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EXPERIMENTOS
RAND, verano de 1952

Una tarde, durante el segundo verano de Nash en Santa Mónica, él y Harold N. Shapiro, otro matemático de la RAND, estaban nadando en los rompientes situados frente a la playa de Santa Mónica, justo al sur del rompeolas.[1] El océano estaba notablemente encrespado. Por debajo del espigón, la playa de Santa Mónica era una tira de arena estrecha y mojada, con olas que solían alcanzar dos y tres metros de altura; era uno de los lugares preferidos por quienes practicaban el surf sin tabla.

Nash y Shapiro estaban a considerable distancia de la orilla cuando los atrapó una poderosa corriente que los empujó mar adentro. Ambos eran buenos nadadores; Nash tenía «el cuerpo de un dios griego», según recuerda Shapiro, y él mismo era robusto y musculoso, pero, según explica, durante unos momentos se sintió arrastrado bajo las olas, dominado por la corriente y muy asustado, y también Nash parecía hallarse en dificultades: «Nos costó mucho volver a la orilla», relata. Cuando los dos jóvenes llegaron finalmente a la playa, se derrumbaron en la arena, exhaustos y jadeantes; Shapiro recuerda que estaba tumbado, pensando en la suerte que habían tenido de no ahogarse, cuando, al cabo de un momento, y para su asombro, Nash se puso en pie de un salto y anunció que volvía al agua.

—Me pregunto si ha sido un accidente —dijo en tono calmado e indiferente, y añadió—: Creo que volveré para echar una ojeada.

Al principio de aquel segundo verano, Nash había cruzado el país, desde Bluefield a Santa Mónica, en un Dodge viejo y herrumbroso. El y John Milnor, que ya estaba cursando el doctorado en Princeton, hicieron el itinerario juntos, aunque Milnor conducía su propio coche.[2] Con ellos viajaban Martha, la hermana pequeña de Nash, y Ruth Hincks, una estudiante de periodismo de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill que se les había unido a última hora.[3] Se encontraron en Chapel Hill y luego se dirigieron a Bluefield, y Hincks recuerda que le advirtieron de que no se le escapara que Martha compartiría alojamiento con Milnor, además de con Nash; en 1997, recordaba que le pareció extraño tanto sigilo. Al principio, Ruth viajó con Nash y Martha con Milnor, y Ruth quedó sorprendida por la completa indiferencia de Nash hacia ella: «Era esbelta, atractiva, inteligente», recuerda, pero Nash «ni siquiera se daba cuenta de que yo estaba allí». También le impresionó la relación, aparentemente distante, entre Nash y Milnor: «Parecía que estuvieran allí por casualidad, como si se hubieran conocido el día anterior; nunca hablaban de experiencias comunes ni parecían conocerse de verdad». Incluso la relación entre los dos hermanos parecía «un poco fría y nada cariñosa —dice Ruth, quien añade—: Creo que nadie expresó afecto en aquel viaje».

Recorrieron la carretera U.S. 40, a través de Kansas y Nebraska,[4] y se detuvieron a pasar un día en Grand Lakes, Colorado, donde fueron a montar a caballo, y también en Salt Lake City, donde visitaron el templo de los mormones. Los hombres dejaron en manos de las chicas la tarea de llevar las cuentas de los moteles, los restaurantes y la gasolina. Todo debería haberles ido de primera a aquellos jóvenes, que gozaban del privilegio, poco frecuente en 1952, de poder atravesar el país con plena libertad. Sin embargo, antes de que terminara el recorrido, Nash y Ruth se pelearon, y Martha, que había estado viajando con Milnor, se vio obligada, a regañadientes, a viajar con su hermano mayor durante el resto del camino.[5]

Todo había empezado como una hermosa aventura. Martha acababa de obtener su título en Chapel Hill, y hasta entonces había viajado muy poco.[6] Alta y llamativa como su hermano, era extremadamente inteligente y, a pesar de su feroz determinación de que no se la considerara una sabelotodo ni un bicho raro, había ganado una beca de la Pepsi-Cola al sacar mejores resultados que cualquier chico del Instituto Beaver en los exámenes de acceso a la universidad, y había recibido invitaciones para inscribirse en Radcliffe, Smith y centros universitarios femeninos de primera categoría. Sin embargo, su padre rechazó la beca en su nombre, con el argumento de que la familia podía costear su formación en un centro cercano, y Martha acabó acudiendo al St. Mary, un colegio universitario de primer ciclo al cual asistían, principalmente, chicas sureñas de familia acomodada que llevaban abrigos de pieles, montaban a caballo y no se preparaban para el mercado laboral, sino para el matrimonial. Después de obtener la diplomatura en el St. Mary, Martha fue a la Universidad de Carolina del Norte, donde completó sus estudios de magisterio.

John había persuadido a sus padres de que a Martha le iría bien pasar un verano en Santa Mónica, sugiriendo al mismo tiempo que él podría trabajar más si Martha se encargaba de las tareas domésticas,[7] y Martha, que no había estado nunca fuera de casa, excepto en la universidad, se entusiasmó con la idea. Una vez hechos los planes, John tampoco ocultó su esperanza de que su hermana y John Milnor se interesaran el uno por el otro.

Fue Nash quien propuso que viajaran todos juntos. Por supuesto, Milnor y Nash se conocían desde que el primero había empezado a estudiar en Princeton, cuatro años atrás. A pesar de que Milnor aún no había acabado la tesis, en Princeton ya le habían propuesto que entrara a formar parte del cuerpo docente, y Nash le confesó a Martha que envidiaba las capacidades de Milnor, aunque también le fascinaban, de forma evidente, la personalidad modesta, la mente lúcida y brillante y el aspecto atractivo de aquel joven larguirucho.

Ruth se despidió tan pronto como el cuarteto llegó a Santa Mónica, y Martha, Nash y Milnor alquilaron un pequeño apartamento amueblado que estaba en el último piso de una villa laberíntica de estilo español situada en la avenida Georgina, una calle ancha y elegante de la parte antigua de Santa Mónica que se encontraba a diez minutos de camino de la RAND, cruzando el parque Palisades.[8] Nadie se preocupaba mucho de cocinar ni de las tareas domésticas:

—Nunca habían limpiado aquel lugar; había polvo por todas partes y los platos estaban sucios —cuenta una persona a la que invitaron a cenar—. Después de mirar a mi alrededor y comprobar que, naturalmente, no habían preparado comida, decidí pedir unos huevos. John echó en la sartén los restos de un huevo ya frito. «Qué gente tan amable», pensé.[9]

Martha encontró trabajo en una panadería y casi no veía a sus compañeros de piso, que, al parecer, permanecían en la sede de la RAND la mayor parte del tiempo que pasaban despiertos. Un día trató de visitarlos en sus despachos, pero los guardias se lo impidieron porque no tenía autorización.[10] Durante la primera o la segunda semana, ella y Milnor salieron a cenar en una ocasión, pero, a pesar de las muchas horas que habían pasado juntos en el coche, Milnor se mostró inseguro y penosamente silencioso, y Martha vio con claridad que no había ninguna clase de perspectiva amorosa.[11]

Los dos hombres trabajaban, principalmente, en solitario. Milnor escribió un espléndido artículo titulado «Games Against Nature»[12] y Nash se entretuvo con juegos que se podían practicar utilizando un ordenador.[13] En aquella época, Nash estaba ocupándose, principalmente, de problemas matemáticos que surgían en el estudio de la dinámica de fluidos, si bien escribió un texto sobre los juegos de guerra que constituía un simple intento, carente de entusiasmo, de justificar su empleo en la RAND y de que no lo llamaran apresuradamente a filas antes de regresar a Cambridge a principios de septiembre.[14]

Sin embargo, Nash y Milnor sí colaboraron en un proyecto: un experimento sobre la negociación en el cual se emplearon sujetos contratados con ese fin y que, inesperadamente, se convertiría en un clásico muy citado.[15] Aquel experimento, diseñado junto a dos investigadores de la Universidad de Michigan que también pasaban el verano en la RAND, se adelantó varias décadas al florecimiento que actualmente vive el campo de la economía experimental.

Los experimentos de la RAND surgían, de forma más o menos directa, del hábito que tenían los matemáticos de dedicar el tiempo libre a distintos juegos. Inventar nuevos juegos y probarlos en la práctica había sido un pasatiempos popular en Princeton, y muchos de los jugadores, como el propio Nash, acaban de superar sus pasiones infantiles por los experimentos químicos y eléctricos. En la RAND, la idea de grabar las partidas para comprobar si los participantes jugaban del modo que predecía la teoría ya era, en cierta medida, una tradición inaugurada por el famoso experimento del dilema del prisionero. Martha quedó asombrada cuando supo que los voluntarios ganaban cincuenta dólares diarios «por jugar».[16]

El experimento, que duró dos días, estaba diseñado para comprobar en qué medida se sostenían las distintas teorías sobre las coaliciones y la negociación cuando quienes tomaban las decisiones eran personas reales.[17] Von Neumann y Morgenstern, con su interés por los juegos de muchos jugadores, concentraban la atención en las coaliciones, en los grupos de personas que actúan al unísono, y sostenían que los jugadores racionales, ya fuesen dirigentes empresariales dispuestos a la colusión o trabajadores que querían afiliarse a un sindicato, calcularían los beneficios de unirse a todas las coaliciones posibles y elegirían la mejor, es decir, la que les resultara más ventajosa.

Nash, Milnor y los demás investigadores contrataron a ocho sujetos, entre los que había estudiantes y amas de casa, e idearon diferentes juegos, la mayor parte de ellos con cuatro jugadores que iban participando de forma rotativa, y uno en el que había siete. Aquella práctica imitaba el juego general, de «n personas», de la teoría de Von Neumann. A los sujetos se les dijo que podían ganar dinero si formaban coaliciones y se les explicaron las cantidades concretas con las que se recompensaría cada una de las coaliciones posibles; ahora bien, para poder optar a la victoria, los miembros de la coalición debían ponerse de acuerdo por adelantado sobre una determinada forma de dividir las ganancias.

Según Al Roth, un destacado economista experimental, la prueba introdujo dos ideas que tendrían una enorme influencia.[18] Primeramente, llamó la atención sobre la información que poseen los participantes: si los mismos jugadores practican el juego repetidamente, tienden a «considerar una secuencia de partidas como una sola partida de un juego más complicado». En segundo lugar, al igual que el dilema del prisionero que idearon Melvin Dresher y Merrill Flood en 1950, demostró que, a menudo, las decisiones de los jugadores estaban motivadas por preocupaciones relacionadas con la equidad; en particular, en situaciones en que ninguno de los participantes gozaba de una posición privilegiada, los jugadores optaban, habitualmente, por realizar concesiones mutuas.

Sin embargo, a los ojos de quienes habían diseñado el experimento, los resultados sólo sirvieron para proyectar dudas sobre el poder predictivo de la teoría de juegos y minaron la confianza que aún conservaban en ella. Milnor quedó especialmente desilusionado[19] y, a pesar de que siguió colaborando como asesor de la RAND durante los diez años siguientes, perdió interés por los modelos matemáticos de interacción social, ya que llegó a la conclusión de que no era probable que, en un futuro previsible, alcanzaran un estadio en el que fueran útiles o intelectualmente satisfactorios; los fuertes supuestos de racionalidad en los cuales se habían basado tanto el trabajo de Von Neumann como el de Nash le parecieron particularmente erróneos.

Cuando se llevó a cabo el experimento, la relación entre Nash y Milnor ya se había vuelto tirante y el segundo se había ido del apartamento de la avenida Georgina. En la actualidad, Milnor afirma que Nash le hizo proposiciones sexuales:

—Yo era muy ingenuo y muy homofóbico —dice Milnor—. No era el tipo de tema del que la gente hablara en aquella época.[20]

Sin embargo, es posible que lo que sintiera Nash por él fuera algo parecido al amor. Doce años más tarde, en una carta a Milnor, Nash escribiría: «Respecto al amor, conozco una conjugación: amo, amas, amat, amamus, amatis, amant. Quizás amas sea también el imperativo: ¡ama! Quizá haya que ser muy masculino para utilizar el imperativo».[21]