22

Claudia suspiró y dejó a medio bajar la cremallera de su vestido. Había dejado bien claro tanto a su abogado como a Higinia que no quería ser molestada.

Así que caminó descalza hasta la puerta con la idea de reprender a esos dos meticones. Una cosa era preocuparse y otra amargarla. Ya había tenido suficiente sermón durante la cena, a cargo de Justin, sobre lo impropio de su proceder respecto al asunto del señor Torres.

Volvieron a llamar y entonces supo, sin abrir la puerta, que no era ninguno de sus dos amigos.

Podía darse la vuelta y hacer caso omiso, pero hacerlo suponía negar la evidencia. En el fondo lo deseaba.

Estaba loca, sin duda alguna.

—Venía con la intención de pedirte perdón —murmuró él mirándola de arriba abajo. De nuevo contemplaba una imagen doméstica, alejada de la que ofreció el día de su reaparición.

Jorge sabía que quedarse en la puerta suponía arriesgarse a que algún otro huésped del hotel se fijara y entonces no serviría de nada untar el morro al conserje de turno. Así que, sin pedir permiso, entró y cerró la puerta a sus espaldas.

Afortunadamente ella no montó una escena.

Claudia lo miró; los tenía bien puestos, desde luego.

Presentarse de nuevo, a esas horas, en su habitación era sin duda alguna síntoma de su mala cabeza. Claro que ella no se había comportado muy cuerdamente, pues le había dejado pasar.

—¿Has bebido? —inquirió la mujer con cautela. Puede que de nuevo su presencia se debiera a un arrebato alcohólico, aunque de no ser así debía preocuparse mucho más.

Él no respondió y se situó frente a ella, controlándose para no repetir el lamentable espectáculo de la noche anterior, pues, aunque tuviera más razón que un santo, eso no le daba permiso para tratarla como lo hizo. Peor que a una vulgar ramera. Si quería explicaciones, la mejor manera de obtenerlas era preguntando, no follándosela como un animal rabioso.

Ella respiró profundamente, demasiado confusa, pero debía tomar cartas en el asunto, no podía quedarse como un pasmarote mirándolo sin más. O lo echaba sin contemplaciones o…

—En este momento no necesito disculpas —susurró ella; levantó tímidamente una mano para acariciar su mejilla.

Gesto que él malinterpretó, pues la sujetó de la muñeca para evitar lo que él pensaba que le propinaría: un buen bofetón.

Ella se soltó y acercó su mano para rozarlo despacio, con cautela, dejándolo totalmente fuera de lugar ante ese inesperado gesto.

Y, por primera vez en mucho tiempo, él pudo ver de nuevo la misma sonrisa, fresca y sincera, de la mujer por la que llevaba dieciocho años destrozando su vida.

Claudia se pegó aún más a él y lo besó, atrayéndolo hacia su cuerpo.

Ya no tenía sentido nada más.

En cuanto sus bocas se unieron, él no se quedó quieto, sino que la abrazó con fuerza, como si no se lo pudiera terminar de creer.

Ella también le devolvió el abrazo, cansada de todo, deseosa de olvidar y de volver a ser aquella joven de diecisiete años a la que Jorge pretendía engatusar para que se levantara las faldas.

Abrazada a él, sin querer soltarlo, cerró los ojos…

Marzo de 1945…

—Te he dicho que no, no seas pesado —protestó ella apartándole la mano. Hacía tiempo que se había dado cuenta de sus intenciones, pero no podía ceder, pues ella llevaría las de perder.

Ya no sabía qué más decirle para convencerlo. Jorge, cuando quería salirse con la suya, se comportaba como el niño caprichoso y detestable que evitaba ser, pues, a pesar de tener todo a su alcance, en la mayoría de las ocasiones no resultaba inaguantable. Pero en otras, como era el caso, decidido a llevarse el gato al agua, no dejaba de persuadirla, engatusarla, toquetearla en los momentos menos propicios, interrumpirla mientras llevaba a cabo sus obligaciones o molestarla cuando estaba sumergida en un libro.

—Vamos… No seas así… —dijo todo zalamero arrastrándola hasta tenerla junto a él. Con un poco de suerte conseguiría llevársela al pajar y tenerla por fin desnuda. Cada vez se le hacía más cuesta arriba contenerse. Él ya había estado con una mujer, regalo de cumpleaños de su padre, pero aquello fue deprimente, pues la meretriz fue quien se encargó de todo, aprovechándose de sus hormonas revolucionadas; fue un visto y no visto.

—Nos pueden pillar, Jorge —insistió ella con toda lógica. Él no parecía ver más allá de sus propios deseos—. Y se puede armar un buen escándalo.

—Mejor —farfulló él—. Estoy cansado de disimular, de negar delante de todos que te deseo. Ojalá nos pillen hoy mismo y nos obliguen a casarnos para acallar habladurías.

—¡Estás loco! —saltó negando con la cabeza.

—Loco por ti, eso ya lo deberías saber. —Le acarició de refilón uno de sus pechos y ella le dio un manotazo.

—Tú lo que quieres es llevarme al huerto —lo contradijo ella—. Estoy segura de que en el pueblo hay más de una que se deja.

—¡No quiero meter mano a ninguna otra! —exclamó Jorge a la defensiva—. Sólo te quiero a ti.

Ella lo miró, lo había dicho con tal vehemencia… Sintió pena por él y por ella misma, pues estar juntos era lo que más deseaba, pero tenía muy claro lo difícil que sería.

—Jorge, compréndelo. Tú y yo no podemos… estar juntos. Tu madre se enterará y yo pagaré las consecuencias. Tú eres el señorito y yo no soy más que una pobre sirvienta.

—¡No digas sandeces! Si lo que piensas es que simplemente quiero divertirme un rato y luego relegarte, ya puedes ir olvidándote. Te quiero, joder. Y mi madre puede irse al garete, porque en cuanto acabe el servicio militar nos casaremos.

Ella lo miró con ternura y con cariño, estaba completamente enamorada de él, pero seguía albergando dudas por lo que podía pasar.

En Ronda se señalaba a aquellas que «se dejaban» con variopintos calificativos, ninguno de ellos agradable, por supuesto, amén de una especie de exclusión social para aquellas que, además, traían al mundo una prueba evidente de su comportamiento ilícito.

—Tus padres nunca van a permitir…

—Deja que yo me encargue de ellos. Ven, por favor —insistió él.

—Tenemos que tener cuidado, ya me entiendes…

Él sonrió de oreja a oreja, ya estaba cediendo y, aunque entendía sus temores, no podía esperar más.

—No te preocupes por eso. Me han hablado de una forma para evitar que te quedes preñada —adujo él—. Pero si falla no debes temer nada, al fin y al cabo vamos a casarnos. Nadie podrá decir ni una sola palabra en contra. Claudia, cariño…

Jorge acunó su rostro y se acercó despacio para darle un beso en los labios. Un beso que le sabía a muy poco, pues quería a esa chica con toda su alma. Y desde que tomó conciencia de que no sólo era su compañera de juegos y estudios al convertirse en una preciosidad, no había pensado en otra cosa que en casarse con ella.

—Acompáñame —murmuró él contra sus labios—, no te arrepentirás.

Ella, ante esas últimas palabras que sonaban a promesa, se agarró a la mano que le tendió y caminó junto a él, nerviosa y expectante por lo que iba a ocurrir.

A escondidas escuchaba «cosas» a algunas de las otras criadas sobre lo que hacían los chicos a las chicas en el pajar.

O sobre cómo se aprovechaban los señoritos de las chachas, para después, cuando se cansaban de ellas o terminaban embarazadas, deshacerse de ellas. Unas en un convento para que entregaran al hijo en adopción; otras de vuelta con su familia de origen, que tapaba el desliz con una boda rápida con algún muchacho poco agraciado que pasaría por alto la deshonra.

No quería fallarle, pues sospechaba que Jorge ya había estado con otras y ella no sabía absolutamente nada. Sólo que no debía hacerlo, pues eso automáticamente te convertía en una «perdida» a los ojos de la gente.

Y no sólo eso, si otros chicos se enteraban, creerían que tenían el mismo derecho, tildándola de «ligera de cascos».

Como decían algunos en el pueblo: hay dos tipos de mujeres, unas para divertirse y otras para casarse con ellas.

Claudia deseaba no pertenecer al primer grupo.

—Estás muy callada —dijo él cuando llegaron junto al viejo pajar.

Habían efectuado el recorrido unidos de la mano, evitando el camino principal, dando un rodeo junto al río, porque, si bien resultaba más incómodo debido a la vegetación, se evitaba topar con algún lugareño.

—Estoy nerviosa —admitió en voz baja ruborizándose.

Él apretó su mano en un gesto que pretendía transmitirle todo su apoyo y comprensión.

Una vez dentro, Jorge hizo una mueca. Aquello era un desastre. Pero debería servir. Le hubiera gustado llevársela a un hotel, pero conseguir que les dieran habitación sin presentar antes el libro de familia era prácticamente imposible. También pensó en su propio dormitorio, pero no quería arriesgarse a que sus padres interrumpieran en el momento más inoportuno; además, estaba seguro de que cualquier otro criado podría verlos entrar y seguramente correría a contarlo para ganarse el favor de los dueños de la casa.

A pesar de su fanfarronada ante ella, no quería que los «pillaran» para evitar comentarios mordaces, miradas recriminatorias y acusaciones, dirigidas a ella, como «lianta» o que pretendía dar el «braguetazo».

Él la miró disculpándose de antemano por el deplorable estado de aquel pajar, pues medio tejado había desaparecido, sólo quedaban las vigas de madera retorcidas y llenas de nudos. En el caso de que de repente se pusiera a llover, terminarían calados hasta los huesos. Seguramente por allí habría ratones u otros animalitos de campo que prefirió no mencionar en voz alta para que ella no echase a correr.

Lamentaba profundamente que su primera vez fuera tan poco elegante. Claudia se merecía todo y él se encargaría más adelante de compensarla.

—Ven —pidió él sonriéndole para que se relajara un poco.

La abrazó y acarició suavemente. Enredó las manos en su pelo y masajeó su cabeza para que ella se sintiera más cómoda.

—¿Estás seguro de que por aquí no viene nadie? —preguntó ella en voz baja, pegada a él, aferrándose a sus hombros y respirando cada vez más entrecortadamente. Puede que no supiera nada del tema, pero su instinto estaba aflorando.

—Sí —respondió. No iba a darle los detalles; es decir, los días que había estado rondando el ruinoso pajar, o las horas allí muertas fijándose en si algún labrador, de camino a sus tierras, se detenía—. Claudia… —La miró fijamente, iba a suceder—. Pase lo que pase siempre estaré contigo. Siempre.

—Lo sé —susurró emocionada ante la sinceridad de sus palabras.

—Déjame unos segundos que prepare un poco esto —comentó algo avergonzado.

Se dirigió hacia las balas de paja y tras mover un par de ellas sacó una manta. Después repartió unas briznas en un lateral, donde aún quedaba tejado, y tras eso la ayudó a sentarse.

—Tranquila —insistió mientras recorría la piel de su cuello con besos suaves, torpes debido a su propia excitación.

—Lo intentaré —prometió acomodándose sobre el improvisado lecho y le sonrió. Puede que ella fuera la inexperta, pero Jorge la miraba con tal cariño y devoción que optó por facilitarle las cosas y no contagiarle su nerviosismo.

Él sonrió ante su iniciativa, para después inclinarse y, tras un rápido beso en los labios, ir levantando poco a poco la falda de su vestido.

—Déjame verte —murmuró.

—Por supuesto —accedió.