70
Alarmado por los comentarios de su madre, Jorge se presentó rápidamente en casa, donde por lo visto había estallado una especie de conflicto doméstico.
Raramente la viuda de Santillana se preocupaba por su nuera, así que aquello debía de ser realmente serio para que casi le rogara su inmediata presencia.
—Lleva casi dos días encerrada en su cuarto, sin probar bocado y no deja entrar a la chacha para que adecente la alcoba —le informó molesta por lo que podía pensar la servidumbre—. Es tu mujer, mira a ver qué haces con ella, no quiero habladurías.
Jorge arqueó una ceja ante la orden de su madre, pero no discutió.
Enfiló la escalera y caminó hasta el dormitorio que ocupaba su esposa; cuando giró el pomo y comprobó que estaba bloqueado desde dentro, no se sorprendió.
—¿Rebeca? —Llamó suavemente con los nudillos esperando que ella accediera a abrirle y así poder enterarse de qué le ocurría.
No oyó nada y, como no se abrió la puerta, procedió a golpear de nuevo, esta vez con más fuerza.
—Soy yo, Jorge, ábreme, por favor —indicó procurando no asustarla por si estaba dormida.
—¿Jorge? —la oyó preguntar en tono lastimero.
Saltaba a la vista que había llorado por su voz nasal.
—Déjate de pamplinas y entra de una vez —sugirió su madre impaciente apoyada en el bastón y poniendo cara de disgusto ante aquel sainete que se estaba preparando bajo su techo.
—Haga el favor de marcharse, madre —pidió él armándose de paciencia.
La anciana obedeció; eso sí, refunfuñando a cada paso y moviéndose con extrema lentitud.
Cuando estuvo seguro de que no había moros en la costa ni madres meticonas, llamó de nuevo.
—Abre la puerta, por favor. Estoy preocupado.
—No.
Pegó la frente a la puerta frustrado ante la tozudez de ella y pensó en la manera de acceder al interior sin tener que darle un patadón a la puerta y romper el marco.
—Rebeca, tengo la llave maestra —dijo mintiendo a medias. Sí existía esa llave; seguramente estaba en algún lugar del despacho, pero como nunca se había visto en la necesidad de usarla ni se había preocupado en buscarla…—, pero prefiero que me abras la puerta.
Tras unos segundos de incertidumbre, en los que no dejó de darle vueltas al asunto, escuchó el inconfundible clic que desbloqueaba la cerradura y suspiró aliviado.
Una vez dentro, cerró la puerta tras de sí y comprobó que aquello estaba hecho un desastre. Rebeca estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, con una pinta deplorable: su pelo castaño despeinado y sucio, envuelta en una arrugada bata azul con un chal encima de los hombros, miraba por la ventana evitando cruzar la mirada con él.
Jorge no dijo nada de su aspecto y se situó frente a ella en cuclillas, le puso una mano en la barbilla para que lo mirase y comprobó que tenía los ojos hinchados de tanto llorar.
Rebeca sorbió por la nariz e intentó ocultar su rostro, avergonzada de que la viera así, y él hizo lo que menos esperaba.
Tiró de ella hasta incorporarla y la abrazó.
Dejó que ella apoyara su cabeza sobre su hombro y, como nunca antes había hecho, la acarició y peinó con los dedos, confiando en que esa nueva crisis de llanto se le pasara para poder hablar con ella.
Tenían mucho que decirse el uno al otro.
—¿Ya estás mejor? —preguntó entregándole su pañuelo para que se sonara los mocos.
Ella lo aceptó y permaneció apoyada en él, como si no se lo creyera.
—Sí —respondió sin soltarse de él—, pero… quería pedirte perdón.
Jorge cerró los ojos un instante sintiéndose un malnacido al escucharla; era él quien debía pedir perdón, no ella.
—Tenemos que hablar —comenzó él—. Ya es hora de que afrontemos la realidad. Y antes de que digas nada, no debes pedirme perdón, jamás.
—Pero yo…
—Escúchame, Rebeca. Nuestro matrimonio siempre ha sido una farsa —dijo él empleando un tono suave y comprensivo— y es de necios negar la evidencia. Quiero a Claudia —declararlo podía acarrear una nueva crisis de llanto, como así fue—. Sé que no he sido buen marido y que te merecías un hombre que se ocupara de ti.
—No me importa lo que hagas —sollozó destrozándose a sí misma con sus súplicas.
A Jorge se le partió el corazón.
—Ya es hora de que admitamos que esto jamás funcionará —prosiguió él sin dejar de abrazarla—, y ahora sé que has encontrado a un hombre que te quiere y te respeta y mereces ser feliz junto a él.
Nada más decirlo, notó cómo ella negaba con la cabeza entre sollozos. Se sentía un hijo de puta, en su afán por conseguir lo que quería se estaba aprovechando de la debilidad de ella.
Pero tenía que hacérselo comprender.
—He iniciado los trámites para pedir la nulidad de nuestro matrimonio —anunció y ella comenzó a llorar con más fuerza.
—No, por favor, no —suplicó llorando.
—Es lo mejor. Tú no debes preocuparte de nada, todas las culpas recaerán sobre mí, yo seré el único responsable. No tienes por qué agachar la cabeza ante nadie —aseveró.
—Ahora no, Jorge, ahora no…
—Sé que es duro y que no lo entiendes, pero esta vez no voy a renunciar a ella, y tú tampoco deberías conformarte conmigo. He sido un cabrón despiadado contigo y te mereces ser libre —dijo con la voz ahogada, emocionado ante las palabras que él mismo pronunciaba.
—Por favor, espera un tiempo… —le rogó de nuevo, a la desesperada.
—No, Rebeca, no tiene sentido alargar esta situación, sólo conseguimos hacernos más daño el uno al otro.
—No puede ser, ahora no —repetía acongojada como si le fuera la vida en ello.
—Hablaré con Parker, sé que se ocupará de todo y estará a tu lado. Puedes contar conmigo para lo que necesites. Te he fallado como marido, pero no lo haré como amigo.
—Por favor, Jorge —se aferró a su chaqueta, arrugándola con los puños apretados, completamente fuera de sí.
Él comprendió el motivo de su desesperación e intentó buscar las palabras para que comprendiera la realidad.
—No voy a dejarte de lado, te lo prometo. Si alguien se atreve a decir en público o en privado cualquier cosa de ti, le romperé los dientes, ¿me oyes? Nadie va a cuestionarte ni a criticarte o me encargaré de joderle a base de bien. Sea quien sea —dijo categóricamente dejando implícito que incluía a su madre.
—Ahora no, ahora no —repetía ella incesantemente.
Jorge no lograba entenderlo, pues para una separación nunca había un momento idóneo, pero en su caso aquella farsa de matrimonio ya no podía alargarse más.
Tanto si era el momento como si no, debía ponerle fin.
—Rebeca, escúchame, no tienes nada que temer —insistió con la idea de tranquilizarla.
Ella se apartó y se sentó en la cama, doblada sobre sí misma y tapándose el rostro con ambas manos, avergonzada, completamente sumida en la angustia y sin dejar de llorar dijo:
—Estoy embarazada.
Jorge abrió los ojos como platos, impactado por lo que acababa de escuchar.
—¿Perdón? —preguntó por si acaso. Y comprendió, por el nuevo ataque de llanto, el porqué de su incesante súplica.
Si se llevaban a cabo los trámites de la nulidad, como todo en Ronda se acabaría sabiendo, y la señalarían como adúltera: por mucho que él cargara públicamente con las culpas, nadie lo aceptaría.
Se arrodilló ante ella y le apartó las manos del rostro.
—Es lo que siempre has querido —le dijo con ternura.
—Yo creía que no podía… —Hipó y sin dejar de llorar añadió—: Como tú sí…
—Rebeca, serás una madre estupenda —aseveró en el mismo tono, omitiendo la cruda realidad: ella no podía tener hijos porque él se había asegurado de no tocarla, pero ahora esa verdad podía ser relegada. Además de cruel, era innecesaria—. Lo sé, eres una de las mejores personas que conozco, y me alegro de que por fin vayas a cumplir uno de tus sueños.
—Nunca pensé que yo…
—Son cosas que pasan, aún eres joven y todo irá estupendamente. Estaré a tu lado, lo prometo. Tú, más que nadie, te mereces ser feliz, por todo.
—No soy tan buena… —sollozó negando con la cabeza.
—Créeme, lo eres, siempre lo has sido y no he sabido corresponderte.
Se sentó junto a ella y la abrazó de nuevo, dejando que se recostara sobre su pecho. Vaya noticia, un embarazo, eso sí que era salir por la puerta grande.
Pero tal y como le acababa de prometer, iba a estar a su lado.
Rebeca se dio cuenta de que él había sido por primera vez sincero, admitiendo no sólo que nunca había olvidado a Claudia, sino que además no la había correspondido como marido, dejándola a ella exenta de cualquier responsabilidad.
Sin embargo, no podía admitirlo, no era tan buena persona como él la consideraba.
No podía callar por más tiempo, así que se arriesgó.
Ya no tenía nada que perder.
—Ella no te abandonó —murmuró en voz baja, tan baja que él creyó no oír bien.
Demasiadas revelaciones en tan poco tiempo suelen confundir a cualquiera.
—¿Cómo?
—No te abandonó —repitió esa vez con más claridad, limpiándose por enésima vez los ojos con el pañuelo ya empapado.
Jorge no quiso ponerse nervioso antes de tiempo y contó hasta diez para mantenerse sereno y no exigir a gritos que ampliara ese comentario.
Rebeca lo miró de reojo y continuó.
—Cuando apenas llevábamos seis meses de casados tu madre… —se limpió de nuevo la nariz en el pañuelo de él—… me recriminó que no estuviera embarazada. Cuando me marchaba, oí la conversación entre tu padre y ella…
—Rebeca, por favor te lo pido —exigió tenso—, habla claro.
—Cuando tú te marchaste al servicio militar… tu madre descubrió que…
—¡¿Qué?! Maldita sea, ¡¿qué?! —gritó interrumpiéndola y perdiendo las formas.
—Que ella estaba embarazada —admitió y él se llevó una mano al pelo comprendiendo el alcance que aquello podía tener.
—¡Joder! —estalló apartándose de ella como si fuera lo peor y dando un puñetazo a la pared descargando toda su ira.
—La obligaron a marcharse; para ello le entregaron dinero para que acudiera a una comadrona y…
Jorge golpeó de nuevo la pared, esta vez causándose una buena herida mientras intentaba, por todos los medios, no ponerse a destrozar todo aquello como un loco, preso del dolor y del pánico.
—¿Qué más oíste? —preguntó casi fuera de sí.
—A ella no le quedó más remedio que aceptarlo, pues la amenazaron con denunciarla, nadie iba a poner en duda las acusaciones de tus padres, así que se marchó.
—Joder, joder, joder… ¿Cómo has podido ocultarme algo así durante tantos años? —preguntó angustiado y por primera vez en su vida a punto de llorar.
Rebeca tragó saliva, era absurdo seguir engañándose a sí misma. Jorge la quería, hiciera lo que hiciese. En ese instante comprendió que lo mejor era aceptar el fin definitivo de un matrimonio que nunca debió celebrarse.
—Tu madre insistió para que callase. Me dijo que olvidar el pasado era lo mejor y que tarde o temprano acabarías por aceptarlo —comentó temerosa de su reacción mientras retorcía entre sus manos el pañuelo de su todavía marido.
—Y has sido cómplice de mi madre todos estos años —la acusó completamente dolido—. ¿Por qué, Rebeca? —preguntó con un nudo en el estómago, completamente desquiciado, pues todo en lo que había creído hasta entonces se rompía en mil pedazos.
—No quise ver la realidad —admitió y por una vez se mostró como una mujer adulta y no como una niña dependiente.
Jorge se paseó por la desordenada habitación mascullando y recriminándose a sí mismo, en primer lugar, por haber sido tan tonto y creerse la primera versión que le dieron.
En todo ese proceso de autoflagelación, se dio cuenta de que una cosa quedaba en el aire.
—¿Sabes si ella al final…? —preguntó temeroso de oír la respuesta.
—Victoria cumplirá la mayoría de edad el día 30 de diciembre.
Jorge salió de allí como alma que lleva el diablo, sin ni tan siquiera despedirse de Rebeca. En su mente sólo tenía un objetivo: abordar a su madre y ponerle los puntos sobre las íes.
Sin llamar a la puerta entró en el saloncito donde doña Amalia se refugiaba la mayor parte del día y desde donde maquinaba a sus anchas.
—¡Jorge! ¿Qué formas son ésas? —le reprochó sobresaltada.
—Es mi madre y no puedo echarla a la calle para que se valga por sí misma.
—¿Has vuelto a beber?
—Dígame una cosa, madre, ¿ha merecido la pena ver a su hijo destrozado, borracho, desquiciado sólo por el odio que siente hacia ella?
—Por mucho que insistas, esa mujer es y será una criaducha, el hábito no hace al monje —le espetó sabiendo perfectamente a quién se refería.
—¡Conteste de una puta vez! —gritó—. ¿Por qué me ocultó la verdad? ¿Por qué la echó?
—Vaya, ya te lo ha contado… —murmuró con cara de asco. Mucho había tardado esa fulana rencorosa en irle con el cuento.
—No, Claudia no me lo ha dicho.
—Entonces ha sido la inútil de tu mujer. Ya sabía yo que tarde o temprano se iría de la lengua. Es un caso perdido.
—No vuelva a insultar a Rebeca, no quiero volver a ver cómo la humilla o cómo la trata con desprecio. A partir de ahora ella es la señora de esta casa, ¿entendido? Tomará las decisiones que considere oportunas y usted las acatará.
—¿Te has vuelto loco? ¡Si no sabe ni hacer la o con un canuto! —exclamó horrorizada ante la perspectiva de quedar al amparo de las decisiones de esa pusilánime.
—Ya me ha oído: Rebeca es quien manda aquí y a partir de ahora dejará en sus manos la administración de la casa. Recibirá una asignación mensual, ya veré qué cantidad considero «justa», y no tocará ni una sola de las cuentas bancarias. ¿Me he explicado bien?
—Jorge, soy tu madre y exijo respeto. ¡No puedes hacerme esto!
—Puedo y lo haré. Y si se me pone farruca, la mando a una de las cabañas de los pastores. A ver si con un poco de suerte entra en razón.
—Y todo por esa mujerzuela… —escupió rabiosa.
—Cuidado con lo que dice. Es la madre de mi hija.
—Vaya, por fin te has dado cuenta —le espetó con sorna, llamándole poco menos que tonto a la cara.
—¿Desde cuándo lo sabe? —preguntó a su madre conociendo de antemano que no le iba a gustar la respuesta.
—Desde el primer momento en que la vi. Tú estabas obnubilado, deslumbrado con esa mujer y tenías delante de tus narices a tu propia hija y no fuiste capaz de darte cuenta. ¡Eres tan tonto como todos los hombres!
—Y dígame, madre, ¿qué se siente al saber que la nieta a la que ahora tanto aprecias, de haber sido por ti, no estaría a punto de cumplir los dieciocho?
La cuestión sonaba a desafío, pero iba listo si pensaba que su madre se amilanaría.
—Eso ahora no importa. Es mi nieta, es lo único que hay que tener en cuenta —aseveró—. La inepta de tu mujer ha sido incapaz de darte hijos, así que ahora Victoria tendrá el sitio que le corresponde.
—Un insulto más hacia Rebeca y se larga con viento fresco —le recordó a modo de advertencia—. Ahora comprendo su interés por la chica… —reflexionó atando cabos; a esas alturas ya debería saber que su madre no daba puntada sin hilo.
—¡Es mi nieta! Y por suerte es lista, inteligente, estudiosa y trabajadora.
—¿Y no se da cuenta de que es así gracias a su madre?
—Ése es el único defecto que tiene la pobre, pero espero que bajo mi supervisión no cometa ningún error.
—¡Es usted imposible! —exclamó negando con la cabeza, desquiciado con la forma de pensar de su progenitora; ni cuando la pillaban admitía su error.
Decidido a no calentarse más la cabeza, abandonó la estancia dejando a su madre allí plantada con el propósito de ir a ver a Claudia y hacer dos cosas:
Pedirle que se casara con él, previa espera, y después estrangularla.
Ya vería si en ese mismo orden.