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Victoria seguía sin comprender por qué su madre se llevaba tan mal con doña Amalia, pues la anciana se mostraba encantadora y la trataba mejor que bien.
Así que, para evitar cualquier tipo de enfrentamiento con su progenitora, se preocupaba de salir de casa sin levantar sospechas; también se informaba de los días en que su madre se quedaría en su despacho, asegurándose de este modo de que no iba a cruzarse «accidentalmente» con ella.
Hoy era uno de esos días en los que su madre estaría ocupada hasta tarde con sus quehaceres, por lo que podía ir tranquilamente, dando, eso sí, un agradable paseo por las calles, porque no dejaban de sorprenderla las costumbres de Ronda de Duero.
Una vez que llegaba a las bodegas, entraba en la gran casa, donde la recibían encantados. Especialmente Petra, la mujer para todo que se desvivía por ella y que la trataba como a una hija.
Victoria le agradecía cada una de esas muestras de cariño, a pesar de que la dueña de la casa la reprendía por ello, pues según doña Amalia nunca se debe una mostrar demasiado amable con la servidumbre, porque, si no se mantienen las distancias, ésta se puede tomar confianzas y creerse lo que no es.
Era una opinión que no compartía, pero tenía la esperanza de dulcificar un poco a la señora para que dejara de ser tan cascarrabias.
Tenía que reconocer que empezaba a tenerle cariño.
Cuando se reunían, pasaba horas charlando con la madre de Jorge, escuchándola con atención, pues la mujer le contaba la vida y milagros de todos los habitantes de Ronda, historias de su juventud o anécdotas de su hijo.
Lo que más le llamaba la atención era la clase de vida que había llevado, pues había pasado por varios contratiempos y siempre había salido adelante. Era el ejemplo de una persona que no se achicaba ante las adversidades y que siempre levantaba la cabeza.
También le relataba las vicisitudes de su matrimonio, cómo era Antonio Santillana; por lo que contaba, era un hombre de poco carácter, muy parecido al hijo, que se dejaba manejar siempre y cuando tuviera alguna que otra válvula de escape.
Victoria se rió ante ese comentario; estaba claro que en esa familia, como en muchas otras, era gracias a la astucia y al esfuerzo de las mujeres por el que se salía adelante.
Como todos los días, se habían reunido en el saloncito. Casi siempre estaban solas, pero en esa ocasión se les había unido Rebeca, quien mantenía silencio y se limitaba a dar la razón a su suegra sin cuestionar absolutamente nada.
Tampoco aportaba ningún comentario a la conversación y a Victoria la extrañaba que, llevando tantos años casada con Jorge, no tuviera nada que decir.
Se comportaba como si fuera un mueble más de la estancia; la única diferencia era que respiraba.
Tras varios temas, Amalia decidió preguntar directamente, para ver qué sabía la chica o qué mentira le habían contado.
—¿Y dices que nunca conociste a tu verdadero padre? —Formuló la cuestión en tono amable, no quería ofenderla. Era su nieta y, pese a todo, no le deseaba ningún mal a la joven.
—No —contestó con naturalidad—, pero no me importa, para mí Henry siempre será mi padre —respondió sin sentirse ofendida por la cuestión, y se fijó en la otra mujer: no parecía estar bien—. ¿Se encuentra bien? —inquirió Victoria dirigiéndose a Rebeca, que se había llevado la mano al estómago, como si estuviera indispuesta.
Amalia, que rara vez se preocupaba de su nuera, la miró de soslayo, negando con la cabeza.
—No te preocupes, querida, la mitad del tiempo está enferma —dijo en tono despectivo confiando en que mantuviera el pico cerrado.
Sólo faltaba que esa insensata levantara la liebre.
Eso sorprendió a la joven, pues Rebeca, de edad similar a la de su madre, habitualmente no parecía una mujer enfermiza.
—No… no pasa nada, estoy bien —murmuró la aludida tapándose la boca con una mano y controlando sus ganas de vomitar el desayuno.
Ese día era el segundo que se había levantado con el estómago revuelto. Y si a eso se le sumaba que la conversación le causaba un gran dolor…
—¿Y nunca has sentido curiosidad? —insistió Amalia obviando completamente la posibilidad de que su nuera se encontrara indispuesta.
—No, porque siempre tuve uno a mi lado —contestó con una sonrisa recordando al viejo Henry, su paciencia y sus consejos.
Rebeca gimió de nuevo, llamando la atención, cosa que odiaba, pero no había podido evitarlo.
Amalia le puso mala cara.
—Anda, haz el favor de ir a tu cuarto a acostarte, tienes un aspecto horrible —saltó la anciana enfadada por los aspavientos que hacía la inútil de su nuera.
Ella se levantó mordiéndose el labio para controlar las arcadas; y en ese instante entró su marido, sonriente, a saludar a las allí presentes.
Cuando su esposa pasó a su lado, la detuvo al percibir su expresión de dolor.
—¿Estás enferma? No tienes buen aspecto.
A Victoria le llamó la atención el tono tan poco cariñoso que él había utilizado.
—Sólo necesito descansar un poco. Quizá algo que he comido me ha sentado mal.
—¿Quieres que te acompañe a la consulta del médico? —se ofreció Jorge amablemente, ahora más preocupado al darse cuenta de que podía ser algo serio.
—Déjala, ya sabes que todo se le pasa rezando o paseando —intervino la suegra con toda la mala leche habitual.
Victoria observaba aquella escena y sintió pena por esa mujer; la trataban como a una niña, incluso peor. Sin cariño, como si fuera un incordio…
Jorge se comportaba con educación pero distante; no parecía su marido… ni una sola muestra de cariño.
Y Amalia no hacía ningún esfuerzo por disimular su descontento por tener en la familia a una nuera así.
Como ella no era amiga de permanecer pasiva, se levantó y se acercó hasta Rebeca con la intención de ayudarla.
—¿Y si salimos a dar una vuelta por ahí? —sugirió con una sonrisa amable esperando que Rebeca se sintiera mejor.
Nada más acabar su frase, los otros tres la miraron como si hubiera perpetrado alguna clase de delito.
—¡Déjame en paz! —exclamó a punto de llorar. Como se decía popularmente: encima de burro, apaleado.
Ofendida con su sugerencia, Rebeca salió escopetada de allí, sin ni tan siquiera despedirse.
Victoria no entendió tal reacción.
—Además de beata, maleducada —sentenció la viuda con su habitual cinismo, pero tampoco le dedicó mucha más atención.
—Madre, por favor, no se meta con ella. Usted es la primera que se apunta a cualquier novena, rosario o fiesta de guardar —criticó él observando de reojo a Victoria, que seguía bastante desconcertada con la escena familiar.
Y no era para menos, porque lo que pasaba en esa casa no tenía nombre.
—Déjala, seguramente acabará paseando por ahí, perdiendo el tiempo, a saber dónde, porque últimamente… —La inquina que destilaban sus palabras era considerable. Negó con la cabeza dando a entender que Rebeca era poco menos que tonta y que le importaba un pimiento lo que le pasara, con tal de que no molestara—. En fin, ve y mira a ver qué tripa se le ha roto ahora —indicó a su hijo con la clara intención de olvidar el desafortunado incidente.
—Tengo trabajo —respondió éste rápidamente excusándose para no tener que ejercer de amante esposo, cosa que por cierto nunca había hecho.
—Yo no tengo nada que hacer, puedo acompañarla al médico —se ofreció Victoria incrédula ante lo que presenciaba.
—No te molestes —intervino rápidamente Amalia, dándole unas palmaditas—. Ve tú —le indicó a él—, es tu esposa y últimamente está más rara de lo normal, quizá las compañías…
—Deje de malmeter, madre. Rebeca tiene derecho a salir sin dar explicaciones. —A pesar de decirlo en voz alta no parecía estar totalmente convencido.
—Pues deberías vigilarla —insistió la anciana.
—Como quieras. Me temo que no puedo quedarme.
—Mi madre es dura de pelar, ¿eh? —bromeó la chica con una sonrisa, mirándolo.
Jorge aguantó las ganas de réplica, más que nada porque no quería hablar de nada relativo a Claudia delante de su progenitora, pues ésta aprovecharía cualquier información para criticarla.
—Os dejo con vuestras cosas.
Amalia arrugó el morro, disgustada con la idiotez de su hijo; «ver para creer», pensó sin entender cómo era incapaz de no darse cuenta.
«Señor, llévame pronto», se dijo en silencio.
Pero como la situación, por el momento, no tenía remedio, decidió concentrarse en la joven.
—¿Qué planes tienes respecto a tu futuro?
—Por ahora acabar los estudios y supongo que después no me quedará más remedio que ponerme a trabajar.
—Pero eso está bien, es importante trabajar, hasta que te cases, claro.
—A veces mamá se pone insoportable con el trabajo. No piensa en otra cosa. Henry siempre le decía que debía distraerse, que no era bueno para una mujer joven encerrarse tantas horas en un despacho, pero… —se encogió de hombros—, pero no creo que me case y me quede en casa.
—¿Por qué, chiquilla?
—Me aburriría —contestó con sinceridad.
—Estar casada implica ocuparte todo el tiempo de las necesidades de tu marido, ayudarlo, guiarlo… —explicó la mujer como si fuera una verdad universal y la máxima aspiración de cualquier mujer.
—No me convence… Además, siempre he querido tener algo que hacer, algo importante.
—Bueno, ya verás: cuando aparezca el chico adecuado, cambiarás de opinión —murmuró Amalia con cariño. Puede que la madre fuera una zorra, pero la hija era un encanto y ella iba a encargarse de tenerla a su lado—. Y ahora, si te parece bien, acompáñame a misa de doce.
Victoria, que no tenía otra cosa mejor que hacer, siguió a la anciana y se quedó de piedra cuando ésta insistió en que se pusiera un velo en el pelo para poder acceder a la iglesia.
Como no tenía ninguno, Amalia le prestó uno de los suyos y la ayudó a colocárselo correctamente para no desentonar.
Muchos en Ronda se preguntarían qué hacía con la hija de la que se suponía era la mujer que iba a causarles la ruina, pero, aunque ni muerta lo reconocería, hasta la fecha la maldita señora Campbell no había dicho una sola palabra sobre lo que se cocía en las bodegas, por lo que los habitantes de Ronda sólo especulaban.
Ya llegaría el momento de hablar alto y claro sobre la relación que unía a ambas, porque, si de algo estaba segura, era de que era su nieta.
Una vez dentro del templo, Victoria miró a uno y otro lado, y se dejó guiar completamente por Amalia; se acomodaron en los bancos delanteros, junto con el resto de las mujeres, tanto las jóvenes como las mayores. Todas iban ataviadas de forma recatada y, por supuesto, con el velo negro cubriendo su cabello.
Victoria no era muy aficionada a acudir a servicios religiosos; si ya el asunto del velo negro la había dejado sorprendida, aún le quedaba un detalle más. No pudo evitar mirar a su alrededor y, aparte de admirar la arquitectura, se fijó en la disposición de los asistentes.
No entendía la razón por la que los hombres permanecieran separados, en las filas traseras.
Quiso preguntar a doña Amalia, pero ésta le hizo un gesto para que mantuviera silencio.