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TORRE DEL SILENCIO
Hospital Estatal de Trenton, 1961
Situado en medio del paisaje más hermoso del valle del Delaware, combina todas las influencias que pueden ofrecer el arte y el talento humanos para cuidar, aliviar y restablecer los intelectos errantes acogidos en su seno.
Primer informe anual del
Asilo para Lunáticos del Estado
de Nueva Jersey, 1848
Es como si me hubieran dejado para que me pudriera en una de las Torres del Silencio, con buitres antiprometeicos que me devoran los órganos vitales.
JOHN NASH, 1967
A fines de enero, diez meses después de que Nash volviera de París, una envejecida Virginia Nash y su hija Martha tomaron un tren en Roanoke y viajaron durante todo el día en dirección al norte para llegar a Princeton ya muy entrada la tarde.[1] La última vez que habían hecho aquel viaje juntas había sido diez años atrás, para asistir a la graduación de Johnny, y el contraste entre ambos desplazamientos estaba muy presente en las mentes de ambas. Cuando bajaron del tren, llorosas y cansadas, John Milnor, que ya era profesor titular del departamento de matemáticas de Princeton, las estaba esperando. Ya casi había oscurecido y empezaba a nevar ligeramente. Después de intercambiar unas palabras incómodas con ellas, Milnor les mostró su coche, les dio las llaves y les indicó la forma de llegar a West Trenton.
Martha se puso al volante y las dos mujeres, en silencio, tomaron la carretera 1, mientras el coche resbalaba y daba ligeros bandazos a causa de la delgada capa de hielo que cubría la calzada; casi agradecían aquella distracción, aterrorizadas como estaban por lo que les esperaba. Johnny ya estaba en el Hospital Estatal de Trenton. A primera hora del día, la policía se había hecho cargo de él y lo había llevado al Hospital de Princeton —un pequeño centro sanitario general—, desde donde lo trasladaron en ambulancia hasta el de Trenton. Ahora, Virginia y Martha iban a hablar con los médicos, a firmar los formularios correspondientes y, si era posible, a ver a Johnny; luego se reunirían con Alicia, en cuyo piso iban a alojarse.
Llenas de dudas y remordimientos, pensaban que no les quedaba mucha más elección que acceder a otro internamiento. Hacía semanas que se había quebrado cualquier esperanza que hubieran podido concebir de que la situación de Johnny mejoraría al establecerse en Princeton, en un entorno familiar y rodeado de antiguos conocidos del mundo de las matemáticas. Las llamadas de Alicia se habían vuelto cada vez más frenéticas, y el psiquiatra con quien estaba en contacto había tratado, sin éxito, de convencer a Johnny de que fuera al hospital de forma voluntaria; Nash se opuso frontalmente a la idea y, finalmente, las tres mujeres acordaron que no había otra opción: tendría que ir a la fuerza.
Además, esta vez no se trataba de un hospital privado, pues, según explicaría Martha en 1995, «al principio, habíamos pensado que treinta días en el McLean bastarían para que se recuperara, pero ahora sabíamos que no había soluciones a corto plazo, y temíamos que la enfermedad de Johnny agotara los ahorros de mamá: no podíamos permitirnos un hospital privado».[2]
A la luz de la luna y rodeado de la nieve recién caída, el edificio de piedra gris, con su cúpula de mármol blanco, sus altas columnas, y situado en lo alto de una agradable pendiente boscosa, tenía un aspecto tranquilizador, sólido y respetable. Las instituciones como el Hospital Estatal de Trenton debían su existencia a los mismos movimientos de reforma que, durante el siglo XIX, se opusieron a la esclavitud y propugnaron el sufragio femenino;[3] concretamente, muchas de ellas la debían a los esfuerzos de Dorothea Dix, una seguidora de la confesión unitaria, resuelta y vehemente, que convirtió la espantosa situación de los perturbados —condenados a estar en hospicios, en cárceles o por las calles— en el objeto de la cruzada de su vida.[4]
Como sucedió con todas aquellas instituciones, la evolución de Trenton no tuvo mucho que ver con la que había previsto su fundadora y, en particular, el hospital se vio pronto desbordado por la cantidad de personas que —por sus propios medios o a instancias de sus familias— buscaban refugio en él. En 1961 había casi dos mil quinientos pacientes, una cifra que multiplicaba por diez la de un hospital privado como el McLean. El equipo médico era muy reducido y estaba formado, en su mayoría, por jóvenes residentes extranjeros: por ejemplo, de los seiscientos pacientes del llamado hospital Oeste se encargaba un grupo de seis psiquiatras, mientras que para los quinientos pacientes del anexo, que eran principalmente seniles o epilépticos, había un solo médico. La presencia de una gran cantidad de pacientes crónicos hacía menos evidente el hecho de que la mayoría de pacientes que llegaban a Trenton permanecían allí durante un tiempo relativamente breve, quizá unos tres meses.
—La verdad es que no estábamos cerca de los pacientes —explica el doctor Peter Baumecker, que durante la estancia de Nash trabajaba en la unidad de insulina del hospital y en el pabellón de rehabilitación—. Recuerdo personalmente a muy pocos de ellos. Hubo uno que le sacó un ojo a otro, y había otro que había perdido un ojo cuando la policía le golpeó después de que matara a su padre. Pero esas cosas eran muy excepcionales.[5] —Y añade—: Había salas mejores y otras peores. Trenton no era tan elegante como otros sitios; en realidad, era un lugar de mala muerte, pero recuerdo que había mucho calor humano, mucho cariño, y ayudamos a una enorme cantidad de personas.[6]
Posteriormente Nash recordaría, con gran amargura, el hecho de que en Trenton le asignaron un número, como si fuera un presidiario.[7] Compartir habitación con treinta o cuarenta personas, estar obligado a llevar ropa que no es la propia y no tener ningún lugar, ni una simple taquilla, donde guardar las pertenencias, ni siquiera el jabón o la crema de afeitar, constituye una experiencia que pocas personas son capaces de imaginar. Sin embargo, ésa es la forma en que vivió Nash —un hombre que ansiaba, a causa de su propia naturaleza y de la de su enfermedad, estar solo y poder moverse— durante los seis meses siguientes, rodeado de extraños. Si había tenido miedo del servicio militar, ¿qué debió de representar aquello para él?
Lo llevaron a la sala de acogida de hombres, llamada Payton Uno, que se encontraba en la planta baja del pabellón Payton, a la derecha del edificio principal de administración. En aquel momento, Baumecker era el responsable de las admisiones y se encargó de la entrevista inicial:
—Nash era paciente mío —dice— y yo no le gustaba porque mi nombre empezaba por B; tenía algo contra la letra B.[8]
La entrevista de acogida tuvo lugar en una reducida sala provista de una cama plegable, un par de sillas, un escritorio y una pequeña ventana, y Baumecker le formuló a Nash las preguntas habituales, como «¿Oye usted voces?». Trataba de averiguar si Nash sufría delirios y si éstos eran complejos, y observaba su expresión para comprobar si las emociones que mostraba se adecuaban a lo que decía. Al parecer, Nash había centrado su atención en el secuestro de un trasatlántico portugués, el Santa María, que se había producido aquella semana frente a la costa de Caracas, así como en los intentos de los autores de la acción —que resultaron ser opositores a la dictadura de Salazar— de obtener asilo político en Brasil. Nash tenía su propia teoría sobre el asunto.[9]
A la mañana siguiente, el «caso» de Nash fue presentado ante el equipo médico y un grupo de residentes entrevistó al paciente, a quien se le realizó un diagnóstico provisional, a partir del cual se decidió el tratamiento y se le asignó un psiquiatra.
Uno terminaba en Trenton si no tenía dinero o un seguro, o bien si estaba demasiado enfermo para que una institución privada se hiciera cargo de él. Vista retrospectivamente, la decisión de internar a Nash en un centro estatal atestado de pacientes y con una dotación presupuestaria y un equipo médico tan escasos resulta desconcertante, ya que Alicia disponía, por lo menos, de la cobertura de algún seguro gracias a su puesto en la RCA y, con toda probabilidad, Virginia, por más preocupada que estuviera ante la posibilidad de que el tratamiento de su hijo mermara sus ahorros, podía asumir el pago de algún tipo de asistencia privada. Ciertamente, Martha y Virginia tenían sus recelos:
—Fuimos a hablar con ellos, a rogarles que tuvieran bien presente el caso de John y que le prestaran especial atención. Era la primera vez en su vida que estaba en un hospital estatal —dice Martha.[10]
John Danskin cuenta:
—Me enteré de que estaba en Trenton y llamé a su familia para decirles que, por el amor de Dios, hicieran algo. Fui hasta allí porque quería saber qué diablos ocurría y quedé escandalizado: no lo trataban de forma brutal, pero sí con bastante desconsideración, y el celador insistía en llamarlo «Johnny». Les dije a todos: «Éste es el legendario John Nash». Él estaba bien, y no me dio ninguna muestra de que no se hallara en su sano juicio. Yo pensaba constantemente: «Dios mío, ¿cómo van a averiguar estos medicuchos qué es lo que no funciona en la mente de un genio?». Me ofendían.[11]
Las noticias del internamiento de Nash en un hospital estatal se difundieron rápidamente por Princeton, y la idea de que un genio como él estuviera encerrado en un centro público de conocida mala fama por su exceso de pacientes y sus tratamientos médicos agresivos —que incluían el uso de drogas, electrochoques y la terapia del coma insulínico— impresionó profundamente a personas como Robert Winters, un economista formado en Harvard que era, a la sazón, gerente del departamento de física y tenía amistad con Al Tucker y Don Spencer.[12] Winters se puso en contacto con Joseph Tobin, consultor psiquiátrico del Instituto de Estudios Avanzados y director del Instituto Neuropsiquiátrico de Hopewell, a pocos kilómetros de Princeton; lo llamó a fines de enero y le dijo:
—Es una cuestión de interés nacional hacer todo lo posible para restablecer la personalidad original y productiva del profesor Nash.[13].
Tobin le sugirió que se pusiera en contacto con Harold Magee, que en aquella época era el director médico del Trenton, Winters siguió su consejo y obtuvo de Magee plenas garantías, según le escribiría luego a Tobin, de que «en el hospital estatal se realizaría un estudio completo de la situación del doctor Nash antes de iniciar ningún tratamiento».[14]
En realidad, aquello era esperar demasiado, pues, como diría el escritor beat neoyorquino Seymour Krim en el texto «The Insanity Bit», que trata sobre sus propias experiencias en hospitales psiquiátricos, el trabajo «en una fábrica de locos está determinado por las matemáticas: hay que encontrar el denominador común de clasificación y tratamiento para manejar los heterogéneos batallones humanos que desfilan ante el escritorio [del psiquiatra] con grandes trompetas resonando en sus mentes».[15]
Inmediatamente después de que Magee hiciera sus promesas, o incluso antes, Nash fue trasladado del edifico Payton a la sala Dix Uno, que era la unidad de insulina.[16] Ehrlich, el psiquiatra del Hospital de Princeton que había recomendado el Hospital Estatal de Trenton, estaba convencido de que a Nash le resultarían beneficiosos los tratamientos que se aplicaban en aquella institución.[17] No está claro si Alicia, Virginia o Martha dieron su consentimiento explícito a la terapia del coma insulínico.
—No recuerdo si los familiares tenían que dar su autorización más allá del internamiento —dice Baumecker—. En aquella época se podía hacer casi cualquier cosa sin preguntar a nadie.[18]
Sin embargo, Martha sí recuerda haber sido, por lo menos, consultada:
—Era una decisión drástica. Recelábamos enormemente de cualquier cosa que pudiera afectar a sus capacidades mentales, y hablamos de ello con los médicos.[19]
La unidad de insulina era la sección de elite del Hospital Estatal de Trenton[20] y comprendía dos salas separadas, una con veintidós camas para hombres y otra con veintidós para mujeres;[21] Danskin explicaría posteriormente que parecía «el interior del túnel Lincoln».[22] El responsable de la unidad contaba con todas las atenciones y el apoyo de los directivos del hospital, y la sección disponía de un número de médicos superior al de las demás, así como del personal de enfermería más experto y el mobiliario de mejor calidad. Sólo se enviaba allí a los pacientes jóvenes y que gozaban de buena salud física; la dieta, el tratamiento y las actividades de recreo eran especiales.
—Se les proporcionaba lo mejor que el hospital podía ofrecer —dice Robert Garber, que fue miembro del equipo psiquiátrico del Trenton a principios de los años cuarenta y, posteriormente, presidente de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana. Garber añade—: Los pacientes sometidos a terapia insulínica recibían un montón de cuidados y atenciones. A los ojos de las familias, el tratamiento causaba un gran efecto: los parientes quedaban impresionados.[23]
Durante las seis semanas siguientes, cinco días por semana, Nash fue sometido al tratamiento de insulina.[24] A primera hora de la mañana, una enfermera lo despertaba y le administraba una inyección de insulina; a las ocho y media, cuando Baumecker llegaba a la sala, el nivel de azúcar de la sangre de Nash ya había descendido vertiginosamente, y el paciente estaba amodorrado, apenas consciente de lo que le rodeaba y quizá delirando y hablando solo. Había una mujer que solía gritar constantemente: «Salta al lago, salta al lago».
Hacia las nueve y media o las diez, Nash se hallaba ya en coma y se sumía cada vez más en la inconsciencia, hasta que, llegado a cierto punto, su cuerpo se volvía tan rígido como si estuviera congelado y los dedos se le crispaban. En aquel momento, una enfermera le hacía pasar un delgado tubo de goma a través de la nariz y el esófago y se le administraba una solución de glucosa; si era necesario, esa operación se podía realizar por vía intravenosa. Luego se iba despertando, lenta y dolorosamente, rodeado de enfermeras que lo observaban. A las once de la mañana ya volvía a estar consciente y, por la tarde, salía junto al resto del grupo a realizar actividades de terapia ocupacional, mientras las enfermeras llevaban zumo de naranja por si alguien se desmayaba.
Con mucha frecuencia, durante el estado de coma, los pacientes cuyos niveles de azúcar en la sangre descendían excesivamente sufrían crisis y se golpeaban o se mordían la lengua, y las roturas de los huesos estaban a la orden del día. Algunos pacientes no salían del coma:
—Perdimos a un joven —recuerda Baumecker— y todos nos alarmamos mucho. Consultamos con expertos e hicimos todo lo posible para evitar que se repitiera. A veces la temperatura de los pacientes subía mucho y teníamos que cubrirlos de hielo.[25]
Resulta difícil acceder a buenos relatos de primera mano de la experiencia, en parte porque el tratamiento destruye grandes bloques de memoria reciente. Posteriormente, Nash describiría la terapia insulínica como «una tortura» y, durante muchos años, se mostró resentido ante el hecho de que se la hubieran aplicado. A veces, en las cartas, ponía como dirección del remitente «Instituto, de la Insulina».[26] Un indicio de lo desagradable que resultaba el tratamiento lo proporciona el relato de otro paciente:
Atravesar las primeras capas embotadas de conciencia […] el olor a lana fresca […] me hacen regresar cada día, uno tras otro, de la nada. Las náuseas, el sabor a sangre en la boca, la lengua áspera: hoy se me debe de haber soltado la mordaza. El dolor indefinido en la cabeza […] ésa fue mi rutina ininterrumpida durante tres meses […] retrospectivamente, apenas nada queda claro, excepto la agonía del emerger cada día de aquella conmoción.[27]
El tratamiento de los pacientes esquizofrénicos mediante el coma insulínico se debe a Manfred Sackel, un médico vienés que lo ideó durante los años veinte y lo empleó en pacientes con trastornos psicóticos, y especialmente en esquizofrénicos, a mediados de los treinta.[28] Se basaba en la idea de que, si se privaba al cerebro de azúcar, que es lo que lo mantiene en funcionamiento, las células que trabajaban de forma defectuosa morirían: sería algo parecido a los tratamientos de radioterapia para el cáncer. Algunos médicos que lo utilizaban en la década de los cincuenta, cuando ya se empezaba a disponer de las primeras drogas antipsicóticas efectivas, sostenían que el choque insulínico daba mejores resultados que aquellos fármacos, especialmente en el tratamiento de los delirios.[29] Nadie comprendía exactamente el mecanismo, pero dos estudios a gran escala que se realizaron a finales de los años treinta mostraron que los resultados obtenidos con pacientes tratados con insulina eran mucho mejores y más duraderos que los de los sujetos que no habían seguido aquella terapia; sin embargo, las pruebas de la eficacia de la insulina distaban mucho de ser concluyentes.[30]
En cualquier caso, se trataba una práctica más arriesgada y laboriosa que el electrochoque y, hacia 1960, la mayoría de hospitales ya la habían ido eliminando por considerarla demasiado cara y peligrosa en comparación con aquél’, hablan llegado a la conclusión de que la Insulina no merecía la inversión de tiempo y dinero que requería ni los riesgos que comportaba.
Al cabo de seis semanas, se consideró que los tratamientos de insulina a los que se había sometido a Nash habían sido efectivos y se le trasladó a la sala seis, la llamada sala de rehabilitación o de libertad condicional.[31]
—Allí estaba la flor y nata de los pacientes —cuenta Baumecker—. Sólo había unas quince camas, mientras que en las otras secciones había treinta internos por sala. Los pacientes recibían atención individual, hacían salidas y se les permitía ir de visita a casa.[32]
Mientras estaba en la sala seis, Nash se puso a trabajar en un texto sobre dinámica de fluidos.
—Los pacientes se reían de él porque siempre estaba en las nubes —recuerda Baumecker—. Uno de ellos le dijo en una ocasión: «Profesor, déjeme que le enseñe cómo se usa una escoba».[33] Alicia lo visitaba todas las semanas y, a partir del momento en que lo autorizaron a realizar salidas, lo llevaba a los encuentros del grupo de bailes folclóricos y a comer al Swift’s Colonial Diner;[34] para John, aquél era el momento culminante de la semana.
Parecía estar experimentando una remisión y, sin duda, ya no constituía una amenaza para sí mismo ni para los demás. Baumecker recomendó que se le diera de alta, y según ha indicado recientemente, en contra de la creencia popular, «teníamos que dar de alta a la gente tan rápidamente como pudiéramos para hacer bajar el censo».[35] Nash recibió el alta el 15 de julio, un mes después de cumplir treinta y tres años.[36] Pocos meses después de que Nash saliera del Trenton, Baumecker llamó al Instituto de Estudios Avanzados y pidió hablar con Oppenheimer para preguntarle si la salud mental de Nash seguía siendo buena, a lo que Oppenheimer replicó:
—Eso es algo, doctor, que nadie en el mundo podría asegurar.[37]