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EL CENTRO DEL UNIVERSO
Princeton, otoño de 1948
… un pueblo pintoresco y ceremonioso. |
ALBERT EINSTEIN |
… el centro matemático del universo. |
HARALD BOHR |
Nash llegó a Princeton, Nueva Jersey, el Día del Trabajo de 1948, el mismo día que empezaba la campaña de reelección de Truman.[1] Tenía veinte años. Llegó en tren, directamente desde Bluefield, vía Washington, D.C., y Filadelfia, vestido con un traje nuevo y cargado con unas pesadas maletas, llenas de sábanas y ropa, cartas y notas, y unos cuantos libros. Impaciente e ilusionado, bajó del tren en Princeton Junction, un enclave impersonal de clase media baja situado a unos kilómetros del auténtico Princeton, y se apresuró a tomar el Dinky, el pequeño tren de vía única que va y viene de la universidad.
Lo que vio fue un elegante pueblo de la época prerrevolucionaria, rodeado de bosques suavemente ondulantes, plácidos riachuelos y un mosaico de maizales.[2] Fundado por cuáqueros a fines del siglo XVII, Princeton fue el escenario de una famosa victoria de George Washington sobre los británicos y, durante un breve intervalo de seis meses en el año 1783, fue la capital de hecho de la nueva república. Con sus edificios universitarios de inspiración gótica, situados al abrigo de árboles majestuosos, sus iglesias de piedra y sus solemnes casas antiguas, la pequeña localidad parecía, en todos sus detalles, el rico y cuidado satélite de Nueva York y Filadelfia que efectivamente era. La tranquila calle Nassau, que era la principal vía urbana, ofrecía como atracciones más destacadas una serie de tiendas de ropa masculina «de calidad superior», un par de bares, un comercio de artículos variados y un banco; la habían pavimentado antes de la guerra, pero las bicicletas y los peatones seguían constituyendo el grueso del tráfico. En A este lado del paraíso, F. Scott Fitzgerald describió el Princeton de los años de la primera guerra mundial como «el club de campo más agradable de los Estados Unidos»,[3] mientras que, en la década de 1930, Einstein lo definió como «un pueblo pintoresco y ceremonioso».[4] La depresión y las guerras apenas produjeron cambios en el lugar: May Veblen, esposa de un acaudalado matemático de Princeton, Oswald Veblen, seguía siendo capaz de identificar por sus apellidos a las familias, blancas y negras, acomodadas y modestas, que vivían en todas y cada una de las casas de la población.[5] Invariablemente, los recién llegados se sentían intimidados por tanto refinamiento: un matemático procedente del oeste recuerda que «siempre me sentía como si llevara la bragueta abierta».[6]
Incluso el edificio universitario donde se hallaba el Departamento de Matemáticas evocaba imágenes de exclusividad y opulencia. Un emigrado europeo escribió con envidia: «Creo que el edificio Fine es la construcción más lujosa que jamás se ha consagrado a las matemáticas».[7] Era una fortaleza neogótica construida con ladrillos rojos y pizarra, rematada por un tejado de dos aguas y de un estilo que recuerda el Colegio de Francia de París y la Universidad de Oxford. La piedra angular contenía una caja de plomo donde se conservaban copias de las obras de los matemáticos de Princeton y las herramientas del oficio: dos lápices, una tiza y, por supuesto, un borrador. Diseñado por Oswald Veblen, sobrino del gran sociólogo Thorstein Veblen, pretendía ser un santuario que los matemáticos «no estuvieran dispuestos a abandonar».[8] Los corredores de piedra oscura que circundaban la estructura eran ideales tanto para dar paseos en solitario como para charlar sobre matemáticas. Los nueve «estudios» —nada de «despachos»— de los profesores de rango superior disponían de artesonados, archivadores ocultos, pizarras que se abrían como si fueran altares, alfombras orientales y muebles macizos y tapizados. En un gesto de reconocimiento de las exigencias que comportaban los rápidos avances de las matemáticas, se habían equipado los despachos con teléfonos y los lavabos con lámparas de lectura. La bien provista biblioteca, que poseía la colección de libros y revistas de matemáticas más completa del mundo, estaba abierta veinticuatro horas al día. Los matemáticos aficionados al tenis —las pistas estaban cerca— no necesitaban pasar por casa antes de volver al despacho, pues disponían de un vestuario con duchas. Cuando se inauguró el edificio en 1921, un estudiante con veleidades poéticas lo definió como «un club de campo para matemáticos, donde se practican juegos acuáticos».
En 1948, Princeton era para los matemáticos lo que París había sido para los pintores y novelistas, Viena para los psicoanalistas y arquitectos, y la antigua Atenas para los filósofos y dramaturgos. En 1936, Harald Bohr, hermano del físico Niels Bohr, había declarado la localidad «el centro matemático del universo».[9] El primer encuentro de matemáticos que tuvo lugar a escala planetaria después de la segunda guerra mundial se celebró allí.[10] El edificio Fine albergaba el departamento de matemáticas más competitivo y moderno del mundo, muy cerca del cual —y, en realidad, en estrecha relación con él— se encontraba el principal departamento de física de Estados Unidos, cuyos miembros, incluyendo a Eugene Wiener, se habían ido a Illinois, California y Nuevo México durante la guerra, llevándose consigo parte de su instrumental de laboratorio, para colaborar en la fabricación de la bomba atómica.[11] A menos de dos kilómetros de distancia, en lo que había sido Olden Farm, se hallaba el Instituto de Estudios Avanzados, el equivalente moderno de la Academia de Platón, donde Einstein, Gödel, Oppenheimer y Von Neumann garabateaban en sus pizarras y sostenían sus charlas eruditas.[12] A aquel oasis matemático políglota, situado ochenta kilómetros al sur de Nueva York, afluían visitantes y estudiantes de los cuatro puntos cardinales. Las cuestiones que se planteaban en un seminario de Princeton se discutían, con toda seguridad, siete días más tarde en París y Berkeley, y a la semana siguiente en Moscú y Tokio.
Es difícil aprender algo de Estados Unidos en Princeton [escribió en sus memorias Leopold Infeld, colaborador de Einstein], mucho más que aprender algo de Inglaterra en Cambridge. En el edificio Fine se habla un inglés con tantos acentos diferentes que la mezcla resultante recibe la denominación de «inglés del edificio Fine» […] El aire está lleno de ideas y fórmulas matemáticas. Basta con tender la mano y cerrarla rápidamente para tener la sensación de que se ha atrapado aire matemático y que algunas fórmulas se han quedado pegadas a la palma. Si se quiere ver a un matemático famoso, no es preciso ir a buscarlo: basta con sentarse tranquilamente en Princeton, y tarde o temprano acudirá al edificio Fine.[13]
Princeton había conquistado su posición excepcional en el mundo de las matemáticas prácticamente de la noche a la mañana, apenas una docena de años atrás.[14] Los orígenes de la universidad se remontan a veinte años largos antes de la fundación de la república. Comenzó en 1746 bajo la denominación de Colegio de Nueva Jersey, instituido por presbiterianos; no se transformó en Princeton hasta 1896, y no tuvo un director laico hasta 1903, cuando Woodrow Wilson se convirtió en rector. Sin embargo, aún entonces, Princeton tenía de universidad solamente el nombre: se trataba de «un establecimiento de baja calidad», «una escuela preparatoria que había crecido demasiado», especialmente en lo que se refería a las ciencias.[15] Desde ese punto de vista, Princeton no era distinta del resto del país, que «admiraba la inventiva yanqui pero le veía poca utilidad a las matemáticas puras», como dijo un historiador. Mientras que Europa disponía de tres docenas de catedráticos que se dedicaban casi exclusivamente a la innovación matemática, Estados Unidos no poseían ninguno. Los jóvenes norteamericanos tenían que viajar a Europa si aspiraban a una formación que fuera más allá de la licenciatura, y el típico matemático estadounidense impartía a los estudiantes universitarios entre quince y veinte horas semanales de algo equivalente a las matemáticas de enseñanza secundaria, viviendo con dificultades de un salario insignificante y gozando de muy pocos incentivos u oportunidades para dedicarse a la investigación.
Mientras las matemáticas y la física languidecían en Princeton y otras universidades de Estados Unidos, a cinco mil kilómetros de allí, en centros intelectuales como Göttingen, Berlín, Budapest, Viena, París y Roma, aquellas mismas disciplinas estaban viviendo una revolución que, como escribe el historiador de la ciencia John D. Davies, tenía un carácter profundo y afectaba a la comprensión de la propia naturaleza de la materia:
El mundo absoluto de la física clásica newtoniana se hundía y la conmoción intelectual se manifestaba por todas partes. Entonces, en 1905, un teórico desconocido que trabajaba en la oficina de patentes de Berna, Albert Einstein, publicó cuatro textos que hicieron época, en un episodio comparable al repentino salto a la fama de Newton. El más significativo fue la llamada teoría de la relatividad, que planteaba que la masa no era más que energía congelada, y la energía materia liberada: el espacio y el tiempo, que hasta entonces se habían considerado absolutos, dependían del movimiento relativo. Diez años más tarde, formuló la teoría general de la relatividad, que planteaba que la gravedad era una función de la propia materia y actuaba sobre la luz exactamente del mismo modo que lo hacía sobre las partículas materiales; en otras palabras, que el desplazamiento de la luz no era «recto»: las leyes de Newton no eran el mundo real, sino un mundo observado a través de las lentes ilusorias de la gravedad. Además, expuso una serie de leyes matemáticas que permitían describir el universo, leyes estructurales y leyes del movimiento.[16]
Aproximadamente en la misma época, en la Universidad de Göttingen, un genial matemático alemán, David Hilbert, había desencadenado una revolución en su disciplina. En 1900, Hilbert propuso un famoso programa cuyo objetivo era nada menos que la «axiomatización de todas las matemáticas de manera que puedan mecanizarse y resolverse según un procedimiento establecido». Göttingen se convirtió en el centro de un movimiento dirigido a fundamentar las matemáticas existentes sobre bases más seguras. Según escribe el historiador Robert Leonard, «el programa de Hilbert surgió, en el cambio de siglo, como respuesta a la crisis que se percibía en las matemáticas», y su «efecto fue el de impulsar a los matemáticos a “poner en orden” la teoría de conjuntos de Cantor y establecerla sobre una base axiomática firme, constituida por un número limitado de postulados […] Aquello significó un cambio importante de énfasis en favor de la abstracción matemática».[17] Los matemáticos se alejaron cada vez más del «contenido intuitivo —en este caso, nuestro mundo cotidiano de superficies y líneas rectas— para acercarse a una situación en la cual se despojaba los términos matemáticos de su contenido empírico directo y se los definía simplemente de manera axiomática, en el contexto de la teoría. Había llegado la era del formalismo».
La obra de Hilbert y sus discípulos —entre quienes se contaban futuras celebridades de Princeton de las décadas de 1930 y 1940, como Hermann Weyl y John von Neumann— también desencadenó un poderoso impulso para aplicar las matemáticas a problemas que hasta entonces se consideraban imposibles de someter a un tratamiento altamente formalizado. Hilbert y otros obtuvieron un éxito considerable en la extensión de la aproximación axiomática a toda una gama de disciplinas cuyo caso más evidente fue la física y, particularmente, la «nueva física» de la «mecánica cuántica», pero también la lógica y a la nueva teoría de juegos.
Sin embargo, durante los veinticinco primeros años del siglo, como escribe Davies, Princeton y, en realidad, el conjunto de la comunidad académica estadounidense «permanecieron al margen de aquel proceso espectacular de cambios».[18] El catalizador de la transformación de Princeton en una capital mundial de las matemáticas y la física tuvo un carácter fortuito y relacionado con la amistad. Woodrow Wilson, como la mayoría de los norteamericanos cultos de su época, desdeñaba las matemáticas y se quejaba de que «el hombre común se rebela contra las matemáticas, una forma suave de tortura que sólo se puede aprender mediante dolorosos procesos de instrucción».[19] Además, las matemáticas no tenían ningún papel en su visión de Princeton como una auténtica universidad con estudios de doctorado y un sistema de formación que concediera mayor importancia a los seminarios y los debates que a los ejercicios repetitivos y el aprendizaje memorístico. Sin embargo, resultó que el mejor amigo de Wilson, Henry Burchard Fine, era matemático y, cuando Wilson empezó a contratar a estudiosos de literatura e historia, Fine le preguntó: «¿Por qué no unos cuantos científicos?». Wilson respondió afirmativamente, más que nada como gesto de amistad. En 1912, cuando Wilson dejó el rectorado de Princeton para ocupar la Casa Blanca, Fine se convirtió en decano de ciencias y procedió a reclutar a algunos científicos de primera categoría, entre los que se encontraban los matemáticos G. D. Birkhoff, Oswald Veblen y Luthor Eisenhart, para que impartieran los cursos de doctorado; en Princeton se les conoció como «los investigadores de Fine». Los estudiantes no licenciados, de los cuales ni uno solo se había especializado en física o matemáticas, se quejaban amargamente de los «profesores con acento extranjero, brillantes pero incomprensibles», y de «la teoría didáctica europea, o de los semidioses».
El núcleo de investigadores de Fine podría haberse disgregado fácilmente tras la prematura muerte del decano, acaecida en 1928, en un accidente de bicicleta en la calle Nassau, de no haber sido por varias muestras importantes de filantropía privada que convirtieron Princeton en un imán para las mayores celebridades matemáticas del mundo. La mayoría de la gente cree que el ascenso de Estados Unidos al máximo nivel científico fue un efecto secundario de la segunda guerra mundial, pero, en realidad, las fortunas acumuladas entre la década dorada de 1880 y los trepidantes años 1920 prepararon el terreno.
Los Rockefeller amasaron su fortuna millonada en los negocios del carbón, el petróleo, el acero, el ferrocarril y la banca; en otras palabras, en el gran proceso de industrialización que transformó ciudades como Bluefield y Pittsburgh a fines del siglo XIX y principios del XX. Cuando los miembros de aquella familia empezaron a donar parte de su dinero, lo hicieron movidos por la insatisfacción que les causaba el estado de la enseñanza superior norteamericana y por la firme convicción de que «las naciones que no cultivan las ciencias no pueden mantenerse al nivel de las demás».[20] Conscientes de la revolución científica que conmocionaba Europa, la Fundación Rockefeller y las entidades vinculadas a ella empezaron por enviar al extranjero a doctorandos norteamericanos, entre los cuales se encontraba Robert Oppenheimer. A mediados de los años veinte, la Fundación Rockefeller decidió que «en lugar de enviar a Mahoma a la montaña, traería la montaña», es decir, resolvió importar europeos. Para financiar aquella empresa, la fundación no sólo invirtió sus ingresos, sino también diecinueve millones de dólares de su capital (el equivalente a unos ciento cincuenta millones de dólares actuales). Mientras Wickliffe Rose, un filósofo que formaba parte de la junta de administración de la Fundación Rockefeller, recorría capitales científicas como Berlín y Budapest para enterarse de las nuevas ideas y conocer a sus responsables, la institución seleccionó tres universidades de Estados Unidos, entre las cuales estaba Princeton, como beneficiarías del grueso de sus generosas donaciones. Las subvenciones permitieron a Princeton establecer cinco cátedras de estilo europeo, dotadas con salarios exorbitantes, además de un fondo de investigación desuñado a estudiantes no licenciados y doctorandos.
Entre las primeras celebridades europeas que llegaron a Princeton en 1930 se encontraban dos jóvenes genios de origen húngaro: John von Neumann, un brillante discípulo de Hilbert y Hermann Weyl, y Eugene Wigner, el físico que llegó a conseguir el premio Nobel de su especialidad en 1963, no por su trabajo crucial en la fabricación de la bomba atómica, sino por sus investigaciones sobre la estructura del átomo y su núcleo.
Un segundo acto de filantropía, en el cual el azar desempeñó un papel mayor que en el caso de la iniciativa de los Rockefeller, tuvo como resultado la creación en Princeton del Instituto de Estudios Avanzados, con carácter independiente.[21] Los Bamberger eran dos hermanos —hombre y mujer— propietarios de grandes almacenes, el primero de los cuales habían abierto en Newark, y llegaron a acumular una enorme fortuna en el sector del comercio textil; vendieron sus negocios seis semanas antes de la quiebra bursátil de 1929. Con una fortuna de veinticinco millones de dólares en sus manos, decidieron mostrar su gratitud al estado de Nueva Jersey; pensaron en la posibilidad de fundar una escuela de odontología, pero un experto en formación médica, Abraham Flexner, les convenció rápidamente de abandonar la idea de una escuela de medicina y establecer, en su lugar, una institución de investigación de primera línea, sin profesores ni estudiantes ni clases; solamente investigadores protegidos de las vicisitudes y presiones del mundo exterior. Flexner acarició la idea de que el núcleo fundamental del instituto fuera una escuela de economía, pero pronto se persuadió de que las matemáticas constituían una elección más acertada, ya que se trataba de una disciplina más «fundamental». Además, entre los matemáticos había un consenso infinitamente mayor sobre quiénes eran los mejores. Aún faltaba decidir la ubicación del instituto: Newark, con sus fábricas de pintura y sus mataderos, no ofrecía muchos atractivos para el grupo de grandes estrellas académicas que Flexner tenía la esperanza de reclutar; Princeton era más adecuado, y cuenta la leyenda que fue Oswald Veblen quien convenció a los Bamberger de que, en realidad, esa localidad se podía considerar («en sentido topológico», según dijo) un suburbio de Newark.
Con un entusiasmo y unos medios económicos equiparables a los de un productor de grandes espectáculos, Flexner se lanzó a una búsqueda mundial de celebridades, ofreciendo la posibilidad de sueldos inauditos, abundantes beneficios complementarios y la promesa de una total independencia. Su misión coincidió con el acceso de Hitler al poder en Alemania, la expulsión masiva de judíos de las universidades de aquel país y los temores crecientes a una nueva guerra mundial. Después de tres años de delicadas negociaciones, Einstein, la estrella principal, aceptó convertirse en el segundo miembro de la escuela de matemáticas del instituto, lo cual provocó que uno de sus amigos de Alemania comentara con humor: «El pontífice de la física se ha trasladado y ahora Estados Unidos se convertirán en el centro de las ciencias naturales». Kurt Gödel, el niño prodigio vienés de la lógica, también acudió al instituto en 1933, y Hermann Weyl, la figura más destacada de las matemáticas alemanas, siguió los pasos de Einstein un año más tarde; Weyl insistió, como condición para aceptar la oferta, en que el instituto asumiera la contratación de una figura destacada de la nueva generación, y la Universidad de Princeton convenció a Von Neumann, que acababa de cumplir treinta años y se convirtió en el profesor más joven del instituto. Prácticamente de la noche a la mañana, Princeton se había convertido en la nueva Göttingen.
En los primeros tiempos, los profesores del instituto compartieron con sus colegas de la universidad los lujosos alojamientos del edificio Fine. Se fueron de allí en 1939, una vez estuvo terminado el edificio Fuld del instituto, una construcción neogeorgiana realizada con ladrillos y situada en medio de extensos prados al estilo inglés, rodeados de bosques y un estanque, tan sólo a un par de kilómetros del Fine. Cuando Einstein y los demás se trasladaron, los profesores del instituto y de la Universidad de Princeton ya se habían convertido en algo parecido a una familia y siguieron relacionándose como si fueran parientes del pueblo. Colaboraban en la investigación, publicaban revistas conjuntamente y los unos asistían a las conferencias, seminarios y tés que ofrecían los otros. La proximidad del instituto facilitaba que la universidad atrajera a los estudiantes y profesores más brillantes, mientras que el activo departamento de matemáticas de aquélla era un imán para quienes visitaban el instituto o trabajaban permanentemente en él.
Por el contrario, Harvard, que en el pasado había sido la joya de las matemáticas norteamericanas, se encontraba, a fines de los años cuarenta, en «eclipsada».[22] G. D. Birkhoff, su legendario rector, había muerto, y algunas de sus jóvenes celebridades más brillantes, entre las cuales se contaban Marshall Stone, Marston Morse y Hassler Whitney, habían abandonado recientemente el centro, dos de ellos para ir al Instituto de Estudios Avanzados. Einstein solía quejarse de que «Birkhoff es uno de los principales académicos antisemitas del mundo». Fuera o no completamente cierta esa acusación, las tendencias de Birkhoff hicieron que no aprovechara la emigración de los brillantes matemáticos judíos que huían de la Alemania nazi.[23] Harvard también había ignorado a Norbert Wiener, el matemático nacido en Estados Unidos más brillante de su generación. Wiener era judío y, al igual que Paul Samuelson, el futuro premio Nobel de Economía, buscó refugio en el MIT, que estaba en el extremo opuesto de Cambridge y que, por aquel entonces, era poca cosa más que una escuela de ingeniería equiparable al Instituto Tecnológico Carnegie.[24]
Princeton alcanzó la cumbre de la nueva posición otorgada por la sociedad norteamericana a las matemáticas, ya que no sólo se situó a la vanguardia de la topología, el álgebra y la teoría de los números, sino también de la teoría de ordenadores, la investigación operacional y la nueva teoría de juegos.[25] En 1948, todo el mundo había regresado de sus tareas relacionadas con el conflicto bélico, y las angustias y frustraciones de la década anterior habían sido barridas por un sentimiento de cordialidad y optimismo. Se consideraba que las ciencias y las matemáticas constituían la clave para construir un mundo mejor tras la guerra y, de pronto, los gobernantes y, particularmente, los militares se mostraron deseosos de invertir dinero en la investigación pura. Así aparecieron nuevas publicaciones y se empezaron a trazar planes para la celebración de un nuevo congreso matemático mundial, el primero desde los días oscuros que precedieron a la guerra.
Se estaba produciendo la incorporación masiva de una nueva generación, impaciente por aprender de la sabiduría de los mayores, pero también rebosante de ideas y actitudes propias. Por supuesto, todavía no había mujeres en Princeton —con la excepción de Mary Cartwright, de Oxford, que aquel año se encontraba allí—, pero aquella comunidad académica se estaba abriendo. De pronto, cuestiones como ser judío o extranjero, hablar con un acento propio de la clase obrera o haberse licenciado en un centro universitario que no estaba en la costa este dejaron de constituir barreras automáticas para los matemáticos jóvenes y brillantes. La mayor división del campus resultó ser, repentinamente, la existente entre «los críos» y los veteranos de guerra que, acercándose ya a los treinta años, empezaban los estudios de doctorado junto a muchachos de veinte como Nash. Las matemáticas ya no eran una profesión de caballeros, sino una actividad asombrosamente dinámica.
—Existía la idea de que la mente humana podía conseguir cualquier cosa mediante las ideas matemáticas —recuerda un estudiante de Princeton de aquella época—. Los años de posguerra no estuvieron exentos de amenazas (la guerra de Corea, la guerra fría, la victoria comunista en China), pero, en realidad, en lo que se refiere a la ciencia, existía un tremendo optimismo. La sensación que experimentábamos en Princeton no era simplemente que estuviéramos cerca de una enorme revolución intelectual, sino que formábamos parte de ella.[26]