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EN EL OJO DEL HURACÁN
Primavera de 1959

Era como en un tornado: quieres retener lo que posees; no quieres perderlo todo.

ALICIA NASH

A pesar de la aparente euforia de Alicia en la fiesta de Nochevieja, su estado de ánimo durante los meses precedentes había sido cualquier cosa menos despreocupado. Desde el regreso de su viaje por Europa, la visión soñadora que había tenido de su nueva vida había dejado paso a una perspectiva más sombría y pesimista. Ella y Nash se habían mudado a West Medford, una pequeña ciudad industrial al norte de Cambridge, y Alicia se sintió apartada y aislada. Su objetivo de desarrollar una carrera profesional parecía más lejano que nunca, experimentaba sentimientos contradictorios en relación con su embarazo y las esperanzas iniciales de que aquella circunstancia los acercara a ella y a John se vieron frustradas, pues su marido se había vuelto, si cabía, más frío y distante. A medida que el clima se hacía más frío y los días se acortaban, se fue sintiendo cada vez más abatida, inquieta y sola, hasta el punto de llegar a pensar en consultar a un psiquiatra.[1]

Todo aquello había sucedido antes del Día de Acción de Gracias; a partir de entonces, la conducta de Nash pasó a ser el principal motivo de angustia de Alicia, en lugar de su propio desánimo. En varias ocasiones la acosó con extrañas preguntas cuando estaban solos, ya fuera en casa o en el coche:

—¿Por qué no me lo cuentas? —le preguntaba en tono alterado y colérico, sin referirse a nada en concreto—. Dime lo que sepas.[2] Se comportaba como si ella estuviera en conocimiento de algún secreto y no lo quisiera compartir con él. La primera vez que le dijo aquello, Alicia pensó que Nash sospechaba que tenía una aventura, pero cuando se lo repitió, se preguntó si no era posible que quien tuviera la aventura fuera él, lo cual explicaría su reserva y su aire ensimismado, que cada vez eran más pronunciados: ¿no era posible que acusándola a ella tratara de desviar la atención de sí mismo?

Cuando llegó el Día de Año Nuevo, que también era el de su vigésimo sexto cumpleaños, Alicia ya estaba segura de que «algo iba mal».[3] La conducta de Nash se había vuelto cada vez más peculiar: podía estar irritable e hipersensible en un momento dado y mostrarse misteriosamente reservado un instante después. Se lamentaba de que «sabía que estaba sucediendo algo» y de que lo «espiaban», y pasaba noches en vela escribiendo extrañas cartas a las Naciones Unidas. Una noche, después de que Nash pintara todas las paredes del dormitorio con puntos negros, Alicia le obligó a dormir en el sofá de la sala de estar.[4]

Alicia, alarmada, buscaba explicaciones en la vida cotidiana. Su primer pensamiento fue que John estaba exageradamente preocupado por la decisión inminente sobre su titularidad. Sospechó que la perspectiva de tener un hijo, con todas las nuevas responsabilidades que comportaba, era otra fuente de presión, y también se preguntó si el hecho de haberse casado con alguien «diferente» como ella no estaba produciendo una tensión excesiva para un wasp sureño.[5]

Alicia intentó, en vano, tranquilizar a Nash: le dijo una y otra vez que sus temores acerca de la titularidad eran infundados, que era el niño mimado del departamento y que Martin, al fin y al cabo, tenía confianza en que la decisión sería favorable; trató de razonar con él y de hacerle ver que escribir aquellas cartas «podía socavar su credibilidad profesional» e incluso poner en peligro la plaza de profesor titular. Cuando vio que nada de aquello funcionaba, empezó a reñirle:

—No puedes hacer el tonto —le decía.

Entonces él hizo una serie de cosas que la asustaron y la llevaron a la conclusión inequívoca de que John sufría alguna clase de perturbación mental.

Nash empezó a amenazar con sacar todos sus ahorros del banco y trasladarse a Europa.[6] Al parecer tenía alguna idea relacionada con la fundación de una organización internacional, y empezó a quedarse a escribir, noche tras noche, hasta mucho después de que ella se hubiera ido a dormir. Por las mañanas su escritorio aparecía cubierto de hojas de papel escritas con tinta azul, verde, roja y negra: eran cartas dirigidas no sólo a la ONU, sino también a varios embajadores extranjeros, al papa e incluso al FBI.

A mediados de enero, cuando aún duraban las clases, Nash se fue a Roanoke en plena noche, después de una violenta escena, y Alicia no vio otra alternativa que romper el silencio y llamar a Virginia para advertirla. Sin embargo, según recuerda Martha, solamente le dijo a su suegra que John sufría una gran tensión nerviosa y se comportaba de una forma un poco irracional. Cuando Nash llegó a Roanoke, Virginia y Martha se asustaron al contemplar su estado de agitación; en cierto momento, incluso llegó a pegar a Martha en un brazo.[7] Cuando Nash regresó a casa, siguió atormentando a Alicia y, en una ocasión, amenazó con golpearla «si no me lo cuentas».[8]

Al principio Alicia estaba más preocupada por Nash y por el futuro de su matrimonio que por las amenazas físicas contra ella. Su primer e irresistible impulso fue evitar que la universidad se enterara de los problemas de Nash:

—No quería que se supieran todas aquellas cosas tan desagradables.[9]

Dejó su trabajo en la Technical Operations y aceptó uno en el centro de informática del campus, lo cual le permitía observar constantemente a Nash, seguirle la pista muy de cerca y pasar más tiempo con él; por las tardes, al terminar el trabajo, iba a buscarlo al departamento de matemáticas. Alicia ya no invitaba a los demás a que los acompañaran cuando iban a comer fuera y trataba particularmente de evitar a Paul Cohen, aunque a veces la insistencia de Nash lo hacía imposible.

—Alicia quería salvar la carrera de John y preservar su intelecto —recordaría posteriormente una amiga de Alicia—. Por su propio interés, quería conservar intacto a Nash. [Alicia] fue extremadamente tenaz.[10]

Hasta el episodio de Roanoke, Alicia no había confiado el caso a nadie, pero, después de aquello, consultó a un psiquiatra del departamento médico del MIT, el doctor Haskell Schell.[11] También le pidió a Emma que fueran a comer juntas unas cuantas veces y, aunque a regañadientes y ocultando muchas cosas, le contó a su amiga parte de lo que había estado ocurriendo desde hacía un tiempo.

Inicialmente, a Alicia le pareció que el psiquiatra tenía más interés por hacerle preguntas —sobre su educación, su matrimonio, su vida sexual— que por ofrecerle consejos prácticos sobre la forma de afrontar el problema.

—Al principio Alicia confió en ellos porque pertenecían al MIT pero aquélla era una época de auge freudiano: el departamento de psiquiatría era partidario extremo de la teoría freudiana, y pretendían tratar a Alicia según sus preceptos, mientras que ella quería ayuda práctica. —Emma prosigue—: Le hicieron muchas preguntas, y ella se impacientó enormemente. Nash amenazaba con irse a Europa, sacar todo el dinero del banco y poner en marcha una organización internacional. Alicia consultó la legislación y descubrió que era posible internar a alguien por un período limitado con la firma de dos psiquiatras y que, para hacerlo durante más tiempo, se requería una audiencia ante un tribunal.[12]

Emma trabajaba con Jerome Lettvin, un antiguo psiquiatra que por aquel entonces se dedicaba a la investigación sobre neurofisiología en el MIT, y le preguntó qué debía hacer su amiga. El resultado fue que Alicia se encontró con consejos completamente contradictorios: por un lado, Lettvin le insistía, a través de Emma, en que considerara la posibilidad de realizar un tratamiento de choque, ya que, según la propia Emma, «Lettvin era del parecer que, cuando alguien sufría delirios, lo mejor era someterlo cuanto antes a un tratamiento de choque para curarlo»; por otro lado, Schell recomendaba que Nash acudiera al Hospital McLean, una institución marcadamente freudiana que evitaba los tratamientos de choque y prefería el psicoanálisis y los nuevos fármacos antipsicóticos como la toracina. Alicia rechazó la idea de un tratamiento de choque, ya que «le preocupaba mucho preservar la genialidad de Nash», según afirmaría Emma en 1997:

—No quería imponerle nada y tampoco quería que nada interfiriera en su cerebro: nada de drogas, nada de tratamientos de choque.[13]

En enero el departamento votó el nombramiento de Nash como profesor titular y, pocas semanas después, Martin, que a aquellas alturas ya era consciente de que Nash sufría alguna clase de «crisis nerviosa», decidió eximirlo de sus obligaciones docentes durante el siguiente semestre.[14] Aunque afligida porque la universidad había descubierto los problemas de Nash, Alicia se sintió enormemente aliviada, pues confiaba en que aquel cambio aligeraría algunas de las presiones que agobiaban a su marido y que éste mejoraría de forma espontánea.

En cualquier caso, le resultaba difícil tomar alguna decisión, porque con frecuencia John parecía bastante normal; el carácter intermitente de los síntomas también convenció a algunos de sus colegas y estudiantes de doctorado de que no sucedía nada grave. Gian-Carlo Rota recuerda que la personalidad de Nash «no parecía muy distinta» de la habitual, aunque «sus matemáticas habían dejado de tener sentido».[15] Algunos días todo parecía que era como había sido siempre y, hasta que llegaba el siguiente acceso de comportamiento estrafalario, Alicia se preguntaba si había exagerado, si se había alarmado innecesariamente y si sus juicios habían sido precipitados.

A mediados de marzo, dos semanas después del desastroso viaje a Nueva York en el que había pronunciado su conferencia sobre la hipótesis de Riemann, Nash escribió cartas tranquilizadoras a su familia: «Mi charla de Nueva York fue razonablemente bien», escribió a Virginia el 12 de marzo, al mismo tiempo que insistía en que acudiera a visitarlos a Boston.[16] Ese mismo día escribió también a Martha una larga carta en la cual se quejaba de que se aburría: «Desde que se quedó embarazada, a Alicia no le apetece salir: se divierte con la televisión y las revistas de cine, y esas cosas tienden a aburrirme, porque son de un nivel demasiado bajo».[17]

Sin embargo, aquellos períodos de lucidez y calma pronto dejaron paso a una erupción que posteriormente Alicia compararía con un «tornado».[18] El episodio que la convenció de que no tenía otra elección que buscar un tratamiento para Nash sucedió en torno a Pascua, cuando Nash se fue en su Mercedes a Washington, D.C., donde, al parecer, pretendía remitir cartas a los gobiernos extranjeros por el procedimiento de dejarlas en los buzones de las embajadas.[19] En aquella ocasión, Alicia lo acompañó y, antes de salir, llamó a su amiga Emma y le pidió que, en el caso de que no hubieran vuelto al cabo de aproximadamente una semana, se pusiera en contacto con el psiquiatra de la universidad. En 1997, Emma relataría que Alicia tenía miedo de que John pudiera hacerle daño, aunque, curiosamente, por lo menos según el recuerdo de Emma, estaba menos preocupada por sí misma que por él:

—Quería que el mundo supiera que Nash estaba loco. Sufría por él y temía qué, si ella sufría algún daño, lo trataran como un vulgar criminal; por eso quería que todo el mundo supiera que estaba perturbado.[20]

Cuando Emma llamó a Schell, éste se negó a ponerse al teléfono y ordenó a una enfermera que le dijera que «el doctor Schell no habla de sus pacientes».

—En los Laboratorios Lincoln me interrogaron sobre Alicia. Me preguntaron si tenía miedo de su marido, pero les dije que no, que sencillamente él estaba muy enfermo —añade Emma.[21]

Al contrario de lo que indicaban las impresiones de Emma en aquel momento, Alicia estaba asustada, aunque se las arregló para ocultar su temor a casi todo el mundo; sin embargo, Paul Cohen recuerda que «tenía miedo de él».[22] Pocas semanas más tarde, Alicia le diría a Gertrude Moser, que había cuestionado su decisión de internar a Nash, que «había ocurrido algo en plena noche y ella tenía que protegerse a sí misma y al bebé», según cuenta la propia Gertrude.[23] Fue el temor por su propia seguridad, así como la advertencia de su psiquiatra de que la salud mental de John seguiría deteriorándose si no recibía tratamiento, lo que la indujo a pensar en el internamiento, por lo menos con fines de observación. Sin embargo, quiso ocultar lo que él consideraría, inevitablemente, como un acto de traición, y por ello recurrió a su suegra y le pidió que acudiera a Boston.

George Whitehead, uno de los colegas de Nash, se había trasladado temporalmente a Princeton con su esposa Kay, pero a mediados de abril, siguiendo lo que ya constituía un ritual anual, fueron a Boston para que su coche, aún matriculado en Massachusetts, pasara la inspección. Aquella noche acudieron a una fiesta que se celebraba en casa de Oscar Goldman, en Concord, y en la cual se hallaban la mayoría de los miembros del departamento de matemáticas del MIT. En 1995, Kay relataría:

—La noticia del día era: «Mañana Alicia hará internar a John». Evidentemente, se habló mucho de aquello.[24]