10
Ronda de Duero, primavera de 1963
Justin se removió en el asiento del coche por enésima vez. La carretera por la que le llevaba el chófer que la empresa había contratado tenía de todo menos asfalto. Llena de baches mal parcheados, hacía que la amortiguación del viejo automóvil no sirviera para nada. Lo único reseñable era el paisaje; por lo menos podía deleitarse con aquel panorama.
Deseaba llegar cuanto antes al hotel, descansar tras el largo viaje, adecentarse y así, al día siguiente, reunirse con los propietarios de las Bodegas Santillana para resolver el espinoso asunto de su liquidación.
Tanto él como Claudia habían estudiado minuciosamente las cuentas que les hacía llegar un tal señor Maldonado y las posibilidades de éxito de la empresa.
Junto a su equipaje iba toda la documentación, debidamente estudiada y clasificada, a la cual dedicaron el suficiente tiempo como para tener todo bajo control.
Ella se había mostrado inusualmente partidaria de reflotarla, pero él estaba convencido de la imposibilidad de tal misión y, claro, le había tocado el papel de mensajero, es decir, el del malo.
Cosa que tampoco le molestaba especialmente, era su trabajo. Y, en este caso además, resultaba más fácil, pues estaba en otro país, con lo que las repercusiones eran mínimas.
Lo que le tenía con la mosca detrás de la oreja era la decisión de Henry a la hora de adquirir una empresa ruinosa para después, en vez de hacerla rentable como dictaba la lógica, limitarse a enviar importantes sumas de dinero sin molestarse en comprobar a qué se destinaban.
Y lo que resultaba aún más inquietante: ¿por qué se lo había ocultado a todos y por qué era Victoria la heredera?
No tenía sentido por ningún lado. Para empezar, Henry consideraba a Victoria como su propia hija, había sido testigo del cariño que demostraba a diario por la chica y de cómo se preocupaba por su bienestar, sus estudios… ¿Por qué dejarle unas bodegas hundidas en España?
Sin duda tenía que ver con el pasado de Claudia, pero ésta jamás hablaba de ello. Era hábil evadiendo la cuestión y, como el propio Henry le confesó una vez, había indagado por su cuenta pero jamás obtuvo respuesta.
Se encogió de hombros. Él no era quién para cuestionar a su amiga, aunque le gustaba contar siempre con la máxima información posible y no entendía por qué Claudia mostraba tanto recelo con sus orígenes.
Podía entender que, a diferencia de él, hijo único de un matrimonio acomodado, ella había pasado por diferentes vicisitudes y, por lo poco que le contó Henry, sabía algunos detalles, a los que por supuesto no daba importancia, ya que le traía sin cuidado si una persona nacía en una familia humilde o rica, pues eso no garantizaba la calidad como ser humano.
Dejó a un lado consideraciones de este tipo, ya que no era de su incumbencia, pero sí era el responsable de llevar adelante un encargo; ya llegaría el momento de las confesiones.
—Señor Parker, hemos llegado —le anunció el conductor en perfecto inglés, sorprendiéndolo.
—¿Habla mi idioma? —preguntó como un tonto.
—Sí —murmuró con aire distraído, como si le avergonzara.
Justin se apeó del vehículo. Desde luego él no iba a tener problemas para comunicarse en castellano, pues Claudia le había enseñado, pero no entendía cómo ese hombre, con pinta de saber lo básico, hablaba su lengua.
—Señor… —indagó Justin.
—Torres —respondió el hombre—. ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó solícito cerrando el maletero tras sacar el equipaje.
Justin quería preguntarle dónde iba la gente de esa pequeña ciudad a divertirse, pero claro, podría interpretarlo mal y pensar que buscaba compañía femenina de pago, cosa que hasta la fecha nunca había llegado a hacer; simplemente quería dar una vuelta por los alrededores, hablar con los paisanos y escuchar algún que otro cotilleo referente a las bodegas Santillana.
—¿Conoce usted a los Santillana?
—Todo el mundo los conoce —respondió esquivando la mirada y la pregunta.
A Justin eso le dio qué pensar. Estaba claro que esa familia debía tener bastante poder en la zona. Como el hombre le respondía en inglés, continuó la conversación confiando en que la mayoría de los lugareños no entenderían nada.
—¿Qué opina de ellos?
El señor Torres, prudente, se encogió de hombros mientras buscaba la forma de evadir la cuestión. No iba a meterse en camisa de once varas, no iba a arriesgarse a volver a perder lo poco que ahora tenía y mucho menos por decírselo a un completo desconocido. Las malas experiencias del pasado servían para mucho, en especial para saber cuándo cerrar el pico y evitar males mayores.
Por suerte vio cómo un grupo de mujeres salían del hotel, todas elegantemente vestidas, minuciosamente peinadas; se veía a la legua su elevada posición social, y entre ellas se encontraba la esposa de Jorge Santillana.
—Si desea saber algo puede preguntarle a ella —le informó señalando a la mujer.
Justin desvió la mirada e hizo una mueca. Vaya grupito; todas, sin excepción, tenían una pinta de beatas insufrible. Falda por debajo de la rodilla de tonos neutros, chaqueta de punto abrochada, pelo recogido, maquillaje inexistente… Cosa que, para él, que venía de una ciudad donde despuntaban grupos de lo más variopinto, donde las chicas jóvenes enseñaban sin complejos sus piernas y donde se gritaban consignas atrevidas, resultaba chocante. Y no es que fuera un ferviente seguidor de esa gente, pero la verdad era que le alegraban la vista.
—¿A quién? —Sólo deseaba asegurarse, ya que atreverse a molestar a una de ella, siendo nuevo en la localidad, podía, entre otras cosas, llamar la atención, lo que dificultaría su trabajo.
—Ella es la mujer de Jorge Santillana, la que va vestida de azul. Si no me necesita para nada más…
Justin negó con la cabeza y se fijó en la chica. Aparentaba cincuenta años como poco, con esas prendas tan desfasadas, aunque, fijándose bien, estaba claro que andaba en mitad de la treintena.
Buena figura, mal aprovechada por su elección de vestuario… La observó con ojo masculino mientras ella conversaba educadamente con su coro de beatas.
Un coro de seis beatas.
Hizo una seña al botones del hotel para que se ocupara de su maleta y se acercó a ellas, con la intención de entablar una de esas conversaciones absurdas que normalmente la gente mantiene y ver así qué tipo de persona era la señora de Santillana.
—Buenas tardes, señoras —dijo en castellano pero exagerando un poco su acento inglés.
Todas le prestaron atención inmediata; se veían pocos forasteros por Ronda de Duero y todas querían ser las primeras en estar bien informadas de la novedad para, a la hora de la cena, atribuirse el mérito de haber sido la informadora oficial.
—Buenas tardes tenga usted —le respondió una morena bajita sonriente sin que ninguna de las otras se sintiera molesta porque ella hubiese tomado el papel de protagonista.
Él le devolvió la sonrisa educadamente pero sin quitar ojo de la mujer que le interesaba, que permanecía callada, tras sus amigas.
—¿En qué podemos ayudarlo? —demandó otra situándose junto a él sin dejar de sonreír.
—Acabo de llegar y me preguntaba… si alguna de ustedes fuera tan amable de decirme qué es lo más representativo de la zona —contestó él mirando ya a la señora de Santillana directamente a los ojos, esperando algún tipo de reacción.
Le importaba un carajo esa información, pues estaba allí para desempeñar un encargo, pero como táctica de aproximación resultaba idónea.
—¿Cuánto tiempo va a permanecer aquí? —inquirió la tercera.
—¿Ha venido por negocios o por placer? —habló la cuarta.
Ya sólo quedaban dos, entre ellas quien le interesaba.
—Si me disculpáis… No me gustaría llegar tarde a casa.
Por fin ella dijo algo, pero con intención de marcharse, y eso no lo podía permitir.
—Nos vemos mañana querida —murmuró la morena sin mirarla, pues no quitaba ojo del inglés.
Rebeca se despidió de sus amigas, se apartó discretamente y comenzó a andar por la calle.
Justin no podía permitir que se le escapara y menos aún después de haberla escuchado. Esa mujer era demasiado contenida, tímida y recatada.
Eso a él le traía sin cuidado, por supuesto, él deseaba entablar conversación con ella por otros motivos.
—¿Quiere que la acompañe? —preguntó en voz alta para que le oyera, dejando de paso bastante contrariadas a las demás mujeres. Su reacción no podía explicarse de una forma coherente sin desvelar sus objetivos, claro está.
—No se preocupe —intervino la morena, quien parecía ser la organizadora del grupo—, Rebeca es aficionada a dar largos paseos —apuntó con un deje de crítica.
Él archivó inmediatamente esa información en su memoria.
—¿No van todas juntas a sus casas? —inquirió él, rogando en silencio que ella caminara tranquilamente y no se le despistara demasiado mientras se deshacía de las amigas.
—Su casa está bastante lejos; en cambio, nosotras vivimos todas por aquí cerca —le explicó la líder.
—Mi educación británica no me permite dejar a una mujer sola en esas circunstancias —aseveró teatralmente al tiempo que desplegaba una amplia sonrisa—. Así que acompañaré a su amiga y me aseguraré de que llega sana y salva a su domicilio. Buenas tardes.
—Pero… —protestó una.
—Yo creía que… —alegó otra.
—Es una mujer casada… —murmuró la tercera.
Él dejó de prestar atención a las contrariadas beatas, pues aceleró el paso hasta alcanzar a la mujer de Santillana.
Ella se detuvo cuando se dio cuenta de quién caminaba a su lado y miró a su alrededor por si las miradas indiscretas del pueblo estaban pendientes de lo que hacía. Ella bien lo sabía, pues todo cuanto sucedía en Ronda era del dominio público antes de la hora de la cena.
—Por poco no la alcanzo —comentó en tono distendido.
Ella, que mostraba signos de incomodidad, reanudó la marcha rogando en silencio que ese insensato la dejara en paz. Una mujer, ni casada ni soltera, no debía ir por la calle con un desconocido a menos que quisiera llevar la etiqueta de fresca adosada a la espalda.
—Mi nombre es Justin Parker —prosiguió él caminando a su lado y ofreciéndole la mano.
—Encantada. —Le devolvió el gesto con tirantez e impaciencia—. Ahora, si me disculpa… Preferiría seguir mi camino.
—Lo menos que puede hacer es decirme cómo se llama —arguyó él.
Aunque ya lo sabía, era una forma inocua de que ella hablara sin sentirse amenazada, algo que no entendía, pues pasear por un espacio público y charlar amigablemente no tenía nada de negativo.
—Rebeca Garay —pronunció su nombre con voz suave.
Él le sonrió.
—Bonito nombre —dijo recurriendo a los tópicos halagadores para ir distendiendo el ambiente.
—Gracias. Buenas tardes.
Ella hizo amago de escabullirse y caminar a solas pero, como era de esperar, él no se lo permitió y de nuevo se mantuvo a su lado, en silencio.
Rebeca no tardó mucho en hablar.
—Por favor, señor Parker. Le agradezco enormemente su gesto, pero no es necesario.
—Parece incómoda. Y, por favor, llámame Justin.
—Esto no está bien —apuntó ella en voz baja.
—¿Acompañar a una dama es delito? —inquirió sabiendo de antemano lo que ella sentía. A medida que hablaba con ella crecía su interés personal hacia Rebeca. Esa mujer era demasiado contenida. Quizá provocándola un poco…
—Soy una mujer casada —afirmó como si eso lo explicara todo, aunque afortunadamente el hombre no era de las inmediaciones y, por consiguiente, no podía estar al tanto del tipo de matrimonio en el que, por desgracia, estaba sumida.
—¿Y?
—Pues que…
—Tranquilízate —pidió él tuteándola sin pedirle antes permiso para hacerlo, pues estaba seguro de que ella se lo hubiera negado para seguir manteniendo las formas.
Justin se percató de que así, a lo tonto, ya estaban a las afueras y que los edificios iban dando paso a casas más bajas y algunas bastante deterioradas.
Ya se empezaba a respirar el olor típico del campo y ella empezó a sentirse más relajada.
Era tan extraño que un hombre, fuera de su círculo de amistades, claro está, se mostrara galante con ella…
Desde que se casó con Jorge, los hombres mantenían las distancias con ella, hecho que siempre era fácil, pues ningún habitante masculino de Ronda se hubiese atrevido.
Había leyes no escritas muy explícitas sobre ese asunto.
—Nadie dirá una sola palabra —afirmó él.
Pero ella negó con la cabeza.
—Aquí eso es imposible. —Sonrió con tristeza—. Todo se sabe —murmuró suavemente y le tendió la mano, cortés pero fríamente, a modo de despedida.
Él le devolvió el gesto con galantería.
Dejó que se marchara para no presionarla más y se quedó unos instantes observándola. Podía llegar a comprender la incomodidad de ella, sin duda en una localidad tan pequeña todo llegaba a saberse; pero lo que le dejó perplejo era la actitud triste, casi amargada, de Rebeca. La forma de hablar, como si pidiera permiso constantemente… Daba la impresión de ser una mujer infeliz.
Dio la vuelta en dirección a su hotel y mientras caminaba no dejaba de pensar en ella, especialmente en su cautela, en su forma sencilla de vestir, en el temor a las habladurías, en sus educadas pero tímidas respuestas… ¿Qué escondía?
Para cuando llegó a su suite, era el único tema que le preocupaba y sin saber por qué empezó a especular sobre la clase de vida que esa mujer habría tenido que llevar para comportarse así.