55
Victoria era plenamente consciente de que aquello a su madre no iba a gustarle; sin embargo, pese a la insistencia de ella para que no se acercara a las bodegas, allí estaba, atravesando las verjas. Al fin y al cabo todo eso le pertenecía y aunque fuera menor de edad, no por mucho tiempo, podía tomar algunas decisiones.
Además, tan sólo estaba siendo educada y únicamente iba de visita, invitada por la viuda de Santillana, una anciana que desde el primer minuto se había mostrado encantadora.
Su madre no podía poner pegas a que visitara a la mujer.
Observó a los obreros que iban y venían mientras recorría el camino de gravilla que finalizaba en la casa solariega.
Justo cuando iba a llamar, se abrió la puerta principal y se encontró frente a frente con Jorge, al que sonrió.
—¡Hola! —exclamó quitándose las gafas de sol.
—¿Cómo tú por aquí? —preguntó devolviéndole la sonrisa. No había tenido la suerte de cruzar ni dos palabras con la joven, ya que la madre se obstinaba en mantenerla apartada, pero por lo visto la chica tenía iniciativa.
—Me ha invitado doña Amalia para enseñarme la finca —respondió alegre.
A Jorge esa información lo dejó totalmente fuera de juego.
¿Había oído bien?
Conocía a su madre y ésta era de todo menos amable con quienes consideraba enemigos, y era patente que la hija de Claudia entraba en esa categoría. Así que… ¿cuál era el verdadero motivo de esa sospechosa invitación?
—Si quieres puedo mostrártela yo —se ofreció con la idea de evitar a la joven un más que seguro desencuentro una vez que Amalia sacara las garras para defender lo que consideraba suyo y Victoria pagara su desahogo, convirtiéndola en un blanco fácil.
—¡Estupendo!
Él le ofreció el brazo y juntos empezaron a caminar en dirección a los viñedos.
Victoria escuchó con atención la historia que él iba contando a medida que andaban, salpicándola de anécdotas para que no fuera una aburrida disertación.
Anécdotas que incluían las peripecias de él y, cómo no, de su madre.
A la joven se le dibujó una gran sonrisa en el rostro mientras oía cosas muy llamativas, ya que normalmente Claudia se permitía muy pocas diversiones.
Resultaba agradable comprobar que también fue una joven alegre, sin preocupaciones.
El recorrido, que a priori debía limitarse a una rápida vuelta entre las viñas y las bodegas, se convirtió en un largo paseo en el que ella no se cansaba de preguntar y él en ningún momento se cansaba de explicarle hasta el último detalle.
Hablando con la chica surgió un nuevo motivo para admirar a la madre: Victoria era educada, inteligente y sobre todo muy perspicaz.
Claudia podía estar orgullosa y especialmente satisfecha, pues iba a ser una digna sucesora, apuntaba maneras y, además, era tan bonita como ella a su edad.
Esperaba que las diferentes situaciones de la vida no la volvieran tan desconfiada y hasta en algunos momentos amargada y cínica como a su progenitora.
Y también deseaba que fuera feliz, que no tuviera que elegir entre su corazón y sus necesidades.
Además, podía haber sido la tarde perfecta si Claudia estuviera allí, pero claro, ésta tenía la absurda idea de que miraba a la chica con ojos maliciosos. Nada más lejos de la realidad; aunque fuera preciosa, él jamás podría considerarla de otra forma diferente que como hija de la mujer a la que amaba, así que podía estar tranquila en ese respecto.
Victoria, por su parte, no se perdió detalle de las expresiones, y especialmente de las palabras de cariño con las que hablaba de su madre; estaba claro que la conocía muy bien y ya tenía la mosca detrás de la oreja, pues rara vez Claudia invitaba a amigos a la casa. A no ser que fuera por cuestiones de negocios, pero, en ese caso, estaba segura de que había algo más.
Además del cariño y de, por supuesto, la admiración, dejaba entrever algo más, conocía aspectos de los que pocos podían presumir, pues Claudia era muy reservada respecto a su vida privada. También tuvo la sensación de que Jorge quería algo más, pero que, como era de esperar, ella se lo estaba poniendo difícil.
A ella le parecía bien, su madre se merecía la oportunidad de vivir su vida, aunque dudaba de que hiciera algo al respecto. Como alguna vez le oyó decir a Henry: Claudia no dejaba espacio para el romanticismo en su vida y eso no era bueno para una persona, especialmente si era mujer.
Desde que tenía uso de razón, nunca la había visto interesarse por ningún hombre o atender algunos de los reclamos que recibía. Daba por hecho que terminaría casada con Justin, pues Henry así lo deseaba y nunca se cansaba de insistir; pero ella, que conocía a ambos, pocas veces veía gestos más allá del cariño entre dos personas que mantienen una fuerte amistad.
Nada que ver con lo que se describía en las novelas o en las películas o, por ejemplo, en la forma en que Jorge se refería a ella.
Tenía que estar más atenta para ver si sus, de momento, sospechas se confirmaban más adelante.
Hubiera preferido preguntarle directamente, pero sabía que en todo lo referente a España su madre se mostraba casi irracional.
Acabaron su recorrido en la casa principal. Jorge la acompañó hasta el saloncito desde donde la viuda parecía maquinar todo y entró primero.
Él esperaba que recibiera a la chica de una manera distante, fría y reservada, pero tuvo que morderse la lengua para no preguntar directamente qué diablos estaba pasando allí, pues en cuanto Amalia la vio se incorporó rápidamente sobre su bastón y se acercó.
—Siento llegar tarde —se disculpó Victoria—, pero he aprovechado que estaba Jorge para que me mostrara la propiedad.
Él se tensó, pues la mención de la propiedad podía soliviantar a su madre, aunque de nuevo tuvo que parpadear al observar cómo ésta admitía sin inmutarse esa mención, más si cabe viniendo de la propietaria legal.
—No pasa nada, lo entiendo —contestó Amalia invitándola a sentarse con un gesto amable al indicar la silla más cercana a ella.
—Si no os importa, me voy, tengo cosas de que ocuparme —se excusó él y se marchó de allí todavía sin saber muy bien qué demonios estaba pasando delante de sus narices y que se le estaba escapando, porque la reacción de su madre no tenía ni pies ni cabeza.
«Desde luego, uno cree tener más o menos las cosas controladas a su edad y de repente todos los esquemas se van por el retrete», se dijo.
Ahora tenía asuntos que atender, pero en la cena se encargaría de averiguar qué tramaba, no podía ser nada bueno, ni mucho menos inocente.
Amalia le hizo un gesto con la mano, sin mirarlo, dando a entender que dudaba seriamente de que fueran realmente importantes sus quehaceres y que estaba segura de que se limitaban a uno solo: perseguir a una desgraciada.
Bueno, menos mal que para eso estaba ella allí, porque tenía guasa que el inútil de su hijo siguiera sin ver más allá de sus narices.
Decidió concentrarse en la joven, ya que el ciego de su hijo, a ese paso, iba a enterarse el último, porque como todo hombre, en esos temas, andaba completamente despistado.
—¿Y qué te ha parecido la finca, querida? —preguntó amablemente la anciana.
Antes de que Victoria respondiera entró Petra, una de las criadas, para atender la petición de su ama.
La joven se quedó algo impresionada por la soberbia con la que Amalia trató a la señora que atendía la casa, no había por qué hablarle de ese modo tan altanero; era una de las cosas que su madre le repetía una y otra vez desde que tenía uso de razón.
Decidió no intervenir, pues no tenía la confianza suficiente como para, en una primera visita, hablar de ese asunto.
—Me ha encantado —contestó con sinceridad—. Jorge me ha contado bastantes cosas, me ha hablado de su historia, de los tipos de uva… —enumeró entusiasmada.
Amalia hizo un gesto a su criada para que dejara la bandeja con el refrigerio y se marchara, quedando implícito que nadie debía molestarlas.
—Parece que te llevas muy bien con mi hijo.
—Es siempre muy amable conmigo —indicó Victoria.
A pesar de sus severas indicaciones llamaron a la puerta.
—Adelante —murmuró Amalia con voz tensa.
—Venía para acompañarla a… —Rebeca se detuvo, agarrándose a la manilla, completamente estupefacta cuando reconoció a la visita. Otro golpe a su autoestima, ya de por sí bajo mínimos.
—Lo había olvidado —dijo la anciana poniéndose en pie sobre su bastón—. Tengo que asistir, quiero hablarle al párroco de unos asuntos. ¿Te apetece venir conmigo? —preguntó a Victoria.
—¿Adónde?
—A la reunión de la parroquia, para organizar los actos de las fiestas de este año en agosto.
—No sé si a ella le gustarán nuestras…
—A ti no te he preguntado, querida nuera —la interrumpió su suegra con disgusto. «Otra pánfila a la que aguantar. Señor, llévame pronto», pensó—. Y bien, ¿me acompañas?
Victoria se percató de la tensión entre las dos mujeres y al mismo tiempo cayó en la cuenta de que la había llamado «nuera», y eso significaba que era la esposa de Jorge, por lo que todas sus suposiciones eran totalmente absurdas.
Quizá se había dejado llevar por un tonto espíritu romántico y veía posibilidades donde no existía nada.
Bueno, era una pena, pero si él estaba casado cualquier relación resultaba imposible del todo. Seguramente lo mejor era volver al plan original, es decir, a Justin como candidato.
Se dio cuenta de que la anfitriona esperaba una respuesta, no sabía exactamente qué pintaba ella en una reunión de ésas, pero desde que había llegado a España había muchas cosas que le llamaban la atención, así que, como no tenía otra cosa que hacer, asintió.
—Excelente. Rebeca, si quieres puedes quedarte en casa. Ya me acompaña Victoria.
La aludida se tragó, como en otras tantas ocasiones, la desilusión y las ganas de replicar, más que nada porque no sería capaz de enfrentarse.
—De acuerdo —convino intentando mantenerse entera.
Como siempre, su suegra ni se molestó en mirarla y se marchó apoyada en el brazo de la joven, dejándola allí; se sentía un mueble más de la estancia.
Se dirigió hacia su habitación con la idea de refugiarse y evitar que alguna de las personas que trabajaban allí la vieran y le pusieran cara de lástima.
Miró por la ventana, sin duda quería sufrir un poco más al comprobar cómo su suegra se marchaba junto con Victoria.
Cerró la cortina y negó con la cabeza. No podía seguir así, no necesitaba esos desplantes, tenía derecho a ser feliz.
En esos momentos lo sabía.
Tenía al alcance de su mano la posibilidad de sentir, porque, tras hacer un concienzudo repaso vital, nunca antes había sentido lo que en aquella cutre habitación de motel.
A pesar de la vergüenza, de sus prejuicios y su inexperiencia, aquellas manos recorriendo su cuerpo, aquellos brazos rodeándola consiguieron que todas sus terminaciones nerviosas respondieran como nunca antes.
No había vuelta atrás.
Sabía ya lo que era el deseo y no tenía por qué reprimirlo.
Decidida a no ser más la tonta a la que todo el mundo ninguneaba, abandonó su refugio y se dirigió a la planta inferior para poder realizar la llamada de teléfono que iba a sacarla de su estado de letargo.