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Claudia expresó su sorpresa ante tal petición mirándolo con los ojos entornados y sin mover un músculo. Apoyó el brazo en el respaldo y adoptó una actitud muy parecida a la de él.
—Creo no haber oído bien —susurró ella mintiendo y, lo que era peor, engañándose a sí misma, pues la orden había logrado su propósito. Crear ambiente.
—Hazlo —ordenó él de nuevo, pero esta vez imprimió a sus palabras un tono más bajo y ronco. Un tono quizá intimidatorio pero que cumplió a la perfección su cometido, pues ella abandonó esa postura altiva, su actitud orgullosa y llevó las manos hasta ambos extremos del cinturón para soltar el nudo; tardó más de lo conveniente pero creó expectación y, tras deshacerlo, separó las dos solapas de la prenda que tapaba su cuerpo y abrió la bata, tal y como él había pedido, mostrándole lo que él solicitaba.
Intentó relajarse en la silla, ignorando la punzada de vergüenza al sentirse totalmente expuesta para su examen, pues al menos eso parecía que estaba haciendo, ya que él permanecía atento a todos sus movimientos pero sin quitarse nada, cosa que la dejaba en desventaja.
Aunque, al darse cuenta de la mirada de él, de su expresión de fascinación, pudo aparcar a un lado esas sensaciones nada oportunas en ese momento.
Se sentía admirada y deseada.
Para nada vulnerable.
Él se pasó la mano por la cara; aquello era mucho mejor de lo que imaginó cuando le vino a la cabeza la idea.
Hasta podía albergar dudas de por dónde empezar con una mujer como ella. Porque, cada vez que los recuerdos acudían a su cabeza, tardaba un poco en conciliar la imagen del cuerpo juvenil que tuvo la suerte de contemplar y el de la mujer, hecha y derecha, que en esos momentos tenía delante.
Era extraño, pues añoraba a la chiquilla inocente y cautivadora que conoció, pero tenía sueños de lo más pervertidos con la mujer que estaba delante, a su entera disposición.
—Si eres tan amable de separar también tus piernas… —Ella obedeció—. Más —añadió al no estar del todo conforme.
Al hacerlo Jorge fijó su mirada en su coño, empezando por su vello púbico oscuro y siguiendo por una visión mucho más completa de lo que escondía. Una parte de su cuerpo que había penetrado, saboreado pero no admirado.
Se propuso poner remedio a ese descuido.
Se acercó hasta ella y se puso de rodillas, posó ambas manos sobre las rodillas desnudas de ella e inclinó la cabeza para besar sus muslos, en sentido ascendente, posando los labios de forma delicada sobre su piel; besos ligeros, casi imperceptibles, sin ningún propósito concreto, por el simple hecho de poder hacerlo.
Notó cómo ella tiritaba y no de frío precisamente.
Excelente, pensó.
Claudia echó la cabeza hacia atrás y llevó las manos sobre la cabeza de él, enredando los dedos en su pelo y, cuando Jorge empleó los dientes para pellizcar el interior de sus muslos, ella le clavó las uñas en el cuero cabelludo.
—Quizá deberíamos eliminar esto —murmuró pasando el índice por su vello púbico, de forma suave, dejando que sus dedos apreciaran la textura—. Sí, definitivamente lo quitaremos —aseguró y la sola idea de tenerla tumbada, con las piernas abiertas, dispuesta a que él rasurase esa parte tan sensible de su anatomía podía ser motivo más que suficiente para acabar eyaculando en los pantalones, cual adolescente cachondo.
Ella no cerró las piernas porque él, estando entre ellas, se lo impedía y porque, para qué negarlo, la idea, como otras que él aportaba, la sorprendía, pero no la descartaba, más bien todo lo contrario.
¿Iba a permitirle tal atrevimiento?
—No sé de dónde sacas esas ocurrencias —gimió al sentir cómo el primer dedo invadía su vagina.
—Te lo contaré en su momento… —Cuando encontrara la forma de explicarle su aventura parisina sin que ella se enfadara—. Ahora ocupémonos de otros menesteres.
Fue subiendo sus labios hasta llegar a la parte inferior de su pecho y, siguiendo su costumbre, mordisqueó un pezón causándole ese ramalazo de dolor previo al placer.
Ella se estaba preparando para el siguiente mordisco cuando él, sin razón aparente, se alejó y se puso en pie.
Sacó de su bolsillo una media, que ella reconoció en el acto. Eran las que había dejado sobre la cama, junto con otras prendas, después de desnudarse tras la cena. Con la impaciencia había despachado a Higinia, quien se ocupaba de ordenar sus cosas y ella, la verdad, no había tenido cabeza para ponerse a recoger su ropa.
—¿Jorge? —pronunció su nombre con cierto tono de alarma.
—Inclina la cabeza hacia atrás —sugirió y se situó tras ella—. Y coloca los brazos a tu espalda.
Ella obedeció, aún confusa, y sintió el roce de la media de seda sobre su cuello, como si se tratara de un pañuelo, y tras eso un pequeño tirón que la inmovilizó, dejando la nuca apoyada en el travesaño superior de madera de la silla.
Jadeó, presa de una combinación de miedo y excitación.
Por último, él anudo la media de seda, estirándola, hasta rodear sus muñecas, consiguiendo así que estuviera perfectamente erguida y a su total disposición.
—No entiendo a qué viene esto —susurró Claudia.
Menos mal que no había cogido sus bragas, a saber qué se le hubiera ocurrido.
—Lo comprenderás después —aseveró él volviendo a estar frente a ella.
Se desnudó de modo eficiente dejando caer de manera desordenada su ropa y apartándola de una patada; estaba impaciente pero no quería coger un atajo, sino recorrer todo el camino, y para ello debía ser el primero en aplacar sus instintos más primarios.
Follársela de forma expeditiva, aunque era también una opción muy atractiva, se quedaba pobre en comparación con lo que tenía en mente.
Claudia debía forzar la vista para no perderse detalle, pues su cabeza, ligeramente echada hacia atrás y anclada, impedía cualquier movimiento.
Además, si intentaba mover el cuello tensaba la media y sus muñecas pagaban las consecuencias. Y viceversa.
En contra de lo que esperaba, él bajó la mano hasta agarrarse el pene y sin ningún pudor lo rodeó con su propia mano.
Lo observó mientras se acariciaba a sí mismo, de forma suave, encerrando en un puño su erección para después presionar con el pulgar sobre su glande. Movimientos suaves de los que ella no se perdía detalle, completamente maravillada por cómo un acto aparentemente tan simple podía causar tantos estragos en su libido.
Tenía la garganta seca y aquello tenía pinta de ir para largo. Se humedeció los labios resecos y él se detuvo.
—¿Es una sugerencia?
—¿Perdón? —graznó ella ante esas palabras.
—Tus labios —aclaró él manteniendo ese tono de voz ronco—. ¿Me estás pidiendo algo para ellos?
—No juegues conmigo —le advirtió tirando de las ataduras de sus muñecas y consiguiendo que se tensaran y forzasen aún más la posición de su cuello. Cada vez le costaba más controlar su respiración.
Jorge sonrió con malicia y se situó, de pie, a un lado para poder inclinarse y hablarle al oído.
—Ver cómo tus carnosos labios recorren mi polla. Una y otra vez. Hasta el fondo… —dijo sin dejar de masturbarse—. ¿Puedes imaginártelo?
Ella tragó saliva ante la imagen que acababa de proyectar. ¡Cielo santo!
—Desátame —suplicó. Ese juego no tenía sentido, ¿adónde quería llegar?
—No —aseveró rotundamente.
—No veo necesario todo esto. Los dos sabemos lo que queremos —continuó ella.
Jorge volvió a sonreír, enfadándola pero al mismo tiempo acrecentando la tensión interna de ella, pues, a pesar de sus protestas, continuaba húmeda, sus labios vaginales anegados y, por supuesto, su respiración cada vez más errática.
Sin decir nada colocó una mano en su hombro y empezó a descender hasta llegar al pezón, que pellizcó sin piedad, pues ya había notado que ella, ante esas pequeñas dosis de dolor, se excitaba mucho más.
Dejó de meneársela para abarcar ambos pechos y así poder estimular los dos al mismo tiempo, soltando y apretando alternativamente.
—Es una pena que no podamos hacer esto delante de un espejo —murmuró Jorge sin dejar de torturarla—. Con tus piernas bien abiertas veríamos una panorámica increíble de tu coño, húmedo y caliente, necesitado…
Ella gimió con fuerza; aquello era de locos, cada vez sentía con más fuerza algo en su interior, increíblemente potente, que iba a trastornarla, pues con todo cuanto él hacía iba en desmesurado aumento y no estaba segura de si iba a ser capaz de soportarlo.
—Y no sólo eso, podría follarte y ambos nos observaríamos, mi polla entrando en tu cuerpo para salir después mojada y brillante a causa de tus fluidos. No me digas que no resulta perverso…
—Perverso es lo que me estás haciendo —replicó a punto de alcanzar el clímax.
—Y esto es sólo el principio.
—Has hecho bien en amarrarme… —jadeó sintiendo cómo, con cada caricia, con cada punzada de dolor, con cada palabra marcadamente provocativa de él, su cuerpo se preparaba para experimentar algo sencillamente diferente—. Porque… —continuó ella a duras penas—, de no haberlo hecho…
Tuvo que detenerse cuando él bajó la mano hasta su estómago y con los dedos extendidos buscó su clítoris, encontrándolo duro y necesitado de atención.
—Continúa —indicó él frotándoselo en círculos.
Pero no con la velocidad que ella deseaba, sino de forma perezosa, desquiciándola aún más.
—… hubiera acabado por abofetearte —remató ella cogiendo aire bruscamente.
—Córrete —ordenó golpeándola con tres dedos sobre su coño, acertando de pleno en el centro neurálgico—. ¡Ahora!
No hacía falta que se lo pidiera en ese tono tan imperativo. Ella fue consciente un segundo antes de que la atravesara una especie de escalofrío.
Claudia gritó, se arqueó hasta que su cuerpo rompió la barrera de la contención y alcanzó un orgasmo tan intenso como desconocido.
Pero al estar atada, sus movimientos se vieron reducidos drásticamente, la sensación de indefensión provocó que el ya de por sí desgarrador clímax se incrementara de forma considerable.
Eso no tenía nombre.
—Increíble —dijo él sin dejar de recorrer su coño a pesar de que ella ya había alcanzado el orgasmo.
Poco a poco ella fue recuperando el ritmo respiratorio; en ese momento, Jorge dejó de jugar con sus fluidos y delante de ella, sin desatarla, lamió uno por uno todos sus dedos, de forma golosa y provocadora.
—¿Vas a conformarte con eso? —le retó ella, no del todo recuperada.