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REMISIÓN

Como sabes, ha estado enfermo, pero ahora está bien, y es algo que no se puede atribuir a esto o aquello: es sólo cuestión de llevar una vida tranquila.

ALICIA NASH, 1994

Peter Sarnak, un impetuoso especialista en teoría de los números cuyo interés principal lo constituía la hipótesis de Riemann, se incorporó al profesorado de Princeton en 1990, cuando tenía veinticinco años. Acababa de impartir un seminario y, cuando los asistentes empezaron a irse, un hombre alto, delgado y de pelo blanco que había estado sentado al fondo de la sala le pidió una copia de su artículo.

Naturalmente, Sarnak, que había sido alumno de Paul Cohen en Stanford, conocía a Nash tanto de vista como por su reputación; le habían contado muchas veces que estaba completamente loco y quiso ser amable con él, de modo que le prometió que le enviaría el texto. Pocos días después, a la hora del té, Nash volvió a abordarlo y le dijo, sin mirarlo a la cara, que tenía algunas preguntas que hacerle. Al principio, Sarnak se limitó a escucharlo con educación, pero, al cabo de unos minutos, se vio obligado a concentrarse intensamente y luego, mientras reflexionaba sobre aquella conversación, se llevó una buena sorpresa al darse cuenta de que Nash había encontrado un verdadero problema en uno de sus argumentos y, lo que es más, también sugería una forma de sortearlo.

—Su manera de observar las cosas es muy diferente de la de los demás —diría posteriormente Sarnak—. Tiene ideas instantáneas que a mí no se me ocurrirían jamás, ideas completamente excepcionales e insólitas.[1]

Hablaban de vez en cuando y, después de cada conversación, Nash desaparecía durante unos días para volver luego con un fajo de papeles impresos con el ordenador. Era evidente que Nash sabía hacer muy buen uso de la informática: ideaba algún problema a pequeña escala, habitualmente de forma muy ingeniosa, y luego jugaba con él. Sarnak descubrió que Nash, cuando algo funcionaba a la escala reducida en su mente, acudía al ordenador para tratar de averiguar si era «también cierto en los siguientes centenares de miles de veces».

Sin embargo, lo que de verdad desconcertó a Sarnak fue el hecho de que Nash pareciese perfectamente racional y no tuviese nada que ver con el supuesto demente que él había oído describir a otros matemáticos. Sarnak se sintió más que escandalizado: aquel hombre era un gigante a quien la profesión matemática había olvidado por completo, y era evidente que la justificación de aquella marginación había dejado de ser válida, si es que lo había sido alguna vez.

Todo aquello sucedía en 1990; resulta imposible establecer con exactitud de forma retrospectiva cuándo empezó realmente la milagrosa remisión de la enfermedad de Nash, un proceso que los matemáticos de Princeton comenzaron a detectar, aproximadamente, a principios de aquella década. Sin embargo, a diferencia del inicio de la enfermedad, que alcanzó su pleno desarrollo en cuestión de meses, la remisión se produjo a lo largo de un período de años y constituyó, según el propio Nash, una lenta evolución, «una disminución gradual durante los setenta y los ochenta».[2]

Hale Trotter, que durante aquellos años veía casi todos los días a Nash en el centro de informática, confirma esa versión:

—Tuve la impresión de que se producía una mejora muy gradual: en las primeras etapas componía números a partir de nombres y lo que obtenía le causaba preocupación. Aquello desapareció progresivamente y dejó paso a algo que tenía más de numerología matemática, con juegos de fórmulas y descomposiciones factoriales que no eran investigaciones matemáticas coherentes, pero tampoco eran ya extravagancias. Luego, se convirtieron en auténticas investigaciones.[3]

Ya en 1983, Nash había empezado a salir de su concha y a trabar amistad con algunos estudiantes; aquel año, Marc Dudey, un doctorando de economía, estableció relación con Nash:

—En aquella época yo era lo bastante atrevido para querer conocer a aquella leyenda viva.[4]

Dudey descubrió que él y Nash compartían el interés por el mercado de valores:

—Paseábamos por la calle Nassau y hablábamos del mercado, —relata Dudey, que quedó asombrado al descubrir que Nash «jugaba a la bolsa» y, en una ocasión, siguió sus consejos (hay que decir que con resultados poco brillantes).

Al año siguiente, cuando Dudey estaba trabajando en la tesis y no conseguía resolver el modelo que quería utilizar, Nash le echó un cable:

—Necesitaba efectuar el cálculo de un producto infinito —explica Dudey—, y yo era incapaz de realizarlo, de modo que se lo enseñé a Nash, que me sugirió que utilizara la fórmula de Stirling para calcular el producto y luego anotó unas cuantas líneas de ecuaciones para indicarme la forma de hacerlo.

Durante todo aquel tiempo, Nash no le pareció a Dudey más extraño que otros matemáticos que había conocido.

Un día de 1985, Daniel Feenberg, que una década antes había ayudado a Nash a descomponer en factores un número derivado del apellido Rockefeller y por aquel entonces estaba en Princeton como profesor visitante, comió con Nash y quedó impresionado por el cambio que observó en él:

—Parecía estar mucho mejor: me describió su trabajo sobre la teoría de los números primos y, aunque yo no estaba capacitado para valorarlo, me pareció que eran auténticas matemáticas, auténtica investigación. Fue muy gratificante.[5]

En general, los cambios sólo resultaron visibles para contadas personas: Edward G. Nilges, un programador que trabajó en el centro informático de la Universidad de Princeton entre 1987 y 1992, recuerda que, al principio, Nash «se comportaba como si tuviera miedo y siempre estaba en silencio».[6] Sin embargo, durante el último par de años que Nilges pasó en Princeton, Nash empezó a hacerle preguntas sobre Internet y sobre algunos programas en los que trabajaba, y Nilges quedó impresionado:

—Los programas informáticos de Nash eran sorprendentemente bellos.

En 1992, cuando Shapley visitó Princeton, comió con John y ambos consiguieron, por primera vez en muchos años, sostener una conversación bastante agradable: *

—Nash estaba muy agudo —recuerda Shapley—. Ya no se lo veía confuso, había aprendido a usar el ordenador y estaba realizando un trabajo sobre el Big Bang. Me alegré mucho.[7]

El hecho de que Nash, después de tantos años de grave enfermedad, se hallara ahora «dentro de los parámetros normales de la “personalidad matemática”», plantea muchos interrogantes y, en primer lugar, el de si realmente se había curado. Sería más preciso describir su curación como una «remisión».

La remisión de Nash no se produjo, contrariamente a lo que muchos supondrían posteriormente, gracias a los efectos de algún nuevo tratamiento; como él mismo diría en 1996, «en última instancia, emergí del pensamiento irracional sin otra medicina que los cambios hormonales propios del envejecimiento».[8]

Nash explica que el proceso comportó tanto una conciencia creciente de la esterilidad del estado de delirio como una capacidad cada vez mayor de rechazar el pensamiento delirante:

De forma gradual, empecé a rechazar intelectualmente las líneas de pensamiento influidas por el delirio que habían sido características de mi orientación. El elemento más identificable del inicio de ese proceso fue el rechazo del pensamiento orientado hacia la política, por considerarlo un desperdicio inútil de esfuerzos intelectuales.[9]

Quizá se trate de una opinión cuestionable, pero Nash asegura que deseaba curarse:

En realidad, puede trazarse una analogía con el papel de la voluntad a la hora de seguir un régimen alimentario: si se hace un esfuerzo por «racionalizar» el propio pensamiento, se pueden identificar y rechazar las hipótesis irracionales del pensamiento delirante.[10]

«Un paso clave lo constituyó la decisión de no preocuparme por la política relacionada con mi mundo secreto, ya que era algo que resultaba ineficaz —escribe Nash en su autobiografía para el Nobel, donde añade—: A su vez, aquello me llevó a renunciar a todo lo referente a temas religiosos, a enseñar o a pretender hacerlo […] Empecé a estudiar problemas matemáticos y a aprender el uso de los ordenadores que existían en aquella época, para lo cual recibí ayuda (de matemáticos que me facilitaron el empleo de los ordenadores).»[11]

A fines de la década de los ochenta, el nombre de Nash aparecía en los títulos de docenas de artículos publicados en revistas económicas de primera línea,[12] pero la persona permanecía en la oscuridad. Por supuesto, muchos investigadores daban por sentado que sencillamente había muerto, mientras que otros creían que languidecía en un hospital psiquiátrico o habían oído contar que se le había practicado una lobotomía,[13] e incluso quienes estaban mejor informados lo consideraban, en su mayoría, una especie de fantasma. En particular, y con la excepción del premio Von Neumann de 1978 —producto de los esfuerzos de Lloyd Shapley—, el reconocimiento y los honores que se conceden de forma habitual a académicos de su talla no se habían materializado en modo alguno.[14]