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LA FÁBRICA DE BOMBAS
¿Qué tiene de malo ser un solitario y un innovador? ¿No es algo magnífico? Sin embargo, [el genio solitario] tiene los mismos deseos que el resto de las personas. Si se hallara de nuevo en el instituto, dedicándose a hacer trabajos de ciencias, todo iría de maravilla, pero sí está demasiado aislado y sufre una decepción importante, se asusta, y el miedo puede precipitar la depresión.
PAUL HOWARD, Hospital McLean
Jürgen Moser se había incorporado al profesorado del MIT en otoño de 1957 y vivía con su esposa Gertrude y su hijastro Richy en una diminuta casa de alquiler situada en Needham, al oeste de Boston, cerca del Colegio Universitario de Wellesley. En aquella época, Needham era una zona más extraurbana que suburbana y seguía siendo un lugar predominantemente rural donde resultaba delicioso pasear a pie o en barca y contemplar las estrellas, actividades a las cuales Moser, un enamorado de la naturaleza, tenía gran afición. Todos los días de octubre y noviembre de aquel año, al atardecer, Moser salía fuera con Richy —que entonces contaba once años— y ambos subían a lo alto de un gran montón de tierra que había detrás de su casa y esperaban a que el Sputnik —un diminuto punto plateado que reflejaba los últimos rayos del sol— pasara lentamente sobre Boston;[1] como Moser había calculado la órbita exacta del satélite, casi siempre sabía cuándo aparecería en el horizonte.
Muy a menudo seguía pensando en su conversación vespertina con Nash, que acudía a Needham con frecuencia. A pesar de que sus temperamentos eran muy diferentes, John y Moser se profesaban un gran respeto mutuo: Moser, que creía que el teorema de Nash sobre las funciones implícitas se podía generalizar y aplicarse a la mecánica celeste, estaba deseoso de aprender más cosas sobre el pensamiento de aquél; a su vez, John estaba interesado en las ideas de Moser sobre las ecuaciones no lineales. En 1996 Richard Emery diría:
—Recuerdo que Nash formaba parte de nuestra vida: solía venir a casa y hablar con Jürgen; caminaban juntos y hablaban, y también pasaban parte del tiempo en el estudio. Estaban extraordinariamente concentrados y no podía haber interrupciones: una interrupción era un pecado absoluto, una falta de la máxima gravedad que provocaba verdadera ira. Los encuentros entre Jürgen y Nash eran muy intensos. Yo tenía que estar siempre callado.[2]
Cuando, a finales de aquel verano, Nash y Alicia regresaron a Cambridge, tuvieron algunas dificultades para encontrar piso, aunque finalmente lo lograron;[3] pagaban el alquiler a medias, ya que habían decidido no juntar sus ingresos.[4] Alicia encontró trabajo como física investigadora en la Technical Operations, una de las pequeñas empresas de alta tecnología que estaban surgiendo a lo largo de la carretera 128,[5] y también se inscribió en un curso sobre teoría cuántica que impartía J. C. Slater.
Rápidamente se habituaron a los placenteros rituales privados y públicos de una pareja de académicos recién casados. Alicia casi nunca cocinaba: al acabar el trabajo se reunía con su marido en el campus, cenaban con uno o varios de los amigos matemáticos de John, y a menudo dedicaban la velada a asistir a una conferencia, un concierto o alguna reunión social.[6] Alicia se encargaba de que siempre estuvieran rodeados de gente agradable, a veces viejos amigos de universidad de Nash —entre ellos, Mattuck y Bricker—, en otras ocasiones Emma Duchane y su acompañante de aquella época y, cada vez más, jóvenes parejas como ellos: los Moser, los Minsky, Hartley Rogers y su esposa Adrienne, y Gian-Carlo Rota y su mujer Terry.
Cuando estaban en compañía, Nash hablaba con los matemáticos y Alicia con las esposas de aquéllos o con Emma; sin embargo, la atención de Alicia siempre se concentraba en su marido, en lo que decía, en el aspecto que tenía o en las reacciones de los demás ante él, y también John parecía estar siempre pendiente de ella, aun en los momentos en que aparentaba ignorarla. El hecho de que Nash no fuera especialmente amable ni generoso con Alicia tenía, para ella, menos importancia que su personalidad interesante y su imprevisibilidad.
Nash siguió trabajando en el problema que había resuelto el año anterior en el Courant, pues en la demostración persistían algunas lagunas y el texto que había empezado a redactar, en el cual pretendía exponer toda la investigación que había llevado a cabo, era aún un simple borrador.[7] Según contaría en 1996 un colega de Nash, «era como si fuera un compositor que puede oír la música pero no sabe exactamente cómo escribirla o cómo orquestarla».[8] Fue necesario invertir casi todo aquel año y un notable esfuerzo colectivo para que el producto resultante —que algunos matemáticos consideran el trabajo más importante de Nash— estuviera preparado para presentarlo a una revista.
Para completarlo, Nash se aproximó más de lo que lo había hecho o lo haría jamás a la colaboración activa con otros matemáticos.
—Era como construir la bomba atómica —dice Lennart Carleson, un joven profesor de la Universidad de Uppsala que pasaba aquel trimestre en el MIT—. Eran los inicios de la teoría no lineal. Fue muy difícil.[9]
Nash solicitaba información, planteaba preguntas, especulaba en voz alta, trataba de buscar nuevas ideas y, al cabo del día, lograba que una docena de matemáticos de Cambridge se hubieran interesado lo suficiente por su problema para dejar de lado sus propias investigaciones durante el tiempo necesario para resolver pequeñas piezas del rompecabezas de Nash.
—Era una especie de fábrica —dice Carleson, que contribuyó al texto de Nash con un pequeño y elegante teorema sobre la entropía—. No nos contaba lo que estaba buscando ni cuál era su grandioso proyecto; resultó divertido ver la forma en que consiguió que todos aquellos individuos con grandes egos colaboráramos.[10]
Además de Moser y Carleson, Nash también recurrió a Eli Stein, a la sazón profesor auxiliar del MIT y actualmente profesor de matemáticas en la Universidad de Princeton:
—No le interesaba lo que yo estuviera haciendo —asegura Stein—. Me decía: «Eres analista, así que esto debería interesarte».[11]
A Stein le fascinaba el entusiasmo de Nash y su inagotable fuente de ideas.
—Éramos como dos seguidores de los Yankees que se reúnen para hablar de grandes partidos y grandes jugadores —confiesa Stein—; resultaba muy emocionante. Nash sabía exactamente lo que quería hacer y, gracias a su impresionante intuición, se daba cuenta de que determinadas cosas tenían que ser ciertas. Entraba en mi despacho y decía: «esta desigualdad tiene que ser cierta». Sus argumentos eran verosímiles, pero no tenía pruebas de las premisas concretas, que eran las piezas para construir la demostración principal.[12]
Nash desafió a Stein a que demostrara aquellas premisas.
—No se pueden aceptar argumentos basados en la verosimilitud —diría Stein en 1995—. Si uno construye un edificio basado en una proposición verosímil tras otra, es muy posible que el conjunto se derrumbe al cabo de unos pocos pasos. Sin embargo, él sabía que no se derrumbaría, y no lo hizo.[13]
Así pues, el trigésimo año de Nash parecía inmejorable: había obtenido un éxito importante, era objeto de una adulación y una celebridad como nunca antes había logrado,[14] la revista Fortune iba a presentarlo como una de las jóvenes estrellas más brillantes de su disciplina en una inminente serie dedicada a las «nuevas matemáticas»[15] y había regresado a Cambridge convertido en un hombre casado con una bella mujer que lo adoraba. A veces, sin embargo, su buena suerte parecía no hacer otra cosa que resaltar la distancia que mediaba entre sus ambiciones y lo que había conseguido y, en cualquier caso, se sentía más frustrado e insatisfecho que nunca. Había concebido esperanzas de que le ofrecieran un puesto en Harvard o Princeton,[16] pero, por el momento, seguía sin ser ni profesor titular ni tampoco un profesional a tiempo completo del MIT. Había confiado en que sus últimos resultados, junto con la oferta que le había hecho el Courant, convencerían al departamento de concederle ambas cosas aquel invierno;[17] en realidad, conseguirlas en sólo cinco años habría sido insólito, pero Nash consideraba que era lo mínimo que se merecía.[18] Sin embargo, Martin ya le había dejado claro que no quería proponerlo tan pronto para la promoción, ya que su candidatura era conflictiva, igual que lo había sido su nombramiento inicial:[19] había en el departamento cierto número de personas que consideraban que era un mal profesor y un colega todavía peor, y Martin creía que los argumentos en favor de Nash serían más sólidos una vez se hubiera publicado la versión completa del artículo sobre las ecuaciones parabólicas. Nash, sin embargo, estaba furioso.
Por otra parte, seguía obsesionado con la decepción que para él supuso el descubrimiento de De Giorgi. El verdadero golpe que comportó saber que el italiano le había ganado por la mano no consistió simplemente en tener que compartir el mérito de su monumental descubrimiento, sino la convicción profunda de que la aparición repentina de un coinventor le haría perder la oportunidad de conseguir lo que más codiciaba: la medalla Fields.
Cuarenta años más tarde, después de haber ganado el Nobel, Nash se referiría, en su nota autobiográfica y con su estilo elíptico habitual, a sus esperanzas defraudadas:
Parece concebible que si uno de los dos —De Giorgi o Nash— hubiera fracasado en su modo de abordar el problema (las estimaciones a priori sobre la continuidad de Holder), el escalador solitario que hubiera alcanzado la cima habría recibido la medalla Fields de matemáticas (que tradicionalmente se concede sólo a personas de menos de cuarenta años).[20]
La siguiente medalla Fields se iba a conceder en agosto de 1958, y todo el mundo sabía que hacía mucho tiempo que las deliberaciones estaban en curso.
Para comprender la profundidad de la decepción de Nash, es preciso saber que la medalla Fields equivale al Nobel de Matemáticas y es la máxima distinción que un matemático puede recibir de sus colegas, el trofeo de los trofeos.[21] No existe un premio Nobel de Matemáticas, y los descubrimientos matemáticos, por más importantes que puedan resultar para disciplinas que sí disponen de ese premio —como la física o la economía—, no permiten, por sí mismos, acceder a un Nobel. En cualquier caso, la medalla Fields es más rara que el Nobel: en la década de los cincuenta y a principios de los sesenta, se concedía una vez cada cuatro años y, normalmente, a un máximo de dos personas al mismo tiempo, mientras que los Nobel se conceden anualmente y los pueden llegar a compartir hasta tres ganadores. La tradición exige que los premiados con la medalla Fields tengan menos de cuarenta años, lo cual constituye una práctica destinada a respetar el espíritu de los estatutos del premio, que estipulan que el objetivo del mismo es «alentar a los jóvenes matemáticos» y estimular «el trabajo futuro».[22] El incentivo, dicho sea de paso, es de carácter intangible, pues la cantidad de dinero que acompaña a la medalla, contrariamente a lo que sucede con el Nobel, es insignificante: tan sólo unos centenares de dólares; sin embargo, si se tiene en cuenta que recibir la medalla Fields cuando uno está a mitad de su carrera profesional equivale a hacerse con un billete de acceso instantáneo a cátedras en las mejores universidades, a generosos fondos de investigación y a sueldos de fábula, la supuesta desventaja resulta más aparente que real.
La administración del premio corresponde a la Unión Matemática Internacional, la misma institución que organiza los congresos mundiales de matemáticas que se celebran cada cuatro años, y la selección de los premiados con la medalla Fields es, en palabras de una persona que ocupó hace poco tiempo la presidencia de la organización, «una de las tareas más importantes y una de las responsabilidades más duras»;[23] al igual que las deliberaciones del Nobel, el proceso de selección de la medalla Fields está envuelto en el máximo secreto.
El jurado de 1958, compuesto por siete miembros, estaba presidido por Heinz Hopf —un geómetra de Zurich, pulcro, genial y aficionado a los puros, que había mostrado gran interés por el teorema de Nash sobre la inmersión— e incluía a otro destacado matemático alemán, Kurt Friedrichs, que anteriormente había trabajado en la Universidad de Göttingen y en aquella época estaba en el Courant.[24] Las deliberaciones comenzaron a fines de 1955 y concluyeron a principios de 1958; en mayo, y en el más estricto secreto, se informó a los premiados, que recibieron públicamente sus medallas en el congreso de Edimburgo de agosto de aquel mismo año.
En las deliberaciones para la concesión de premios intervienen siempre elementos azarosos, de los cuales el más importante es la composición del jurado; como dice un matemático que formó parte del comité de una edición posterior de la medalla Fields, refiriéndose a los miembros de dicho organismo, «no son universalistas, sino negociadores».[25] En 1958, el total de candidatos era de treinta y seis, según explicó Hopf en su intervención en la ceremonia de entrega de los premios, pero no había más que cinco o seis que tuvieran posibilidades reales.[26] Aquel año las deliberaciones fueron extraordinariamente conflictivas y la concesión de los premios, que finalmente correspondieron a René Thom, un especialista en topología, y a Klaus F. Roth, un teórico de los números, se acordó por el ajustado margen de cuatro a tres en la votación.[27] «En aquella decisión se mezclaron muchos intereses políticos», según ha explicado recientemente una persona que vivió de cerca las deliberaciones.[28] Roth tenía la medalla prácticamente asegurada, pues había resuelto un problema fundamental de la teoría de los números en el cual había trabajado, al principio de su carrera, el miembro de más edad del comité, Cari Ludwig Siegel. «La cuestión a dirimir estaba entre Thom y Nash», explica Moser, a quien varios de los participantes en las deliberaciones informaron del curso de las mismas.[29]
—Friedrich se batió con todas sus fuerzas en favor de Nash, pero no tuvo éxito —cuenta Lax, que había sido alumno de Friedrich y oyó su relato de las deliberaciones—: Se quedó trastornado; cuando lo recuerdo, pienso que él debería de haber insistido en que se concediera una tercera medalla.[30]
Es posible que Nash cayera en la última ronda. Su trabajo sobre las ecuaciones diferenciales con derivadas parciales, que Friedrichs seguramente ya conocía, aún no se había publicado ni verificado adecuadamente, y además su autor era un inconformista, lo cual, en opinión de una persona cercana a las deliberaciones, «podría haberlo perjudicado».
—Nash no seguía las reglas establecidas, no le importaban —explica Moser—. No le daba miedo tomar la iniciativa y trabajar a su manera, y había quienes no veían con muy buenos ojos aquella actitud.[31] Por otra parte, en aquella época no resultaba muy urgente reconocer los méritos de Nash, que sólo tenía veintinueve años.
Nadie sabía, por supuesto, que la de 1958 iba a ser la última oportunidad de Nash:
—En 1962 ya no era concebible proponer a Nash para una medalla Fields —ha comentado recientemente Moser—. No se la habrían concedido en ningún caso. Estoy convencido de que ya nadie pensaba siquiera en él.[32]