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MIT

A fines de junio, Nash ya estaba en Boston, viviendo en un modesto alojamiento situado en la orilla bostoniana del río Charles.[1] Todas las mañanas cruzaba a pie el puente de Harvard, sobre la corriente de agua de color gris amarillento, en dirección al este de Cambridge, donde se hallaba el campus de estilo moderno y agresivamente funcional del MIT, que se extendía desordenadamente entre el río y una sucesión de fábricas y almacenes. Incluso antes de llegar al otro lado del puente, ya percibía los olores de las fábricas, entre ellos la mezcla de los nítidos aromas de chocolate y jabón que procedían de la fábrica de dulces Necco y la de detergentes P&G.[2] Cuando giraba a la derecha para tomar la avenida Memorial, veía aparecer al frente el edificio Dos, un bloque de cemento sin rasgos distintivos, pintado de un «alarmante marrón», justo a la derecha de la nueva biblioteca, que entonces se hallaba en construcción.[3] Su despacho estaba en el tercer piso, cerca de la escalera, en un recinto situado en una esquina y asignado a varios profesores auxiliares; era un espacio que había quedado libre de otros usos, estrecho, con techo alto y vistas al río y, tras éste, al perfil poco elevado de la ciudad de Boston.[4]

En 1951, antes del Sputnik y de Vietnam, el MIT no era exactamente un lugar atrasado desde el punto de vista intelectual, pero tampoco nada parecido a lo que es en la actualidad. El Laboratorio Lincoln era famoso por sus investigaciones durante la guerra, pero sus futuras celebridades académicas eran todavía jóvenes relativamente desconocidos, y los potentes departamentos que han hecho famoso al MIT en tiempos posteriores —economía, lingüística, informática, matemáticas— estaban en sus inicios otan sólo en la imaginación de algún académico. El MIT seguía siendo sobre todo, de espíritu y de hecho, la primera escuela de ingeniería del país, y no una gran universidad dedicada a la investigación.[5]

Departamentos como el de matemáticas o economía existían, más que para cualquier otra cosa, para atender las necesidades de los estudiantes de ingeniería, que, en palabras de Paul Samuelson, eran «unos animalitos más bien toscos».[6] Todas aquellas secciones académicas se consideraban «departamentos de servicio», una especie de gasolineras donde los ingenieros se detenían a llenar el depósito con las dosis obligatorias de matemáticas, física y química elementales.[7] El Departamento de Economía, por ejemplo, no impartió ningún tipo de programa de doctorado hasta la guerra,[8] mientras que el de física no contaba, en aquella época, con ningún profesor que hubiera recibido el premio Nobel.[9] Las cargas lectivas eran pesadas —no era infrecuente que los catedráticos tuvieran que impartir dieciséis horas semanales de clase— y la enseñanza tendía a priorizar grandes cursos introductorios sobre análisis matemático, estadística y álgebra lineal.[10] El profesorado era más joven, menos conocido y con currículos menos espectaculares que el de Harvard, Yale o Princeton.

El MIT tenía también una tradición menos exclusivista que Harvard o incluso Princeton: en los años cincuenta, quizá un cuarenta por ciento de los profesores y estudiantes de matemáticas del centro eran judíos.[11] Los jóvenes brillantes procedentes de las escuelas públicas de Nueva York, que seguían teniendo prácticamente cerradas las puertas de los cursos de licenciatura de Princeton, acudían allí. Estudiar en Princeton «era algo que un judío no se podía plantear», recuerda Joseph Kohn, que empezó su primer curso en el MIT en 1950, y añade: «En el Brooklyn Tech [Instituto Técnico de Brooklyn, de enseñanza secundaria], poder enviar a un estudiante al MIT era lo más grande del mundo».[12]

Todavía dolido por el rechazo de Princeton, Nash llegó al edificio Dos con actitud desafiante: tenía la sensación de ser un cisne entre patos. Sin embargo, el MIT ya estaba cambiando y, en realidad, el simple hecho de haber traído al Departamento de Matemáticas a un investigador joven y brillante como Nash constituía un signo de aquel proceso.

De pronto, había dinero disponible, no sólo para hacer frente al desbordante crecimiento del número de estudiantes, sino también para la investigación.[13] Las cantidades eran reducidas en relación con lo que se consideraría normal en la era posterior al Sputnik o incluso en la actualidad, pero resultaban enormes en comparación con los criterios anteriores a la guerra. El apoyo a la ciencia, inicialmente alimentado por los éxitos logrados durante la segunda guerra mundial, crecía ahora a causa de la guerra fría, y no sólo provenía del ejército, la marina de guerra y las fuerzas aéreas, sino también de la Comisión de la Energía Atómica y la CIA. El caso del MIT no era único: otras instituciones, desde las grandes universidades estatales de la zona norte del Medio Oeste hasta Stanford, crecieron de modo parecido. En el MIT también fue importante el talento: el departamento de física consiguió los servicios de muchos de los que habían trabajado en Los Álamos, mientras que el de ingeniería eléctrica se estaba convirtiendo en un imán para la primera generación de informáticos, un grupo ecléctico de neurobiólogos, especialistas en matemáticas aplicadas y visionarios variados como Jerome Lettvin y Walter Pitts, que veían en el ordenador un modelo para estudiar la arquitectura y el funcionamiento del cerebro humano.[14]

El Departamento de Matemáticas estaba a punto de adquirir gran importancia, aunque, a la sazón, aquello no resultaba evidente para nadie. El departamento contaba con un personaje famoso, Norbert Wiener (que en buena medida había acabado en el MIT gracias al antisemitismo de Harvard), y dos o tres jóvenes de primera línea, entre los que se encontraban el especialista en topología George Whitehead y el analista Norman Levinson. Sin embargo, por lo demás, el departamento estaba compuesto principalmente por profesores competentes más que por grandes investigadores: «Unos pocos gigantes, pero muchas mediocridades».[15]

El hombre que cambiaría aquella situación fue nombrado director del departamento en 1947. William Ted Martin, a quien todo el mundo conocía por Ted, era hijo de un médico rural de Arkansas. Alto, flaco y locuaz, de cabello rubio y ojos azules, alegre y de sonrisa fácil, estaba casado con la nieta de un decano del colegio universitario Smith y rebosaba ambición. Martin, un hombre cuya bondad innata lo convertiría en uno de los protectores de Nash cuando éste cayó enfermo, pronto debería enfrentarse a su propia prueba de fuego: en el momento culminante de la caza de brujas de McCarthy, el pasado secreto de Martin como miembro clandestino del Partido Comunista a finales de los años treinta y principios de los cuarenta saldría a la luz y pondría en peligro tanto su carrera como sus proyectos para el departamento.[16] Sin embargo, en 1951, el pasado estaba aún oculto y bien enterrado. Aquel «director catalizador» poseía verdadero talento para hacer que ocurrieran cosas, arreglárselas para obtener dinero de la administración del MIT, de la marina de guerra y de las fuerzas aéreas, y emplearlo para conseguir resultados importantes y realmente asombrosos.[17]

Una de las genialidades de Martin fue imaginar que la forma más barata y rápida de modernizar el departamento, en lugar de fichar a unas cuantas celebridades más, sería atraer a jóvenes brillantes, retenerlos durante uno o dos años y tratarlos, en la medida de lo posible, con guante de terciopelo. Imitando el ejemplo de las becas Benjamín Pierce de Harvard, Martin creó las becas C. L. E. Moore —llamadas así en honor al matemático más destacado del MIT de la década de los veinte— para profesores auxiliares.[18] No se pretendía que quienes se acogían a dichas becas llegaran a formar parte del profesorado permanente: la idea era conseguir una aportación de talento que actuara como catalizador, revitalizara el tedioso ambiente del MIT y atrajera a los mejores estudiantes, que en aquel entonces acudían de forma automática a las universidades de la Ivy League* y a la de Chicago.

Dado que no tenía que convivir con ellos durante mucho tiempo —o, por lo menos, eso creía—, a Martin no le daban miedo los personajes de carácter difícil. Según recuerda, «Bochner dijo que valía la pena conceder una beca a Nash: “¡No te preocupes por nada!”»,[19] y Martin no se preocupó: llegó a valorar a Nash no sólo como «un joven brillante y creativo», sino también como un aliado en su empeño por engrandecer el departamento. En particular, acabaría confiando en la absoluta honestidad intelectual de Nash:

—Cuando Nash mencionaba a alguien [como posible persona a contratar], uno no se preguntaba si era un amigo o un pariente suyo. Si Nash decía que era de primera categoría, no hacían falta muchas más referencias.

” Denominación que recibe el conjunto de las universidades más prestigiosas —tanto desde el punto de vista académico como social— del noreste de Estados Unidos. (N. del T.)

Desde el punto de vista de Nash, la figura más atractiva del MIT era Norbert Wiener. En algunos aspectos, Wiener era un John von Neumann estadounidense, un matemático polivalente y enormemente original que había realizado magníficas contribuciones a las matemáticas puras hasta el inicio de la segunda guerra mundial y que luego emprendió una segunda e igualmente asombrosa carrera en las matemáticas aplicadas.[20] Al igual que sucede con Von Neumann, el gran público conoce a Wiener por su trabajo más tardío: entre otras cosas, fue el padre de la cibernética, que es la aplicación de las matemáticas y la ingeniería a los problemas de las comunicaciones y el control.

Wiener también era famoso por su excentricidad. Su sola apariencia ya resultaba singular: llevaba una barba que, según recordaría Samuelson después de su muerte, acaecida en 1964, era como «la de un marinero de la antigüedad»;[21] fumaba gruesos puros y andaba como un pato, en lo que parecía una parodia miope de un sabio despistado. La extraordinaria educación que recibió de su padre, Leo, fue el tema de dos libros populares, I am a Genius y I Am a Mathematician, el primero de los cuales tuvo un gran éxito de ventas a principios de los cincuenta. A pesar de lo prolífico que era en su trabajo, generaba tantas anécdotas sobre sí mismo como teoremas. Parecía que apenas sabía dónde estaba y, por ejemplo, podía preguntar: «Cuando nos hemos encontrado, ¿me dirigía al club de profesores o venía de él? Porque, en el segundo caso, ya he comido».[22] Su inseguridad era notoria: si se encontraba con algún conocido que llevaba un libro bajo el brazo, la mitad de las veces preguntaba ansiosamente si su nombre aparecía en el volumen.[23] Sus amigos y admiradores atribuían aquel rasgo de su personalidad al papel de su padre, un hombre obsesivo y despótico que en una ocasión se había jactado de poder convertir un palo de escoba en un matemático, y al antisemitismo de Harvard, que hizo perder a Wiener un puesto en el departamento de Birkhoff. Como diría Samuelson en su elogio fúnebre de Wiener: «El éxodo de Harvard provocó en Norbert Wiener un trauma psíquico persistente, y no fue de ninguna ayuda que su padre fuera profesor en aquella universidad […] ni que la madre de Norbert considerara su partida como una cruel humillación».[24]

Los colegas de Wiener en el MIT sabían que sufría períodos de excitabilidad maníaca que iban seguidos de graves depresiones, que amenazaba constantemente con dimitir y que, a veces, hablaba de suicidarse.

—Cuando estaba eufórico, recorría todo el MIT explicando su último teorema —recuerda Zipporah «Fagi» Levinson, esposa de Norman Levinson—. Era imposible detenerlo.[25]

A veces acudía a casa de los Levinson y les decía que quería suicidarse.[26] Uno de los terrores permanentes de Wiener era volverse loco: tenía un hermano, Theo, y dos sobrinos que padecían esquizofrenia.[27]

Quizá debido a sus propios sufrimientos psicológicos, Wiener sentía una aguda empatía con respecto a las desgracias de otras personas. La señora Levinson recuerda que «era egocéntrico e infantil, pero también muy sensible a las auténticas necesidades de los demás».[28] En una ocasión en que un joven colega estaba escribiendo un libro pero no podía permitirse comprar una máquina de escribir, Wiener se presentó sin previo aviso en su despacho con una Royal portátil bajo el brazo.

Cuando Nash llegó al MIT en 1951, Wiener lo acogió con entusiasmo y alentó el creciente interés que el joven sentía por el tema de la dinámica de fluidos, un interés que acabaría por producir la obra más importante de Nash. Por ejemplo, en noviembre de 1952, Nash envió a Wiener una nota en la cual lo invitaba a un seminario que iba a ofrecer sobre «turbulencias desde el punto de vista de la mecánica estadística, funciones de colisión, etc.».[29] La posdata —«ya he encontrado el efecto de nivelación en forma definida»— sugiere que Nash hablaba con Wiener de su investigación, algo que no hacía con casi ninguna otra persona. Nash consideraba a Wiener, un genio adulado y aislado al mismo tiempo, como un espíritu afín y un exiliado como él.[30] Como forma particular de rendir homenaje a Wiener, imitaba algunos de sus movimientos típicos más exagerados.[31]

Sin embargo, Nash se acercaría mucho más a Norman Levinson, un matemático de primera clase y un hombre de carácter extraordinario, que desempeñaría en su carrera un papel similar al de Steenrod y Tucker en Princeton, es decir, una combinación de interlocutor y sustituto del padre. Levinson, que entonces tenía poco más de cuarenta años, era más enigmático que Martin pero mucho más accesible que Wiener.[32] Delgado pero fuerte, de estatura mediana y facciones pronunciadas, Levinson era un profesor muy competente que rara vez mostraba la menor expresión facial y nunca se refería a sus propios logros. Sufría de hipocondría y de grandes cambios en su estado de ánimo, con períodos maníacos de intensa actividad creativa, seguidos de meses —a veces años— de depresión en los cuales nada le interesaba. Ex comunista como Martin, durante los años de McCarthy sufrió por partida doble, pues no sólo tuvo que afrontar el escándalo y las amenazas a su carrera, sino también la enfermedad mental de su hija adolescente.[33] A pesar de esas tribulaciones, Levinson era y seguiría siendo durante mucho tiempo el miembro más respetado del departamento. Reflexivo, decidido y receptivo a las necesidades personales e intelectuales de quienes le rodeaban, actuaba como padre confesor y como sabio consejero: constantemente se requería su opinión —que era la que más peso tenía— sobre todos los asuntos, desde la investigación hasta los nombramientos.

Nash se sintió atraído por la fuerte personalidad de Levinson y por una cualidad que ambos compartían y admiraban: una propensión poco común a abordar problemas nuevos o difíciles. Levinson fue uno de los primeros pioneros de la teoría de las ecuaciones diferenciales con derivadas parciales —lo que le valió un premio Bôcher— y el autor de un importante teorema de la teoría cuántica de la dispersión de partículas. Pero aún más notable resulta el hecho de que, cuando había sobrepasado los sesenta años y ya padecía el tumor cerebral que acabaría con su vida, Levinson consiguió el resultado más importante de su carrera: la solución de una parte de la famosa hipótesis de Riemann.[34] En muchos aspectos, Levinson constituyó para Nash un modelo a imitar.