Epílogo

Londres, verano de 1965

Normalmente en un día laborable, a media mañana, solía estar en su despacho entre papeles o en alguna reunión, pero nunca completamente desnuda y en su dormitorio.

Sin embargo, ella no sentía remordimientos ni tampoco la necesidad de levantarse y ponerse a trabajar; estaba divinamente, relajada, satisfecha.

¿Para qué estropearlo metiéndose en su gabinete?

—¿No deberías arreglarte?

Claudia se estiró en la cama y negó con la cabeza. Tenía una cita en menos de una hora con Eric Boston, y a este paso iba a llegar tarde.

Y no le preocupaba lo más mínimo.

—Se supone que para eso está el director ejecutivo —murmuró sin intención de levantarse y vestirse.

Para eso hacía ya más de un año que, dispuesta a tener más tiempo para sí misma, decidió delegar obligaciones; para empezar, Bodegas Santillana en esos momentos estaban en manos de su legítima propietaria, Victoria, que contaba con el impagable apoyo de Justin.

—Joder, no me gusta un pelo ese banquero, y si de mí dependiera ni te acercarías, pero no podemos posponer esa cita. No es de fi ar.

—En teoría ningún banquero es de fiar —apostilló ella haraganeando un poco más.

Él acabó de vestirse, no iba a decir en voz alta lo que opinaba de ese tipo, porque ella se ofendería y entonces comenzarían una absurda discusión. El banquero en cuestión no dejaba de tirarle los tejos y Jorge no podía hacer lo que realmente deseaba: mandarle al cuerno, ya que al parecer eran buenos amigos y, además, nunca se debe enemistar uno con un banquero.

De nuevo se acercó a ella, con la camisa sin abrochar, para darle un buen azote en el culo para que ella espabilara.

—Ya voy, ya voy —adujo enfurruñada por tener que abandonar las sábanas arrugadas y ponerse a trabajar.

—No te hagas la remolona —dijo en tono de advertencia, para ver si ella dejaba de perder el tiempo.

—Se supone que soy la jefa y que puedo tomarme el día libre si me apetece —le recordó con una pícara sonrisa.

Él negó con la cabeza; mejor apartarse de la tentación porque a ese paso no abandonarían la alcoba, y tenían varios asuntos pendientes por delante. Se dispuso a abotonarse la camisa cuando oyeron unos golpecitos en la puerta.

—¿Señora Campbell?

—Joder, la que faltaba para el duro —se quejó Jorge al reconocer la voz de Higinia.

Qué mujer, o mejor dicho, vaya perro guardián. No había manera de convencerla para que dejara de llamarla señora Campbell, cosa que le molestaba sobremanera.

Higinia insistía en que, mientras no hiciera de ella una mujer «decente», no variaría su opinión de que vivían en pecado.

Jorge, en un intento de explicarle los hechos, le había hablado de su situación temporal, ya que estaba a la espera de obtener la nulidad y el mismo día en que fuera efectiva se casaría con la señora Campbell, pero ni con ésas. La mujer protegía a Claudia contra viento y marea y no dudaba en dedicarle todo tipo de «cumplidos» sobre lo indecente de su relación.

Justin se lo había advertido.

Jorge al principio aguantaba el tipo y callaba; sin embargo, poco a poco le fue perdiendo el miedo y devolviendo cada uno de sus golpes verbales, especialmente cuando se trataba de su tonteo más que evidente con el profesor Torres, que se hacía el sueco.

Claro que ellos sí habían podido legalizar su situación y, aunque se comportaran como veinteañeros enamorados, al estar casados «como Dios manda», no tenían que dar explicaciones.

El proceso de la nulidad matrimonial eclesiástica le estaba trayendo por el camino de la amargura, a pesar del excelente trabajo de Parker y la colaboración de Rebeca, que ahora resultaba ser la primera interesada; se encontraban una y otra vez con un no por respuesta, hecho que empezaba a crisparle los nervios.

Había intentado todas las vías, incluyendo el patrocinio de algunas obras «piadosas» con tal de acelerar los trámites, hecho que ocultó a Claudia, porque se enfadaría al considerarlo un soborno en toda regla.

Pero es que ésta no terminaba de entender que hay cosas que funcionaban de modo diferente.

Sabía muy bien quién era el principal opositor, el «querido» tío de Rebeca, que movía todos los hilos disponibles con tal de entorpecer la cuestión.

Y eso que su sobrina había redactado un documento de su puño y letra exponiendo los hechos, con total sinceridad, sin recriminaciones, ni acusaciones, sólo explicando su situación.

Sin embargo, de poco o nada había servido, y él sufría por Rebeca, ya que seguía viviendo en Ronda y con su nueva situación era el blanco preferido de las habladurías.

Por suerte, o por influencia más bien de Victoria, su querida madre había optado por no decir ni pío, ayudando a la causa por omisión, que no por devoción.

Ahora llevaban una vida en Londres, como siempre había querido. Alejados de dimes y diretes, junto a Claudia, con la que había hablado largo y tendido sobre cada día en los que estuvieron separados. Sin callarse absolutamente nada. Sin juicios, sin recriminaciones, simplemente sinceridad en estado puro.

Aclararon todas las cuestiones, incluyendo una especialmente relevante tras la maternidad de Rebeca, pues, teniendo en cuenta el ritmo sexual que llevaban, le extrañaba que Claudia no estuviera embarazada; no obstante, escuchó de labios de ella la cruda realidad: tras dar a luz a Victoria tuvo una serie de complicaciones que acabaron con su posibilidad de volver a ser madre.

—¿Señora Campbell? —insistió Higinia golpeando de nuevo la puerta, denotando su falta de paciencia.

—Ya voy —masculló él mirando por encima del hombro a una Claudia que remoloneaba en la cama y se reía divertida.

—Anda, abre —le instó ella cubriéndose, no mucho, la verdad.

—Ahora mismo, porque estoy seguro de que es capaz de tirarla abajo. ¿Qué pasa? ¿Dónde está el fuego? —preguntó a la mujer tras entornar la puerta lo indispensable para que no viera la escena interior.

La mujer lo miró y le enseñó un sobre pequeño.

—Acaba de llegar esto, es urgente —le dijo Higinia entregándoselo y, como siempre, le dedicó una de esas miradas reprobatorias.

—¿Algo más? —preguntó con sarcasmo asegurándose de que no cotilleaba más de lo necesario.

¡Tanto alboroto por una jodida carta!

Cerró la puerta rápidamente y se acercó a la cama donde Claudia ni tan siquiera hacía amago de incorporarse.

—Tu querida Higinia —tiró el sobre encima de las sábanas— que no sabe cómo amargarme el día —se quejó por enésima vez del comportamiento de la mujer.

Claudia no le dijo que a corto plazo la situación no iba a cambiar y que se armara de paciencia; no obstante, mejor suavizar el asunto.

—Ya sabes cómo es, no se lo tengas en cuenta —afi rmó sentándose para abrir la correspondencia, pero en el último segundo quiso entregársela a él—. Es para ti, viene a tu nombre.

—Ábrela, ya sabes que no tengo secretos contigo —indicó él desde el cuarto de baño mientras terminaba de arreglarse, quejándose entre dientes.

Claudia rasgó el sobre y sacó un papel, tamaño cuartilla, doblado por la mitad.

Lo que más le llamó la atención fue el grosor y la textura del papel, poco habitual para la correspondencia habitual.

Desdobló la misiva y leyó.

No pudo pasar de la primera línea al darse cuenta de lo que aquello implicaba.

—¿De qué se trata? —inquirió él saliendo del aseo al tiempo que se dirigía al vestidor para anudarse la corbata; la miró de refilón desde el espejo.

Al ver que ella no respondía y que lloraba, se acercó rápidamente hasta la cama y le quitó la maldita carta.

No soportaba verla llorar.

La cogió ceñudo y a medida que comprendía todas y cada una de las palabras se le fue formando una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Joder! —exclamó mirándola sonriente—. Ese cabrón… Va y me manda una invitación de boda, ¡la suya!

—Eso quiere decir que…

—Que tu perro faldero —ya no lo decía despectivamente, sino como broma— lo ha conseguido y el muy hijo de puta, en vez de avisarme, organiza su propia boda con mi exmujer.

Junto con la invitación de boda había unas fotografías, la primera de Justin, Rebeca y Justin júnior, que enseñaba los cuatro dientes al fotógrafo, en brazos de su padre, tan rubio como él.

También otra de Victoria, a las puertas de la vieja casa, ahora completamente restaurada, donde, por decisión propia, había instalado su residencia junto a su abuela, de la que se negaba a separarse, pese a los sabios consejos de su padre.

—Oh, Dios mío…

—¡Ya era hora! —exclamó Jorge tirándose en la cama junto a ella, sin otra intención que abrazarla y mandar a paseo sus citas de la jornada con tal de celebrarlo.

Comenzó a desnudarse, animado, eufórico, dispuesto a todo, pero cuando se estaba bajando los pantalones cambió de idea.

—Arriba —ordenó tirando de ella para que se incorporara.

—Pero ¿qué…? —protestó Claudia, que deseaba disfrutar de la buena noticia en la intimidad.

—Nos vamos, vístete —indicó impaciente sin soltarla.

—Prefiero quedarme aquí, contigo, ya sabes —se insinuó provocadora y tentadora para que él no tuviera dudas acerca de su sugerencia.

—Ni hablar. —Jorge se mantuvo intransigente y no paró hasta arrastrarla hasta el vestidor.

Una vez allí buscó entre su colección de vestidos elegantes y descolgó una percha que contenía uno azul marino, entallado, y se lo puso encima para que ella lo agarrara, sin miramientos, sin perder un segundo.

Después abrió los cajones y extrajo ropa interior y medias. Por último se acercó hasta las baldas que contenían los zapatos y eligió unos a juego.

—Date prisa —insistió expeditivo.

—¿Se puede saber a qué vienen tantas prisas? —preguntó sosteniendo toda su ropa sin, de momento, tener ninguna intención de vestirse. No al menos hasta que él le ofreciera una explicación medianamente razonable.

Él se acercó de nuevo a ella y mirándola de forma extraña le dijo:

—He esperado este momento toda mi vida —comenzó controlando sus emociones—, y ahora, que por fin soy libre, no voy a perder ni un solo jodido minuto en casarme contigo.

—Pero… ¡¿qué dices?! —exclamó sorprendida por la vehemencia de sus palabras.

—Que estamos en un país donde la gente se casa y se descasa en un día, que podemos hacerlo ahora mismo, que no quiero esperar, que estoy harto de esta condenada situación, que de ninguna manera voy a dejar que escapes y que, como no me fío ni un pelo de ti, nos vamos a donde sea que se case aquí la gente, con tal de que a la hora de la cena seamos marido y mujer.

Ella sonrió lentamente, qué ímpetu, qué entusiasmo.

Jorge, que en estos casos perdía la paciencia a las primeras de cambio, no soportaba su silencio y mucho menos que siguiera desnuda; era uno de esos extraños momentos en los que la prefería vestida.

—Vamos —insistió de nuevo.

Ella negó con la cabeza, para desesperación de él y diversión propia.

Tiró la ropa a un lado y caminó hasta él, le pasó los brazos alrededor del cuello y le susurró en el oído:

—Puedo esperar un poco más.

—Yo no. Quiero hacer de ti una mujer decente.