21
Justin subió la escalera hasta el tercer piso donde se ubicaba la pensión, y llamó con los nudillos a la desvencijada puerta con apariencia de cartón piedra.
Durante todo el tiempo, el olor a lejía combinado con el de repollo cocido era asfixiante.
Se fijó en la placa metálica con la figura de un Jesucristo que estaba atornillada a la madera por encima de la mirilla.
Al momento le abrieron. Una mujer entrada en años, pintada de forma indescriptible, lo miró de arriba abajo.
—Las putas son en el primero derecha —le espetó y empujó la puerta.
Él ya se había percatado de ello cuando llegó al portal. Ese tipo de detalles rara vez pasaba desapercibido.
—Buenos días, señora. —Puso rápidamente el pie para evitar que ella cerrase en sus narices.
—¿Qué se le ha perdido a usted por aquí? —inquirió manteniendo su tono grosero.
—Vengo a buscar al señor Torres, me han dicho que vive aquí.
—¿Para qué lo busca?
Justin se armó de paciencia, vaya dotes para llevar a cabo un interrogatorio que gastaba la buena señora. Ahora entendía por qué era tan difícil mantener un secreto en esa ciudad.
—Necesito contratar a un chófer y me lo han recomendado.
—Ah, bueno. —La mujer parecía desilusionada—. En seguida lo llamo.
Esperó pacientemente en el rellano de la escalera, ya que la dueña, sin un ápice de educación, no lo invitó a pasar.
Apenas dos minutos después aparecía el hombre, bastante contrariado. Por la mirada que le dirigió, el abogado supo que lo había reconocido.
—Señor Torres, ¿podría acompañarme? —preguntó respetuosamente esperando a sacarlo de allí y evitar que la mujer se enterara de lo que no le interesaba.
Por suerte no puso ninguna excusa y los dos bajaron a la calle. Justin le señaló el vehículo que él mismo, pese a que no entendía por qué en ese país se conducía por el lado equivocado, había conducido.
—Déjeme a mí —se ofreció el profesor—. Si nos están mirando por la ventana… —A pesar de utilizar la conjunción condicional quedaba implícito que así sería—. Preferiría no dar que hablar.
—Lo entiendo.
Se subió a la parte trasera a pesar de que no estaba de acuerdo, pero prefería no incomodar a aquel hombre.
Le mostró la dirección y se pusieron en marcha.
Justin sabía que contratar a un chófer para un trayecto de veinte kilómetros era ridículo cuando en la parada de taxis hubiera podido coger uno sin más, por eso estaba seguro de que el conductor sospechaba algo.
Llegaron a un apartado de la carretera, un área de descanso, donde, bajo cuatro árboles, estaban dispuestas unas mesas y sillas y donde les esperaba una mujer que inmediatamente se levantó para acercarse al vehículo.
—¿Qué clase de burla es ésta? —preguntó con evidente desconfianza el hombre cuando se bajó del asiento de conductor.
—Señor Torres… —murmuró Claudia emocionada, quitándose sus gafas de sol.
El hombre se mostró confundido, miraba a la mujer que tenía delante y al hombre que había ido a buscarlo.
—Será mejor que os deje unos minutos a solas —dijo Justin apartándose.
—¿No me reconoce? —inquirió ella conteniendo las lágrimas y dando un paso atrás para que la observara. Al ver que mantenía el silencio añadió—: Soy Claudia, profesor.
Él abrió los ojos como platos al darse cuenta. Hacía tanto tiempo que nadie lo llamaba así…
Sonrió emocionado a la mujer en la que se había convertido su antigua alumna y ella, en respuesta, se abrazó con fuerza, y sin más rompió a llorar.
—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡No llores, chiquilla! —La zarandeó suavemente.
—No se imagina la ilusión que me hace volver a verlo.
—Tenemos muchas cosas de las que hablar, ¿no es cierto? —apuntó él igualmente emocionado—. Te has convertido en toda una señora.
Ambos caminaron hasta sentarse en uno de los bancos para poder continuar la conversación con mayor comodidad.
—Antes que nada me gustaría que conociera a uno de mis mejores amigos. —Hizo una seña a Justin para que se acercara y les presentó.
Ambos hombres se estrecharon las manos.
—Quiero pedirle disculpas por haberme atrevido a molestarlo en su casa, pero ya sabe cómo es ella… —dijo Justin con una sonrisa.
—Sí. Con dieciocho años ya era de armas tomar, así que me imagino que ahora será mucho peor.
—Oh, por favor —murmuró ella—. No es para tanto.
Claudia quería hablarle del tema de la ayuda evitando que él se sintiera molesto, así que durante unos minutos charlaron de cosas banales, chascarrillos y demás. Asimismo, plantearle abiertamente sus intenciones podría confundirlo y hasta ofenderlo; a ninguna persona le gusta que le recuerden sus miserias.
—Sé que quieres preguntármelo —apuntó el señor Torres tras unos minutos de charla distendida.
Ella se sintió levemente avergonzada porque ya conocía los hechos, pero no le importaba escucharlos de primera mano.
—¿Qué ocurrió?
Él negó con la cabeza antes de responder.
—Las cosas simplemente se descontrolaron. La gente vivía con miedo, todo el mundo quería ser el más patriota y cualquier mínimo gesto podía malinterpretarse.
—¿No le ayudaron los Santillana? Tengo entendido que trabajaba para ellos —preguntó el abogado.
—Tú los conocías —respondió mirando a Claudia—. Cuando murió Antonio, su esposa tomó las riendas y no iba a permitir que cualquier sospecha enturbiara su posición.
—¿Y Jorge Santillana? ¿No hizo nada por usted? —De nuevo fue Justin quien formulaba la cuestión.
—Poco antes de que ella se marchara, él se incorporó al servicio militar, por lo que apenas iba por la casa. Y bueno… cuando lo hacía sus condiciones eran lamentables.
—Olvidemos el pasado —apostilló ella decidida—. Me gustaría devolverle, aunque sea una décima parte, lo que hizo por mí.
—¿Lo que hice? —preguntó sin entenderlo—. Sólo te enseñé cuatro cosas.
—Fue mucho más que eso —le contradijo al tiempo que respiraba para poder controlar sus emociones, las cuales estaban a flor de piel. Quería a ese hombre y conseguiría restituirle al lugar que le pertenecía.
—Hablemos de ti. Sé que te fuiste precipitadamente y mírate ahora… He oído rumores por el pueblo.
—Me echaron —admitió ella—. Me fui a Inglaterra y allí conocí a un hombre maravilloso que… —Tuvo que parar para poder limpiarse las lágrimas.
—¿Te casaste?
—Sí. —Ya le explicaría en otro momento los pormenores—. Tengo una hija, Victoria. Me gustaría tanto que la conociera…
—¡Por supuesto!
—Entonces no se hable más. ¿Tiene pasaporte?
—¿Pasaporte?
Claudia pasó por alto la mirada de advertencia de su abogado; se estaba dejando llevar por la emoción e iba demasiado rápido.
Pero ella no quería dejar pasar ni un minuto más.
—Sí. Sólo he vuelto para arreglar unos asuntos. Mi vida está en Londres y me gustaría que se viniera conmigo.
—No creo que yo pueda…
—No se preocupe por nada, yo me encargaré de todo. Tengo los recursos, profesor, pero lo más importante es que quiero hacerlo. Me parece una injusticia que usted tenga que trabajar de taxista.
—Las cosas me van bien así, a mi edad no son buenos los cambios.
Ella se puso en pie, no entendía su actitud, pues le estaba ofreciendo una oportunidad increíble.
—Pero ¡no puede querer seguir así!
—Claudia… —advirtió Justin.
—Hija, he conseguido que se olviden de mí. Tengo un trabajo que me permite comer un plato caliente de comida todos los días y duermo bajo techo.
—¿Y trabajar doce horas por un salario mínimo? ¿Tener las manos llenas de sabañones mientras espera en la estación a que algún pasajero llegue en el tren? ¿Destrozarse la espalda conduciendo durante horas?
—Es mejor así —admitió resignado con su situación.
—¿Cómo puede conformarse? ¿Cómo aguanta esa situación? ¡Usted siempre ha querido enseñar, dedicarse a la lectura, visitar museos…! Y créame, en Londres podría hasta aburrirse de visitar museos.
—Deja que lo decida él —dijo Justin.
—Si le preocupa el asunto del pasaporte él… —señaló al abogado— se encargará de todo, le conseguirá los documentos necesarios, por eso no se preocupe.
—No sé… Es arriesgado. No me gustaría volver a pasar por todo aquello. Es mejor no dar que hablar.
Claudia empezó a moverse frustrada y desilusionada. Quería lo mejor para ese hombre y él se resistía a dar un giro a su vida.
—Por favor… —le rogó ella.
—Está bien, lo pensaré.
Ya no había mucho más que decir, por lo que decidieron regresar a Ronda de Duero. Cuando dejaron al señor Torres junto a su calle, Claudia, que no había parado de maquinar, llegó a una conclusión.
—Entérate de a quién pertenece el local que en su día fue la librería de la familia del profesor. Hazle una oferta.
—¿Qué estás tramando?
—Cosas mías.
—Te lo pregunto para, primero, estar preparado y, segundo, para advertirte. Te estás metiendo en un terreno muy peligroso.
Ella arqueó una ceja.
A buenas horas…
—¿Y?
—Bueno, teniendo en cuenta que nuestra idea inicial era quedarnos sólo una semana… Me parece que tendremos que ir reajustando nuestros planes, ¿no crees?