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ELEANOR

Estos matemáticos son muy exclusivistas: están en su pedestal y contemplan a los demás desde las alturas. Eso hace que sus relaciones con las mujeres sean bastante problemáticas.

ZIPPORAH LEVINSON, 1995

El primer lunes de septiembre, Nash ya estaba de vuelta en su alojamiento de Boston. El número 407 de la calle Beacon era una impresionante casa de ladrillo adosada, construida a fines del siglo XIX y situada frente al río Charles,[1] cuya propietaria, la señora Austin Grant, era la viuda de un médico de Back Bay. A la señora Grant le gustaba mostrar a sus huéspedes las características lujosas de la casa, como la sala donde antaño los propietarios originales esperaban a que les trajeran sus carruajes para salir, y se lamentaba con frecuencia de la degradación del barrio.

—Cuando entre, no deje las maletas en la calle: al salir quizá no las encuentre —le dijo a Nash el día que se instaló en la casa.

Nash ocupaba una de las habitaciones de la parte delantera del edificio, una estancia grande, adecuadamente amueblada y equipada con chimenea. En la habitación contigua vivía Lindsay Russell, un joven ingeniero que acababa de obtener su título en el MIT y a quien la señora Grant solía llevar aparte para comentar las peculiaridades de Nash. Éste se compró un juego completo de pesas y empezó a hacer ejercicios de levantamiento; cuando sus esfuerzos hacían temblar la lámpara de araña del comedor, que estaba colgada justo debajo de su habitación, la señora Grant decía: «¿Qué se ha creído que es esto? ¿Un gimnasio?». También el correo de Nash era objeto de comentarios, particularmente las postales en las que su madre expresaba la esperanza, según recuerda Russell, de que, «además de dedicarse a las matemáticas y a otras ocupaciones intelectuales, hiciera amigos y participara en actividades sociales».

Sin embargo, Nash no recibió nunca visitas, con una sola excepción: Russell recuerda que, en una ocasión, se despertó en plena noche y oyó un sonido procedente de la habitación de Nash; era una risita sofocada, la risa de una mujer.

La enfermera guapa y morena que tramitó el ingreso de Nash en el hospital el segundo jueves de septiembre se llamaba Eleanor.[2] A Nash tenían que quitarle algunas venas varicosas[3] y parecía terriblemente nervioso y también muy joven, con más aspecto de estudiante que de profesor.[4] Eleanor sabía que el médico encargado de intervenir a Nash era famoso por su incompetencia[5] y además bebía más de la cuenta, y tuvo curiosidad por saber el motivo por el cual un profesor del MIT había acabado en manos de un medicucho como aquél. Nash le contó que lo había elegido al azar, cerrando los ojos y haciendo correr el dedo por la lista de médicos que había en el vestíbulo; según recuerda Eleanor, John le inspiró sobre todo un impulso protector hacia él.

Nash sólo estuvo ingresado un par de días; a Eleanor le pareció atractivo y bastante simpático, pero después de que lo dieran de alta no esperaba volver a verlo. Sin embargo, poco tiempo después, se encontraron en la calle; era un sábado por la tarde y Eleanor se dirigía a buscar a una amiga que tenía que acompañarla a comprarse un abrigo para el invierno.

—Yo no fui tras él; fue él quien me siguió —cuenta Eleanor— e insistió sin cesar hasta que acabé yendo de compras con él.[6]

Fueron juntos a los grandes almacenes Jay’s; Nash la siguió hasta la sección de abrigos, que estaba en el segundo piso, y se quedó mirándola fijamente, sin decir gran cosa, mientras esperaba a que ella eligiera un abrigo. A Eleanor la situación empezó a resultarle divertida:

—John era muy atractivo —recuerda riendo—. Cuando lo vi pensé que tenía algo especial.

Ella empezó a señalar los abrigos que quería probarse y él, con exquisita cortesía, se los tendía para que se los pusiera, hasta que la joven pareció inclinarse por uno de color morado y Nash empezó a hacer el payaso: simuló que era su modisto, se arrodilló ante ella, fingió que estaba tomando medidas para ajustar la prenda y, en resumen, hizo el ridículo. Azorada, Eleanor se sonrojó, protestó y trató de hacerle callar:

—¡Levántate rápido! —susurró. Sin embargo, en realidad, se sentía emocionada.

A sus veintinueve años, Eleanor era una mujer atractiva, trabajadora y bondadosa. Tiempo después, un amigo de Nash la describiría como «morena y guapa, bastante tímida, una buena persona», de «inteligencia común», «modales sencillos» y «una forma de hablar muy peculiar»;[7] con esto último, el amigo en cuestión se refería a que poseía un acento puro de Nueva Inglaterra. La vida no la había tratado muy bien: había crecido en Jamaica Plain, un anodino barrio obrero de Boston,[8] y tuvo una infancia marcada por las penalidades económicas, una madre severa y la carga, demasiado pesada para una jovencita, de tener que cuidar de un hermanastro más pequeño; como resultado de todo ello, faltó mucho a la escuela. En conjunto, estaba satisfecha de haberse podido dedicar a una profesión que le gustaba y le proporcionaba trabajo estable, a pesar de no haber cursado estudios especializados de enfermería. Cuando Eleanor tenía dieciocho años, su madre murió de tuberculosis. Sus experiencias infantiles y juveniles la dotaron de un corazón compasivo: poseía una profunda capacidad de comprensión, que no la abandonaría nunca, por todo aquel que era pobre y vulnerable, y esa inclinación suscitó su ternura hacia los pacientes, los vecinos, los hijos de los demás y los animales abandonados; era el tipo de mujer dispuesta a regalar ropa a desconocidos o acoger en su casa a personas que no tenían otro lugar adonde ir y, efectivamente, acabó haciéndolo posteriormente.[9]

Tímida e insegura, Eleanor también tendía a ser desconfiada y cautelosa, especialmente en relación con los hombres. En una entrevista afirmaría:

—Yo no era una fresca ni andaba con un montón de hombres. En realidad era muy modosa y, además, los hombres me daban un poco de miedo: no quería tener relaciones sexuales con ellos; la idea me parecía desagradable.[10]

Sin embargo, Nash la desarmó desde el principio: era, en efecto, profesor del MIT, provenía de una familia de clase alta y trabajaba para el gobierno en asuntos secretos; pero también era muy joven —tenía cinco años menos que ella—, emanaba dulzura e inocencia y, además, Eleanor se percató rápidamente de que tenía menos experiencia que ella.

Después de aquel sábado por la tarde, Nash la llevó a comer a restaurantes baratos y a pasear en su coche desvencijado; le hablaba sin cesar de sí mismo, de su trabajo, del departamento y de sus amigos, y apenas le preguntaba por ella, lo cual causaba más alivio que tristeza a Eleanor, que no tenía grandes deseos de compartir con él los detalles —más bien deprimentes— de sus modestos orígenes, máxime cuando Nash daba a entender que procedía de un linaje tan distinguido. John insistía en que le dejara ir a su casa; al principio ella no se lo permitió, pues no quería parecer una chica fácil, pero finalmente accedió a ir a su alojamiento; Nash le pareció impaciente y apasionado, pero no le causó miedo.

El hecho de que Nash, que había preferido bailar con sillas antes que con chicas cuando era un adolescente y que no había prestado atención a la hermosa Ruth Hincks, hiciera progresos tan rápidos y llegara —de forma tan directa y en aquel momento preciso— a los brazos de una mujer, sugiere que hubo amor a primera vista o bien una decisión consciente de «dar el salto». Quizá la experiencia con Thorson le proporcionó el impulso necesario: es posible que estuviera tratando de repetir una experiencia amorosa o que buscara una confirmación de su «masculinidad». En numerosas ocasiones le pidió a Eleanor que le proporcionara esteroides: «En los lugares donde trabajaba como enfermera, había siempre grandes botellas de distintas sustancias», cuenta Eleanor,[11] que, aunque asegura que nunca accedió a las peticiones de John, afirma que creía que éste «se interesaba por los fármacos» con la esperanza de que «lo hiciesen más viril».[12] En cualquier caso, no pretendía demostrarle al mundo su interés por las mujeres: mantuvo en completo secreto su relación con Eleanor durante años, incluso al mismo tiempo que manifestaba, de forma más o menos pública, su encaprichamiento con varios hombres.

Durante aquel otoño, y a pesar de lo ocupado que estaba con las clases, los seminarios y el trabajo sobre el problema de las inmersiones, Nash se las arregló para ver a Eleanor con frecuencia. Confiaba en ella y se lo pasaba bien cuando estaban a solas, y le gustaba ir a casa de Eleanor y que ella le hiciera la cena; la joven cocinaba muy bien y se desvivía por él y, por encima de todo, era femenina y rebosaba calidez y afecto sincero. Para Nash, que nunca había conocido a otra mujer que no fuera su madre o su hermana, fue una experiencia completamente nueva.

Nash pensó en la posibilidad de presentar a Eleanor a sus amigos matemáticos y llevarla a alguna de las fiestas del departamento, pero decidió no hacerlo: el hecho de que en el MIT nadie supiera de la existencia de Eleanor hacía que la aventura fuera aún más deliciosa.

A principios de noviembre, cuando se celebraron las elecciones presidenciales, Eleanor ya tenía serias sospechas de que estaba embarazada, y el Día de Acción de Gracias —el cuarto jueves de noviembre—, cuando invitó a Nash a su casa, ya estaba completamente segura de ello, después de haber tenido dos faltas.

Curiosamente, Nash se mostró más complacido que aterrado:[13] parecía orgulloso de ser padre y manifestó claramente que la idea de tener descendencia le resultaba bastante atractiva (más adelante, cuando tales cosas se pusieron de moda, hablaría de hacer su aportación a un banco de esperma de genios que había en California).[14] Esperaba que fuera un niño y quería que se llamara John. Sin embargo, no habló en absoluto de matrimonio, del futuro de Eleanor ni, más en concreto, de la forma en que ella y el niño saldrían adelante.

Eleanor no supo cómo interpretar la reacción de Nash; por supuesto, había concebido la esperanza de que él consideraría el embarazo como una crisis que debía resolverse mediante una propuesta de matrimonio y, cuando ésta no se produjo, hizo todo lo posible por ocultarle a Nash su decepción y se consoló pensando que, al fin y al cabo, él era un joven excepcional. Se dijo que, sin duda alguna, la quería y que «al final» se comportaría debidamente y, en cualquier caso, se dio cuenta de que la idea de tener un bebé la enternecía. La posibilidad del aborto —que era ilegal pero se podía llevar a cabo si se disponía del dinero necesario— no se planteó nunca.

Sin embargo, antes de que pasara mucho tiempo, la relación entre los amantes perdió su naturaleza festiva y alegre. Aquel invierno, Eleanor se sintió con frecuencia tensa y cansada, pues le afectaban el embarazo y las largas horas de trabajo en el hospital; las más de las veces, el pensamiento de Nash estaba en otra parte, y pronto él y Eleanor se vieron inmersos en un tira y afloja que en ocasiones llegó a ser bastante violento.

Cuando Eleanor lo irritaba con sus lamentos, Nash la atormentaba llamándola estúpida e ignorante, mofándose de su pronunciación y recordándole que era cinco años mayor que él; sin embargo, el blanco principal de sus burlas era el deseo de Eleanor de casarse con él, ya que, según le decía, un profesor del MIT necesitaba una mujer que estuviera a su altura intelectual:

—Me humillaba continuamente —recuerda ella—, siempre me hacía sentir inferior.[15]

A su vez, ella empezó a protestar por lo que definía como aires de superioridad y falta de sensibilidad de Nash. Con frecuencia, las noches que pasaban juntos degeneraban en graves disputas; según explicaría más tarde un amigo de Nash, en una ocasión Eleanor se quejó de que él la había hecho caer por un tramo de escaleras.[16]

Sin embargo, también había momentos de ternura —por ejemplo, cuando Nash le decía a Eleanor que le gustaba el aspecto que tenía con el vientre abultado— y, al fin y al cabo, Eleanor quería a John; además, estaba convencida de que él la quería y se portaría bien con el niño, cuyo nacimiento parecía esperar con gran ilusión: ella aún recuerda como «hermoso» aquel período de la relación.[17] Eleanor excusaba la crueldad de Nash diciéndose que era ocasional y que él «no sabía vivir», algo que atribuía al hecho de haber conseguido un éxito tan extraordinario a una edad tan temprana: «Eso puede resultar abrumador», diría más tarde.[18]

A finales de la primavera, cuando ya no pudo seguir trabajando, Eleanor se mudó a un hogar para madres solteras. Por aquella misma época, Nash la presentó por fin a uno de sus amigos del MIT, un estudiante de doctorado,[19] y ella interpretó aquel hecho como una señal alentadora.

John David Stier nació el 19 de junio de 1953, seis días después de que su padre cumpliera veinticinco años. Nash corrió al hospital y se emocionó profundamente cuando Eleanor le mostró a su hijo.[20] Permaneció en el hospital hasta que las enfermeras hicieron que se marchase y regresó cada vez que tuvo ocasión; sin embargo, no se ofreció a hacer constar su nombre en el certificado de nacimiento de su hijo[21] ni a pagar los gastos del parto.[22]

Al salir del hospital, madre e hijo fueron a vivir a un apartamento de la avenida Park al cual se había mudado Nash. No fue precisamente una feliz vuelta a casa. Nash no se preocupó de comprar ropa para el niño, según el relato de Eleanor, que años más tarde diría: «No quería que nos quedáramos». Finalmente, la joven consiguió encontrar un trabajo, con alojamiento incluido, en el cual también le permitían tener al niño con ella.[23] A pesar de la insistencia del patrón en que no recibiera visitantes masculinos, John acudía con frecuencia: «Quería estar constantemente cerca del niño», dice Eleanor. Sin embargo, siguió sin proponerle[24] que se casaran y sin ofrecerle ayuda económica, a pesar de que su salario de profesor y sus costumbres austeras se lo habrían permitido.

Finalmente, las repetidas visitas de Nash provocaron el despido de Eleanor;[25] la pérdida simultánea del trabajo y del alojamiento provocaron una crisis inmediata. Como Nash seguía sin querer hacerse cargo de ella y del bebé, Eleanor acabó viéndose obligada a buscar familias que acogieran temporalmente a John David.[26]

Como la desventurada heroína de un melodrama Victoriano, Eleanor cedió el niño a una serie de familias, una de Rhode Island, otra de Stoneham, Massachusetts y, finalmente, lo dejó en un orfanato cuyo nombre sensiblero, Hogar para Pequeños Vagabundos de Nueva Inglaterra, no hacía sino recalcar la situación dickensiana en la que se habían sumido ella y su hijo.[27]

La separación del niño estuvo a punto de hacer enloquecer a Eleanor, y aquello fue lo que, más que cualquier otra cosa que hubiera sucedido anteriormente, le hizo sentir verdadero rencor por Nash, quien, según Eleanor, dejó que recayeran en ella toda la angustia y las preocupaciones y no dio ninguna muestra de comprender, ni siquiera remotamente, lo que una separación como aquélla significaba para una madre o para su hijo:

—Yo tendría que haber estado en casa cuidando de él —diría Eleanor en 1995—, y sufría por ello. [Nash] jamás se preocupó.[28]

A pesar de todo, la relación continuó. Los domingos ambos visitaban al niño, dondequiera que estuviera; además, Eleanor acudía al apartamento de Nash, donde cocinaba y, cuando él se lo pedía, limpiaba, y él también iba a comer a su casa.[29] John seguía oscilando entre la dulzura y las explosiones de crueldad, y continuó manteniendo oculta su relación con Eleanor, sin contársela a nadie excepto a Jack Bricker, a quien le ordenó que guardara el secreto: «Nunca le habló a nadie de nosotros», dice Eleanor, que sigue siendo incapaz de comprender el comportamiento de Nash.[30] En realidad, la mayoría de la comunidad matemática del MIT no supo de la existencia de la primera familia de Nash hasta años más tarde.

Cuando John David tenía un año, Nash presentó a Eleanor a otro amigo del departamento, Arthur Mattuck, aunque sin revelarle la existencia del niño.[31] En ocasiones, Mattuck, que parecía simpatizar con Eleanor, iba a cenar con ellos; más adelante le contarían que siempre se reían mucho a costa de él, pues nunca se fijó en todos los objetos infantiles que había en el piso. Era, por decirlo suavemente, una situación extraña.

¿Lo era realmente? Eleanor estaba enamorada de Nash:

—La gente me decía que no lo volviera a ver —dice—, que era mejor que estuviera con un hombre normal y no con uno que se daba tanta importancia. Uno de mis amigos decía que era imposible descubrir alguna expresión en su cara, que era como un cadáver, pero a mí no me parecía que fuera así.[32]

Muchos años más tarde, reflexionaría del siguiente modo:

—¿Le quería? No habría estado con alguien a quien no amara. Era tímido, y esa timidez podía pasar por una actitud de superioridad, pero […] podía ser muy dulce y, en cierto sentido, era muy atractivo. El amor es así de caprichoso.[33]

Fuera lo que fuera lo que pasara por la cabeza de Nash respecto al matrimonio durante los cuatro años que duró su relación con Eleanor, en un momento determinado le hizo a la mujer una propuesta que indicaba que había decidido no casarse con ella: le sugirió que diera a John David en adopción y le dijo, más o menos abiertamente, que el niño estaría mejor si lo cedía a otra familia.

—Quería que adoptaran a John —dice con amargura Eleanor—; «Sabríamos siempre dónde está», solía decir.[34]

Fue una propuesta cruel que prácticamente acabó con el amor que Eleanor aún pudiera sentir por Nash, en descargo del cual sólo cabe pensar que, entre sus razones para formular aquella sugerencia, aparte de la voluntad de eliminar cualquier responsabilidad económica que le pudiera corresponder respecto a su hijo —algo que llevó a Eleanor a decir que John «lo quería todo a cambio de nada»—, quizá estuviera la creencia sincera de que John David tendría mejores oportunidades en la vida si crecía con una pareja de clase media que con su madre, una trabajadora que vivía sola.

Todo el mundo quería adoptar a John David —recuerda Eleanor—. Algunas personas llegaron a ofrecerme mucho dinero para que les dejara llevárselo. Era aterrador. Había una familia muy rica que había acogido temporalmente a John David y se iba a mudar a California: si se hubieran ido, no lo habría vuelto a ver jamás.[35]

Durante los primeros seis años de vida de John David, mientras el niño iba pasando de una a otra familia, padre e hijo se vieron de vez en cuando. El tono de aquellas breves visitas aparece reflejado en una fotografía que, tomada en lo que parece un parque urbano, muestra al niño, que en aquel entonces tenía dos años, con el rostro alargado enmarcado por un gorro de lana con graciosas orejeras, erguido como un pequeño soldado y cogido de la mano de su madre, de rostro dulce y aspecto juvenil, la cual sonríe a la cámara que, sin duda, sostenía su amante.

—No debería haber tenido un hijo, no debería haber sido tan crédula —diría años más tarde John Stier.[36]

Sin embargo, al contemplar esa escena, resulta imposible, tanto para él como para cualquier otra persona, negar la sensación de que aquel pequeño trío que paseaba un domingo era una familia en todos los sentidos, excepto el legal.

Nash mostró una incoherencia más bien curiosa en su actitud y su comportamiento respecto a su hijo. En el momento del nacimiento del niño, no había reaccionado de ninguna de las formas que cabía esperar de un joven enfrentado al embarazo de una mujer con la que no hacía mucho que había empezado a mantener relaciones, ya que evitó tanto la salida honorable que habría conducido a un casamiento a la fuerza, como la escapatoria más habitual de negar su paternidad y desaparecer de la vida de la joven.

Sin duda alguna, se comportó de forma egoísta e incluso cruel. Más adelante, su hijo y otras personas atribuirían a una simple cuestión de narcisismo su reconocimiento de la paternidad y su deseo de mantener un vínculo aunque no hiciera nada por proteger a su hijo de la pobreza y de las separaciones periódicas de su madre. Sin embargo, aunque ello sea en parte cierto, es natural llegar también a la conclusión de que Nash, como el resto de seres humanos, necesitaba amar y ser amado, y que aquel niño pequeño e indefenso que era su hijo le atraía de manera irresistible.

En 1959, cuando Nash desapareció de la vida de John David de forma repentina y completa, el niño recibió un día un paquete, mal envuelto y medio roto, que contenía un avión de madera, deteriorado pero bonito, «un objeto precioso», según recordaría más tarde John David, quien añade:

—No constaba la dirección del remitente, ni había ninguna nota ni nada parecido, pero yo sabía que me lo enviaba mi padre.[37]