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Ronda de Duero, abril de 1945

No podía ser cierto.

Amalia escuchó, conteniéndose para no montar un escándalo, cómo una de las sirvientas le contaba a otra un cotilleo de lo más jugoso y perturbador.

Según relataba la chica, Claudia, la amiguita del señorito, tenía un retraso de más de quince días y la habían encontrado llorando en su cuarto.

La doncella destinataria de la confidencia cuestionaba esa información, ya que seguramente su llanto se debía a la partida del señorito.

Pero la señora de la casa no podía quedarse quieta, sin saber con exactitud el motivo de esas lágrimas.

Y cuando el río suena…

Decidida a saber la causa por la cual esa aspirante a señora lloriqueaba en su alcoba, la mandó llamar.

Unos minutos después Claudia entraba en el despacho de los señores, cabizbaja y dispuesta a soportar lo que fuera para que no la riñeran ni castigaran con más trabajo del que podía llevar a cabo.

No era ningún secreto que Jorge y ella estaban juntos, a pesar del empeño que ella había puesto en ocultarlo: para él no había por qué esconderse, ya que a su regreso del servicio militar se casarían.

Por supuesto los padres de él se opondrían, aunque a Jorge le traía sin cuidado. Él le prometió y juró por activa y por pasiva que así sería. Ella no lo tenía tan claro, los señores de Santillana gozaban de mucho poder en Ronda para sabotear sus planes.

—Pasa y cierra la puerta —ordenó Amalia, desagradable como siempre cuando ella pidió permiso para entrar—. Y siéntate.

Antonio miró a la joven y se aclaró la garganta. Conocía a su mujer y la animadversión que sentía por la chica, así que seguramente estaba haciendo una montaña de un grano de arena, pero nunca estaba de más asegurarse.

—Nos ha llegado el rumor… —empezó él mirando de reojo a su esposa, sin duda incómodo por tener que enfrentarse a un asunto así. Eso eran cosas de mujeres.

Amalia, impaciente por resolver ese espinoso tema y posiblemente encantada de que no fuera sólo un error para así poder echarla de una vez, interrumpió a su esposo.

—Vayamos al grano. ¿Estás preñada? —inquirió con aspereza sin andarse con rodeos; al fin y al cabo no tenía sentido optar por la amabilidad.

Claudia apartó la mirada y se tragó las lágrimas junto con una réplica contundente.

No tenían ningún derecho a tratarla así, como a una cualquiera.

—¡Contesta! —exigió la madre de Jorge.

—Hija, será mejor que confieses —apostilló Antonio aclarándose la garganta; debería haber dejado sola a su esposa para que resolviera ese tema, él tenía otros asuntos más acuciantes de los que ocuparse, para eso estaba la señora de la casa, para las cuestiones domésticas… y qué podría ser más doméstico que la servidumbre.

—Sí —contestó en voz baja. Ocultarlo durante unos días más sólo serviría para prolongar su malestar. Además, en esa casa, guardar un secreto, y más de esa índole, era casi imposible.

—¿Cómo has dicho? —demandó Amalia a punto de perder los estribos. Confirmar sus sospechas, lejos de apaciguarla, enervaba aún más su temperamento.

—He dicho que sí —confirmó ella alzando la barbilla; no iban a menospreciarla ni a denigrarla, por mucho que lo intentaran.

—¡Desgraciada! —la insultó, mostrándose totalmente agraviada con la noticia.

—Por favor, Amalia —intervino su marido intentando apaciguar los ánimos.

—Le ruego que no me insulte —pidió Claudia sin venirse abajo.

—Arreglemos esto como personas civilizadas —apunto él.

—Eso es lo que pretende esta desagradecida. Era su intención desde el principio, embaucando a Jorge. Si ya lo sabía yo…

—Yo no he engañado a nadie —se defendió la joven, pero claro, pensar que iban a creerla era un acto de fe. Antes de entrar en el despacho ya había sido condenada.

—¡Malnacida! ¿Así me agradeces lo que hice por ti sacándote de ese cuchitril en el que vivías con los indeseables de tus padres?

Claudia negó con la cabeza, no se podían proferir más insultos con menos palabras.

—Dejemos eso —dijo él—. Lo importante ahora es saber cómo arreglar este asunto sin que sea del dominio público.

—¡Ésa es otra! Estoy segura de que esta… —Hizo una pausa para pensar bien el insulto—… ramera ya ha ido por toda la ciudad contando su estado para así salirse con la suya y cazar a Jorge.

—¿Es cierto? ¿A quién se lo has contado?

—A nadie —aseveró.

—¡Mientes! —soltó de nuevo Amalia acusándola infundadamente—. Seguro que ya te has preocupado de decírselo a mi hijo para que éste abandone sus responsabilidades y venga como un tonto corriendo. ¿Me equivoco?

—No he hablado con nadie de este asunto —repitió sin perder las formas, aunque estaba a un paso de decirle cuatro cosas a la señora, empezando por su falta de respeto.

«Pero ¿qué esperabas?». Se reprendió en silencio.

Desde que intuyeron que ella y Jorge eran algo más que amigos, no había hecho otra cosa que intentar disuadirles, separarlos.

Que el señorito se beneficiara a la chica del servicio era casi una tradición, eso se resolvía despidiendo a la chica indecente y contratando a otra, pero en este caso el señorito no se acostaba con las asistentas sin preguntar su nombre para seguir una tradición, sino que únicamente quería estar con una y no la veía como personal de servicio precisamente. Esto disgustaba enormemente a los señores, pues a buen seguro ya habían buscado entre las chicas decentes y de buena posición a la candidata idónea.

—¿Ni siquiera con Jorge?

—No, él no lo sabe.

—¿Y por qué iba a importarle a mi hijo si a una de las criadas le han hecho un bombo? —espetó con rabia Amalia.

Claudia ya no podía más, esa última frase era el punto y final a la larga lista de insultos que estaba dispuesta a soportar.

—Sabe perfectamente quién es el padre de mi hijo —aseveró sin achicarse.

—¿Y tenemos que creerlo? Así, ¿sin más? —se burló la madre.

—Amalia, por favor…

—A saber para cuántos se ha abierto de piernas esta perdida.

—Solucionemos esto civilizadamente —intervino él—. No podemos saber con certeza quién es el padre, así que no vamos a dar más vueltas a este asunto.

—Pero… —dudó Claudia.

—Te haremos un último favor —prosiguió él—. Para evitar el escándalo que supone ser madre soltera y que nadie decente en esta ciudad te reciba, te entregaremos una cantidad de dinero para que abandones Ronda cuanto antes.

—Es lo mejor —apostilló Amalia—, además puedes visitar a una comadrona para que se ocupe de tu problema.

—Seremos generosos para que puedas vivir un tiempo hasta que encuentres trabajo.

—Por supuesto no podemos darte ninguna carta de recomendación, si alguien supiera la verdadera clase de persona que eres… —añadió la madre con inquina.

—Te irás antes de una semana, así podrás buscar una ocupación antes de que se note… ya me entiendes.

—No tienen derecho a…

—¡Ni se te ocurra replicar! ¡Bastante daño has causado ya!

—Pero antes de irte… —Sacó papel y se lo ofreció junto con una estilográfica—. Redactarás una carta de despedida, explicándole a mi hijo que has resuelto, por decisión propia, marcharte —explicó él.

—No queremos que cuando regrese vaya a buscarte. Debes dejarle claro que no deseas volver a verlo. ¿Me he explicado bien? —inquirió Amalia en tono despectivo.

A Claudia no le quedaba más remedio que aceptar esa proposición. De no hacerlo se encargarían de arruinarle la vida.

Cogió los útiles de escritura y se dispuso a despedirse.

Estimado Jorge:

Te escrivo estas letras para despedirme.

Puede que mi aztitud te halla confundido pero no era mi intencion que fuera asi.

Simplemente a llegado el momento de que tomemos caminos diferentes.

Dezido voluntariamente marcharme, por lo que tienes que aceptar y respetar mi decision.

Atentamente.

Releyó la carta antes de firmarla, esperando que las palabras fueran las precisas para que los señores se quedaran tranquilos y no se fijaran en nada más.

Confiaba en que Jorge hubiera prestado atención a las clases del señor Torres y así entendiera su situación.

Al parecer dio en el clavo, pues los padres de él aceptaron satisfechos las palabras de la misiva de despedida y la guardaron en un sobre, sin duda ansiosos por poder mostrársela a su hijo y así librarse de ella para siempre.

—Llamaré al chófer, le pediré que te lleve hasta la estación de tren en cuanto estés lista. Si quieres, puedes pasar aquí la noche y coger el tren de mañana —apuntó Amalia, ahora más serena al salirse con la suya.

—Te aconsejo que vayas a Madrid. En la capital podrás pasar desapercibida y seguramente hay casas de asilo para mujeres con tu problema.

—Muy bien. —Se acercó a la puerta.

—Luego te llevará el dinero una de las chicas —dijo Antonio.

—Como gusten. —Fue la despedida de la chica.

Claudia parpadeó al regresar al presente. Mientras recorría los últimos kilómetros por la vieja carretera había recordado el último día que estuvo allí. Poco o nada había cambiado.

Los árboles pintados con una franja blanca, los desgastados quitamiedos de piedra y los baches mal tapados que hacían el trayecto de lo más incómodo.

Quizá debería haber elegido el ferrocarril como medio de transporte en vez de alquilar un coche privado, pero prefería la comodidad y, sobre todo, la discreción.

Sólo Justin conocía el día exacto de su llegada y la reserva del hotel estaba hecha a nombre de él, para que nadie pudiera sospechar que iba a estar, dieciocho años más tarde, en la ciudad que un día se prometió no volver a pisar jamás.