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Claudia se inclinó sobre él y le lamió el cuello, al más puro estilo fiera salvaje, mientras él se quedaba quieto bajo su cuerpo, dando muestras más que evidentes de su teoría.

Todo ello sin dejar de pasar sus manos, rozando cada centímetro de piel al que tenía acceso, disfrutando de la textura que las yemas de sus dedos tocaban.

—Podrías atarme a la cama —sugirió él gimiendo cuando ella empezó a deslizarse hacia abajo.

Aquello prometía y sólo debía quedarse quieto.

Ella se detuvo ante esa sugerencia. ¿Había oído bien? Levantó la vista completamente ojiplática ante lo que éste había propuesto, porque al ver su cara quedaba claro que no bromeaba, lo había dicho en serio.

—¿Atarte? ¿Para qué? —preguntó parpadeando—. Eres un hombre, no creo que haya que obligarte para acostarse contigo, siempre estáis dispuestos, así que no entiendo para que tengo que amarrarte a la cama cuando sé que vas a dejarte —alegó ella respaldada por lo que pensaba que era una verdad universal.

Él levantó un poco la cabeza para mirarla: tal vez se mostrara sorprendida, pero Claudia era de las que no descartaban una sugerencia de ésas así como así.

Sonrió travieso.

—Tú siempre tan pragmática… Tu mente es incapaz de asumirlo, pese a que me lo hayas consentido, pero, y he aquí la pura verdad, tu cuerpo ha respondido perfectamente, se ha dejado llevar, reconoce el potente estímulo sexual que supone estar sin posibilidad de escapatoria.

—No te creo… —murmuró procesando sus palabras.

—Claudia, créeme, sé de lo que hablo.

—Y yo. —Le mordió una tetilla consiguiendo que él se tensara bajo ella—. Imagínatelo… ¿De verdad ibas a dejarme hacer lo que yo quisiera?

—Me abandonaste y desapareciste. Todo lo demás puedo resistirlo. Además, mientras me torturas al menos estarás a mi lado —apuntó él sabiendo que en ese momento reprochárselo no resultaba de lo más inteligente; sin embargo, no pudo contenerse.

Ella no podía soportar tantas declaraciones de ese tipo en el mismo día, iba a desarmarla por completo, eso si no lo estaba ya.

Jorge sonrió al comprobar que era infinitamente más fácil romper sus barreras con halagos y con sinceridad que enfrentándose a ella.

En primer lugar porque era de necios intentar someterla de ese modo; ella, además de inteligente, era hábil y se defendía como gata panza arriba, por lo que continuar por ese camino no suponía más que una gran pérdida de tiempo.

Al igual que continuar con los preliminares; así que ella, ejerciendo todo su dominio, le agarró la erección para acariciarla, moviendo la mano arriba y abajo.

—Humedécete la palma —indicó él para que el masaje resultara más sencillo.

Claudia obedeció… a su manera.

Primero sacó la lengua lo imprescindible para dejar un rastro húmedo sobre sus propios labios, después mojó uno a uno sus dedos, como si se acabara de comer un pastel, sin dejar de mirarlo, para por último sacar completamente la lengua y empapar su palma y llevarla de nuevo a su polla, que esperaba con ansia su toque.

Gimió encantado cuando Claudia retomó sus caricias y en esos momentos la mano subía y bajaba con mayor facilidad, consiguiendo que él apretara los dientes para no moverse o para no gritarle que se dejara de manoseos y se la metiera de una vez.

—Creo que esto de dominarte tiene su gracia —susurró.

—Veo que la idea te encanta.

—No lo sabes tú bien.

Jorge sí lo sabía y le encantaba que ella fuera tomando conciencia de las posibilidades; además, era una excelente forma de salirse con la suya, porque al otorgarle todo el poder de decisión ella se sentiría en su elemento y así olvidaría la tensión.

Claudia podía ser mala, y alargar su tortura, o muy mala y quitar la mano y sustituirla por la boca, aunque decidió que ella también lo deseaba lo suficiente como para posponer sus torturas.

Así que se movió hasta posicionarse convenientemente, bajar y quedar completamente empalada.

—Decir que encajamos a la perfección es de Perogrullo, pero tenía que hacerlo —murmuró él conteniéndose para no elevar sus caderas y embestirla como un loco.

Pero no hizo falta, pues ella comenzó a cabalgarlo, de forma rápida, subiendo y bajando, y mostrándole un par de tetas bamboleantes para animar aún más el encuentro.

Claudia estaba especialmente excitada, pues en su cabeza no dejaban de reproducirse las imágenes de lo que él había contado.

No era de extrañar que estuviera tan cerca de correrse, y apenas acababan de empezar. Estaba siendo deliberadamente egoísta, pero lo necesitaba.

Jorge, por su parte, tampoco podía aguantar mucho más. Joder, esa mujer, en la versión dominante, era absolutamente castigadora, pues había imprimido un ritmo completamente abrasador.

Estiró los brazos hacia atrás y agarrándose al cabecero, con fuerza, dejó que ella lo montara sin interrumpirla. Gozaba con sus movimientos, con la sola visión de su cuerpo sobre el suyo, con cada segundo que estaban juntos, sabiendo que debía reconquistarla por completo.

Ella se echó hacia adelante y le clavó las uñas en el pecho en el mismo instante en que se corrió, arrastrándole a él.

Después, laxa y relajada, cayó encima, donde fue abrazada hasta que pudo volver a hablar.

—Si pudiera me quedaría así todo el día —murmuró sobre su pecho.

—Eres la jefa, puedes hacerlo —bromeó él pasando la mano una y otra vez por su espalda, empapada de sudor.

—Ése es un lujo que no me puedo permitir —admitió incorporándose sobre él con cara de pena.

—Es una lástima, la idea de quedarnos así todo el día me parece estupenda.

Claudia, siendo totalmente consciente de que aquella conversación podía derivar en problemas, fue la primera en abandonar la cama. Caminó hasta su tocador y recogió su bata.

A través del espejo lo observó, tumbado en la cama, desnudo, despreocupado, invitándola a unirse a él… Pero lamentablemente no podía.

Ella, con pesar, lo dejó a solas en el dormitorio y se metió en el cuarto de baño adyacente para bañarse y poder vestirse antes de acudir a sus obligaciones.

Ese día en concreto tenía una reunión con el proveedor encargado de suministrar los envases para renegociar un contrato que a ella le parecía abusivo.

Jorge, como era de esperar, entró poco después en el aseo y sin ningún pudor se dispuso a orinar.

Desde la bañera ella se dio cuenta de lo cotidiano de todo aquello y se mordió el labio.

Otra vez las malditas dudas.

¿Y si le contaba toda la verdad?

Él se enfadaría, renegaría y maldeciría. Y si al final conseguía hacérselo entender… todo, ¿para qué?

Él seguiría sin ser un hombre libre y eso no tenía solución.

Ésa era la razón para continuar aquella extraña mentira.

Una vez aseados, Jorge recuperó su arrugada ropa y ella se puso uno de sus elegantes vestidos de diseño, uno de cuadros blancos y negros. Siempre un par de centímetros por debajo de la rodilla, escote cerrado y, en esa ocasión, de manga francesa.

Cuando estaba dándose los últimos toques frente al espejo, Jorge se situó tras ella y le pasó su collar de perlas, abrochándoselo como si sólo se tratara de un gesto galante.

Aquello significaba mucho más.

Al ver su cara ligeramente sonrojada, él se apresuró a decir:

—Tranquila —recorrió las cuentas con un dedo y una sonrisa traviesa—: las he lavado, aunque eso nunca puede borrar de mi cabeza ni de la tuya lo que hicimos anoche.

Ella respiró profundamente.

—Eso parece —admitió sonriendo como una tonta.

—Recuérdalo, cada vez que estés en una reunión de esas de negocios que tanto te gustan, toca cada una de estas perlas y sólo tú sabrás para qué sirven realmente.

Ella consiguió recomponerse y salir del dormitorio, con él a la zaga sonriendo como un tonto y siendo consciente de que no apartaba los ojos de su trasero.

Cuando entraron en la cocina, Severiana se sorprendió, no sólo porque la señora de la casa estuviera allí, sino por aparecer acompañada. Claudia se dio cuenta de que ésta se sentía incómoda por la presencia de él y que, sin duda, lo había reconocido.

Más tarde se encargaría de hablar con ella.

—No se preocupe, ya sirvo yo —le dijo a la cocinera.

—Voy… voy a la despensa.

Cuando la mujer les dejó a solas, Jorge dijo:

—Espero que no vaya contando por ahí que he venido a desayunar a tu casa. —Se sentó a la mesa de la cocina y observó cómo ella preparaba la cafetera, como si lo hiciera todos los días, y la ponía al fuego—. Debo decir que rara vez me acerco a la cocina, pero contigo, sirviéndome, tiene un morbo especial.

—¿Tostadas? —preguntó ella mirándole por encima del hombro mientras abría los armarios para sacar las provisiones.

—No. Ahora tomo un mísero café solo. —Pensó en los días en los que el café era una triste excusa para ingerir alcohol. Desde luego ahora veía las cosas de otro modo.

—El desayuno es la comida más importante del día, deberías alimentarte correctamente —indicó ella como si fuera una madre preocupada.

—Puede que tengas razón… —se rascó la barbilla ensombrecida por la barba—, sobre todo teniendo en cuenta el desgaste físico al que me sometes por las noches.

Ella negó con la cabeza, más que nada porque prefería no seguirle la corriente y tener un desayuno tranquilo.

Se sentó junto a él y sirvió dos tazas de café.

Otra escena doméstica, algo que para muchas parejas pasaba totalmente desapercibido; no obstante, para ellos significaba algo muy importante.

Cuando ella se levantó para recoger las tazas, entró Mariana bastante acelerada.

—Señora Campbell, verá, en la puerta hay un hombre que… —Miró a Jorge tratando de entender la situación.

Era de lo más extraño que otro joven, de muy buen ver, llegara de visita.

—¿No le ha preguntado su nombre? —inquirió Claudia tras limpiarse las manos.

—Dice que viene a verla a usted y, claro, como no… está… sola…

—Está bien, yo me ocupo —murmuró Claudia saliendo en dirección a la puerta principal.

Jorge, muy intrigado, se levantó inmediatamente dispuesto a seguirla, ya que la sola idea de que otro hombre la visitara lo enfermaba.

Llegaron a la entrada y él resopló al ver a la inesperada visita que aguardaba pacientemente a que alguien le cogiera la maleta.

El que faltaba, con lo bien que estaban los dos solos; aunque claro, tarde o temprano iba a regresar. Era una desagradable sorpresa que tarde o temprano tenía que asumir.

Pero si alguien se quedó verdaderamente sin habla ante la sorpresa fue Claudia.

—¡Mamá!