36

Jorge se acercó al comedor donde su madre, acérrima defensora de los horarios, y su esposa, insoportablemente obediente, se disponían a cenar.

En esa casa se llevaba a rajatabla, por expreso deseo de Amalia, ese asunto. No sería la primera vez que alguien se quedaba sin alguna de las comidas por descuidarse cinco minutos.

Claro que, para descuadrar horarios, estaba él, pues desde hacía mucho se pasaba por el arco de triunfo esa estúpida norma.

Él, de haber podido, hubiese estado cenando por ahí cualquier cosa, pero ahora se había propuesto llevar cierto orden en su vida y eso incluía las comidas.

—Buenas noches —saludó a las dos mujeres de forma distraída y se sentó a la mesa, enfrente de Rebeca pero sin la menor intención de mirarla. Y, a ser posible, evitaría hablar con ella, más que nada porque no tenían nada interesante que decirse, y no le apetecía forzar una insípida charla.

—Es de mala educación leer mientras se come —dijo su madre mirándolo mientras adoptaba una actitud inflexible.

Para no entrar en discusiones, dejó a un lado los papeles que había llevado consigo con la intención de entretenerse; había visto a su padre en más de una ocasión ocuparse de asuntos de negocios en la mesa, así que no entendía por qué su madre protestaba.

Pero bueno, mejor no darle motivos para que lo molestase.

En seguida notó que era el centro de atención y eso no le gustaba nada, pero era comprensible, pues rara vez se sentaba, sereno, a la mesa con intención de ingerir… alimentos.

Una vez servidos, agradeció que su madre no quisiera entablar una de esas absurdas conversaciones a las que su querida esposa contestaría con monosílabos para no disgustar a su suegra. Con un poco de suerte podría escaparse en breve y poder ir donde realmente deseaba estar.

Llevaba tres días sin verla, porque cuando coincidió con ella en la calle central cuando salía del banco resultó patético, ya que se limitó a saludarla y sujetarle la puerta para que ella pasara. Todo tan asquerosamente civilizado y correcto que se sintió el mayor hipócrita de la historia.

Disimular lo que realmente sentía por esa mujer era una tortura aún más cruel que añorarla, pues delante de todos tenía que odiarla, por lo que le hizo, por lo que le estaba haciendo.

Y él debería actuar conforme a lo que se esperaba, pero no podía.

—Hoy ha sido un día agotador. Voy a retirarme —murmuró Rebeca en voz baja, como si en vez de pedir permiso pidiera perdón por levantarse.

Su suegra la miró como si fuera un mueble y ni se molestó en desearle buenas noches, o interesarse por ella.

Una vez a solas, se dirigió a su hijo.

—¿Tienes idea de dónde se pasa tu mujer la mayor parte del tiempo? —preguntó con inquina.

—Misa de doce… Rosario de las cinco. Catequesis los domingos por la mañana… —comentó distraído sin preocuparse lo más mínimo. En primer lugar, no le interesaba y, en segundo, ella era demasiado previsible.

—Pues deberías preocuparte un poco más de adónde va o, mejor dicho, de con quién va —prosiguió su madre soltando pequeñas dosis de información envenenada.

—Madre, no soporto a las beatas con las que se reúne todos los jueves por la tarde —respondió advirtiéndole de que no estaba para tonterías.

—Me han llegado rumores de que…

—¡Ya está bien! —exclamó enfadado dando un golpe en la mesa.

—Jorge, vas a escucharme, porque es importante —repuso ella en tono autoritario.

Él hizo una mueca. Si se empeñaba en soltarle un sermón, nadie podía detenerla.

—Te escucho —accedió resignado recostándose en la silla y cruzándose de brazos. «Qué difícil es esto de vivir sin alcohol», pensó.

—No voy a negar que últimamente tu actitud respecto a tus obligaciones ha cambiado, y que me sorprende.

—Pues no lo parece —masculló.

—Y está claro que tenemos que ser fuertes frente a esa…

—Cuidado.

—… mujer. Y por eso debemos controlar todos los aspectos.

Jorge puso cara de estupefacción.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Tu esposa.

—¿Rebeca? ¿Qué cojones tiene que ver ella en todo esto? —inquirió negando con la cabeza. «Lo que tiene que oír uno por tener orejas…».

—Sus nuevas… amistades.

—Vamos a ver, que yo me entere… —murmuró controlándose para no mandarla a paseo. «Cómo se echa de menos una copa en ciertos momentos»—. ¿Qué ha hecho para que esté tan paranoica?

—Hablar con ese abogado.

—¿Con Parker? —Ahogó unas carcajadas—. Deje de ver fantasmas donde no los hay. Ya sabe cómo es, le gusta ser amable con todo el mundo.

—Y tonta, Jorge, es tonta —atacó Amalia sin la más mínima consideración.

—Rebeca no es muy espabilada, de acuerdo, pero no creo que vaya a perjudicarnos.

—Ella no, desde luego, le falta un hervor. Él es quien me preocupa.

—No la sigo, madre. De verdad que a veces sus procesos deductivos me dejan fuera de juego.

—Abre los ojos, hijo. Ese hombre ha visto en ella nuestro punto más débil. Una forma mezquina de obtener información y de poder ayudar a… ésa en su plan de dejarnos en la miseria y de ponernos de patitas en la calle.

Jorge, que al principio también pensó lo mismo, sabía que no era cierto, pues Claudia sólo se estaba ocupando de reflotar la empresa y ni siquiera había insinuado que se marcharan de la casa, cuando ella podía trasladarse y dejar el hotel, cosa que, por otro lado, a él le encantaría.

El problema fundamental era que su madre no podía soportar que fuera ella quien demostrara la incapacidad de la familia Santillana para manejar el negocio, algo que él, poco a poco, iba aceptando, ya que prefería, llegado el caso, que la herencia familiar sobreviviese, incluso dejándole fuera, antes que caer en la bancarrota y que todo se fuese al carajo.

Y ahora su madre y sus elucubraciones… Rebeca pasando información al «enemigo». Joder, a imaginación no la ganaba nadie.

Se frotó la cara intentando no ser muy grosero con ella y convencerla de que estaba perdiendo el norte.

—Rebeca nunca se ha interesado por la compañía —aseveró. Por cierto, con ese hecho, les había venido Dios a ver, pues habían gastado toda su dote sin dar una sola explicación.

—Eso es irrelevante. Si la convence, con lo tonta que es, es capaz de buscar información que darle.

—Madre, seamos serios —dijo ya cansado del tema—. Ella no es santo de mi devoción, eso no es ninguna novedad, pero hasta la fecha nunca ha dado que hablar, nunca se ha ido de la lengua y, admitámoslo, aquí se cuecen habas. Así que yo no me preocuparía.

—Mira que eres ingenuo. —Su madre no daba su brazo a torcer.

—Hable con ella si quiere, pero, por favor, no la llame «estúpida» ni la haga sentir inferior —pidió y se dio cuenta de que el primer cabrón era él, pues la trataba igual o peor que su madre.

Amalia miró a su hijo, sin perder su rictus serio y sin atender sus explicaciones.

Estaba claro que el primer estúpido de todo ese despropósito era él, pues, nada más ver a Claudia, había dado un giro radical.

Puede que abandonar la bebida y dejar sus salidas nocturnas, con lo que eso conllevaba, fuera una buena noticia, pero no era tan tonta como para no darse cuenta: esa desgraciada aún le tenía sorbido el seso.

—No voy a decirle nada, conociéndola se pondrá a lloriquear y no estoy de humor para aguantar sus inseguridades.

—¿No pretenderá que sea yo quien lo haga? —Definitivamente su madre empezaba a chochear. Y él, a necesitar una copa para soportarlo.

—Así por lo menos te ocuparías un poco más de ella —le indicó con mala fe.

—No empiece con eso.

—¡Pues deberías! —exclamó rabiosa—. Y así olvidarías esa absurda idea de pedir la nulidad.

—Vaya por Dios. Monseñor y su afición al chinchón, ¿me equivoco?

—Se preocupa, con razón. No puedes hablar en serio, hijo. Pedir la nulidad, señor, ¡qué barbaridad! Pero ¿en qué cabeza cabe?

—Madre, no voy a hablar de eso con usted —aseveró poniéndose en pie queriendo dar por zanjada la conversación.

—¡No voy a consentir que expongas nuestro apellido a esa vergüenza pública!

Él hizo una mueca.

—Me parece que se olvida de unos cuantos escándalos previos —apuntó con recochineo.

—Eso es agua pasada. Y ese tipo de conducta suele perdonarse.

—Joder, con lo que me he esforzado. ¿Ahora va a decir que me he destrozado el hígado para nada? —preguntó manteniendo el tono bromista.

—No te hagas el tonto. De todos es sabido que los hombres… —Se aclaró la garganta—… echáis una cana al aire de vez en cuando.

—Decirlo de forma elegante no va a arreglarlo, pero si quiere cerrar los ojos… allá usted.

—Te lo advierto, no se te ocurra seguir adelante con esa absurda idea de la nulidad. Monseñor se opondrá y sabes que cuenta con buenos apoyos.

—Y si no los encuentra, usted se encargará de proporcionárselos —apostilló él con sarcasmo. Joder, si hasta iba a ser una idea excelente que Claudia controlase los activos para que su madre no dispusiera de fondos.

Estaba claro que su madre estaba hirviendo de furia por dentro, ya que él se lo estaba tomando con bastante sentido del humor en vez de enfrentarse abiertamente a ella, pero una cosa le estaba quedando clara: las cosas, en estado sobrio, no siempre eran más fáciles, pero sí te daban otra perspectiva.

—¿Adónde vas? —preguntó Amalia al verlo caminar hasta la puerta.

—A dar una vuelta y proporcionar a la aburrida gente de Ronda algo de que hablar, que últimamente los tengo bastante despistados.

—No seas arrogante —le espetó su madre fulminándolo con la mirada.

Pero él ni se molestó en responder.

Salió a la calle y se montó en su coche, su Pegaso Z103 deportivo, al que cuidaba como a un hijo y que estaba perfectamente lavado y abrillantado, esperándole.

A estas alturas nadie se iba a sorprender porque el señorito saliera de casa de noche a correrse una buena juerga.

Estaban más que acostumbrados.

Arrancó el motor con un único pensamiento en mente.