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GENIO
Princeton, 1948-1949
Es bueno que no me haya dejado influir.
LUDWIG WITTGENSTEIN
Kai Lai Chung, un profesor auxiliar de matemáticas que había sobrevivido a los horrores de la conquista de su China natal por los japoneses, se sorprendió al ver entreabierta la puerta del salón de profesores.[1] En las raras ocasiones en que el recinto estaba abierto y no había nadie en su interior, a Kai Lai le gustaba detenerse brevemente en él: producía la sensación de una iglesia vacía, que ya no infundía respeto ni intimidaba como en las tardes en que se llenaba de lumbreras matemáticas, sino que era, simplemente, un hermoso santuario.
La luz del salón occidental se filtraba a través de los gruesos vitrales en los cuales había inscritas fórmulas: la ley de la gravedad de Newton, la teoría de la relatividad de Einstein o el principio de incertidumbre de la mecánica cuántica de Heisenberg. Al fondo, como si se tratara de un altar, había una imponente chimenea y, a un lado, se veía un relieve que representaba una mosca contemplando la paradoja de la cinta de Möbius; éste había dado media vuelta a una tira de papel y había pegado los extremos, con lo cual creó un objeto aparentemente imposible: una superficie con una sola cara. A Kai Lai le gustaba especialmente leer la fantasiosa inscripción que había sobre la chimenea, la expresión de la fe de Einstein en la ciencia: Der Herr Gott ist raffiniert aber Boshaft ist Er nicht, es decir, «el Señor es sutil pero no malicioso».[2]
Aquella mañana de otoño, cuando llegó al umbral de la puerta medio abierta, Kai Lai se detuvo abruptamente. A pocos metros de él, sobre la maciza mesa que presidía la sala y en medio de un mar de papeles, estaba tumbado un guapo joven de pelo oscuro, que yacía boca arriba y miraba fijamente al techo como si se encontrara al aire libre, en un prado y bajo un olmo, mirando al cielo a través de las hojas. Estaba relajado por completo, inmóvil, claramente absorto en sus pensamientos, con los brazos cruzados bajo la cabeza, y silbaba suavemente. Kai Lai reconoció inmediatamente aquel perfil característico: era el nuevo estudiante de doctorado que había venido de Virginia Occidental. Ligeramente escandalizado y también un poco desconcertado, Kai Lai se apartó de la puerta y se fue a toda prisa antes de que Nash pudiera verlo u oírlo.
Los estudiantes de primer curso de doctorado eran un grupo de personas extremadamente engreídas, pero Nash llamó inmediatamente la atención de todo el mundo porque era mucho más presuntuoso que los demás, y también más extravagante. Su apariencia contribuía a producir aquella impresión:[3] a los veinte años tenía un aspecto juvenil, quizá más de lo que correspondía a su edad, pero ya no era un muchacho torpe y desgarbado que parecía recién bajado de un tractor. Medía un metro ochenta y cinco y pesaba algo menos de ochenta kilos; tenía los hombros anchos, el pecho musculoso y la cintura fina. Poseía la complexión, si no el porte, de un atleta: «un cuerpo muy fuerte, muy masculino», según recuerda un compañero de doctorado. Además, según otro estudiante, era «bello como un dios»: la frente alta, las orejas ligeramente hacia afuera, la nariz característica, los labios carnosos y la pequeña barbilla le conferían el aspecto de un aristócrata inglés. El cabello le caía sobre la frente, y constantemente se lo estaba apartando; llevaba las uñas muy largas, lo cual atraía la atención sobre sus manos hermosas y más bien lánguidas y sus dedos largos y delicados. Hablaba con voz atiplada, en tono indiferente y con cadencia sureña, y tenía un deje ligeramente irónico; su modo de expresarse se caracterizaba por un toque aristocrático y de ornato que a los demás se les antojaba un poco afectado y, además, adoptaba un aire de cierta arrogancia y solía sonreír para sí mismo con aire de superioridad.
Desde el principio, su presencia a la hora del té fue muy notoria. Parecía que estaba impaciente por hacerse notar y que quería dejar claro que era más listo que cualquier otro de los presentes. Un compañero suyo, que había llegado a Princeton procedente del City College de Nueva York, recuerda que «tenía la costumbre de calificar de “trivial” cualquier cosa que uno no habría considerado así; se podía interpretar como un término despectivo». Nash solía acusar a la gente de parlotear: si alguien hablaba continuamente, parloteaba; una vez escribió «EL ÁLGEBRA ES PURO PARLOTEO» en una pizarra que otro estudiante, especializado en álgebra, tenía que hacer bajar en medio de una charla.
No dejaba escapar ninguna oportunidad para pavonearse de sus logros. Solía mencionar, sin que viniera a cuento, que ya antes de obtener la licenciatura había descubierto una demostración del teorema fundamental del álgebra de Gauss, uno de los grandes logros de las matemáticas del siglo XVIII, que actualmente se enseña en cursos avanzados de teoría de las variables complejas.[4]
Se declaraba librepensador. En el cuestionario de admisión en Princeton, como respuesta a la pregunta «¿Cuál es su religión?», escribió: «Sintoismo».[5] Insinuaba que su linaje era superior al de sus compañeros, especialmente al de los estudiantes judíos. Martin Davis, un estudiante que procedía de una familia pobre del Bronx, recuerda que un día, yendo de la residencia de doctorandos hacia el edificio Fine, se encontró con Nash, que estaba cavilando sobre las líneas de consanguinidad y las aristocracias naturales:
—Sin duda, tenía una serie de creencias acerca de la aristocracia. Se oponía a la mezcla de razas, y decía que conduciría a la degeneración. Nash presuponía que su linaje era de gran calidad.[6]
Una vez le preguntó a Davis si había crecido en los barrios bajos.
Nash se mostraba interesado por casi todas las disciplinas matemáticas —topología, geometría algebraica, lógica, teoría de juegos— y, al parecer, asimiló una tremenda cantidad de conocimientos sobre todas ellas durante el primer curso.[7] Él mismo recuerda, sin añadir más detalles, haber «estudiado matemáticas con una profundidad considerable» en Princeton.[8] Sin embargo, eludía las clases, y nadie recuerda haberse sentado con él en una asignatura regular.[9] Según diría más tarde, comenzó un curso de topología algebraica que impartía Steenrod, que, prácticamente, había fundado aquella disciplina.[10] Steenrod y Samuel Eilenberg acababan de formular los axiomas que constituyeron el fundamento de la teoría de la homología; el tema estaba muy de moda y la asignatura atrajo a muchos estudiantes, pero Nash decidió que era demasiado formal e insuficientemente geométrica para su gusto, de modo que dejó de asistir a clase.
Tampoco hay nadie que recuerde haber visto a Nash con un libro durante su doctorado;[11] de hecho, leía sorprendentemente poco.
—Tanto Nash como yo teníamos cierto grado de dislexia —dice Eugenio Calabi, un joven inmigrante italiano que entró en Princeton un año antes que Nash—. Yo tenía enormes dificultades para mantener la atención en las lecturas que requerían gran concentración; en aquella época, me parecía una simple cuestión de pereza. Nash, por su parte, sostenía que no había que leer, con el argumento de que aprender demasiadas cosas de segunda mano ahogaba la creatividad y la originalidad. Era una actitud de aversión frente a la pasividad y la renuncia a ser dueño de uno mismo.[12]
Por lo visto, Nash pasaba la mayor parte del tiempo dedicándose simplemente a pensar. Montaba en bicicletas que tomaba prestadas del aparcamiento que había frente a la residencia de doctorandos, y describía estrechas trayectorias en forma de ocho o círculos concéntricos cada vez más pequeños.[13] Paseaba alrededor del patio interior de la residencia o se deslizaba a lo largo del sombrío vestíbulo del segundo piso del Fine con el hombro firmemente apretado contra la pared, como un trole que nunca perdiera el contacto con los muros oscuros y cubiertos de paneles.[14] Solía tenderse en un escritorio o una mesa del salón vacío o, con más frecuencia, de la biblioteca del tercer piso.[15] Casi siempre silbaba música de Bach, especialmente la Pequeña fuga;[16] los silbidos hicieron que las secretarias del departamento de matemáticas se quejaran de él ante Lefschetz y Tucker.[17]
—Siempre estaba sumido en sus pensamientos: se sentaba solo en el salón, y era fácil que se cruzara con uno sin verlo. Siempre estaba murmurando para sí mismo, siempre silbaba; Nash estaba siempre pensando […] Si se tendía sobre una mesa, era porque estaba pensando, simplemente pensando: se podía ver que estaba pensando —recuerda Melvin Hausner.[18]
Nash siempre estaba pendiente de los problemas.
—Estaba muy atento a los problemas irresueltos —dice Milnor—. Interrogaba verdaderamente a fondo a la gente sobre cuáles eran los problemas importantes, lo cual demostraba una tremenda ambición.[19]
En aquella búsqueda, como en tantas otras, Nash manifestaba una confianza en sí mismo y una presunción de dimensiones poco comunes. En una ocasión, no mucho después de su llegada a Princeton, fue a ver a Einstein y esbozó ante él algunas ideas que tenía para enmendar la teoría cuántica.
Algunas veces, durante aquel primer otoño, Nash daba un pequeño rodeo por la activa calle Mercer para tratar de vislumbrar al residente más destacado de Princeton.[20] La mayoría de las mañanas, entre las nueve y las diez, Einstein recorría a pie los dos kilómetros escasos que separaban su casa blanca de madera, situada en el número 112 de la calle Mercer, de su despacho en el instituto. En varias ocasiones, Nash consiguió pasar muy cerca del santo científico, que iba por la calle con su jersey extremadamente holgado, sus pantalones caídos, sus sandalias sin calcetines y su expresión impasible.[21] Trataba de imaginar la forma en que podría entablar una conversación con Einstein, deteniéndolo en su camino con algún comentario sorprendente, pero, en una ocasión en que adelantó al científico mientras éste caminaba junto a Kurt Gödel, captó algunas palabras en alemán y aquello le hizo preguntarse con tristeza si su ignorancia de aquel idioma podía constituir una barrera insalvable para comunicarse con el gran hombre.[22]
En 1948 hacía ya más de un cuarto de siglo que Einstein se había convertido en una figura de culto mundial.[23] Su teoría especial de la relatividad se publicó en 1905, al igual que su afirmación según la cual la luz no se propagaba en el espacio en forma de ondas, sino de partículas discretas. La teoría general de la relatividad apareció en 1916 y, en 1919, la confirmación por parte de los astrónomos de que, como Einstein había previsto, la gravedad solar modificaba la trayectoria de los rayos luminosos le deparó una fama que ningún científico ha igualado antes o después de él. Las actividades políticas de Einstein —primero a favor de la bomba atómica y después por el desarme nuclear, el gobierno mundial y el estado de Israel— le proporcionaron un aura de santidad.
Durante décadas, las principales preocupaciones científicas de Einstein fueron dos, una en la que cosechó cierto éxito y otra en la cual fracasó por completo.[24] Consiguió proyectar dudas sobre algunos de los principios básicos de una de las teorías físicas más exitosas y ampliamente aceptadas, la teoría cuántica. Él había sido el primero en proponer aquella teoría cuando, en 1905, demostró la existencia de cuantos luminosos, y posteriormente la desarrollaron Niels Bohr y Werner Heisenberg, que subrayó el hecho de que la observación modifica el objeto que se mide. El ataque de Einstein a la teoría cuántica mereció, en 1935, un titular en la portada de The New York Times, y nunca ha sido rebatido satisfactoriamente; en realidad, desde mediados de la década de 1990, las pruebas experimentales más recientes han proporcionado nuevo aliento a su crítica.
Su mayor preocupación la constituía el objetivo final de unificar los fenómenos luminosos y gravitatorios en una sola teoría. Como índica uno de sus biógrafos, Einstein nunca fue capaz de «aceptar que el universo estaba fragmentado entre la relatividad, por un lado, y la mecánica cuántica, por otro».[25] Poco antes de cumplir setenta años, seguía en busca de un conjunto único y coherente de principios que fueran aplicables a todas las fuerzas diversas del universo y, de hecho, estaba preparando el que sería su último artículo, referente a la llamada «teoría unitaria de los campos».[26]
Una idea cabal del arrojo de Nash y del poder de su fantasía la proporciona el hecho de que no quedó satisfecho con la simple contemplación de Einstein, sino que pronto quiso tener una entrevista con él. Cuando habían transcurrido pocas semanas de su primer trimestre en Princeton, Nash solicitó ver a Einstein en su despacho del edificio Fuld; le dijo al ayudante del científico que tenía una idea que quería discutir con el profesor Einstein.[27]
El desorden reinaba en el despacho de Einstein, una estancia espaciosa y ventilada, con una amplia ventana que dejaba pasar una gran cantidad de luz. John Kemeny, el ayudante húngaro de Einstein —un lógico de veintidós años, de personalidad vehemente y fumador incesante, que más adelante inventaría el lenguaje informático BASIC, sería rector del Colegio Universitario Dartmouth y dirigiría una comisión de investigación del accidente nuclear de Three Mile Island— hizo pasar a Nash. Einstein le dio un apretón de manos extraordinariamente firme, que terminó con un movimiento de torsión, y le señaló una gran mesa de reuniones situada al fondo del despacho.
La luz de la mañana, ya avanzada, que entraba por la ventana producía una especie de aura alrededor de Einstein. Sin embargo, Nash entró rápidamente en materia y empezó a exponer su idea, mientras Einstein escuchaba educadamente, se retorcía los rizos que le cubrían la nuca, chupaba su pipa sin tabaco y, de vez en cuando, musitaba algún comentario o hacía alguna pregunta. Mientras hablaba, Nash percibió una forma moderada de ecolalia: profundo, profundo, interesante, interesante.[28]
Según ha recordado posteriormente, Nash tenía una idea sobre «la gravedad, la fricción y la radiación». La fricción en la que pensaba era la que una partícula, por ejemplo un fotón, podía experimentar al desplazarse por el espacio, a causa de la interacción entre su propio campo gravitatorio y otros campos gravitatorios.[29] Nash había dedicado a pensar en aquella idea el tiempo suficiente como para pasar gran parte de la reunión garabateando ecuaciones en la pizarra y, bien pronto, también Einstein y Kemeny estuvieron ante el encerado.[30] La discusión duró casi una hora, pero, al final, Einstein se limitó a decirle, con una sonrisa bondadosa:
—Tendría usted que estudiar un poco más de física, joven.
Nash no siguió de forma inmediata el consejo de Einstein, y nunca escribió ningún artículo sobre su idea. Su incursión juvenil en la física se convertiría en un interés que lo acompañaría durante toda la vida, pero, al igual que la búsqueda de Einstein de una teoría unitaria de los campos, no proporcionó resultados significativos; sin embargo, muchas décadas después, un físico alemán publicaría una idea similar.[31]
Nash evitaba, de forma evidente, vincularse a ningún profesor en particular, ya fuera del departamento o del instituto; según la opinión de sus compañeros, no se trataba de una cuestión de timidez, sino que más bien quería preservar su independencia. Un matemático que lo conoció en aquella época señala:
—Nash estaba decidido a mantener la independencia intelectual y no quería recibir excesivas influencias. Hablaba libremente con otros estudiantes, pero siempre le inquietaba acercarse demasiado a los profesores, por miedo a que le abrumaran: no quería que le dominaran, y sentía aversión por la idea de contraer obligaciones intelectuales.[32]
Sin embargo, sí recurrió, por lo menos, a un miembro del profesorado, Steenrod, como una especie de interlocutor. El carácter de Steenrod era completamente distinto de las personalidades extravagantes y avasalladoras de Lefschetz y Bochner, cuyas clases, según se decía, eran «apasionantes, pero erróneas en un noventa por ciento». Steenrod era un hombre prudente y metódico que elegía tanto los trajes como las chaquetas informales de acuerdo con una fórmula matemática y tenía la manía de idear soluciones enormemente lógicas, aunque poco prácticas, para problemas sociales como la criminalidad.[33] Steenrod era también una persona amable, dispuesta a ayudar y llena de paciencia. Nash le había causado una honda impresión y le resultó más bien simpático, y por ello Steenrod trataba la insolencia y la excentricidad del joven con divertida tolerancia.[34]
Rodeado por primera vez en su vida de jóvenes a quienes consideraba, sino exactamente sus iguales, sí por lo menos dignos de hablar con él, Nash optó por recoger las ideas de otros estudiantes.
—Muchos matemáticos trabajan, principalmente, en solitario; a él le gustaba intercambiar ideas —recuerda uno de sus compañeros—,[35] Uno de los estudiantes cuya compañía buscó fue John Milnor, el primero de los muchos matemáticos más jóvenes que le atrajeron. Alto, ágil, con cara de niño y cuerpo de gimnasta, Milnor estaba solamente en primer curso pero ya era el preferido del departamento.[36] Aquel primer año, en una asignatura de geometría diferencial que impartía Albert Tucker, oyó hablar de una conjetura no demostrada de un especialista en topología polaco, Karol Borsuk, referente a la curvatura total de una curva anudada en el espacio. Se cuenta que Milnor creyó erróneamente que la conjetura era una tarea de clase;[37] fuera como fuera, unos días después fue a ver a Tucker con una demostración escrita y le preguntó:
—¿Tendría la amabilidad de indicarme los errores de esta prueba? Estoy seguro de que hay alguno, pero no puedo encontrarlo.
Tucker lo estudió, se lo enseñó a Fox y a Shiing-shen Chern, y nadie fue capaz de hallar ningún fallo. Tucker animó a Milnor a enviar un artículo con la demostración a los Annals of Mathematics y, unos meses después, Milnor presentó un texto exquisitamente elaborado que contenía una teoría completa sobre la curvatura de las curvas anudadas, en la cual la demostración de la conjetura de Borsuk era una simple cuestión secundaria. El artículo, mucho más sólido que la mayoría de tesis doctorales, se publicó en los Annals en 1950. Milnor también deslumbró al departamento —y a Nash— cuando, en su segundo semestre en Princeton, ganó el concurso Putman (de hecho, lo volvió a ganar otras dos veces, y recibió la oferta de una beca de Harvard).[38]
Nash inspiraba respeto pero no simpatía. No le invitaban a tomar jerez a la habitación de Kuhn ni a salir con los demás cuando iban a tomar cerveza a la calle Nassau.
—No era alguien a quien uno deseara como amigo íntimo —recuerda Calabi—. No recuerdo a nadie que sintiera afecto por él.[39]
La mayoría de los doctorandos eran personajes extravagantes, marcados por la timidez y la inseguridad, por peculiaridades poco corrientes y todo tipo de tics físicos y psicológicos, pero, sin ninguna excepción, compartían la sensación de que Nash era todavía más extraño.
—Nash era un personaje fuera de lo común —dice un doctorando de su época—. Si estaba en una sala donde había veinte personas hablando y se le preguntaba a un observador quién le había llamado la atención por su extrañeza, ése era Nash. No era algo que hiciera de forma consciente: era su porte, su reserva.[40]
También era capaz de asustar a la gente cuando era objeto de provocaciones. En ocasiones, sus burlas y comentarios punzantes desencadenaban una repentina explosión de violencia. Una vez, Nash estaba atormentando a uno de los alumnos de Artin diciéndole que la mejor manera para conseguir el favor de aquel profesor era seducir a su hermosa hija Karin.[41] El estudiante, Serge Lang, que todo el mundo sabía que estaba dolorosamente obsesionado por su timidez con las chicas, arrojó a la cara de Nash una taza de té muy caliente, y John lo persiguió alrededor de la mesa, lo derribó y le llenó de cubitos de hielo la parte posterior de la camisa. En otra ocasión, Nash agarró el pie metálico de un pesado cenicero de cristal y lo dejó caer sobre las espinillas de Melvin Peisakoff con suficiente fuerza para que le doliera considerablemente durante varias semanas.[42]
En la primavera de 1949, Nash tuvo algunos problemas.[43] Había conseguido algunos firmes defensores entre el profesorado: era el caso de Steenrod, Lefschetz y Tucker; éste último era de los que creían que Nash era «muy brillante y original, aunque bastante excéntrico», y razonaba que «su capacidad creativa […] merecía que se toleraran sus rarezas».[44] Sin embargo, no todos los miembros del departamento eran del mismo parecer; algunos consideraban que no había lugar para Nash en Princeton, entre ellos, Artin.
Delgado, elegante, con ojos de color azul claro y una voz cautivadora, Artin tenía el aspecto de un ídolo del público alemán de los años veinte.[45] Iba vestido con una gabardina de cuero negro y sandalias durante todo el curso académico, llevaba el pelo largo y fumaba sin cesar. Artin, el representante por excelencia del álgebra «moderna», a quien Weyl había recomendado para el puesto en el instituto que finalmente obtuvo Von Neumann, era un magnífico orador que admiraba el refinamiento y la erudición, pero tenía fama de ser intolerante con quienes no se ajustaban a sus criterios, que eran notablemente exigentes; era bien conocida su costumbre de gritar y lanzar tizas a los estudiantes que planteaban preguntas poco inteligentes en sus clases.
Artin y Nash se habían enfrentado en numerosas ocasiones en el salón común. Artin siempre tenía interés por hablar con los estudiantes dotados de talento, pero, al parecer, consideraba que Nash no sólo resultaba irritante por su insolencia, sino que también era asombrosamente ignorante.[46] En una reunión del cuerpo docente que tuvo lugar en primavera, Artin comentó que no creía que Nash pudiera aprobar de ningún modo los exámenes generales, que se esperaba que los mejores estudiantes pudieran realizar al terminar su primer curso. Cuando Lefschetz propuso, para el curso siguiente, la concesión a Nash de una beca de la Comisión de la Energía Atómica, Artin se opuso a ello y dejó clara su opinión de que sería mejor que Nash se fuese de Princeton.
Lefschetz y Tucker se impusieron a Artin en la cuestión de la beca,[47] pero disuadieron a Nash de presentarse a los exámenes generales aquella primavera y le sugirieron que lo hiciera en otoño. Por el momento, estaba a salvo, pero su impopularidad entre algunos miembros del profesorado afloraría de nuevo cuando, dos años más tarde, pretendiera incorporarse al departamento en calidad de profesor ayudante.