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Tenía tantos frentes abiertos que no iba a ser capaz de enfrentarse a nuevos retos, pero había cosas que no se podían dejar para el día siguiente, así que, conduciendo de forma temeraria, se dirigió a casa de Claudia para, tras dieciocho años de espera, poder poner las cartas sobre la mesa.

Ahora disponía de toda la información y ella no se atrevería a comportarse de manera distante.

En esta ocasión ni se molestó en aparcar en la parte trasera. Nada más apagar el motor saltó como alma que lleva el diablo y se encaminó hacia la puerta principal.

Estaba hasta los cojones de guardar las formas.

Llamó de modo impetuoso y se impacientó cuando apenas tardaron treinta segundos en abrirle.

—Buenas tardes, señor Santillana —lo saludó Severiana.

Jorge no estaba en esos momentos para formalismos.

—¿Dónde está Claudia? —preguntó gruñón.

—Lo siento, señor, la señora Campbell y la señorita Victoria han salido.

—¿Te han dicho cuándo volverán?

—No —respondió Severiana algo intimidada antes la agresividad que él mostraba—, sólo dijeron que querían ir al cine y después a cenar por ahí.

—¡Cojonudo! Sólo espero que no hayan elegido una sesión doble —masculló con sarcasmo mientras se pasaba la mano por el pelo intentando buscar algo que hacer mientras esperaba su regreso y se acordó de cierto abogado, algo descuidado a la hora de seducir a mujeres casadas—. ¿Anda por aquí Parker?

—Sí, señor, está en el despacho, trabajando.

—Estupendo —murmuró con la idea de variar el orden de los factores y ocuparse de un asunto que sí podía esperar hasta el día siguiente.

Pero qué remedio.

Llamó con los nudillos y entró sin esperar a que le dieran paso; no quería ni le gustaban las ceremonias.

Justin se puso inmediatamente en pie cuando lo vio, sorprendido de que estuviera allí. Tenían un asunto pendiente y le venía de perlas para tratarlo en seguida.

—Quiero que le concedas la nulidad matrimonial a Rebeca —soltó a bocajarro impregnando sus palabras de determinación.

Jorge sonrió sin separar los labios, sólo con la perversa idea de fastidiarle unos minutos más. No le pasó desapercibido la cantidad de libros y legajos que estaban dispuestos sobre la mesa. Leyó algunos de los títulos de los volúmenes allí apilados y se dio cuenta de que estaba informándose de cómo sacar adelante su propósito, tanto si colaboraba como si no.

Había que reconocerlo, Parker era jodidamente bueno.

—¿Y bien? —insistió Justin.

De momento se reservaría ciertos detalles.

—Te advierto que va a ser un proceso duro, no sé si sabes que el tío de Rebeca es obispo, va a hacer todo lo posible por impedirlo. —No era por desanimar, pero sí podía advertirle lo complicado de esa empresa.

—¿Por qué…?

—¿Tú qué crees? —Se encogió de hombros para que sacase sus propias conclusiones.

—Entiendo —aceptó por bueno ese detalle a pesar de ser insuficiente—. ¿Y tú qué vas a hacer con Claudia? Supongo que cuando ibas a medianoche a visitarla al hotel no sólo era para recordar viejos tiempos y únicamente hablar.

—Joder, daba por hecho que ese maldito conserje iba a mantener el pico cerrado.

—Me encargué de él, no te preocupes.

A Jorge le sorprendió esa información; se suponía que él no era su amigo, cualquier cosa para perjudicarlo no debía ser desaprovechada.

Miró el reloj y, al no saber cuánto tiempo más tendría que esperar, decidió que bien podía charlar un rato con Parker.

—¿Puedo preguntarte algo… personal?

—Adelante —dijo Justin acercándose a la puerta para llamar a la cocinera y que les sirviera un café; sabía que no podía ofrecerle una copa, así que renunciaría al alcohol.

—¿Habéis sido amantes?

Esperó a responderle cuando Severiana les dejó a solas y servidos.

—No voy a negar que hasta hace no mucho pensaba que ella era la mujer ideal y Henry siempre insistió en que debíamos casarnos.

—O sea, que contabas con el permiso del primer marido para quedarte con la viuda rica —apuntó poniendo mala cara no sólo por recordar al marido de Claudia, sino porque no se acostumbraba a tomar el café sin unas gotas de orujo.

—Si lo hubieras conocido… —murmuró acordándose de su jefe con cariño.

—Ya bueno, supongo que salió ganando al casarse con una jovencita pobre y sin recursos, y ella, claro, así conseguía seguridad económica. Una simbiosis perfecta —comentó con cinismo—. Qué larga se te debió de hacer la espera.

Justin hizo una mueca de extrañeza.

—No tienes ni la menor idea de lo que hablas —le contradijo—. Henry y Claudia se casaron el pasado mes de febrero. Su matrimonio apenas duró mes y medio.

Jorge abrió los ojos como platos.

—¡¿Cómo?! —exclamó atónito ante esa revelación.

—¿No lo sabías?

Jorge negó con la cabeza; no le pidió con palabras, sino con la mirada, una explicación.

—Henry siempre consideró tanto a Claudia como a Victoria hijas suyas. Era viudo y no tenía hijos propios, sólo una hermana y dos sobrinos ambiciosos e inútiles dispuestos a dilapidar su patrimonio, a los cuales espero que nunca tengas la desgracia de conocer. Por eso, tras considerar todos los posibles fallos a la hora de cederle legalmente sus bienes, llegamos a la conclusión de que lo mejor y más fácil era que se casaran, de tal forma que ella, como viuda, heredaría legítimamente, sin ningún tipo de trabas y por eso, pese a la oposición de la propia Claudia, acabaron siendo marido y mujer. Éste sí fue uno de esos matrimonios estrictamente de conveniencia.

—¿Cuántos años hace que trabajas para ella? —preguntó empezando a creer que su madre sí tenía razón en una cosa: era un poco tonto.

—Hace más de diez años —respondió orgulloso—. Henry tenía un sexto sentido para elegir a sus colaboradores, era un viejo zorro, listo como pocos para cosas como contratar a desconocidos, en contra de cualquier aparente buen criterio. Eligió a Claudia y me eligió a mí.

—Pero sigo sin entender cómo…

—Henry me contó cómo la conoció dieciocho años atrás. Según me explicó, era una jovencita infatigable, espabilada, que trabajaba en una de sus plantas envasadoras…

Jorge escuchó la historia de una jovencísima Claudia, sin apenas recursos, lo justo para sobrevivir en una pensión de mala muerte, embarazada de poco más de tres meses y con una delgadez extrema, pues debía ahorrar cuanto pudiera para poder sobrevivir una vez que diera a luz, ya que debería dejar su puesto. Una mujer que no quería abandonar a una criatura y que lucharía por ella, trabajando todas las horas extras que pudiera hasta que por una de esas casualidades del destino Henry se cruzó en su camino.

Con cada palabra que iba procesando, Jorge se sentía peor; bajó la cabeza y se tapó la cara con las manos, avergonzado, a punto de llorar.

Indignado consigo mismo, se sentía despreciable, indigno… Con cada hecho que el abogado relataba, se iba hundiendo aún más.

Un hombre hecho y derecho al borde del llanto al darse cuenta de que él, mientras tanto, se quejaba como el típico señorito al que no le faltaba de nada, ahogando sus penas en alcohol, de putas y odiándola por hacerle un desgraciado.

Cuando ella, sola, en un país extraño, recién salido de una guerra, se enfrentaba a la soledad, a la miseria, sin nadie que pudiera darle un abrazo o su apoyo.

¿Cómo podía reclamarle una explicación?

¿Cómo iba a tener la vergüenza de exigirle respuestas?

Ahora lloraba como un niño al darse cuenta de lo injusto de su proceder, de lo egoísta que había sido.

No podía evitar pensar en sí mismo como el ser más despreciable, ruin e hijo puta del mundo. Había pensado lo peor de una mujer de la que nunca debió dudar ni un segundo y destrozado la vida de otra.

—Hasta que no llegamos aquí no empecé a atar cabos —dijo Justin sin hacer ningún comentario sobre las lágrimas de ese hombre; entendía su pesar, pues, por cómo había reaccionado, saltaba a la vista que no tenía ni idea de la vida de Claudia—. Al principio pensé, al ver vuestra reacción, que ella, la sirvienta, había estado enamorada del chico rico y que ni siquiera la mirabas, pues no era de tu clase. Ella no lo desmintió hasta que descubrí, por Rebeca, que tú y ella… —se detuvo al darse cuenta de que iba a meter la pata.

—Sé lo de Victoria. —Levantó la mirada sin esconderse, mostrándose tal y como se sentía, sin ninguna vergüenza porque Parker lo viera—. Por lo visto eso de que el afectado es el último en enterarse es una verdad como una catedral. ¿Rebeca te lo contó? —le preguntó extrañado.

—Digamos que ese tema surgió inesperadamente —comentó intentando no entrar en detalles.

—¿Por qué Claudia no me lo dijo? —murmuró angustiado, mirando de reojo la licorera; sería tan fácil soportarlo borracho…

—Tenía miedo. Ésa al menos es a la conclusión a la que llegué cuando encajé todas las piezas y hablé con ella. Si tú, o tu familia, descubríais la existencia de Victoria, podíais quitársela, al fin y al cabo ella no tenía nada. Por eso, en Londres se sentía a salvo. Pero Henry, de alguna manera, lo averiguó todo y, como era tan aficionado a manipular a la gente, decidió que Victoria tuviera lo que por herencia le correspondía y Claudia, si así lo deseaba, la herramienta para devolveros el golpe.

—Joder, sí que era retorcido, sí —masculló.

—Si lo hubieras conocido te habrías dado cuenta de lo que disfrutaba «arreglando», como él decía, la vida de los demás.

El café se había acabado, no así sus dudas, y había una que el abogado aún no le había resuelto.

—¿Habéis sido amantes?

Justin arqueó una ceja.

—No —le contestó para que el hombre no sufriera más—. Lo intentamos, pero ella, que es mucho más lista que tú y yo juntos, se dio cuenta de que jamás podríamos funcionar como pareja.

—¿Ha tenido amantes?

—Eso sólo te lo puede responder ella. Pero te aconsejo que no se lo preguntes, es mejor pasar página. Tienes que aceptar lo que pasó, entenderlo. Ella nunca te olvidó, hazme caso.

—¿Cómo, maldita sea? Si me hubiera llamado, si se hubiera puesto en contacto conmigo, si me hubiera esperado… Joder, me importaba un pimiento la opinión de mis padres, del mundo o de quien fuera. Se fue… —Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un papel amarillento, arrugado, y lo desdobló mostrándole su contenido—. Esto es lo único que me dejó, una maldita carta en la que se despedía y se mostraba indiferente a lo que sentía.

—¿Has leído alguna vez esa carta?

—¡Me la sé de memoria! —exclamó ofendido con lo que Justin sugería—. No te haces una idea de las noches que la he leído, una y otra vez, intentando comprender, intentando no odiarla ni maldecirla por dejarme.

—¿De verdad la leíste? —insistió sin desvelar, de momento, todo lo que sabía. Quería que Jorge llegara por sí mismo a una conclusión.

Enfurruñado, se dispuso a leer por enésima vez aquellas palabras que tanto daño le causaron. Sin embargo, no llegó a ninguna parte, seguía igual que al principio.

—¿Y? —preguntó Jorge entregándosela.

—Hombre, la conoces bien, lo metódica, puntillosa y exigente que es. ¿Ella escribiría algo así? —Le señaló sobre el papel la primera de las muchas faltas de ortografía.

—Joder… —murmuró hundiéndose de nuevo en el dolor y en la vergüenza de haber tenido en sus manos la evidencia—. Madre del amor hermoso…

Justin se quedó en silencio, para que asumiera toda esta información y pudiera recomponerse. A pesar de que se moría por ser ahora él quien hiciera las preguntas.

Quería saber de Rebeca, si estaba bien, cuándo podía ir a verla, cualquier detalle, pues ese silencio lo estaba volviendo loco.

Jorge volvió a hurgar en su cartera para sacar una tarjeta y entregársela.

—Llama a este teléfono, es el de mi abogado. Ha iniciado los trámites para pedir la nulidad.

A Justin se le iluminó la cara.

—¿Cómo está ella? —preguntó preocupado—. No responde a mis llamadas, se niega a verme y por si fuera poco tu madre se encarga de vigilarla.

—Ya que has sido sincero conmigo, te devolveré el favor. He hablado esta tarde con ella, está mal, le he explicado la situación y le va a costar mucho aceptarlo, pero ya me he ocupado de mi madre. Ahora Rebeca es la señora de la casa, se lo merece, nunca debí casarme con ella y mucho menos hacerla tan infeliz. Y, aunque al principio me caíste mal, ahora sé que eres lo mejor para ella y, por favor, cuídala.

Justin cogió su chaqueta dispuesto a irse rápidamente en su búsqueda, no quería perder ni un minuto más.

Cuando iba a salir por la puerta, Jorge lo detuvo un instante para añadir:

—Ahora, más que nunca, necesita cariño y muchos cuidados, en su estado no puede llevarse disgustos.

Eso le dejó paralizado.

—¿En su estado? —repitió como un tonto.

—No soy el único que hoy se ha enterado de que es padre; en tu caso, aún te quedan unos meses, pero ve acostumbrándote. Será la mejor madre que puedas imaginar.

—Joder… Ella me dijo que no…

—Rebeca siempre creyó que no podía tener hijos, sabía que yo sí y por eso se convenció erróneamente de su infertilidad.

Para dos hombres, hablar de ciertos asuntos tan íntimos suponía cierta incomodidad, y en esa ocasión no iba a ser una excepción.

—Pero tú y ella…

—Ve a verla. —Buscó en su bolsillo las llaves de la casa y se las entregó—: Por si mi madre te cierra la puerta.