8

El señor Campbell se acercó rápidamente para ayudarla.

—No es nada, se me pasará en seguida —se disculpó ella.

Hizo amago de salir, pero él se lo impidió sujetándola del brazo, sin forzarla pero con firmeza.

—Siéntese un instante. ¿Ha comido?

Ella asintió levemente. No estaba mintiendo, pero tampoco decía la verdad, pues comía lo justo para poder ahorrar.

—Jovencita, si va a ocultar la verdad, al menos haga el esfuerzo de parecer convincente —la regañó él de esa forma tan astuta que tenía de expresarse, aparentemente afable—. Llamaré a la señora St. James y que le traigan algo.

—No es necesario —murmuró Claudia.

—Pues yo opino lo contrario. Tiene mala cara; aparte de comer poco, ¿también duerme mal? No hace falta que responda, se ve a la legua —aseveró negando con la cabeza.

Ella deseaba salir de allí escopetada, pues no quería correr el riesgo de que su jefe descubriera, antes de tiempo, su secreto.

Puede que hubiera cambiado de país, pero algunas cosas eran siempre mal vistas.

Se mantuvo en silencio, esperando a que él desistiera y poder marcharse. El leve mareo ya se le estaba pasando.

El hombre agarró una silla y se sentó junto a ella, pasando por alto la distancia que cualquier director mantenía con un empleado, y adoptó una postura más bien paternal.

—¿Va a contármelo por las buenas?

Ella dio un respingo; estaba claro que ese hombre sospechaba.

—Prometo cuidarme más y…

Él negó con la cabeza.

—Si de algo presumo es de estar pendiente de todo cuanto ocurre en mi empresa. Su supervisora, que siempre anota cualquier detalle en sus informes, dice de usted que siempre se presenta voluntaria cuando hay que hacer horas extra. Que no le importa personarse en días festivos y que, en el tiempo que lleva trabajando aquí, no ha establecido demasiadas relaciones con sus compañeras. Y, lo más curioso, siendo una joven hermosa, que nunca viene nadie a buscarla.

Ella sabía que el interés del señor Campbell, al decirle tales palabras, no era, como podía parecer a primera vista, un coqueteo.

—Así que —prosiguió él—, he hecho averiguaciones.

Él se puso en pie y a ella se le aceleró el ritmo cardíaco.

Y, por supuesto, su orgullo la empujó a decir:

—Usted no tiene derecho a…

—Ahórrese la indignación. Aquí lo que importa es que usted se está ocultando y eso me preocupa.

Ella respiró profundamente y levantó la vista. Había llegado el instante de asumir que ese momento no podía posponerse por más tiempo.

Alzó la barbilla antes de hablar.

—No tengo nada de que avergonzarme. —Mantuvo su pose altiva, sabiendo que no le convenía lo más mínimo—. Me fui de mi país… —Podía omitir que más bien la obligaron—… porque estoy embarazada.

Henry la miró de forma condescendiente y acto seguido negó con la cabeza, quizá desilusionado.

—¿Tanto misterio para eso? —inquirió dejándola pasmada—. Yo pensé que habías cometido un crimen espantoso en España, o algo así. Al menos resultaría más emocionante.

—¿Cómo dice? —inquirió contrariada. Se llevó las manos al vientre, necesitaba serenarse ya; toda aquella escena resultaba extraña y empezaba a ponerse nerviosa.

—Bah, embarazada. Tanta intriga para nada. En fin… —Se encogió de hombros—. Ahora que ya no temo por mi integridad física, vayamos al grano.

Él se sentó de nuevo tras su escritorio y retomó sus quehaceres, como si la confesión de ella, que tanto le había costado, fuera algo banal.

—¿No… no le importa? —preguntó con cautela.

—No. Pero por el cuidado que ha puesto en disimular su estado deduzco que no hay un hombre dispuesto a aceptar sus responsabilidades. —Arqueó una ceja a la espera de que ella rebatiera tal comentario.

—De haberlo, yo no lo hubiese ocultado —admitió todavía algo cohibida y sobre todo sin salir de su asombro por el rumbo que estaba tomando aquella conversación.

—Seamos prácticos y… —Le guiñó un ojo—… sinceros, ¿no le parece?

—Como desee.

Él asintió complacido, quedaba patente que no aguantaba las tonterías.

—Bien, por su estado me inclino a pensar que está en el primer trimestre. —Ella asintió—. ¿Ha visitado ya a un médico aquí, en Londres?

—No.

—¡¿No?! ¿Y a qué espera?

Ella se sobresaltó ante el enfado con el que pronunció esas palabras.

—Está bien —prosiguió él—, hoy mismo llamaré al doctor Wallance, es de mi total confianza. Créame, es el único que se atreve a prohibirme fumar habanos —bromeó.

—No es necesario que…

—No disimule conmigo —dijo él; a pesar de utilizar un tono suave, la advertencia quedaba implícita—, sé perfectamente cuál es el motivo. ¿O va a negarme que no quiere gastar más de lo necesario?

—Señor Campbell, debo ser previsora.

—¡Pamplinas! Usted no puede pretender seguir con ese embarazo adelante sin ayuda. Y no se preocupe, mi médico no le cobrará nada.

—¡No puedo aceptar eso!

—Siguiente punto del día —prosiguió él haciendo oídos sordos a sus protestas—: está claro que puede desempeñar una ocupación que exige más cualificación y menos esfuerzo físico. Así que a partir de mañana trabajará como ayudante del señor Jones.

—¿Ayudante del señor Jones? —inquirió estupefacta; había pensado que la pondría de patitas en la calle.

—Necesito a alguien que lo vigile —alegó con naturalidad.

Ella, que no salía de su asombro, buscaba las palabras para explicarle el peligro de aceptar tal encargo, pues en caso de conflicto siempre despedirían a una recién llegada y no a un familiar, por muy corrupto que éste fuera.

—Creo que es mejor volver a mi puesto —murmuró ella. En otra situación, si sólo se tuviese que ocupar de ella, se arriesgaría sin dudarlo, pero necesitaba esos ingresos fijos.

—Y yo que pensaba que era usted más valiente… —Él dejó caer la provocación, esperando que ella aceptara. No en vano se había preocupado de observarla: esa mujer no era tonta, pero evidentemente tenía miedo; lógico por otra parte, ya que en unos meses debería ocuparse de una nueva vida.

—Le agradezco enormemente la confianza, señor Campbell, pero…

—Déjese de agradecimientos y de hacerme la pelota. Todos los días vienen a mi despacho un montón de licenciados, dispuestos a trabajar para mí aunque sea por un salario ridículo y, cómo no, encantados con darme coba para tenerme contento. ¿Y sabe qué? Los mando a paseo, necesito personas con iniciativa, no siervos.

—¿Por qué yo? —inquirió ella sin comprender el empeño de ese hombre.

—Normalmente me gusta seguir mi instinto, lo he hecho en otras ocasiones, cuando me hice cargo de la vieja tienda de ultramarinos de mis padres durante esta odiosa guerra que por fin ha acabado.

—Yo… —Se mordió el labio. Era la oportunidad de su vida…

—Si le preocupa que el incompetente de mi cuñado tome represalias, no lo hará, prefiere cerrar el pico, cobrar su sueldo todos los meses y sisarme para pagarse los vicios sin tener que dar cuentas a mi hermana, que le controla el jornal.

—Pero… Si ya sabe quién le maquilla las cuentas y para qué… ¿por qué me necesita?

Henry abandonó la postura de jefe tras su enorme escritorio y adoptó una bien diferente, ya que era lógico que la muchacha tuviera tantas dudas, eso decía mucho a su favor. Cualquier otra persona, nada más escuchar la oferta, que incluía aumento de sueldo y de poder, se hubiera lanzado a por él, sin pensar en las consecuencias. Hecho que, si bien podía considerarse como un signo de iniciativa, también podía verse como un gesto de temeridad, más aún cuando implicaba trabajar junto al cuñado del director.

—Sólo responderás ante mí. Llevarás las cuentas, reales, y luego las cotejarás con los libros del señor Jones, así sabremos el coste real de su imaginación.

—Sigo sin comprender por qué no le dice abiertamente que lo ha descubierto —mencionó ella con bastante lógica.

—¿Y aguantar a mi hermana y sus protestas? —Negó con la cabeza evidenciando que le aterraba tal posibilidad—. Prefiero subvencionar sus vicios antes de soportar la diatriba incesante de Guillermina. Simplemente quiero saber a cuánto asciende esa cantidad.

—¿Y si, pensando que no lo ha descubierto, aumenta sus robos?

—No se atreverá, o al menos eso espero —aseveró tranquilamente—. Olvídate de él y centrémonos en ti. Si aceptas, como te he dicho, responderás sólo ante mí, y, respecto a lo que ocultas con tanto énfasis y que yo considero un hecho para presumir, te garantizo que, llegado el momento, dispondrás de todo mi apoyo.

Ella se mordió el labio.

—¿No se arrepentirá? —preguntó ella.

Él sonrió.

—Espero que no. —Le tendió la mano—. ¿Trato hecho?