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INSTITUTO TECNOLÓGICO CARNEGIE
Junio de 1945-junio de 1948
En aquellos tiempos, muy pocos llegaban a ser matemáticos: era como convertirse en concertista de piano.
RAOUL BOTT, 1995
Nash fue a Pittsburgh para ser ingeniero químico, pero cada vez se interesó más por las matemáticas, y no tuvo que pasar mucho tiempo para que abandonara el laboratorio y la regla de cálculo por los nudos de Möbius y las ecuaciones diofánticas.[1]
Con sus fundiciones, sus centrales eléctricas, sus ríos contaminados y sus montones de escoria esparcidos por todos lados, Pittsburgh era una ciudad de huelgas violentas e inundaciones frecuentes.[2] La neblina sulfurosa que cubría el centro urbano era tan densa que, a menudo, los viajeros que llegaban en tren no distinguían la mañana de la noche. El Instituto Tecnológico Carnegie, encaramado en mitad de la ladera de la colina llamada Squirrel Hill, no escapaba a aquel infierno: los ladrillos de color de marfil de sus edificios —destinados, o por lo menos eso decían los estudiantes, a ser utilizados como fábricas en el caso de que la escuela de Andrew Carnegie tuviera que cerrar— presentaban una capa de color amarillo negruzco; los caminos estaban cubiertos de hollín, algunas de cuyas partículas alcanzaban el tamaño de guijarros; los estudiantes se veían obligados, antes de que la lección llegara a la mitad, a quitar la ceniza de los apuntes. Incluso en pleno verano se podía mirar directamente al sol del mediodía sin necesidad de pestañear.
En aquella época, la elite dominante local evitaba el Carnegie y enviaba a sus hijos al este, a Harvard y Princeton. Richard Cyert, que se incorporó al profesorado del Carnegie después de la guerra y más adelante sería rector del centro, recuerda que «cuando llegué, este lugar estaba, verdaderamente, muy atrasado»;[3] la escuela de ingeniería, que contaba aproximadamente con dos mil estudiantes, seguía pareciéndose a la escuela de oficios para hijos e hijas de electricistas y albañiles que había sido a finales del siglo XIX.
Sin embargo, al igual que sucedió después de la guerra con muchos otros centros de enseñanza superior, el Carnegie estaba cambiando. Robert Doherty, el rector, había aprovechado las oportunidades creadas por la investigación vinculada al conflicto bélico para convertir la escuela de ingeniería en una verdadera universidad.
Nash llegó en tren en junio de 1945; el racionamiento de gasolina hacía poco práctico el viaje en coche.[4] El Carnegie Tech seguía funcionando según el sistema impuesto durante la guerra: se impartían clases todo el año, la mayoría de las actividades del campus permanecían suspendidas y casi todas las asociaciones estudiantiles continuaban cerradas. En el plazo de un año, el campus se vería inundado de veteranos de guerra y las clases estarían atestadas de estudiantes más antiguos, pero en junio de aquel año, dos meses antes de que la guerra terminara definitivamente, en el campus predominaban los alumnos de primer y segundo curso. Los becarios se alojaban en la residencia Welch y acudían juntos a la mayor parte de las clases, que contaban con una asistencia reducida y eran impartidas por profesores cuidadosamente seleccionados, algunos de los cuales eran docentes de alto nivel; por ejemplo, Nash asistió al primer curso de física de Immanuel Estermann, un científico sobresaliente que había realizado gran parte del trabajo experimental que le reportó a Otto Stern, un alemán emigrado, el premio Nobel de Física de 1943.[5]
Las aspiraciones de Nash a convertirse en ingeniero no sobrepasaron el primer semestre, víctimas de una experiencia infeliz en dibujo técnico: «Reaccioné negativamente a las normas», escribiría más tarde.[6] Sin embargo, la química, la nueva especialidad que escogió, no resultó más adecuada a su temperamento ni a sus intereses: trabajó brevemente como ayudante de laboratorio con uno de sus profesores, pero tuvo problemas al estropear algunos aparatos.[7]
Mientras todavía bregaba en el laboratorio, Nash ya había empezado a descubrir un brillante grupo de recién llegados al Carnegie. Cuando se encontraba en segundo curso, el programa de Doherty de actualización de las ciencias teóricas propició la venida al Carnegie de John Synge, sobrino del dramaturgo irlandés John Millington Synge, que se convirtió en jefe del departamento de matemáticas. A pesar de su chocante apariencia —llevaba un parche negro en un ojo y un filtro que le sobresalía de uno de los orificios nasales—, Synge era un hombre enormemente fascinante y ejerció su atracción sobre estudiosos más jóvenes como Richard Duffin, Raoul Bott y Alexander Weinstein, un emigrado europeo a quien Einstein había invitado en una ocasión a colaborar con él.[8] Cuando Albert Tucker, un especialista en topología cuyo trabajo abrió nuevos caminos en el campo de la investigación operacional, llegó al Carnegie para dar clases durante aquel curso, quedó tan impresionado por la acumulación de talentos matemáticos que había en el centro, que confesó sentirse como si estuviera «llevando carbón a Newcastle».[9]
Desde el principio, Nash deslumbró a sus profesores de matemáticas: uno de ellos lo calificó de «joven Gauss».[10] Cursó asignaturas sobre cálculo tensorial —la herramienta matemática empleada por Einstein para formular la teoría general de la relatividad— y sobre relatividad impartidas por Synge, que quedó impresionado por la originalidad de Nash y su gusto por los problemas difíciles.[11] Synge y otros profesores empezaron a recomendarle con insistencia que se especializara en matemáticas y que pensara en la posibilidad de desarrollar una carrera académica. A Nash le costó cierto tiempo vencer las dudas sobre la viabilidad de ganarse la vida como matemático, pero, a mediados de su segundo año en la universidad, ya se estaba concentrando de forma casi exclusiva en aquel campo. A los administradores de la beca Westinghouse no les gustó la reorientación de Nash hacia las matemáticas, pero, cuando tuvieron noticia del cambio, ya era un hecho consumado.[12]
La época de los estudios universitarios es un período en el cual muchos patitos feos descubren que son cisnes, no sólo en el aspecto intelectual, sino también en el social. La mayoría de jóvenes de la residencia Welch —precoces, pero inmaduros— hallaron intereses comunes, espíritus afines y un grado de aceptación que habían echado dolorosamente en falta en el instituto; como recuerda Hans Weinberger, «en el instituto, todos nosotros éramos empollones asociales, mientras que aquí éramos capaces de hablar con los demás».[13]
Nash no tuvo tanta suerte: mientras que sus profesores veían en él una posible figura de primera línea, sus compañeros lo encontraban extraño y socialmente inepto.
—Era un muchacho pueblerino, demasiado simple incluso para nuestros criterios —cuenta Robert Siegel, quien recuerda que Nash nunca había asistido a un concierto sinfónico con anterioridad.[14]
Se comportaba de forma extravagante: tocaba una y otra vez el mismo acorde al piano,[15] dejaba que un helado se derritiera sobre la ropa que se acababa de quitar y que había dejado en la sala de estar,[16] caminaba sobre su compañero de habitación, mientras éste dormía, para apagar la luz,[17] o ponía mala cara cuando perdía una partida de bridge.[18]
A Nash raramente lo invitaban a acudir a conciertos o restaurantes con el grupo. Paul Zweifel, un apasionado del bridge, le enseñó aquel juego, pero sus enfados y su falta de atención a los detalles hacían de él un compañero poco deseable: «Quería hablar de los aspectos teóricos» del juego.[19] Durante una temporada, Nash compartió habitación con Weinberger, pero tenían constantes enfrentamientos —una vez, John dio un empujón a su compañero para poner fin una discusión—[20] y Nash se trasladó a una habitación individual situada en un extremo de la residencia.
—Estaba extremadamente solo —recuerda Siegel.[21]
Posteriormente, a medida que se multiplicaron sus éxitos, los compañeros tendrían mayor facilidad para perdonarlo, pero en el Carnegie, donde estaba obligado a convivir con otros jóvenes veinticuatro horas al día, se convirtió en una diana, no tanto de malos tratos —los demás muchachos temían su fuerza y su mal carácter— como del ostracismo y la mofa implacable de sus compañeros; la envidia que despertaban su estatura, su fortaleza física y su inteligencia no hacía sino alimentar las burlas.
—Era el objetivo de las bromas de la gente porque era diferente —recuerda George Hinman, que en aquella época era estudiante de física.[22]
—Era un individuo socialmente subdesarrollado que se comportaba como si fuera mucho más joven; uno hacía lo que podía para amargarle la vida —admite Zweifel, quien añade—: Atormentábamos al pobre John. Éramos muy crueles, detestables. Teníamos la sensación de que padecía un problema mental.[23]
Aquel primer verano, Nash, Paul Zweifel y un tercer joven pasaron una tarde explorando el laberinto de túneles del sistema de calefacción que había en el subsuelo del Carnegie. En medio de la oscuridad, Nash se volvió repentinamente hacia los otros y soltó:
—Caramba, si nos quedáramos atrapados aquí abajo tendríamos que volvernos maricas.
A Zweifel, que entonces tenía quince años, el comentario le pareció bastante extraño, pero, durante las fiestas de Acción de Gracias, cuando el dormitorio se hallaba desierto, Nash se introdujo en su cama mientras él dormía y se le insinuó.[24]
Lejos de casa y viviendo en estrecha proximidad con otros jóvenes, Nash descubrió su atracción por los muchachos; hablaba y actuaba de un modo que a él le parecía natural, pero que lo expuso al desprecio de sus compañeros. Zweifel y otros chicos de la residencia empezaron a llamarlo «marica» y «Nash-mo»[*][25].
—Una vez se le hubo aplicado la definición —dice George Siegel—, ya no se la quitó de encima. John tuvo que aguantar mucho.[26]
Sin duda, la etiqueta le resultaba dolorosa y humillante, pero nadie fue testigo de otra cosa que no fuera su cólera.
Los chicos lo convirtieron en el blanco de diversas bromas. Una vez, Weinberger y otros dos muchachos utilizaron un pequeño baúl como ariete para hundir la puerta de la habitación de Nash.[27] En otra ocasión, Zweifel y algunos más, que conocían la aversión extrema que sentía Nash por el humo del tabaco, construyeron un artilugio que podía fumar un paquete entero de cigarrillos y recoger el humo:
—Nos amontonamos frente a la puerta de John e hicimos pasar el humo por debajo de ella —recuerda Zweifel—. Casi al instante, su habitación se llenó de humo de cigarrillo. Nash montó en cólera. Salió de la habitación dando gritos, agarró a Jack [Watchman], lo derribó sobre la cama, le arrancó la camisa y le mordió en la espalda; luego salió corriendo del cuarto.[28]
Otras veces, Nash se defendía de la única forma que sabía: como no era ducho en invectivas, sarcasmos ni mofas, recurría a muestras infantiles de desprecio.
—Solía decir: «tonto estúpido» —relata Siegel—. Menospreciaba abiertamente a las personas que creía que no estaban a su altura intelectual. Era una actitud que manifestaba hacia todos nosotros: «sois unos completos ignorantes».
Aproximadamente al cabo de un año, cuando ya había adquirido la reputación de genio, empezó a reunir un auditorio en el edificio Skibo, el centro estudiantil.[29] Igual que el mago de las espadas de la feria, se sentaba en una silla y desafiaba a los demás estudiantes a plantearle problemas para que los resolviera; muchos acudían con los deberes de clase. Era una estrella, pero también un marginado.
Nash contempló fija y sombríamente el anuncio clavado en el panel de la oficina del departamento de matemáticas, que se hallaba en el edificio administrativo y parecía, aun en los días más soleados, el interior del túnel Lincoln. Permaneció plantado ante el tablón de anuncios durante largo rato: no había logrado estar entre los cinco primeros.[30]
Sus fantasías de gloria inmediata se derrumbaron: el Concurso Matemático William Lowell Putnam era una prestigiosa competición nacional para estudiantes no licenciados que patrocinaba una antigua y rica familia de Boston, conocida principalmente por los rectores y decanos que había proporcionado a Harvard.[31] Actualmente, el concurso atrae a más de dos mil participantes; en marzo de 1947, cuando contaba con una década de existencia, participaban en él unos ciento veinte, pero ya en aquel entonces constituía la primera oportunidad de hacerse un lugar en el mundo de las matemáticas, también era el primer paso para conseguir una cierta notoriedad.
Es muy posible que otro joven de diecinueve años hubiera minimizado la importancia de la decepción, especialmente tratándose de un muchacho al que los matemáticos de la universidad habían acogido con los brazos abiertos después de arrancarlo de un programa de ingeniería química, y a quien habían augurado un brillante futuro en el campo de las matemáticas. Sin embargo, para un joven que había tenido que soportar durante toda la vida el rechazo de sus compañeros, los calurosos elogios de profesores como Richard Duffin y J. L. Synge no eran suficientes y llegaban demasiado tarde. Nash ansiaba un tipo de reconocimiento más universal, basado en lo que él consideraba un criterio objetivo, exento de emociones o lazos personales.
—Siempre quería saber dónde se encontraba —ha dicho recientemente Harold Kuhn—. Para él siempre fue importante formar parte del club.[32]
Décadas más tarde, cuando ya había adquirido fama mundial en el campo de las matemáticas puras y había ganado el premio Nobel de Economía, Nash insinuaría, en su nota autobiográfica redactada con motivo de la concesión de aquel galardón, que la cuestión del concurso Putnam todavía le causaba resquemor, y daría a entender que aquel fracaso tuvo un papel fundamental en su carrera.[33] Aún en la actualidad, Nash tiende a identificar a los matemáticos diciendo: «Ah, fulano de tal: ha ganado tres veces el Putnam».
En otoño de 1947, Richard Duffin estaba frente a la pizarra, silencioso y ceñudo.[34] Estaba muy familiarizado con los espacios de Hilbert, pero había preparado la clase demasiado deprisa, se había metido en un callejón sin salida en el curso de su demostración y estaba irremediablemente bloqueado. Era una situación que se repetía habitualmente.
Los cinco estudiantes de la clase avanzada de doctorado comenzaban a inquietarse. Weinberger, austríaco de nacimiento, era a menudo capaz de explicar los aspectos más sutiles del libro de Von Neumann Mathematische Grundlagen der Quantenmechanik, que Duffin utilizaba como texto; sin embargo, también él fruncía el entrecejo. Al cabo de unos momentos, todos se volvieron hacia el desgarbado estudiante, aún no licenciado, que se agitaba en su asiento.
—Está bien, Johnny —dijo Duffin—, trata de sacarme de este embrollo.
»Nash se puso en pie de un salto y se acercó a la pizarra a grandes pasos.[35]
—Era infinitamente más sutil que el resto de nosotros —dice Bott—, comprendía de forma natural los puntos difíciles. Cuando Duffin quedaba bloqueado era capaz de ayudarlo. Los demás no comprendíamos las técnicas que eran necesarias en aquel medio nuevo para nosotros.[36]
Otro estudiante de la época recuerda que «siempre disponía de buenos ejemplos y contraejemplos».[37]
—Nash solía quedarse después de clase. Podía charlar con él —explicaba Duffin poco antes de su fallecimiento, acaecido en 1995—. Un día, después de clase, empezó a hablar del teorema del punto fijo de Brouwer. Lo demostró indirectamente, por el método de la reducción al absurdo, que viene a consistir en probar que, si algo no existe, sucederá algo espantoso. No sé si Nash había oído hablar nunca de Brouwer.[38]
Nash asistió a las clases de Duffin en su tercer y último curso en el Carnegie. A los diecinueve años, ya tenía el estilo de un matemático maduro. Según relataba Duffin, «trataba de reducir las cosas a una condición tangible; intentaba relacionarlas con lo que sabía sobre ellas; procuraba acostumbrarse a ellas antes de someterlas a experimentación; probaba a realizar pequeños problemas con algunos números. Así es como Ramanujan, que aseguraba que obtenía sus resultados de los espíritus, resolvía las cosas. Poincaré decía que se le había ocurrido un gran teorema al bajar del autobús».[39]
A Nash le gustaban los problemas de carácter muy general, y no era tan hábil en la resolución de enigmas pequeños e ingeniosos.
—Era, sobre todo, un soñador. Dedicaba mucho tiempo a pensar; a veces se le podía ver pensando mientras otros estaban allí sentados, con la nariz metida en un libro —afirma Bott.[40]
—Nash sabía mucho más que cualquiera y trabajaba en cosas que nosotros no podíamos comprender. Poseía un enorme bagaje de conocimientos; conocía la teoría de los números hasta el último detalle —recuerda Weinberger.[41]
—Las ecuaciones diofánticas eran su pasión —relata Siegel—. Ninguno de nosotros las conocía, pero en aquella época él ya trabajaba sobre ellas.[42]
Estas anécdotas muestran con gran claridad que muchos de los intereses que marcarían toda la carrera de Nash como matemático —la teoría de los números, las ecuaciones diofánticas, la mecánica cuántica, la relatividad— ya le fascinaban antes de cumplir los veinte años. Hay versiones discrepantes acerca de si conoció la teoría de juegos en el Carnegie,[43] y el propio Nash tampoco lo recuerda. Sí cursó allí, en cambio, una asignatura sobre comercio internacional —las únicas clases formales de economía a las que asistió jamás—, antes de obtener la licenciatura:[44] fue mientras trabajaba en aquella asignatura cuando Nash comenzó a meditar sobre una de las intuiciones básicas que finalmente le reportarían el premio Nobel.[45]
En la primavera de 1948 —durante el que tendría que haber sido su penúltimo curso en el Carnegie—, Nash ya había sido admitido en las universidades de Harvard, Princeton, Chicago y Michigan,[46] que eran las que ofrecían los cuatro mejores programas de doctorado en matemáticas de los Estados Unidos; entrar en uno de ellos era, prácticamente, un requisito previo indispensable para acabar consiguiendo una buena posición académica.
Su primera elección fue Harvard.[47] Nash le decía a todo el mundo que creía que era el centro que tenía el mejor profesorado de matemáticas. El prestigio y la posición social de Harvard le atraían: como universidad, gozaba de una reputación nacional de la que no disponían Chicago y Princeton, cuyo profesorado estaba compuesto, en buena medida, por europeos. Para él, Harvard era, ni más ni menos, la número uno, y la perspectiva de convertirse en miembro de aquella comunidad universitaria le resultaba enormemente seductora.
El problema era que Harvard le ofrecía un poco menos de dinero que Princeton. Nash, convencido de que la relativa tacañería de Harvard era consecuencia de los resultados poco espectaculares que había obtenido en el concurso Putnam, llegó a la conclusión de que, en realidad, en Harvard no le querían, y respondió al desaire negándose a ir allí. Cincuenta años más tarde, en su autobiografía para el Nobel, la actitud poco entusiasta de Harvard hacia él parecía escocerle todavía: «Me ofrecieron becas para entrar como estudiante de doctorado en Harvard y en Princeton, pero la de Princeton era algo más generosa, teniendo en cuenta que, en realidad, no había conseguido ganar el concurso Putnam».[48]
En Princeton estaban impacientes. Desde los años treinta en adelante, el departamento de matemáticas de aquella universidad se había reforzado enormemente y captaba a la mayoría de los mejores estudiantes de doctorado.[49] En realidad, Princeton era mucho más selectiva que Harvard en ese aspecto, y sólo admitía a diez candidatos, cuidadosamente seleccionados, por año, mientras que Harvard aceptaba alrededor de veinticinco. Al profesorado de Princeton le traía sin cuidado el Putnam, los exámenes o las notas, y sólo prestaba atención a las opiniones de los matemáticos cuyos puntos de vista respetaba. Cuando Princeton decidía que quería a alguien, se aplicaba con energía a conseguirlo.
Duffin y Synge apoyaban decididamente la opción de Princeton, un centro que estaba lleno de matemáticos puros —especialistas en topología, álgebra y teoría de los números—, y Duffin, en particular, consideraba a Nash como alguien claramente dotado, por sus intereses y temperamento, para desarrollar una carrera en el campo de las matemáticas más abstractas:
—Creía que sería un matemático puro absoluto —recordaba Duffin—. Princeton era la número uno en topología, y por eso quería enviarlo allí.[50] En realidad, lo único que sabía Nash de Princeton era que allí estaban Albert Einstein y John von Neumann, junto con un grupo de otros emigrados europeos; sin embargo, el ambiente políglota de los matemáticos de Princeton (extranjeros, judíos, izquierdistas) seguía pareciéndole una alternativa manifiestamente inferior.
Salomon Lefschetz, el director del departamento de Princeton, que intuía las vacilaciones de Nash, ya le había escrito instándole a que se decidiera por aquella universidad,[51] y finalmente le ofreció la posibilidad de una beca John S. Kennedy.[52] La beca, de un año de duración, era la más prestigiosa que podía ofrecer el departamento, exigía una dedicación escasa o nula a la docencia y garantizaba una habitación en la residencia de doctorandos de Princeton. La beca, de 1150 dólares, cubría además los 450 dólares que costaba la enseñanza, y era más que suficiente para el alojamiento —200 dólares por un año— y los 14 dólares semanales de alimentación, así como los gastos regulares.[53]
Aquello acabó de decidir a Nash.[54] A pesar de que la diferencia entre las remuneraciones no podía ser, a efectos prácticos, muy grande, en aquel momento, al igual que sucedería posteriormente en muchas ocasiones durante la vida de Nash, una cantidad relativamente pequeña de dinero tuvo gran importancia en su decisión. Parece claro que Nash consideró la beca más generosa de Princeton como una medida del valor que le concedía aquella universidad; también resultó determinante una petición personal de Lefschetz, que incluía una halagüeña referencia a su relativa juventud: la frase «nos gusta hacernos con los hombres prometedores cuando son jóvenes y están libres de prejuicios» consiguió dar en el blanco.[55]
Hubo otro elemento que pesó en el ánimo de Nash durante aquella última primavera en el Carnegie: a medida que se aproximaba el momento de obtener la licenciatura, cada vez se sentía más preocupado ante la eventualidad de que lo llamaran a filas.[56] Pensaba que cabía la posibilidad de que los Estados Unidos entraran nuevamente en guerra y le daba miedo terminar en la infantería. El hecho de que, tres años después del final de la segunda guerra mundial, el ejército aún estuviera reduciendo sus efectivos y que, a efectos prácticos, el reclutamiento forzoso se hubiera paralizado no le hacía sentirse a salvo. Los periódicos —que leía regularmente— estaban repletos de indicios, particularmente el bloqueo soviético de Berlín y el subsiguiente puente aéreo angloamericano de aquella primavera, de que la guerra fría se estaba calentando. Nash aborrecía la idea de que su futuro personal pudiera estar bajo el dominio de fuerzas ajenas a su control, y se obsesionaba por encontrar la forma de protegerse de cualquier posible amenaza a su autonomía y sus planes personales.
Por esa razón, Nash se sintió palpablemente aliviado cuando Lefschetz le ofreció ayuda para obtener un trabajo veraniego en un proyecto de investigación de la marina de guerra, con base en White Oak, Maryland, dirigido por Clifford Ambrose Truesdell, un antiguo alumno de Lefschetz. Nash escribió a Lefschetz[57] a principios de abril:
Creo que, en el caso de que estallara una guerra en la cual tomaran parte los Estados Unidos, yo sería más útil —y estaría en mejor situación— trabajando en algún proyecto de investigación que, por ejemplo, formando parte de la infantería. Trabajar este verano en una investigación patrocinada por el gobierno prepararía el terreno para la eventualidad más deseable para mí.[58]
A pesar de que Nash no dio muestras exteriores de angustia, los contratiempos y las angustias de la primavera proyectaron su sombra sobre el verano que medió entre su licenciatura en el Carnegie y su llegada a Princeton.
White Oak es un suburbio de Washington, D.C., que, en verano de 1948, era un bosque pantanoso y húmedo, poblado de mapaches, zarigüeyas y serpientes. Los matemáticos de White Oak eran una mezcolanza de estadounidenses, algunos de los cuales llevaban trabajando para la marina desde la guerra, y prisioneros alemanes. Nash fue a parar a un alojamiento, situado en el centro de Washington, que le alquiló a un agente de policía de la capital, y todos los días iba hasta White Oak en un coche que compartía con dos de los alemanes.[59]
Nash había estado esperando con ilusión el verano: Lefschetz le había prometido que el trabajo consistiría en dedicarse a las matemáticas puras,[60] y Truesdell, un matemático de alto nivel, era un supervisor tolerante que alentaba a los componentes de su equipo a que continuaran con sus propias investigaciones. En lo fundamental, dio carta blanca a Nash, no le impartió instrucciones y se limitó a decirle que esperaba que escribiera algo antes de irse cuando acabara el verano. Sin embargo, Nash parecía tener dificultades para trabajar: no realizó avances visibles en ninguno de los problemas que le había mencionado vagamente a Truesdell al principio del verano y no llegó a entregarle ningún escrito. Cuando la estación llegó a su fin, se vio obligado a pedir disculpas a Truesdell por haber perdido el tiempo.[61]
Por lo visto, Nash pasó la mayor parte de aquellos días limitándose a pasear sin rumbo, absorto en sus pensamientos. Charlotte Truesdell, esposa de Truesdell y colaboradora de confianza del proyecto, recuerda que Nash parecía extremadamente joven, «como si tuviera dieciséis años», y casi nunca hablaba con nadie. En una ocasión en que Charlotte le preguntó en qué estaba pensando, Nash le preguntó si no creía que sería una broma divertida colocar serpientes vivas en las sillas de algunos matemáticos.
—No llegó a hacerlo —afirma— pero pensó mucho en ello.[62]