más tarde, sigue temblando de indignación. Se produjo un incendio en el incinerador de basuras; en aquellos momentos Nash se encontraba en casa y llamó a los bomberos, pero, según relata Martha, «el propietario acusó a John de haber provocado el incendio» y habló con los vecinos, que pusieron el grito en el cielo. Aquel hombre grande y extraño que paseaba por los terrenos del complejo urbanístico despertaba muchas suspicacias. Sólo a base de muchos ruegos Martha consiguió convencer al propietario de que permitiera volver a casa a Virginia y John.

Virginia murió poco después del Día de Acción de Gracias de 1969. Nash estaba seguro de que había algo siniestro en su fallecimiento y también pensó que quizá había hecho mal yendo a comprarle whisky a la tienda de la esquina. Martha recuerda que «la época en que murió mamá no fue nada buena. John y yo estábamos distanciados, y él se sentía amenazado, pues pensaba que yo lo metería en un hospital».

En aquel momento, Eleanor consiguió una orden judicial que obligaba a Nash a seguir pagando la pensión para mantener a su hijo. Cuando John se había quedado sin dinero, Virginia había asumido los gastos y, a su muerte, también dejó una pequeña herencia para cada uno de sus nietos.

Luego Nash vivió una corta temporada con su hermana y Charlie, pero a Martha le resultaba imposible convivir con su hermano:

—Cuando faltó mamá, yo ya no podía limpiar ni hacer nada teniéndolo a él en casa. Yo estaba con los niños y él se dedicaba a pasear arriba y abajo, bebiendo té y silbando. Además, se le ocurrían algunas ideas que daban lugar a cosas de lo más extrañas.

Martha hizo los preparativos para internar a Nash inmediatamente después de que hubieran pasado las Navidades:

—Después de la muerte de mamá, yo tenía miedo de que se fuera de la ciudad y esperaba convencer al hospital de que nombrara una comisión para que John pudiera disponer de Seguridad Social y también la tuviera su hijo.

»Acudimos a un juez, conseguimos una orden y el juzgado envió a la policía a buscar a John. Contábamos con el abogado de mi madre, Leonard Muse. Se podía internar a una persona con fines de observación, y no era necesario recurrir a medidas muy drásticas. Correspondía al hospital decidir si era conveniente retener a alguien, y el Sanatorio DeJarnette llegó a la conclusión de que John tenía ideas paranoicas, pero que era capaz de vivir por su cuenta.

En febrero, Nash salió del Sanatorio Estatal DeJarnette, en Staunton, Virginia, y escribió a su hermana una última carta en la cual daba por rota cualquier relación con ella a causa del papel que había desempeñado en su internamiento. Luego tomó un autocar en dirección a Princeton.